9. LOS CRÍMENES DE
CARNOT PLANTATION
Galopó sin rumbo bajo la lluvia hasta que el caballo se agotó. Entonces, lo puso al trote. De vez en cuando un relámpago iluminaba el cielo. A la puerta de las casas y de las posadas, bajo los balcones de hierro forjado, los soportales de piedra y las cornisas de colores vivos había gente a cubierto.
Le hubiese gustado llorar, pero no encontraba el modo. Tenía el corazón encogido, como una planta a la que le faltara el agua y no le diera la luz. Y, sin embargo, se sentía fuerte, capaz de cualquier cosa. ¿Qué más podían quitarle ahora? Se alegraba de haber cortado amarras con todo, y sentía que nada ni nadie en este mundo, con excepción, quizá, de Victor, merecía sus desvelos. Pesaba sobre él la convicción de que no importaba a nadie, porque nadie lo iría tampoco a echar en falta. Sin embargo, eso lo hacía fuerte. Le hacía despreciar el miedo.
Las finanzas iban de mal en peor. Victor, es cierto, se reponía de manera gradual, pero más a menudo de lo deseable estaba como ido, y ni siquiera se prestaba a que un médico lo examinase en condiciones. En cuanto a Auguste, parecía tan ajeno a esta ciudad como un caballero sin medios de fortuna cuyos talentos están siendo desperdiciados.
Echó pie a tierra, ató la cabalgadura a la entrada de la Dauphine y empujó la puerta batiente empapado de pies a cabeza. Se encontró con Auguste en la barra. El violinista ya encadenaba una tonada tras otra, y el local empezaba a llenarse de juerguistas nocturnos. Pero Auguste no tenía aspecto de estar disfrutando. El chico se acomodó en un taburete junto a él.
—¿Qué tal está Victor? —preguntó Julien.
—Bienaventurados los ojos, muchacho —dijo Auguste apurando el último trago—. ¿Victor? Duerme como un leño. Dio un largo paseo con su bastón y preguntó infatigablemente por ti. Mi buen amigo, me temo que estamos sin blanca, y que esta copa irá a engrosar mi creciente e indefinida deuda alcohólica. ¿Un brandy? —Sí.
—Posadero, un brandy para mi amigo y otro para el amigo de mi amigo. Apúntelo en mi cuenta.
El afilador de cuchillos acudió en el acto con los brandis.
—¿Podemos brindar por algo que no se acabe? —preguntó Julien.
—Brindemos entonces por la grosería de todos los hombres, y por la de unas cuantas mujeres —dijo Auguste mientras se daba la vuelta en el taburete. A su espalda estaba sentado un viejo borracho al que sobaban dos damas de compañía. El viejo, a quien Julien creía conocer de algo, no dejaba de rozar al pobre Auguste—. Caballero, si no es una inconveniencia, sería muy de agradecer que gesticulara menos con los codos.
—Perdón —se excusó el viejo, que se dio la vuelta y reprimió visiblemente un eructo—. Mi nombre es Théodore Carnot, para servirle —dijo tendiendo la mano. Auguste se quedó casi en trance cuando su amigo se presentó como Julien Lasalle.
—Mi nombre es Lasalle. Julien Lasalle.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Théodore.
Algo incómodo, lo repitió como si tratara de gastarlo. Como alguien que estrena unos zapatos.
—Julien Lasalle.
—¿Son nuevos en la ciudad?
—Somos de París —replicó Auguste con orgullo.
—Han llegado en uno de los barcos franceses, ¿no es así? —preguntó Théodore, que, sin bajarse del taburete, se aferraba al talle de la única damisela de piel cobriza y formas opulentas que no se había escabullido— El Nuevo Mundo les sorprenderá gratamente, monsieurs —prosiguió sin dejarles responder—. Y las damas... ¡Uhm! Las criollas son mujeres ardientes y... tan sudorosas...
Théodore, cuya abultada nariz tenía un tinte violáceo, aproximó la cara al pecho de la dama, sacó la lengua y con la punta recorrió el tramo de piel que mediaba entre los senos y el cuello.
—Mon Dieu —suspiró Auguste—, la decadencia del espíritu francés.
—Monsieur —dijo aún más pausadamente el viejo mirando a Auguste, pero sin apartar la cara del escote—, ya hace mucho que dejé de ser francés —y esto último lo afirmó con un acento inglés si cabe más pronunciado que el del tabernero.
De improviso, en una esquina del local estalló una reyerta entre dos jugadores. Uno y otro se habían levantado de la mesa y, antes de lo que se tarda en decirlo, ya estaban enzarzados. El violinista empezó a tocar con más ritmo, y Théodore, con la misma cadencia pausada, prosiguió:
—Pero los señores han venido al mejor sitio de la ciudad. Aquí estarán a salvo. Se lo garantizo.
Julien y Auguste se miraron sin articular palabra. Luego fijaron la vista en los dos hombres que se zurraban de lo lindo, y volvieron a mirar al viejo.
—Pues... si éste es el mejor sitio de Nueva Orleans, ¿cómo serán los peores, monsieur? —preguntó Auguste horrorizado.
Entonces, con la misma rapidez con la que uno de los contendientes desenfundó un cuchillo y lo blandió en la cara de su oponente, el tabernero recurrió a la panoplia de armas blancas, se apoderó de dos puñales y, como un relámpago, los arrojó a la vez con ambas manos. Los puñales traspasaron limpiamente las mangas de las chaquetas y se fueron a clavar en la pared, inmovilizando los brazos de los púgiles.
Con la misma naturalidad de antes, el violinista paró de tocar y se rascó la barbilla.
—¡A la calle a buscar bronca! ¡No quiero sangre de cerdos en mi local! —bramó el tabernero señalando la puerta.
El afilador y ahora lanzador de cuchillos volvió como si tal cosa a lo suyo mientras los dos tipos desfilaban hacia la puerta. El violinista reanudó su canción, y la taberna recobró el mismo plácido e infernal jolgorio de minutos atrás.
—Por eso, monsieur Auguste. Lo digo por eso —aclaró el borracho dirigiéndose a Auguste y cogiendo la copa mientras palpaba el trasero de la camarera—. Ah, ¡el valor! ¡Es una buena cosa! ¿Han visto al posadero? Es un hombre que se hace respetar. Si yo tu-tu-tuviera esa clase de valor, si tu-tu-tuviera el valor necesario... entonces to-to-todo cambiaría. Pero ¿qué es lo que están vi-vi-viendo ante ustedes? Nada más que un viejo bo-bo-bo-borracho adinerado, como lo fueron mis antepasados. Y eso, eso, qu-qu-qué horror, eso no basta pa-pa-pa-para hacerse respetar. ¡Hacerse rr-rr-rr-espetar por los otros!
Los ojos de Théodore eran azules y pequeños, la cara inflamada, enrojecida, el cabello blanco raleaba, y las patillas le llegaban casi hasta el cuello. Julien, que acababa de reconocer al viejo, vio que lucía la misma levita de calidad, la misma chorrera y la misma camisa con puños rizados de fino encaje de la otra vez, aunque, posiblemente, con más lamparones que la noche en que Soho y Grand Perle le habían socorrido.
—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Julien, que no quería interrumpir el discurso del viejo.
—¿Por qué digo qué, joven? —preguntó Théodore, que parecía haber recuperado la fluidez de palabra.
—¿Por qué dice que hay que hacerse respetar?
—Bu-bu-bueno. Po-po-porque si no, ¿qué nos queda? Si no nos re-re-respetan y nos arr-arr-arre-arre-arrebatan lo más querido, ¿qué nos qu-qu-queda? ¿La ve-ve-venganza? Y, si somos co-co-cobardes, ¿quién nos vengará? —Y, acto seguido, arrimándose a ellos como antes lo había hecho al escote de la puta, susurró—: Si yo fu-fu-fu-fuera capaz de vengarme. Si pu-pu-pudiera quitar la vida de aquellos que causaron mi desgracia. Si tu-tu-tuviera la valentía de hacer justicia. ¡Ah, en-entonces! ¡Ah, en-entonces!
—¿Entonces? —preguntó Julien.
—Te-te-te-te-temb-tembl-temblarían...
—¿Co-co-cómo? —tartamudeó involuntariamente Julien.
—¡Recuperaría la paz de espíritu! —soltó Théodore de un tirón apretando los dientes y retorciendo un puño en el aire.
La puta de piel cobriza, que empezaba a sentirse a disgusto, trataba de zafarse del brazo del viejo. Julien dio fin a su copa y dejó el vaso en la barra.
—¿Y qué daría por recuperar esa paz que tanto anhela? —preguntó Julien.
—¡¡Daría cualquier cosa!! —dijo con el mismo impulso concluyente de antes.
—Y por qué no. Tal vez se pueda, monsieur —dijo Julien. Auguste se atragantó de tal modo que tuvo que abandonar su copa transitoriamente—. Seamos claros, ¿qué daría por vengarse de sus enemigos y, supongo, porque ni una gota de su sangre salpicara los encajes de sus ropas?
El viejo, ante la mirada atónita de Auguste, que iba de uno a otro alternativamente, despidió a la dama con un puñado de monedas. La señorita se esfumó al momento, y entonces el viejo acercó aún más la banqueta a sus nuevos camaradas.
Nunca Auguste hubiera imaginado asistir a un diálogo como ése: en Nueva Orleans, entre un viejo borracho que en el brillante París hubiera pasado por un indigente, y su nuevo amigo, un joven, sin duda, tan atractivo como inquietante, que de repente respondía al nombre de Julien Lasalle. El alcohol volvía las cosas más naturales; sin embargo, no era la naturaleza de la charla lo que sorprendía a Auguste, que, acostumbrado a frecuentar todos los ambientes de París, estaba de vuelta de ciertos asuntos. Era la velocidad a la que se desarrollaban los acontecimientos, y con la que se cerraban los tratos en el Nuevo Mundo. Como si, realmente, el tiempo fuera oro. Como si los negocios protagonizasen el primer mandamiento del Decálogo.
A Auguste le pareció que su amigo le preguntaba algo.
—¿Auguste?
—¿Sí? —dijo Auguste, que se sentía ligeramente indispuesto.
—Que si sabes cocinar...
—¿Cocinar? Eh, bien, para ser francos, los que han probado mis platos nunca han dejado de sentirse acompañados por su recuerdo.
—Me lo imaginaba —declaró Julien con una sonrisa que dedicó a Théodore.
—Me permito recordarte —aventuró Auguste un poco confuso— que debiéramos centrar nuestros esfuerzos en buscar a tu madre.
—Mi madre está muerta —dijo Julien en un hilo de voz.
Al viejo le temblaba más el pulso que la voz cuando levantó la copa para el brindis.
—La casa por el trabajo —dijo Julien.
—Sh-sh-sea —dijo Théodore.
Y Auguste hizo tintinear su copa con la de su amigo.
Carnot Plantation, la plantación de azúcar de Théodore, estaba situada a orillas del bajo Misisipí. Era una finca de unos ciento veinte acres, a sólo dos horas de Nueva Orleans en diligencia, entre robustos árboles cubiertos de musgo. A ambos lados de la vereda que conducía a la mansión, dos hileras de catorce robles sombreaban el camino. Julien los contó uno por uno mientras esperaba a que los comensales dieran fin al primer plato.
Al menos por fuera, la casa no era de un lujo esplendoroso. Según Théodore, que durante los días previos a la cita de hoy les había puesto en antecedentes y referido la historia de su vida y milagros, esa mansión había sido la primera y más modesta que se había hecho edificar cuando llegó a los Estados Unidos.
La construcción era una mezcla de casa criolla tipo plantación y estilo colonial francés, y se había levantado con una combinación de ladrillo, estuco y muros de madera. Unas vigas de ciprés soportaban los frágiles ladrillos locales, que eran protegidos con escayola. Por lo demás, era una mansión tan simple como podría serlo una casa de dos plantas y buhardilla apoyada sobre pilares de ladrillo que la elevan unos tres metros del suelo, para aprovechar las brisas y protegerse de las inundaciones. La planta baja se utilizaba como almacén o, incluso, para el servicio; el tejado era de madera a dos aguas, y constaba de una sola chimenea, flanqueada por dos mansardas, que atravesaba el centro de la vivienda. En la entrada principal tenía una magnífica veranda amueblada con sillones de mimbre, decorada con una barandilla y una columnata de madera, y en cuyo centro unos escalones daban paso a la puerta central.
Y, ahora, Julien se dedicaba a hacer tiempo antes de emprender un negocio de trascendente importancia.
Consultó el reloj de bolsillo, lo sostuvo en la mano, lo sopesó durante un instante antes de guardarlo y, lánguidamente, echó a andar hacia la puerta principal de la mansión.
Dentro de la casa, exactamente en el salón, se estaba desarrollando desde hacía un buen rato una escena de corte dramático. Claro que la apariencia no era ésa.
El salón era de una amplitud generosa, y tenía forma ovalada. Estaba enteramente pintado de blanco, a excepción de las molduras del techo, en las que el dibujo de una hiedra en relieve no paraba de enredarse a una parra interminable. En los extremos más alejados del óvalo, sendos retratos del señor y de la señora de la casa presidían el salón. A cada lado de ellos se abrían dos ventanales decorados con suntuosos cortinajes de moaré verde. Sobre la repisa de la chimenea, y bajo el retrato del dueño, estaba expuesta un arpa bañada en pan de oro. Una lámpara dorada con muchos brazos colgaba del techo y caía justo sobre una lujosa mesa rectangular. En la mesa disertaban plácidamente los comensales mientras daban fin al primer plato. Una alfombra mullida, de colores y dibujos tan vivos como exóticos, soportaba todo el peso del placer culinario.
La mesa estaba decorada con un cuidado exquisito. Había candelabros de cristal, que aún permanecían encendidos. La cubertería era de plata repujada, y la vajilla, de porcelana de Sèvres.
A la cabecera, el amo de la mansión: un hombre de unos sesenta años, de pelo escaso, barba entrecana y doble papada. Junto a él, una bellísima mujer, de cutis primoroso, que se acercaba peligrosamente a los treinta, se dejaba acariciar una mano. De natural elegancia, la dama tenía dos ojos insondables, y llevaba la melena negra recogida en un moño alto. Era la única de los seis comensales que conocía el arte de sonreír en silencio. Por último, los dos hijos varones del dueño, que bajo ninguna circunstancia podrían negar su parentesco con él. El mayor estaba sentado en la otra cabecera, y, al lado de ambos, arrinconadas entre los treinta y los cuarenta años, sus respectivas esposas, de físico a todas luces irrelevante. Las nueras realzaban, por contraste, la belleza de la joven señora de la mansión; una belleza fría, como toda auténtica beldad.
—Oh, monsieur Auguste. El primer plato ha sido espléndido. No concibo cómo va a superar el rodaballo à la gourmande —declaró el hijo mayor del hacendado, cuya mata de pelo corría tras el mismo destino que la de su padre.
Éste, con legítimo orgullo paternal, insertó los pulgares en las sisas del chaleco mientras se estiraba, y dijo:
—En realidad, para unos rústicos americanos como nosotros ha sido un golpe de fortuna dar con los servicios de un chef como usted, dueño de una cocina tan refinada, tan francesa.
El amo de la casa se creía en posesión de un ingenio alerta, que concitaba las risas de toda la familia.
—Al menos, debería agradecer a los nuevos ricos que le hablemos en francés, monsieur Auguste —agregó el hijo menor, que era una copia pasada a limpio de sus mayores.
—Y lo agradezco, monsieur, no sabe en qué medida —intervino Auguste—. E incluso me permito desear que el segundo plato les sorprenda de un modo que ni siquiera alcancen a imaginar.
—A mí, los pastelillos de hojaldre rellenos de setas me han parecido exquisitos —añadió con un tono chirriante la esposa del hijo mayor, una dama seca, que al reír mostraba dos hileras de dientes diminutos, y estiraba distinguidamente el meñique para llevarse la copa a los labios.
—No eran setas, madame, sino champiñones finamente picados —dijo Auguste, que había cambiado su atuendo de chef por una levita de terciopelo rojo, peluca blanca empolvada, medias de seda, zapatos de hebilla y espada.
—Ay, pardon —dijo parodiando el acento francés la esposa del hijo menor, una dama regordeta y colorada, con el pelo color ceniza y cortado a la griega, mientras se tapaba la boca con los dedos.
—Y, por fin, ¿se atreve a explicarnos por qué se ha disfrazado de caballero trasnochado? —preguntó entre risas cómplices el amo de la casa.
—Es con ocasión del segundo plato, monsieur. Para trinchar al aire, la vestimenta del trinchador requiere de ciertas reglas. Y la primera es que la elegancia del traje no sea inferior a la del caballero más elegante de la mesa —contestó Auguste—. Et voilà! —proclamó de repente desenvainando la espada ante el horror democrático de las dos nueras, que prorrumpieron en chillidos nerviosos—: ¡Pularda a la Brillat-Savarin!
—¡Bravo! ¡Bravo, señor chef! Excelente parodia, excelente. ¡Y qué francesa! —dijo el amo, que se puso a aplaudir ante el regocijo irónico de sus hijos y el alivio de sus dos nueras.
Cuatro sirvientes negros irrumpieron a paso ligero. Cada uno de los tres primeros llevaba una bandeja cubierta con una campana de plata, y el último, una salsa servida en una fuente honda, de idéntico material. Una vez descubiertas las fuentes, afloraron tres hermosas pulardas asadas al horno.
Los comensales, como si se hubieran puesto de acuerdo, arrojaron sus respectivas servilletas al suelo tirándolas por encima del hombro.
—¿Ha visto, monsieur Auguste, lo bien que se nos dan las costumbres francesas? —dijo el amo. Los cuatro sirvientes se apresuraron a ofrecer servilletas limpias. A Auguste, desde luego, no se le escapaba que en Francia este gesto despreciable era exquisito. Lo que ignoraban los americanos es que, al final de cada plato, no era un gesto de buen tono, sino inmediatamente después de haber hecho uso de ellas.
—Y ahora me permito rogar un poco de silencio —dijo Auguste—, o no podremos concentrarnos.
Y, sin perder más tiempo, cogió el trinchante con la mano izquierda, lo insertó en la primera de las aves y la mantuvo en alto, mientras con la otra, apoderándose de un cuchillo bien afilado, empezó a seccionar la pularda en el aire siguiendo las líneas anatómicas de las piernas, a continuación de las alas, y, por último, la pechuga. Tal operación la repitió dos veces más, con una agilidad diabólica, y ante los ojos poseídos de los comensales. Por último, uno de los sirvientes negros sirvió con diligencia. Sobre los trozos de pularda se vertió una delicadísima salsa mezcla de gelatina de ternera, mantequilla, rajitas de trufas, queso rallado y un poco de tomate. Como mínimo.
Cuando Auguste se retiró, los comensales empezaban a dar buena cuenta de las viandas, y el desenlace no se demoró ni siquiera lo que dura un segundo plato.
Al cabo de unos diez o quince minutos las risas empezaron a decaer y un silencio mortal se adueñó de la mesa. De pronto ya sólo se escuchaban los tintineos de la cubertería. El patriarca empezó a sudar.
—¡Monsieur Auguste! —gritó el dueño de la casa—. ¿Qué le ocurre a esta pularda? Me está sentando fatal.
—Por todos los diablos. Llevo un buen rato con retortijones —anunció el hijo mayor.
—Y yo —secundaron las dos cuñadas.
—Yo no quería decir nada, pero... —se resignó a decir el hijo menor.
—¿Y tú, querida? Estás más pálida que un muerto. ¡Monsieur Auguste! ¡Monsieur Auguste!
Fue entonces cuando entró Julien. Vestía una larga levita oscura y botas de montar. El pequeño medallón de plata le colgaba del pecho.
—Tranquilícense, señores —dijo serenamente Julien aproximándose al anfitrión—. Su mal tiene cura. De donde provengo, se da una planta venenosa llamada sardonia. Por cierto, liga espléndidamente con la salsa Brillat-Savarin y tiene una particularidad que la hace única: muestra el alma de los hombres.
Las mujeres lanzaron un grito, y los hijos recurrieron a su padre con una mirada de pavor.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo en mi casa? ¿Qué es lo que quiere? —gritó el hacendado, que empezaba a experimentar un malestar lacerante.
—Le refrescaré la memoria. Monsieur Théodore —declaró mirando a la bella dama— perdió esta plantación y a su esposa una noche de invierno de 1803, a manos de los caballeros sentados a esta mesa. Esa noche —continuó Julien paseándose alrededor de la mesa mientras sacaba un frasquito de color verde con un tapón dorado—, monsieur Théodore se dejó emborrachar por tres miserables que hicieron trampas al póquer, y que contaron con la inestimable colaboración de la esposa de monsieur Théodore, aquí presente —dijo deteniéndose tras la silla de la hermosa dama, que se retorcía de dolor.
—Deprisa, deprisa, ¿qué es lo que desea? —preguntó el hijo mayor, con los ojos febriles, mientras los quejidos de las damas eran cada vez más acuciantes.
—La sardonia no es tan implacable como ciertas almas. Aquí tengo el antídoto contra el veneno que acaban de ingerir —dijo mostrando el frasquito verde—. Si no lo toman pronto, usted y su familia morirán —continuó dirigiéndose al dueño. De repente los dos hijos, cuyos rostros, de una extrema palidez, expresaban un sufrimiento casi insoportable, hicieron el ademán de levantarse, pero, sin darles tiempo, Julien hizo el gesto inconfundible de soltar el frasquito de cristal. Luego prosiguió—: Sería una lástima que se estrellara contra el suelo. Sin embargo —y volvió a mirar al hacendado—, si tiene la bondad de firmar el traspaso de la plantación a su legítimo dueño, monsieur Théodore, esto tendrá un final feliz. Por otra parte, le sugiero que se apresure en su decisión, monsieur —dijo mostrando en alto el frasquito verde—. Le quedan pocos minutos.
El anfitrión del banquete, haciendo un supremo esfuerzo, miró a su hermosa compañera. Los gemidos de la dama eran casi inaudibles. Luego, miró a sus hijos, arrebató el papel de las manos de Julien y lo firmó como pudo entre espasmos de dolor.
Julien examinó el documento, lo dobló en cuatro, lo guardó en el bolsillo interior de la levita y se encaminó hacia la puerta principal del salón.
—El antídoto, el antídoto —repitió sin apenas fuerzas el dueño—. Yo... he cumplido. Denos el remedio... rápido.
El hacendado, que padecía una tortura en la boca del estómago y experimentaba serias dificultades para respirar, no se había percatado aún de que sus hijos ya habían fallecido. El mayor tenía la cara sobre el plato, y el otro permanecía sentado muy rígido, con la cabeza caída hacia atrás y una mueca horrenda en la cara. Las nueras morían en ese instante en silencio, pero, en un último gesto agónico, se habían agarrado el cuello con las manos. Esos rostros desfigurados parecían traslucir los tormentos de las almas condenadas.
—Rápido, rápido —urgió el viejo alargando el brazo hacia Julien—. Me muero... El antídoto, rápido.
—¡Oh! —exclamó Julien aproximándose a él de frente—. Mire a sus hijos. Han dejado de sufrir. Y su esposa, por quien tanto ha velado, y a quien usted reservaba el segundo trago del antídoto, ya está expirando. Mírela bien —dijo sosteniendo la cabeza de la dama, que, bruscamente, con un estertor espeluznante, había dejado de sufrir—, no deje de mirarla mientras pueda. Una mujer tan hermosa... Observe el auténtico rostro de su alma.
El anfitrión contempló con angustia a la mujer que amaba, pero su rostro se había transfigurado y cubierto de líneas crueles. Era la expresión que se adivina en un alma perversa. Él no reconocía a su amante en ese rostro ajado, corrompido, con los ojos abiertos, desorbitados, la lengua fuera de la boca, hinchada, seca, caída hacia un lado, y los labios torcidos en una mueca espantosa. Parecía estar viendo el rostro de una vejez abominable que por obra de alguna magia hubiera salido prematuramente a la luz.
Los dolores empezaban a ceder. El hacendado, que no quitaba los ojos de encima a ese hombre, supo que ya no podía llevar aire a sus pulmones.
—Sepa, antes de acompañar a los suyos, que éste es un regalo de su estimado amigo, monsieur Théodore, quien, desde luego, le recordará siempre —dijo Julien.
Pero el anfitrión, como si se negara a escuchar más, se derrumbó sobre el plato con un sollozo gutural.
Auguste reapareció con sus propias ropas enfundándose tranquilamente los guantes.
Ambos se quedaron contemplando los cuerpos inertes.
—¿Hablarán los sirvientes? —preguntó Julien.
—Los caballeros cumplimos nuestra palabra: ya han dejado de ser esclavos, y lo saben. Además, eran fieles a Théodore —replicó Auguste.
—Está bien. Que se lleven los cadáveres a los pantanos —ordenó Julien. Auguste salió a cumplir sus órdenes, y él se quedó mirando el frasco verde que tenía en la mano, y entonces, mientras lo hacía, algo que no era el antídoto atrapó su atención y, durante un prolongado lapso de tiempo, se quedó mirando sus manos calmosa y profundamente sorprendido, con una extrañeza ingenua que apenas guardaba relación con lo que acababa de suceder. Las miraba como si no fueran suyas, estudiándolas. Las exploraba como si hubieran cobrado vida propia. Esas manos fuertes, que ni siquiera habían tenido la oportunidad de estrechar a unos padres, no sólo no temblaban y permanecían serenas como las aguas profundas en medio de un temporal, sino que en ellas el pulso parecía ralentizado por virtud de una fuerza ajena a la voluntad de su dueño. Era como si hubieran nacido para eso.
Esa noche fue la primera vez que Julien fumó la pipa de madame Bastide.
Al cabo de unas semanas, como legítimo dueño de Carnot Plantation, se instaló en la casa junto a Victor y Auguste.
Coincidió con la primera noche de luna llena que pasaban en la hacienda. A la caída de la tarde, Victor se decidió a acompañar a Julien.
—Cada día que pasa le encuentro un poco mejor —mintió Julien. Victor lo cogió del brazo mientras paseaban por el camino que corría paralelo a los campos de caña.
—Sí, supongo que estamos más cómodos que en la Dauphine. He aquí un pequeño paraíso en el Nuevo Mundo —dijo Victor en un tono que no estaba exento de ironía.
—He manumitido a los esclavos —replicó Julien, que deseaba eludir ciertos temas de conversación—. Y Auguste se ha responsabilizado de dirigir la reconstrucción de las cabañas de los negros.
—¿Las cabañas?
—Levantaremos casitas de ladrillo y argamasa.
—¿Y el dinero, Julien? Aparte de la plantación, ¿también el póquer te ha proporcionado el dinero para invertir en la hacienda?
—Victor, Victor —respondió en un tono afectuosamente impaciente—. Ha conocido al antiguo hacendado, monsieur Théodore. ¿Qué culpa tengo yo de que sea tan mal jugador?
—Deberías haberme dicho que nos habían desvalijado. Hubiese mandado retirar fondos en París. El dinero nunca me ha faltado. Pero me has mantenido al margen de todo.
—No tiene por qué preocuparse. Ésta es una plantación pequeña, pero con suficientes recursos como para que los banqueros nos mimen.
—Algún día tendrás que contármelo todo. Mientras llega ese día, permíteme decir algo. Yo también fui joven, muchacho, y cometí errores. Cuando uno es un investigador ambicioso y está empezando, si quiere acceder a instrumentales modernos, hacer bien su trabajo y vivir sin estrecheces, entonces, lo normal es que uno tenga que servir a amos indeseables.
—Sí, Victor, pero...
—Déjame seguir. Yo he vivido tiempos en que los escrúpulos eran una pesada carga. No me estoy justificando, ya no. Pero los aristócratas, los mismos que compraban los servicios de los burgueses como yo, se servían de nosotros. De joven, hice cosas imperdonables. Serví a hombres sin principios, y me convertí en uno de ellos. Cuántas veces me dije que era por el bien de la ciencia; sin embargo, sé perfectamente que no tengo perdón de Dios. Tú mejor que nadie conoces que el mundo de las plantas es fascinante y venenoso.
—Victor, lo único que importa ahora es que se cure.
—Con los años, los fantasmas de los hombres que sufrieron por mi culpa han regresado, o tal vez nunca se han ido, y siempre han estado ahí. Sólo que ahora no pasa ni una noche sin que los vea. Recuerdo sus caras mudas, sus expresiones de miedo. A algunos los conocía, y se merecían quizá mil clases de muertes; otros, sin embargo, eran desconocidos para mí. Pero unos y otros tenían una vida única que les pertenecía, y que yo les arrebaté. Ahora todos han vuelto para hacerme pagar.
—Basta ya, Victor —intervino Julien tímidamente.
—Uno se hace asesino como se hace perfumista, muchacho, por oportunidad. Y es posible ser un profesional competente en cualquier campo hasta el extremo de no distinguir la diferencia entre un oficio y el otro. Pero la hay. Y la gente que tú quieres pagará muy caros tus errores. Escúchame. —Y le apretó el brazo con una fuerza sorprendente. Hacía tiempo que Julien no lo encontraba tan lúcido—. Te lo digo de todo corazón, para que no pases tú por lo mismo; para que no tengas que arrepentirte; para que no te veas obligado a hacer de tu vida una larga, inútil penitencia, como yo. Ten cuidado. Los difuntos no se levantan, por muchos enfermos a los que devuelvas la salud. —Victor sudaba como si tuviera fiebre. Julien buscó desesperadamente un pretexto para cambiar el rumbo de una conversación que estaba consumiendo a ese hombre—. Ella tenía muy buenas razones para pagar, muchacho —continuó diciendo—. Era una miserable. Pero yo nunca, nunca, debí hacerlo. ¡Ojalá los muertos nos concedieran su perdón!
Una carreta cargada con troncos de árboles se cruzó con ellos. Dos mulatos de aspecto imponente la conducían. Se descubrieron, y, con los sombreros de paja contra el pecho, saludaron a los caminantes con un temor reverencial.
—¿Los conoces? —preguntó Victor, que estaba como ido.
—Pues claro —contestó Julien con alivio—. Uno se llama Zandor y el otro, Guedé. Son dos trabajadores de la caña. Junto a otros treinta o treinta y cinco más, se responsabilizan de los trabajos más pesados: desbrozar y remover troncos de árboles o piedras, preparar la tierra, y plantar y cortar la caña.
El sol estaba poniéndose. Victor sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara. Aún no había llegado el verano, y el calor y la humedad ya eran sofocantes a esas horas.
—Perdóname, pero no comprendo nada de lo que está ocurriendo, querido Julien.
—Pues tendrá que ayudarnos a dirigir la propiedad. Las jornadas de trabajo de sol a sol tienen que acabarse. La dieta alimenticia de los negros debe ser tan digna como la de los blancos. ¡Ah!, y es preciso que diseñe el nuevo laboratorio.
Victor, como alguien que permanece ajeno a muchas cosas, dijo con voz neutra:
—Estoy tan cansado.
—¡Pero se está reponiendo! Y esta casa, Auguste, y yo, todos le necesitamos.
El viejo esbozó una sonrisa triste como el vuelo de un pájaro herido.
—Apenas me has hablado de lo de tu madre.
—Mi madre está muerta. Y olvidada —dijo Julien con aspereza.
—¿Olvidada? ¿Por quién?
—Por todos. Nadie se acordará nunca de ella, ni tampoco de su verdadero apellido. Yo ni siquiera llegué a conocerla.
Julien se soltó de Victor, y siguió caminando con las manos cruzadas por la espalda. Durante un rato ninguno dijo nada.
—Al menos, podrías explicarme adonde nos dirigimos tan resueltamente a estas horas —dijo Victor procurando avivar la conversación.
—Por la mañana ha muerto un hijo de una de las negras. No tenía más que cinco años. Soho me dijo que Grand Perle asistiría al velatorio.
—¿Grand Perle?
—Una hechicera vudú —dijo Julien señalando con la cabeza las antorchas—. Más vale que juzgue por sí mismo.
Se desviaron por una vereda adyacente que conducía a las cabañas de los negros, y que ya estaban a la vista. Habría unas tres o cuatro docenas de cabañas de madera con techos de paja. Lo suficientemente recias como para resguardar a una pequeña familia de las inclemencias del tiempo, y lo bastante humildes como para clasificar a sus moradores en una especie inferior. Una parte de ellas se distribuía en dos semicírculos, muy próximos entre sí, y otras cuantas estaban diseminadas a lo largo y ancho del terreno. Julien, de común acuerdo con Auguste, ya había decidido ceder parcelas a los antiguos esclavos. La idea era que las cultivasen en su propio beneficio, y comercializasen sus productos. Todo ello, a cambio de un horario de trabajo digno en la plantación.
A la puerta de una de las cabañas más solitarias estaba la mayoría de los negros y sus mujeres. Los hombres, que no bien advirtieron la presencia del amo observaron un silencio absoluto, portaban antorchas encendidas. Habría unas cuarenta antorchas a la puerta de la cabaña.
Cuando entraron, vieron al pequeño dentro de un féretro de madera. La palidez de su cara resultaba inconfundible. Los padres del chiquillo se levantaron en cuanto vieron entrar al amo. La cabaña estaba iluminada por velas colocadas alrededor de la caja. Soho se acercó sigilosamente. Se puso a su lado. Los únicos que no se percataron de su entrada, los únicos que permanecieron sentados en el suelo de tierra, junto al cadáver, de espaldas a la puerta, fueron Grand Perle y sus ayudantes.
Grand Perle comenzó a recitar las plegarias en lengua criolla. Mientras, dos jóvenes iniciados, a uno y otro lado de ella, la acompañaban con golpes tenues y rítmicos de tambores. Un tercer joven mezclaba en un mortero de madera los ingredientes que Grand Perle le había pasado.
—¿Qué están haciendo? —susurró Julien al oído de Soho.
—Combatir maleficio —dijo el chiquillo—. Canela, clavos, anís estrellado, aceite de almendras dulces, jarabe de miel, azúcar de caña y sangre de pichón blanco.
—Pero ¡si está muerto! —dijo Julien, estupefacto.
—Amo Julien, haber muchos tipos de muerte, dice Grand Perle. En noche de luna llena, Grand Perle poder pactar con los dioses de la muerte, y volver al niño a la vida. Si no ser demasiado tarde. —Victor se retiró discretamente, y Julien dudó por un instante mientras lo veía marchar—. Grand Perle conocer Místerios que nadie conoce —prosiguió Soho. Y en sus palabras vibraba una nota de orgullo que no pasó inadvertida a Julien.
—¿A qué Místerios te refieres?
Soho negó con la cabeza y dijo:
—Al más peligroso Místerio. El más peligroso conjuro. El que condenar al amo y a la sombra, amo Julien.
—¿Y qué conjuro es ése? —preguntó Julien divertido.
—Sólo Grand Perle sabe. Y antes de morir, también hermana de Grand Perle —murmuró Soho con la impaciencia de quien sabe que ha hablado demasiado—. El conjuro para condenar un alma.
Así que se quedó en la choza, pensativo. Dejó que Victor regresara solo. No era fruto de una decisión. Se quedó porque algo, en lo más recóndito de sí mismo, le sugería que había una tensión en conflicto, y que esa tensión era real como la vida, y también como la muerte.
Transcurrió una hora, tal vez dos. Se quedó de pie todo el tiempo, como hechizado, abandonándose a una atmósfera ilógica. De vez en cuando entraba alguno de los negros y bajaba la cabeza, amedrentado al reconocer al amo allí, en la cabaña, asistiendo a la ceremonia, y salía precipitadamente.
Sentía las piernas dormidas. En algún momento, Grand Perle cogió el contenido del mortero, lo vertió en un pequeño recipiente de barro con forma de cilindro, y, ante la sorpresa y el horror de Julien, tomó con suavidad la cabeza del niño y vertió muy lentamente el contenido líquido en su boca. Una pequeña parte se escurrió por sus comisuras.
Sin pérdida de tiempo, Grand Perle se irguió y dio orden a sus colaboradores de que excavasen una fosa. Al cabo de media hora ambos regresaron con la orden ejecutada. Cuando sacaron el cuerpecito de la cabaña, con Grand Perle seguida de los padres del niño, Julien rozó con una mano su rostro frío como el hielo.
Sintió que le fallaban las fuerzas, y comprendió el alcance absurdo de la escena a la que asistía. Si esa mujer no hubiera sido la misma que le había revelado la muerte de su madre, qué pronto se habría alejado de ese lugar. O ¿quizá es que la conocía? ¿Tal vez eso lo explicaba todo? ¿Grand Perle había conocido a su madre? Pero, aun así, ¿cómo sabía ella quién había sido su madre?
Durante horas permaneció allí, con ellos. Pensó muchas veces en irse, pero siempre desistió.
—Amo Julien —decía Soho en voz muy baja—, eso ser un paquet congo. Paquet congo ser talismán compuesto por tierra, especias, pólvora y cuerno de toro pulverizado.
Sí, pensaba en irse, pero en el último instante su voluntad se demostraba insuficiente. Y, bien mirado, ¿para qué? Nunca supo si alegrarse o no de haberse quedado allí toda la noche, con ellos, hasta que amaneció, escuchando el ritmo hipnótico, alucinante, de los tambores durante horas.
Antes de que Grand Perle impartiese la orden de que el niño fuese colocado en el fondo del agujero, la negra solicitó que le diesen uno de los gallos, y, sin más preámbulos, lo degolló en la boca de la fosa, inmolándolo a los dioses de la muerte. Algunos hombres con antorchas empezaron a rodear la fosa. Julien se colocó entre ellos, cuando Grand Perle ordenó a sus colaboradores que bajasen el cadáver al fondo. Entonces, los negros hicieron sitio a la hechicera, y ella se sentó al borde de la fosa y comenzó a echar tierra a puñados.
Pasaron las horas, pues la fosa era profunda, y la tierra comenzó a llenar el agujero; sin embargo, el cuerpo del chiquillo quedaba sin recubrir. La tierra resbalaba por su cuerpo y lo iba levantando muy poco a poco. Empezaba a clarear cuando la fosa se recubrió por completo, y el cuerpo del niño se quedó al nivel del suelo.
Fue ahí cuando, de forma sobrecogedora, el niño abrió los ojos, se incorporó en la caja muy lentamente, bostezó y, desperezándose como si hubiera dormido en una mala postura, dijo con voz muy débil:
—Mamá, tengo hambre... Mamá...