17. EL IMPOSTOR

Después de Waterloo nada volvió a ser lo mismo. Menos aún para Bonaparte, quien, arrinconado por sus propios excesos, firmó en París su segunda abdicación. Aún no había cumplido cuarenta y seis años cuando se entregaba a los ingleses en demanda de asilo. Fue la última mano de un jugador profesional. Al abordar el Bellerophon, ante el aturdimiento del capitán del buque británico, probaba fortuna por última vez. El mensaje para el príncipe regente de Inglaterra decía:

«Perseguido por las facciones que dividen mi país y por la hostilidad de las potencias de Europa, he acabado mi carrera política y, como Temístocles, vengo a sentarme ante el hogar del pueblo británico. Me coloco bajo la protección de las leyes que reclamo a Vuestra Alteza Real en vuestra condición del más poderoso, leal y generoso de mis enemigos».

Su leyenda era, sin embargo, demasiado gloriosa, demasiado perturbadora, y los ingleses optaron por deportarlo al fin del mundo. Santa Elena estaba nada menos que a dos mil ochocientos quince kilómetros de Ciudad de El Cabo, en Sudáfrica, y era una escala perfecta para los barcos que hacían la ruta de Oriente. Pero esa roca azotada por los vientos, las lluvias, los golpes de mar, y donde las estaciones estaban invertidas, ¿era un digno exilio para el único monarca de Europa votado en referéndum?

Lo cierto es que la cabeza de Bonaparte estaba intacta; al contrario que su corazón, que habían tratado de volar en pedazos. No veía a su esposa María Luisa y a su hijo de cuatro años, el rey de Roma, desde antes de su primer destierro. Y lo peor es que las potencias europeas estaban decididas a impedir un reencuentro. Él, que amaba a su hijito con la devoción de cualquier padre, él, que cuando el pequeño aprendía a caminar, por si acaso había mandado acolchar las habitaciones hasta una altura de noventa centímetros, jamás volvería a ver al rey de Roma.

En cuanto a Maria Walewska, y a Alexandre, el hijo que ésta le había dado, no permitió que le acompañasen al exilio. Quién sabe cuánto hubo de arrepentirse en los volcánicos e inhóspitos parajes de Santa Elena. Ni uno solo de los miembros del clan Bonaparte se ofreció a seguirle.

Mientras, en París se procuraba dar una imagen de normalidad. Los Borbones regresaron del exilio, y, con ellos, la cárcel, el destierro y la muerte para unos, y la excarcelación para otros. Bajo la complaciente mirada del Rey, el viejo y enfermo Luis XVIII, Fouché, una vez más ministro de la Policía durante unos meses, firmó alrededor de mil sentencias de muerte y de destierro. Se trataba de una lista de enemigos del régimen con nombre y apellidos. Así que, para evitar esa lista de proscripción, lo mejor que podía pasarle a uno era no tener pasado.

Sin embargo, el poder no residía sólo en las Tullerías. Con Luis XVIII regresó su hermano menor, el conde d'Artois, más conocido por Monsieur, que se instaló en el Pavillon de Marsan. Y Monsieur, el absolutista, no estaba dispuesto a aplaudir las concesiones que su hermano hacía a los partidarios de la Revolución.

Monsieur y los suyos, conocidos como los Ultras, se fueron constituyendo en un poder en la sombra equivalente a una red de espías, confidentes y provocadores que se infiltraba en todos los organismos de gobierno. Es más, siempre a la búsqueda de complots bonapartistas, y siempre alarmado por los informes que recibía de sus agentes, Monsieur alentó la creación de un ejército privado de matones (los Verdets, así llamados porque vestían la librea verde de Monsieur) que buscó, persiguió y aterrorizó a cualquier sospechoso de bonapartismo.

¿Y Fouché? Después de aferrarse al poder durante los meses que siguieron a la caída del Emperador, «el señor Fouché», servidor de muchos amos, fue desterrado de Francia de por vida. En septiembre de 1818, el achacoso Fouché, el devoto esposo y padre amantísimo, que había hecho de la paternidad y el matrimonio una obra de arte, vive en Austria, en la oscuridad de una ciudad de provincias, Linz. Primero viudo, y luego olvidado para el mundo y el poder, ve cómo todo pasa mientras su segunda y bellísima esposa de veintiséis años, una aristócrata de sangre, lo humilla poniéndole los cuernos sin pudor.

—¡Eh, treinta y uno! ¡Treinta y uno! —aulló en voz baja un preso pegado a la puerta de su celda—. ¡Acércate a la puerta, vamos! ¡Tengo noticias!

—Di qué quieres de una vez —replicó una voz hastiada desde la celda contigua.

—¿Sabes lo último que se cuenta del corso?

—Seguro que no me interesa, Prosper.

—Cómo no te va a interesar, treinta y uno. Al fin y al cabo te encerraron por conspirar contra él. ¡Escucha! —dijo pegando la boca a los barrotes de la puerta—. Se dice que todo el mundo le deja solo en Santa Elena. ¿Me oyes? Que le abandonan, al gran hombre. Y no sólo eso. Que no le llevan ni a la mujer ni al hijo. Ni siquiera permiten que los vea. ¿Sabes lo que significa eso? Que se va a morir como un perro, solo. Deberías alegrarte, ¿no? El carnicero se lo tiene bien merecido, treinta y uno.

—Es probable —repuso el otro por lo bajo mientras se daba la vuelta y, titubeando, se dirigía a un rincón de la celda y se ponía a hurgar en una grieta de la pared.

—¿Me oyes, treinta y uno? Él está peor que nosotros. ¡Ni siquiera le queda la esperanza!

Claro que Gilles ya no prestaba oídos a Prosper. Se sentó en el borde del camastro, se mesó la barba, miró largamente los dos papeles que tenía entre las manos. Hacía meses que no se acordaba de las cartas, y empezó a limpiarlas silenciosamente con un dedo.

Pero, como si eso hubiera sido un presagio, al cabo de unos días sucedió lo que Gilles se había cansado de reclamar, antes de darse por vencido. Lo llevaron a presencia del jefe de Guardia. Se quedó de pie, frente a él, vigilado atentamente, dispuesto a aprovechar la ocasión que le brindaban.

El jefe de Guardia, que actuaba como una especie de gobernador de La Conciergerie, era un tipo grueso y hosco, de bastos modales. Varios surcos verticales le dibujaban un ceño permanente. Echó una mirada rápida al preso por encima de las gafas y, sin articular una sílaba, mojó la pluma en el tintero y escribió algo en una hoja de a folio. Gilles no había desmejorado visiblemente, y, de no ser por la barba selvática y el pelo que empezaba a caérsele, hubiera sido fácil reconocerle.

Estuvieron así un largo espacio de tiempo, y, al cabo, el jefe de Guardia levantó la mirada. A Gilles le pareció que los ayudantes se envaraban un poco más.

—Treinta y uno. ¿No es así?

—Sí, señor —repuso Gilles.

—¿Cuál es tu nombre?

—Gilles, señor.

—¿Apellidos?

—No tengo, señor.

—¿Sabes cuánto llevas aquí? —preguntó el jefe de Guardia.

—Más de tres años, señor.

—Exactamente... —Y cogiendo otro escrito que tenía sobre la mesa, dijo—: tres años y ciento seis días.

—Exactamente, señor. Quisiera decir...

—Habla cuando se te pregunte —intervino uno de los guardias, que lo agarró por la nuca y lo obligó casi a arrodillarse.

—Un caso curioso —comentó el jefe de Guardia sin prestar atención al incidente—. Y no por el hecho de ser uno de tantos que se inscriben sin nombre, sino porque se haya traspapelado tu inscripción. No deberías estar aún entre rejas. ¿Recuerdas por qué fuiste encarcelado, treinta y uno?

—Sí, señor —dijo resueltamente Gilles, cuyo corazón le batía en el pecho tan fuerte que temía que no se oyesen sus palabras—. Por conspirar contra el Usurpador.

El jefe de Guardia cogió de nuevo el papel y leyó: «Sospechoso de conspiración».

—E ingresaste el 1 de junio del año 15. Cuando Bonaparte aún estaba en el poder. ¿Qué hiciste para que te encerrasen, treinta y uno?

—Traté de matarlo, señor.

—Un hombre íntegro, treinta y uno —ordenó mientras firmaba—. Que recoja sus efectos personales. Quien haya conspirado contra el Usurpador —añadió con una sonrisa enigmática— es amigo de Su Majestad. —Y, mientras los ayudantes se reían, él hizo un gesto brusco con la mano para que todos se retirasen.

Por entonces, el peñón de Santa Elena contaba con una población de cuatro mil habitantes, incluyendo una guarnición de más de dos mil soldados. De los civiles, los europeos no llegaban a ochocientos. El resto eran chinos, soldados, marineros indios, y negros, de los cuales una gran parte eran esclavos. Los nativos vivían del comercio marítimo que favorecía el emplazamiento de la isla.

De todo eso no tardó en enterarse Gilles. Y decidió que enrolarse en Inglaterra con destino al islote tenía varias ventajas. Primero, porque desde allí los barcos que hacían la ruta del Atlántico sur eran relativamente frecuentes, y segundo, porque un mercante inglés atracando en el islote levantaría menos sospechas que un barco francés. Además, en Inglaterra se tendía a enrolar una tripulación cosmopolita, e incluso para un francés como Gilles, ahora que ambos países no estaban en guerra, era sencillo encontrar colocación en un buque británico. Por otro lado, los marineros ingleses no tenían cartilla marítima, y era fácil que un mercader de hombres vendiese a un vagabundo como «gaviero de primera maniobra».

Una vez en Santa Elena, lo tenía todo pensado. Los barcos solían repostar agua y pasar unos días en puerto. Su plan era desertar en el último instante, de forma que, tras una espera infructuosa, el capitán se vería obligado a recurrir a los mercaderes de hombres para cubrir su puesto. Por su lado, nada cabía temer, pues todos ganaban: el desertor, el armador del buque y los mercaderes de hombres, ya que al sustituto le pagaban siempre menos de lo que debían al desertor. En cuanto a la estricta vigilancia de Santa Elena, ¿en qué podía afectarle al hijo del Ogro a quien todos abandonaban? Bastaría con que se presentase ante el gobernador, le expusiera su caso y le mostrase las cartas para que le permitieran visitarle.

Así que, después de resistir durante una más o menos larga temporada, invirtió lo poco que había logrado reunir y se embarcó para Plymouth. Allí, durante días vagó por los muelles, y malvivió a base de empleos de mala muerte a la espera de su oportunidad.

La suerte llegó, como había supuesto, a través de un intermediario. Gilles firmó su enrolamiento y recibió un adelanto equivalente a un mes, lo que bastaba para lanzarse a la aventura. Hacía años que no veía tanto dinero junto, y jamás había despilfarrado menos.

El 15 de abril de 1819 amaneció con dos cañonazos que disparó la guarnición británica de Santa Elena. Uno para anunciar el amanecer, y otro, la llegada al puerto de Jamestown del mercante Highland.

Cuando el registro efectuado el mismo día informó de la llegada a puerto del Highland, procedente de Plymouth, ¿quién podía abrigar la sospecha de que en él viajaba un hijo del Emperador depuesto?

A las diez menos cuarto de esa mañana, la casa de campo de Longwood, situada en una meseta a la que se accedía por un sinuoso camino de cinco millas (según las medidas inglesas) desde la aldea de Jamestown, recibió una visita extraña; aunque, de hecho, cualquier visita empezaba a resultar extraña en Longwood. Atrás quedaba, a una media milla de la mansión, una casita en la que un oficial de guardia permitió el paso al visitante. El oficial de guardia, con mueca adusta, dio el visto bueno a la orden firmada de su puño y letra por el gobernador.

Ante la ausencia del conde de Montholon, fue el primer ayuda de cámara, Louis Marchand, un joven de unos treinta años que gozaba de la absoluta confianza de su amo, quien se vio en el apuro de anunciar al visitante.

Si bien no llovía, Gilles estaba calado. El otoño no pasaba inadvertido. ¡Y en abril! ¿Era concebible un clima más húmedo que éste?, pensó Gilles, que había temido que el protocolo de solicitar audiencia fuese rigurosamente formal. De camino a Longwood, al ver a los casacas rojas apostados a lo largo del muro de piedra que rodeaba las inmediaciones de la casa, se preparó para que el gran hombre no le recibiese, o para que la servidumbre le entregara un pase por escrito. Para lo que no estaba preparado fue para lo que sucedió.

Gilles pensaba atenerse a dos reglas de oro: mostrarse respetuoso y directo en sus réplicas, y mirarle directamente a los ojos, pues estaba persuadido de que a un hombre mil veces venerado y mil veces traicionado, debían de importarle más las acciones de los otros que sus pensamientos.

Louis Marchand le condujo a una antecámara, que más parecía una sala de billar, y con un tono desabrido le hizo saber que el Emperador no recibía a extraños que no se hubiesen anunciado previamente.

—Puedo esperar en la isla todo el tiempo que Su Majestad estime necesario. Pero, mientras, ¿me haría usted el honor de hacerle entrega de estas dos cartas? —replicó Gilles.

Al cabo de unos minutos, Louis Marchand le dijo que Su Majestad lo recibiría en sus dependencias privadas. Gilles inspiró hondo. Vestía con pulcritud, como un hacendado sin pretensiones, como un pequeño propietario rural, y nada en él hubiera evocado al antiguo vizconde de Ménéval.

Sólo al descubrirse y entrar en el dormitorio en penumbra, iluminado por el fuego del hogar, advirtió que, como pasa sólo algunas veces, había acertado. Que estaba allí en el lugar y en el momento justo, y que nadie, ningún otro hubiese podido reemplazarlo en la tarea que pensaba llevar a término.

Al principio distinguió una sombra, pero conforme Louis Marchand fue trayendo velas lo vio claramente tumbado sobre la cama, o, por mejor decir, semiincorporado en un catre de campaña de hierro, vestido con unas zapatillas rojas de tafilete, bata oscura sobre una camisa blanca, pantalón de cachemira del mismo color, medias de seda y un pañuelo de colores alrededor de la cabeza. Tenía una barba de tres o cuatro días. Y su físico distaba mucho del físico que los lienzos harían pasar a la historia, con excepción de los ojos. El Emperador había engordado visiblemente, pero sus ojos miraban con la misma inteligencia febril de los retratos.

—¿Cómo se llama?

—Gilles Moulins, mi señor.

Aquel hombre, casi un dios hasta hacía bien pocos años, el que fuera dueño del mundo y concentrara en su corona más poder que ningún monarca, el último héroe mítico de una época heroica donde las hubiese, ni siquiera le recibía de pie. Encerrado en un cuartucho que no tendría más de cuatro metros de lado, con las persianas echadas en pleno día, rodeado de muebles de simple caoba y una alfombra deteriorada, quizá dejaba pasar los días, los meses postrado. Unos cuantos leños ardían en la chimenea. Louis Marchand cerró la puerta tras él.

—¿Cuál es su edad?

—Treinta y tres, mi señor.

—Treinta y tres... una edad mítica, la edad de El Salvador... Y ¿a qué se dedica?

—Tengo una pequeña plantación en Nueva Orleans, mi señor.

—¡Nueva Orleans! ¿Una plantación de algodón?

—De azúcar.

—Viaje de negocios, entonces.

—He venido expresamente a ver a Vuestra Majestad y a quedarme en la isla.

Se produjo un silencio expresivo en el cuarto. El Emperador se sentó al borde de la cama, con los pies en el suelo. Sobre la colcha, Gilles vio la carta y el billete.

—Es usted intrépido. ¿Cómo ha podido burlar los controles? —preguntó mirándole con incredulidad.

—Tengo mis propios recursos, Majestad.

Bonaparte sonrió. Le agradaba la audacia de ese joven.

—¿Desde Nueva Orleans, ha dicho?

—No, mi señor. Desde Inglaterra. He venido en un buque mercante.

—¿Y por qué ha dejado el cuidado de su propiedad para venir aquí con esa idea descabellada? Le aseguro que hará mejores negocios en América.

No era un timbre de voz agudo, ni grave. Y hablaba pausadamente. Gilles bajó la cabeza, sujetó el sombrero con las dos manos y, jugándose el futuro a una sola carta, dijo:

—He venido sólo con la esperanza de que se me concediera el honor de conocer a Vuestra Majestad, y de serviros de cualquier modo.

El Emperador se levantó apoyando las manos en los muslos y, andando con ciertas dificultades, se acercó a la chimenea. Se quedó mirando los retratos de espaldas a Gilles.

—Tengo entendido que en la Luisiana viven muchos partidarios míos. ¿Es eso cierto? ¿Cree que debería viajar allí cuando salga de este cautiverio? Al fin y al cabo, fui yo quien se la regaló a los americanos por quince millones de dólares.

—Todos conocen allí a Vuestra Majestad.

—Sí —continuó diciendo el Emperador sin volverse—. Cómo me gustaría viajar a América. Primero, me pasaría seis meses recorriendo el país. Ver quinientas leguas de territorio me llevaría cierto tiempo. Y luego visitaría la Luisiana y Nueva Orleans. Podría quedarme a vivir allí, ¿qué piensa usted?

—Vuestra Majestad pronto tendría a su alrededor cientos de familias francesas, y miles de hombres dispuestos a entregarle su corazón.

—¡Sueños, sueños, sueños! No soy más que un prisionero de esta isla deprimente y de su gobernador. Hudson Lowe es la mayor rata que hay en esta ratonera —dijo paseándose por el cuarto con las manos por la espalda—. Porque le aseguro que aquí abundan las ratas, corretean por todas partes. Raro es el día en que los criados no atrapan una docena de ellas, ¿comprende? En los primeros tiempos se les ocurrió envenenarlas con arsénico, pero renunciaron. Imagínese el olor si murieran dentro de las paredes. Pero la mayor rata es ese Hudson Lowe —concluyó volviéndose hacia Gilles—. ¿Por qué cree que tengo todo cerrado? Porque en esta isla los ingleses han renunciado al honor. Como ese pusilánime de Lowe teme tanto mi fuga como por mi salud, dice que me concederá más libertad si me dejo ver dos veces al día. Y eso es algo que yo no pienso consentir. ¿Dejarme ver por sus centinelas? ¡No! —dijo, y dirigiéndose al camastro cogió un catalejo de debajo de la almohada y lo blandió ante los ojos de Gilles—. Observe, entonces... ¡Yo les vigilo a ellos! ¡Y no ellos a mí! Mi catalejo de campaña de Austerlitz aún me resulta útil.

—Sí, mi señor —convino Gilles muy serio.

—Y ahora, dígame, ¿piensa que estoy en disposición de fugarme de esta isla? No responda —ordenó guardando celosamente el catalejo en su sitio—. Le haré otra pregunta: ¿no cree que ésta es una vida humillante?

—Muchos franceses darían con gusto la suya por compartir unas horas con Vuestra Majestad.

—Pues aquí todo el mundo piensa en marcharse y abandonar. Ni un solo miembro de mi familia se ha dignado acompañarme, y sepa que a todos los cubrí de honores. Esta casa está cada vez más vacía. Y no sé qué más podría prometerles.

—Comprendo, mi señor —dijo Gilles bajando respetuosamente la cabeza.

—Se ha ido Las Cases, se ha ido Gourgaud, se ha ido la esposa de Montholon con sus tres hijos. Mi fiel Cipriani, muerto, y los Balcombe... ¿comprende?

—Sí, mi señor —aseguró Gilles.

—Los Balcombe —se explicó el Emperador reanudando un renqueante paseo alrededor del cuarto como un felino exhausto y enjaulado— eran amigos. Eran ingleses honorables. ¡Ah, la pequeña Betsy Balcombe! ¡Qué muchacha! ¡Cuánta vida había en ella! Vivían abajo, en los Briars, en un pequeño vergel rodeados de granados y arrayanes. No volveré a verlos.

—¿Los echa de menos Vuestra Majestad?

—La culpa fue, como siempre, del gobernador. William Balcombe, el padre de Betsy, era el proveedor de alimentos de esta casa. Lowe creía que Balcombe era quien pasaba clandestinamente mis cartas por mediación de algún marinero —dijo el Emperador riéndose por lo bajo.

—El futuro es un viento que sopla a favor de Vuestra Majestad.

Napoleón se detuvo, lo miró a los ojos como si no hubiera comprendido y continuó:

—La única esperanza que me quedaba... la única era Aquisgrán —declaró volviendo a la chimenea, en cuya repisa apoyó una mano. Acto seguido, pasó muy suavemente un dedo por la moldura de uno de los retratos de su hijo.

—¿Se refiere Vuestra Majestad al Congreso de Aix-la-Chapelle? —Y, una vez dicho, se mordió la lengua. ¡Maldita sea! No estaba ante un pedazo de historia viva, sino ante su padre, un padre a quien había suspirado toda la vida por conocer. ¿Cómo podía ser tan torpe?

—No me hago ilusiones. Esos monarcas tradicionalistas han votado todos a favor de que permanezca en el destierro, bajo custodia británica, durante el resto de mi vida —dijo, y, volviéndose hacia Gilles, añadió—: Más me hubiera valido quedarme en Egipto y ser Emperador de Oriente. —En ese punto se dirigió renqueando hacia su cama, cogió las dos cartas que había sobre la colcha y, releyendo una de ellas, dijo:

—Ella... ¿aún está viva... Claire-Marie ?

—Murió cuando yo era muy niño.

—¿Cómo llegaron hasta usted?

—Por mi abuelo.

—No hay día que pase sin que me acuerde de ella. Nuestra última entrevista fue amarga. Dijo que no quería tener el niño. Que ya no me amaba. Fue cruel; pero esta misiva lo aclara todo.

—Jamás se olvidó de Vuestra Majestad.

—Volví a Seurre no una, sino varias veces. Pero su padre, que ni siquiera quiso conocerme, siempre me impidió verla pretextando que su hija no me amaba, y que yo no era bienvenido en esa casa. La última vez, supe que él había muerto y que ella había desaparecido.

—Huyó de casa, mi señor. Dio a luz en París.

—¿Cómo murió?

—Mi madre no tenía demasiadas razones para vivir —repuso Gilles cariacontecido.

—Ya —dijo Bonaparte—. El padre de Claire-Marie no andaba equivocado. Ah, si yo hubiese tenido conocimiento de esta carta; si hubiera sabido lo que realmente sucedía... Tenga por seguro que me la hubiese llevado conmigo, y él no hubiese vuelto a ponerle los ojos encima. Sí; qué ciego estuve todo ese tiempo. Sólo estaba pendiente de mi carrera. —Gilles tuvo la tentación de decir algo, pero le pareció más ventajoso cerrar la boca—. Quizá —continuó el Emperador guardando las cartas detrás del retrato de su esposa—, si es cierto que piensa quedarse un tiempo en esta isla, podríamos charlar de vez en cuando.

—Nada me agradaría más que ser útil a Vuestra Majestad.

—Venga. Hay algo que quiero mostrarle antes de que se vaya.

Gilles siguió al Emperador, que caminaba penosamente. El gabinete de trabajo era una estancia tan pequeña como el dormitorio. Luego atravesaron el comedor, cuya única luz era la que se filtraba por la vidriera de la puerta y, seguidamente, entraron en el salón, la estancia más amplia y menos sombría, iluminada por dos ventanas que daban al oeste. Su mobiliario era, no obstante, de una humildad sobrecogedora. En una esquina había una mesa con un tablero de ajedrez, y las piezas ordenadas para jugar.

El Emperador se acercó a la chimenea, que estaba apagada, y cogió de la repisa el busto de mármol de un niño.

—Es mi pequeño, el rey de Roma. Hace más de cinco años que me lo han arrebatado. No tengo noticias de él desde entonces. Mi niño, el único que no me traicionó. Cuando la Emperatriz lo cogió para llevárselo a Austria con ella, ¿sabe qué fue lo que gritó el pequeño? Pues gritó, nada más y nada menos: ¡yo no quiero irme! Ah, sí, es un digno hijo de su padre. Y ahora son mis enemigos quienes se encargan de educarlo —dijo sujetando el busto con infinitas precauciones—. En esta casa, todos, incluida la servidumbre, creen que no tengo oídos. Pero se equivocan. Dicen que este busto es una falsificación. Que no está hecho a partir del modelo real. Pero yo no lo creo. ¿Se imagina usted que un padre se dejaría engañar de un modo tan burdo? ¿Que no sabría identificar a su propio hijo? Pero yo conozco a mi hijo. Yo aún sé quién es él —afirmó dejando el busto en la repisa.

Y, de repente, tuvo una reacción insólita, imprevisible en alguien que raramente estrechaba la mano de nadie. Se acercó a Gilles. Le puso las manos en los hombros firme y a la vez delicadamente. Era la viva imagen del desvalimiento. Parecía un descreído que, al pie de la tumba, deseara creer a toda costa en los milagros.

—Quizá podamos llegar a conocernos... ¿Comprende? Quizá podamos llegar a ser buenos amigos... Buenos amigos... —Y, con un movimiento de cabeza, dejando caer los brazos, el Emperador dio a entender que la visita había concluido.

Gilles se alojó en una de las posadas de Jamestown.

Por la noche se tumbó en la cama y abrió por la primera página el único libro que había traído con él. Pasaron horas antes de que apagase las velas y cerrase el volumen sobre la marquesa de Brinvilliers, la envenenadora más sofisticada de la historia de Francia.

Hasta finales de otoño, Gilles estuvo alojado en la misma posada, pero cada vez más asiduamente el Emperador le hacía subir a Longwood. Éste disfrutaba con las atenciones de Gilles tanto como de su conversación inspiradora. Disfrutaba incluso más que con cualquiera de los mediocres miembros de su séquito. Porque Gilles no sólo era un hombre de mundo, sino un hombre cultivado, un espíritu curioso cuyo padre adoptivo había sido investigador y se había arruinado en el ejercicio de su carrera. O eso decía Gilles, el amante de las artes, el pianista sensible que, a instancias del Emperador y sólo para él, tocaba el mismo piano que Albine de Montholon había aporreado antes de abandonar la isla; y, por si fuera poco, Gilles era...

Bueno, algunas veces, como Gilles tenía una letra excelente, el Emperador se animaba a dictarle algunas reflexiones, ahora que el conde de Las Cases se había marchado. Y, como la confianza fue poco a poco en aumento, empezó a dictarle cartas que luego Saint-Denis o Noverraz, los otros ayudantes de cámara, se encargaban de bajar a Jamestown para hacerlas llegar a Europa de contrabando.

El único problema en esa época fue el dinero. Gilles creyó que el adelanto que había cobrado por enrolarse en el Highland le bastaría para mantenerse mientras se ganaba la confianza del gran hombre. Muy pronto, no obstante, se hizo evidente que vivir allí resultaba muy costoso, pues en la isla casi todo había que importarlo. Y eso sin contar que su plan avanzaba de manera firme, pero lenta. Así que, como ya había hecho antes, se afanó en sobrevivir a base de trabajos temporales en el puerto hasta que el futuro le sonriera.

Y vaya si le sonrió. Bonaparte, una mañana de invierno, le invitó a que se trasladase a Longwood.

Era un día especialmente desapacible en una vivienda que era todo menos confortable. Al carecer de sótanos, Longwood estaba húmeda la mayor parte del año, y el moho se adhería a las paredes y a los techos. Mientras el Emperador se daba su baño de media mañana en un cajón revestido de hojalata que hacía las veces de bañera, y Marchand acarreaba agua caliente desde la cocina, le sugirió que se mudase. Le dijo que, aparte de soledad y mal ambiente, sobraban habitaciones en la casa. Le dijo que a él (¡al Emperador!) le haría feliz que se trasladase, y que Hudson Lowe se vería obligado a permitirlo.

Dicho y hecho. Esa misma noche Gilles durmió en Longwood. Y para el Emperador, cuya salud empezaba a resentirse del clima y la prolongada inactividad, largas noches de largos inviernos quizá no lo fueron tanto en su compañía.

De este modo, cuando llegó la primavera hacía ya tiempo que Gilles, junto con el conde de Montholon, estaba a cargo del vino que consumía Bonaparte, una atribución que revelaba una confianza extrema. Y es que, a la vista del tiempo que pasaban juntos, Bonaparte quiso que Gilles tuviera la segunda llave del armario donde se guardaba su provisión personal. La otra llave la tenía en su poder el conde de Montholon.

El vino siempre había sido un tema delicado y controvertido en Longwood. Y el propio Napoleón estaba al tanto de que envenenar los vinos era una práctica común entre los criminales. De modo que, fuese por principio o por desconfianza hacia los suyos, nunca solía compartir el vino reservado para su uso personal. Lástima que ya no quedaran existencias del constance, el caldo de los viñedos de Constantin, que era muy apreciado por él, pese a llegar a puerto en un estado deplorable después de la travesía desde Sudáfrica. La última remesa se la había enviado Las Cases antes de zarpar hacia Europa. Así que tenía que conformarse con el burdeos.

Constance o burdeos, tanto daba, Gilles se planteó cómo y dónde verter el arsénico que se había utilizado para matar ratas, y que ya obraba en su poder. El arsénico no olía, no presentaba ningún sabor y era incoloro. Por lo demás, su idea consistía en administrar reiteradamente dosis pequeñas, con el fin de que los efectos fueran lentos, pero letales. Para no ser descubierto, estaba decidido a seguir la técnica de la marquesa de Brinvilliers minuciosamente. Lo que Gilles buscaba era un envenenamiento crónico, un procedimiento (bien lo sabía la Brinvilliers) cuyos síntomas escapaban a la comprensión de los médicos de la época.

Primero pensó en los toneles; pero era Montholon quien se encargaba de ellos y supervisaba el embotellamiento. En consecuencia, lo más seguro fue concentrarse en las botellas. Es más, a la vista de que Montholon, acusado por unos y por otros de derrochador, instauró la costumbre de poner los corchos a las botellas medio vacías para consumirlas al día siguiente, Gilles aprovechó la costumbre para verter una pizca de arsénico en cada botella que llegaba a su poder.

Era una práctica que no estaba exenta de riesgos. Más aún sabiendo que Bonaparte tenía el hábito de aguar siempre el vino, lo que amortiguaba el efecto del arsénico y hacía que fuera un proceso muy paulatino; pero ¿es que Gilles tenía algo mejor que hacer que velar por su propio futuro? Por no hablar de que le interesaba que los avances fueran pausados. El tiempo era una variable que corría a su favor, si quería ganarse la confianza ciega de Bonaparte, y, con ella, la recompensa que perseguía.

Sólo una vez tuvo la posibilidad de verter el arsénico en algunos toneles de la bodega, y, aunque no la desperdició, el hecho estuvo a punto de acarrear consecuencias tan nefastas que no pensó en volver a intentarlo. Por pura casualidad, el conde de Montholon, esa especie de intrigante, no lo sorprendió abriendo uno de los toneles. Y pasaron días antes de que Gilles se recobrase del sobresalto.

—Gilles, deja eso ya y ayúdame a sentarme —dijo el Emperador, que caminaba apoyándose en un taco de billar—. Cada vez me pesan más las piernas. Y son las once. Hora de almorzar. ¡Ali, Ali! ¡Marchand! ¿Estáis dormidos, tunantes? —Desde que Gilles le había convencido para entregarse a una actividad tan saludable como la jardinería, vestía el invariable uniforme compuesto por las sempiternas zapatillas rojas de tafilete, la bata y el sombrero de ala ancha—. Tendrás apetito, ¿no? Madrugas más que yo, amigo mío.

—En América no me quedaba otro remedio, Sire.

—¡Ah, la joven y prometedora América! Una tierra donde los hombres se hacen a sí mismos. No como esta vieja Europa. ¿No crees que en Nueva Orleans este sombrero me confundiría con un plantador?

—Creo que, aunque quisierais, no podríais pasar desapercibido —dijo Gilles, que agradeció poder sentarse después de una mañana ejerciendo de labriego. Gilles era el único en la casa que a las cinco y media, cuando se levantaba el Emperador, ya estaba faenando en el par de acres del jardín. Preparaba los fertilizantes para él, cavaba los hoyos para que luego él plantase los frutales y los robles. Hasta seleccionaba las plantas que debían ser trasplantadas, y, desde luego, vigilaba amorosamente su rosaleda.

—Y los estanques... ¿qué me dices? ¿Eh, eh? —preguntó muy ufano Bonaparte, abarcando con el brazo dos estanques decorativos de reciente ejecución, uno de ellos construido con una antigua bañera.

—Una obra de ingeniería, Sire.

—¿Te burlas?

—Nada más lejos, Sire. Estoy orgulloso de haber colaborado. Utilizar cañerías para traer agua a este yermo ha sido una idea lo que se dice brillante —añadió Gilles con voz zumbona.

—Está bien. Reconozco que la idea de las cañerías y del grifo para los surtidores fue tuya; pero ¡diablos!... el diseño general...

Y ambos prorrumpieron en risas.

El calor empezaba a apretar; sin embargo, Bonaparte se echó una manta por las piernas.

—¿Por qué siempre tengo frío en las piernas, Gilles? ¿Me lo quieres decir? Esos matasanos están acabando conmigo lentamente. Siempre desconfié de la medicina, pero ahora desconfío también de los médicos.

—Es natural, Sire. Qué sabrán ellos de nuestros síntomas. He padecido a los médicos desde chico. Todos los amigos de mi padre lo eran.

—¿Sabes lo que pienso de mis médicos? Que le hacen el juego al gobierno británico. Ah, cómo lamento la marcha de O'Meara. Aunque inglés, O'Meara era un médico profesional. Por eso el gobernador lo expulsó de Santa Elena. ¡Maldita rata! ¿Y ese nuevo, Antommarchi? ¿No es un poco presuntuoso? —Gilles lo miró con disimulo. El gran hombre parecía agotado. Su rostro estaba amarillento, las mejillas más flácidas que nunca, los tobillos hinchados.

—Pero tiene la mejor disposición, Sire.

—¿Y eso qué importa? Supongo que también la tienen los dos sacerdotes que me han enviado. Pero ¿cómo es posible aprender algo de teología de esos dos zoquetes? —Gilles tuvo que ponerse una mano delante de la boca para reprimir la risotada. Al verlo reír, Napoleón se puso a observarlo con detenimiento, y ladeó un poco la cabeza—. Dime, Gilles. ¿En serio no recuerdas nada de tu madre?

En ese momento, Saint-Denis, también llamado Ali, acudió apresuradamente, dispuesto a poner la mesa. Le precedía Marchand.

—¿Qué tenemos para hoy? —preguntó Bonaparte.

—Sopa a la reina, ala de pollo y pierna de carnero, Majestad —informó Marchand.

—Tráeme sopa. Hirviendo. Nada más.

—¿Sopa a la reina, Sire? —preguntó Gilles.

—Leche, yema de huevo y azúcar. Es la única medicina que admito.

—Voy a por el vino, Sire —dijo Gilles.

—Espera, amigo mío, espera. Aún se demorarán en traer la sopa. Los conozco bien, ¿verdad, Ali? —dijo Bonaparte, que tiró cariñosamente de la oreja a Saint-Denis—. Respóndeme. Algo te habrán contado de Claire-Marie , ¿no? —se obstinó frotándose las piernas.

—Apenas, Sire. Era muy niño cuando mi abuelo me dejó a cargo de mi padre adoptivo.

—Yo diría que no le guardas gratitud a tu padre, el investigador. Y eso no está bien, Gilles. No me parece muy propio de ti —dijo con voz fatigada.

—Yo lo quise, Sire, pero él me ocultó muchas verdades que hubiera deseado conocer. Al fin y al cabo, él no era mi verdadero padre. No teníamos la misma sangre.

—Al menos conoció a tu abuelo. ¿Qué te contó de él?

—Muy poco, Sire. Siempre se refirió a él ambiguamente, pasando de puntillas —dijo, y de repente recordó que, según Bonaparte, el viejo no había deseado conocerlo— Sé que era un hombre de poca talla. Eso sí.

—¿De poca talla? —preguntó con cierta ansiedad Bonaparte, que lo miraba fingiendo despreocupación.

—En efecto, Sire. Mi abuelo no era alto. Era más bien un hombre bajo —respondió Gilles con desenvoltura.

—Un hombre bajo —repitió Napoleón—. Ya. —Y una imperceptible mueca de angustia ensombreció su cara y fue a confundirse con una sonrisa.

—Permitidme que os traiga el vino antes de que nos sirvan.

—Ya no estoy seguro de que hoy me apetezca tomar vino, Gilles —dijo con suavidad Bonaparte, que parecía aquejado de una súbita tristeza.

—Claro que sí —repuso Gilles, remetiéndole la mantita— Veréis cuando os escancie el primer vaso. No hay buen almuerzo sin un buen vino que llevarse a la boca, Sire. Y después de lo que nos ha rendido el trabajo esta mañana, bien podríais permitiros tomarlo sin agua —dijo Gilles.

—Y por qué no —dijo Napoleón, sobreponiéndose como pudo, y volviendo en sí—. Ve, pues, a por mi vino. —Gilles se cruzó con Ali y Marchand, que regresaban con la sopa—. ¡Apresúrate, amigo mío! ¡Antes de que se enfríe el primer plato! —gritó el Emperador.

A mediados de diciembre, en París, en uno de sus gabinetes privados del Pavillon de Marsan, un ala del Louvre, alguien cuyo poder e influencia cedían tan sólo (y no siempre) ante el poder y la influencia del Rey Borbón, acariciaba una carta sin remitente ni destinatario. La carta acababa de llegar. Estaba sellada con un pequeño lacre de color púrpura.

Finalmente, tomó asiento en la butaca del escritorio, de espaldas a una de las puertas.

Si en ese instante alguien hubiera entrado por esa puerta, y toda vez que el respaldo era alto, sin duda ese alguien no lo habría reconocido; pero si se hubiera ido aproximando a él precisamente ahora, en el momento en que abría la carta y echaba su cuerpo hacia delante, entonces y sólo entonces habría identificado la inconfundible y temida librea verde de Monsieur.

La carta estaba fechada tres meses antes.

Hizo deslizar el candelabro por la mesa, y se dispuso a leer vorazmente.

Todo sale mejor de lo previsto. Ni siquiera vos podríais imaginar una circunstancia más favorable a nuestros intereses. Él es un hombre derrotado.

Para empezar, no desconfía de mis orígenes aristocráticos. Lo que, como sabéis, constituía mi mayor temor. El hecho de que apenas me conociese, o de que no figurase en su séquito hasta después de 'la última batalla', tampoco le inspira recelo. Mi drama, nada voy a ocultaros, es haberme visto obligado a soportar que mi esposa se metiera en su dormitorio.

Lo más sorprendente es que el sujeto de quien os hablé en la última carta es un bastardo suyo. N, en persona, tan perspicaz como siempre, nos ha ordenado que no hagamos alusión a su existencia en nuestros diarios y memorias, que no le nombremos, pues le parecería una indiscreción imperdonable. Aunque no se digne reconocerlo, desde su perspectiva, alguien que ha abdicado en favor de su hijo legítimo dos veces, perdería credibilidad o respetabilidad si trascendiera esto. Teme que se le vea como el aventurero, el enemigo de la Iglesia, el inmoral, el Usurpador que un día se adueñó de lo que no le pertenecía.

Bastardo o no, ese canalla es la mano de la providencia. Desconozco aún sus razones, pero el otro día le sorprendí en la bodega vertiendo algo en los toneles de la provisión de vino de N. Me hice el desentendido para que no desconfíe de mí. Luego, por si me cabía alguna duda, revisé las existencias del polvo y, en efecto, habían disminuido. Y, lo más importante, N empieza a experimentar un montón de dolencias sospechosas.

Es un milagro, es la prueba de que Dios está con nosotros. Podéis dormir tranquilo. El canalla está haciendo bien mi trabajo.

Charles-Tristan de Montholon

Faltaban poco minutos para media noche, y el barco navegaba con viento favorable.

Era una noche de luna. Las olas rompían contra el casco. En el castillo de proa una mujer grande, vieja y negra, tocada con un turbante, y a quien los pasajeros evitaban, se erguía soberbia, solitaria, oteando el horizonte fijamente. El joven que la acompañaba en la travesía, también negro, se aproximó a ella por detrás. Era un hombre alto y robusto, de unos veintipocos años. Apoyó en la baranda las manos con los brazos estirados. Miró a la negra, y miró a lo lejos, en la misma dirección que lo hacía la mujer. Y luego volvió a mirarla con cara de profundo desaliento.

—¿Grand Perle estar segura de que él la necesita? Grand Perle volvió la cabeza hacia Soho y lo observó con suficiencia y una pizca de desdén. Como se haría con alguien que ha puesto en tela de juicio un principio incontestable. Y su sonrisa fue como una bofetada y una lección.

Soho bajó la cabeza avergonzado y Grand Perle volvió a concentrarse en el horizonte.

Hubo una larga pausa y un largo silencio. Se oía sólo el ruido de las gavias, y la brisa, y la proa hendiendo el agua que abría un surco de espuma. Entonces Grand Perle dijo:

—Sus enemigos son poderosos. Julien está luchando. Pero no desea despertar de su sueño. Un sueño maldito que le mantiene atrapado entre dos mundos. Y es una cadena muy poderosa la que le sujeta allí.

—¿Qué cadena? ¿Qué querer decir los dos mundos? ¿A qué se refiere Grand Perle?

—A la tristeza, muchacho... A la tristeza.

—Ya —dijo Soho, que no lograba comprender; e hizo un último y baldío esfuerzo, y de nuevo clavó sus ojos en Grand Perle.

Se quedó mirando hacia el mismo lado en que miraba la negra, acompañándola.

—La costa de Francia nos espera —terminó diciendo Grand Perle.

Y estuvieron así un buen rato los dos, mientras el barco mantenía el rumbo en el silencio de la noche.