2. EL PALACIO DE LAS
MUÑECAS ROTAS
Abandonó una mano en la rodilla del viejo mientras manejaba las riendas con la otra. Como el mercado quedaba demasiado cerca del prostíbulo, a menudo cruzaba la orilla del Sena sólo por dar un paseo con Pierre.
Aunque todavía no era un hombre, los años ya habían propiciado en él ciertos cambios. Su cara llamaba la atención por su tez suave y pálida, y por sus ojos grises, enormes, almendrados. El pelo, muy sedoso y brillante, conservaba el mismo color negro; pero lo más característico era su altura. A los trece, hubiera pasado por un muchacho de dieciséis, lo que tal vez explicaba que nadie siguiera incordiándole con su nombre, a excepción de Madame, naturalmente.
Ahora Pierre apenas conducía. Por el momento, se ocupaba sólo de los caballos y del mantenimiento de los coches. El chico desempeñaba las funciones de cochero. Y eso que Pierre se había cambiado de gafas. Al chico le remordía la conciencia cuando recordaba sus burlas a propósito de ellas. Pero de eso hacía meses. Y ahora no se le hubiera ocurrido gastarle esa clase de bromas.
El chico sacudió con firmeza las riendas. Salió del Pont-Neuf. Siguió por la calle del mismo nombre y, atajando con determinación para llegar al prostíbulo, en la rue Saint-Denis, guió al caballo por un terreno donde una manzana entera estaba a medio edificar.
Sin parar la carreta se giró en el pescante para ver cómo izaban un sillar mediante una eslinga, pero, de inmediato, al volver la vista para seguir conduciendo, algo absorbió su atención. Unos metros por delante del caballo, junto al muro que corría paralelo, fue testigo de una escena, en apariencia intrascendente, pero que iba a cambiar su vida.
Cuatro muchachos de más o menos su edad estaban enzarzados en una pelea. Le bastó un segundo para cerciorarse de que la pelea tenía todo el aspecto de ser otra cosa. Dos de los chicos tenían inmovilizado a un tercero por los brazos, y el último, que no paraba de reírse, le escupía en la pechera. De súbito, éste le asestó un puñetazo en el estómago a su víctima. Los otros dos ni siquiera entonces soltaron la presa. El muchacho se retorció de dolor.
Los chicos, enfrascados de tal modo en sus asuntos que no repararon en él, estaban situados a su izquierda, lo cual iba a simplificar del todo las cosas. Advirtió, además, que los tres agresores vestían ropas parecidas a las suyas. En cuanto al infeliz que soportaba el castigo, tenía una expresión de miedo contagioso e iba ataviado como el hijo de un gentilhombre. Con serenidad, le pidió la fusta a Pierre.
—Voy a parar para ver una de las ruedas —dijo él desviando gradualmente la carreta para que pasara lo más cerca posible de los chicos.
La carreta se detuvo a la altura exacta del granuja que, de espaldas a él, soltaba otra puñada a bocajarro. El chico encajó el golpe con un gemido. La pareja que lo tenía sujeto clavó los ojos en el conductor del carro cuando éste cogió la fusta por los bordes, se la metió entre los dientes al golfo que le daba la espalda, y tiró de ella hacia atrás como si fuera el bocado de una brida.
—Tienes que aprender a frenar a tiempo —susurró al oído del chico—. Y, ahora, ordena a esos dos que se larguen, o te mato. —El chico hizo una seña con la mano, y los otros echaron a correr.
—¿Qué está pasando, muchacho? ¿Por qué no continuamos?... —preguntó el viejo Pierre mientras el tercer granuja ponía tierra de por medio apresuradamente. El muchacho se enderezó sobre el pescante. Miró al chico que se protegía el estómago con las dos manos. Aunque era más bajo que él, parecía mayor. Tal vez dos o tres años mayor. Sin duda, a consecuencia de la refriega, lo habían dejado reducido a un estado lamentable. Llevaba una casaca abierta y deslucida, calzones cortos y sucios de barro, medias de seda rasgadas y un chaleco negro desabotonado. Tenía la camisa blanca medio rota, y un pelo rubio apagado le caía por ambos lados de la cara hasta cubrir las orejas.
Le concedió al infeliz un saludo fugaz con la barbilla, pero antes de que pudiera coger las riendas, el joven le agarró del antebrazo con ambas manos.
—Mil gracias —dijo en voz baja pero enfebrecida—. Todos estaban contra mí. Todos. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Me llamo Gilles. Usted me ha salvado. Y no lo olvidaré. Me debe el honor de invitarle a mi casa, presentarle a mi padre. Es preciso. Y justo.
—No te debo nada. Y tampoco tú a mí —negó él frunciendo el ceño.
—¡Oh, sí! Insisto. Es preciso —dijo el chico aún más excitado—. Mi padre aprobaría mi proceder. Y desaprobaría cualquier otro. Debe prometerme que vendrá. Mañana mismo. Prométamelo, o no le dejaré ir.
Al reanudar la marcha, puso la fusta en el regazo de Pierre con suavidad.
—¿Le has dado buen uso? —preguntó Pierre, que había vuelto a encender su pipa.
—No sé si bueno —dijo el muchacho sin desviar la vista de la calzada—. Pero me vi obligado.
—¿Un uso honorable? —repitió Pierre sin mover la cabeza.
—Hum —dijo él.
Esa misma noche, como le sucedía a menudo, volvió a soñar con serpientes. En este caso, dentro del sueño se despertaba súbitamente empapado en sudor. Era un aposento de lujo. Y su lecho era inmenso, y tenía un dosel aparatoso, y había armarios, y viejas cómodas y sillones. Una biblioteca recorría toda una pared de la estancia. Sintió el pinchazo del miedo antes de verlas aparecer. En realidad, fue como si el miedo presagiara la aparición de las serpientes. Entonces empezaron a surgir de debajo de la puerta, una por una, reptando con sigilo hacia su cama. Le hubiera gustado levantarse y escapar, pero se descubrió incapaz de moverse.
De modo que esperó y esperó. La primera serpiente estaba ya a los pies de la cama, y luego la segunda, y la tercera... y las siguientes. Se arremolinaban a sus pies. Se quedó quieto, sólo mirándolas, persuadido de que algo esencial dependía de todo esto. Cerró los ojos. Sintió cómo se introducían en su cama, cómo se enroscaban a él, le mordían las muñecas, reptaban por ese cuerpo entregado.
Cuando despertó, las serpientes habían desaparecido. El miedo no.
Al día siguiente por la tarde, después de una mañana agotadora, hizo una escapada a casa del joven Gilles.
Le costaba admitirlo, incluso se le antojaba un poco ruin, pero la mirada huidiza de Gilles y ese rostro lleno de astucia le habían repugnado casi tanto como las quejas y las súplicas del chico. Además, conocer a gente representaba siempre un fastidio; claro que faltar a la cita no era una opción a considerar. Se lo había prometido a Gilles, y cumpliría su promesa por encima de todo.
La rue Saint-Antoine no quedaba lejos de Saint-Denis, también en la orilla derecha del Sena, enfilando una calle de grandes dimensiones en la que se empezaba a edificar, y que le entusiasmaba por la modernidad de los pisos abuhardillados. Hasta se podía ir andando. Era un paseo agradable, o eso fue lo que pensó hasta el instante en que hizo sonar la campanilla. Un sirviente le franqueó la puerta de entrada, miró sus zuecos y le preguntó a quién tenía el honor de anunciar.
Por fuera, ya había reparado en que era una casa antigua, y modesta en comparación con ciertas fachadas de los alrededores. Conservaba, no obstante, el rastro del blasón de piedra picado como recuerdo de la Revolución. Del vestíbulo captó su interés un enorme piano de color negro, que relumbraba esplendoroso.
Cuando el sirviente se disponía a preguntarle por su nombre, Gilles hizo acto de presencia. Compareció esbozando una sonrisa burlona, y, con un tono displicente, ordenó al criado que desapareciese. Enseguida, y por este orden, le agradeció que hubiera venido, le estrechó la mano y le pidió el bicornio y el chaquetón como si estuviera concediéndole una gracia, y, por último, le dijo que estaba ansioso por presentarle a su padre.
Gilles era unos cuantos dedos más bajo que él, pero por su cara y corpulencia parecía indudablemente mayor. Por un momento pensó si sus prevenciones contra Gilles no tendrían su origen en el físico del chico. Esa media melena lacia, escrupulosamente recortada, que le cubría hasta el lóbulo de la oreja, y ese rostro salpicado de pecas. Tenía una nariz roma cuyos orificios estaban demasiado abiertos. Y los ojos diminutos, de color azul claro, anunciaban una timidez morbosa. Los ojos de Gilles, más que contemplar, acechaban con una mezcla de recelo y animadversión, como si de un momento a otro temieran ser descubiertos.
Durante los siguientes minutos, Gilles se consagró a hablar de sí mismo: que su padre gozaba de una posición envidiable, que él sacaba adelante y con brillantez sus estudios secundarios, que años atrás le habían impuesto la corona de laurel y el gorro frigio de la Libertad como número uno de su promoción... De vez en cuando echaba ojeadas.i la puerta del salón, o bien se levantaba para atizar el luego de la chimenea y alegaba que su padre estaba abajo, en su laboratorio, y que era un científico sumamente atareado.
Hubo un momento en que Gilles se dispuso a interesarse por él.
—¿A qué se dedica?
—Soy mozo de cuadras.
—Ah, y ¿su nombre?
—Lo ignoro.
—Nadie ignora su nombre —replicó Gilles—. Si no le importa, lo presentaré con un nombre cualquiera. Pero no tema, mi padre es un republicano convencido. Ama al pueblo —dijo haciendo un mohín. Y él tuvo la irresistible impresión de que Gilles se estaba riendo de las convicciones de su padre.
—¿Gilles? —se oyó una voz que provenía del recibidor.
—¡Padre! —exclamó Gilles con tono ansioso mientras ambos se levantaban de la mesa—. Padre... estamos en el salón.
En el vano de la puerta afloró un tipo estrafalario de unos cincuenta y tantos años. De mediana estatura, iba un poco encorvado. Una melena otoñal, desaliñada, le caía por delante, pero lo más vistoso era la hojarasca que se le había quedado prendida en la espesura gris, de tal modo que una de dos: o era un artículo decorativo, o ese hombre era un amante apasionado de las plantas. Un delantal lo cubría de arriba abajo con excepción del cuello, las mangas de la camisa, una parte de las medias y los zapatos de hebilla, sucios y deslucidos. Gilles se acercó a su padre con un rictus de asco.
—¡Por Dios, padre!... Límpiate al menos el pelo. Quiero presentarte a un amigo.
El padre de Gilles, sin darle importancia al asunto, se sacudió por encima el cabello, mudó la disposición de las hojas que ya eran visibles y sacó a la superficie otras nuevas. El muchacho lo miró con expresión divertida.
—No es posible. Tú... ¿con un amigo? —dijo el científico aproximándose a la mesa—. ¿Qué tal estamos, caballero? —exclamó extendiéndole la mano—. Soy Victor Moulins. ¡Demonios! No sabes cómo me alegro de conocer a un amigo de Gilles. Hace años que no me presenta a ninguno.
—Su nombre... —empezó Gilles.
—No tengo nombre, señor —intervino él—. Pero lo encontraré algún día.
—¡Vaya! ¿No tienes nombre? Sí que es extraordinario. Entonces... entonces serás innombrable —dijo Victor con franca espontaneidad, y se rió de su propio chiste. Era una risa apagada, pero de una ingenuidad casi cristalina; la risa que podría atribuírsele a una planta de hogar—. Los extremos se tocan, hombre de los muchos nombres. ¿Y cuánto hace que sois amigos? Lamentablemente, Gilles no me había hablado de ti.
—Nos conocemos sólo desde hace unos días, padre.
—Sí —dijo él, asombrado de que el padre de Gilles ignorase la causa de su visita.
—Ah, bueno... Pero unos días, si Dios quiere, es suficiente para simpatizar con alguien —dijo Victor. Tenía una voz apaciguadora. Y hablaba reposadamente—. Mis mejores amigos, amigos que todavía conservo, como Émile —matizó mirando a su hijo—, lo fueron desde los primeros días. Así que ya lo sabéis —dijo, y de repente pareció un poco confuso. Miró alternativamente a uno y a otro, y dirigiéndose al muchacho innombrable, continuó—: En fin, Gilles siempre ha estado muy solo. El trabajo de investigación absorbe tanto que... Por cierto —dijo dándose una palmada en la frente—, acabo de recordar que he dejado algo en el hornillo. Tengo que volver al laboratorio. Mientras tanto, Gilles —dijo yéndose—, ¿por qué no le sirves algo a tu amigo?
Y desapareció por la puerta dejando un rastro de hojas secas.
En ese punto ya estaba resuelto a escabullirse de la casa. Se sentía incómodo. Incluso alguien menos sensible a los detalles que él se hubiera sentido a disgusto allí. Y, no obstante, el padre de Gilles le había gustado más allá de toda expresión; le había encantado. Una simpatía que empezó a tomar forma desde el primer instante, al ver las caras que ponía Gilles cada vez que a Victor se le caía una hoja del pelo.
Durante un lapso de tiempo muy breve, dudó entre los pretextos que podía sacar a relucir para largarse. Fue entonces cuando se produjo la explosión, y, sin intervalo, un crujido de vidrios rotos.
—Viene del laboratorio —dijo Gilles con una calma insufrible—. Por aquí.
No tomó deliberadamente la iniciativa, pero el hecho es que empezó a bajar por unas empinadas escaleras de madera, con Gilles a la zaga. Porque su nuevo amigo no daba muestras de nerviosismo. La verdad es que la detonación no había sido estruendosa, pero no era menos cierto que aquel hombre estaba en el sótano, y que los crujidos de vidrios rotos se sucedían.
Una vez abajo, se llevó la sorpresa más grata de su vida.
El laboratorio era un espacio amplio y sombrío. Una nube de humo blanco flotaba alrededor de Victor, que parecía sumido en un estado de afable resignación, a pesar del olor acre que se expandía por todas partes. La única luz provenía de unas puertas acristaladas que daban a un patio donde Victor cultivaba sus plantas, y de un ventanuco enrejado que se abría al nivel de la calle.
Había varias mesas de tamaños distintos, y un par de sillas. Dos de las mesas, las más próximas a la puerta, eran de caballete, y estaban ocupadas por plantas sobre las que el ventanuco arrojaba oblicua, rabiosamente un haz de luz. I,as motas de polvo en suspensión sobre las que incidía la luz pronto se vieron eclipsadas por la nube de humo. La última mesa, un escritorio, similar por su tamaño a una mesa de gabinete, estaba junto a una pared revestida de libros de grosor muy respetable. En el escritorio había un tintero con tíos plumas, un cuaderno abierto y una especie de botella gigante en posición invertida sobre un soporte, y de la que partían varios tubos que desembocaban en una urna de cristal. A su lado, un contenedor con un cuello terminaba en una campana colocada en un baño de mercurio, o de un fluido semejante. Debajo de la mesa había una especie de pedal con un dispositivo que lo conectaba a ella, y varios espejos y hornillos por el suelo, apoyados contra la pared.
Dos de las tres paredes restantes estaban recubiertas por tres filas paralelas de anaqueles sujetos a la pared por los extremos con cadenas tirantes. En el de arriba estaba alineada una serie de botes y tarros de porcelana, así como frascos de cristal con forma de pera. El siguiente estaba repleto de frascos en forma de globo de distintos colores, y de vasijas de vidrio de cuerpos irregulares; y, por último, en el tercero había un surtido instrumental que comprendía embudos, fuelles, balanzas, morteros, alambiques, matraces o retortas.
Victor, inmóvil en el medio del sótano, la ropa tiznada de negro y en una mano una caja con cascotes de vidrio, miraba al joven con una expresión de irónica mansedumbre. Dejó la caja sobre una de las mesas de caballete y se limpió con un paño. El innombrable posó la vista sobre las plantas y dio un paso hacia ellas; un cristal crujió bajo su zueco.
—Qué asco, padre —dijo Gilles, que, como si la cosa no fuera con él, y pisando con sumo cuidado, rodeó las mesas de caballete y se quedó mirando hacia el ventanuco.
—Beleño negro, belladona —dijo el muchacho innombrable paseando alrededor de las mesas—. Estramonio y mandràgora —prosiguió señalando con el dedo las dos últimas plantas—. Las otras no las conozco.
Con un gesto de aprobación que le surcó la frente de arrugas, Victor dijo rozando muy suavemente con un dedo cada planta:
—Adormidera, cafeto y cáñamo. Debo suponer, caballero, que te dedicas a arborizar en tus ratos libres. —Le pasó una mano por el hombro.
—No tengo oportunidad, señor. Las conozco sólo por los libros.
Al verles hablar, Gilles se acercó velozmente, se puso a la derecha de su padre y, antes de que nadie pudiera impedirlo, empezó a acariciar los pétalos de una de las flores más exóticas. Pero no sólo acarició, manoseó los pétalos de color malva haciendo alarde de un celo y una delicadeza tan torpes que no parecía digno hijo de su padre.
—Cuidado con... —dijeron a la vez Victor y el muchacho, como si se hubieran puesto de acuerdo. El caso es que cuando alargaron el brazo para impedirlo, ya era tarde, y ambos se quedaron con el brazo paralizado en el aire. Victor se echó a reír a su modo incomparablemente inofensivo mientras decía:
—Vaya, vaya. Ji, ji, ji. Vaya, vaya. Esa mancha de los dedos tardará unos cuantos días en quitarse, ¿verdad? —dijo mirando fugazmente al muchacho innombrable—. Ya puede irse acostumbrando. Ji, ji, ji.
Gilles se ruborizó hasta las orejas.
Afuera, en la calle, el griterío era cada vez más acusado. Órdenes, comentarios marciales y relinchos se mezclaban con los gritos de la muchedumbre.
—Es el ejército —dijo Gilles mirando hacia el tragaluz con la afectación de quien desea a toda costa desviar el interés sobre sí mismo—. Voy a salir —anunció, y echó a correr subiendo las escaleras de dos en dos.
Victor mudó de semblante, bajó la cabeza y se limpió las manos en el trapo.
—¡Ah, el espíritu militar! —exclamó—. Mata cuanto hay de bueno en la política. Se aprovecha del entusiasmo de los jóvenes. Fíjate en Gilles. Aparecen los uniformes y nos deja plantados. Y el primer cónsul es el único responsable. En cuanto a ti, ¿qué opinión te merece todo esto?
—No entiendo de política, señor —dijo, pero tenía la cabeza en otra cosa. ¿Cómo era posible que un hombre tan inteligente se tomara en serio la preferencia de su hijo por los uniformes? ¿Es que no advertía que Gilles sólo había huido de una situación que le avergonzaba?
—Todo es política, hijo mío.
—Sí, señor —dijo, un poco cohibido por la pasión que demostraba el científico.
—En 1790, cuando se produjo la quema de los títulos de nobleza por la gente llana, la aristocracia no pudo por menos de aceptar que la política lo comprendía todo, incluida la dignidad de un pueblo humillado durante siglos. —Se detuvo pasándose una mano por el pelo, del que se desprendió una hoja— Esta casa la compró mi padre, un burgués con algunos recursos. ¿Has visto la fachada? Yo mismo he destruido el escudo nobiliario. No me gustan los aires de grandeza. —Al decir eso, hizo un gesto brusco con la cabeza, y las hojas que le quedaban en la melena retemblaron todas juntas.
—No, señor —dijo el chico.
—Conozco gente cuya máxima ambición en la vida es ser acaudalado sin trabajar —dijo, y suspiró abatido haciendo una pausa—. Esa gente ni siquiera tiene el coraje de luchar por sus ambiciones.
En la calle, la algarabía era considerable. A lo lejos se oía un redoblar de tambores.
—Creo que debería irme, señor. Se me está haciendo tarde.
—Por favor, espera un minuto. Me gustaría hacerte una pregunta. ¿Sabes qué tal va Gilles en sus estudios? La última vez que le pregunté se enfadó tanto conmigo que estuvo una semana sin hablarme. Está amenazado de expulsión. ¿Lo sabes, verdad?
—Señor, nos conocemos sólo desde hace unos días.
—Ah, sí. Es cierto —dijo propinándose otra palmada en la frente—. Lo había olvidado. Lo había olvidado. —Y, a renglón seguido, como si recordase algo importante, añadió—: ¿Le has oído tocar el piano? Si tuviera un poco más de voluntad llegaría a ser un gran virtuoso. Un gran virtuoso. —El muchacho no sabía exactamente qué decir—. No obstante, espera. Tengo algo para ti. —Se puso a revisar la biblioteca—. Toma —dijo jovialmente mientras ponía en las manos del chico un pequeño volumen de tapas color púrpura y letras doradas—. Espero verte pronto por aquí. Estoy seguro de que serás un buen amigo para Gilles.
En el umbral de la puerta de entrada, Gilles contemplaba los pañuelos agitándose en el aire, las banderas y gallardetes, el desfile de los escuadrones con los uniformes azul y blanco, las bayonetas relucientes y la carga de la caballería, el dormán de los húsares, las charreteras y los alamares amarillos... Una muchedumbre exultante, que se apostaba a ambos lados de la calle, vitoreaba a los húsares y a los granaderos.
Fue una despedida breve. Gilles le arrebató el libro que llevaba en la mano.
—¿Te lo ha dado mi padre o lo has robado? —preguntó Gilles tuteándolo.
—Yo nunca he robado nada.
—Tratado de plantas —silabeó Gilles moviendo los labios con una mueca de desdén—. ¿Eso es todo? —dijo—. Bastante elemental.
Y se despidieron con un gesto y un murmullo.
Se envolvió en el viejo chaquetón. Anochecía cuando enfiló la calle nueva que surgía donde antes no había más que edificios medievales, y que, según todos los rumores, llevaría el nombre de rue de Rivoli. La recorrió hasta el Louvre, dejó atrás su columnata y cruzó el Sena por el Pont des Arts, siguió por la rue de Seine y subió por la rue de Tournon hasta el Louxemburg. Entró en el jardín. Cuando salió ya era noche cerrada.
Pasó por delante de la iglesia de Saint-Eustache, y, bordeándola, siguió por la rue Rambuteau para llegar a Saint-Denis. Paseaba a grandes zancadas, como era su costumbre, pero sin demasiada prisa. Como todos, sabía que las noches de París eran una tentación permanente para los desalmados, pero ¿qué tenía él que perder de verdadera importancia? ¿Qué podría echar de menos si se lo quitasen?
Ahora el frío había cedido mucho, y un cielo lujosamente enjoyado iluminaba la ciudad. Sólo se oía el sonido de sus pasos. Unos pocos números más allá, cerca de la confluencia con Saint-Denis, vio a una niña sentada en un escalón que daba a la calle. La puerta estaba entreabierta, y un farol iluminaba a la niña de soslayo.
No tendría más de nueve o diez años. La niña se estiró la falda y se abrazó las piernas a la altura de los tobillos. El viento se enroscaba en sus cabellos rubios como si fuera a peinarlos. Permanecía ensimismada contemplando algo, un punto fijo muy arriba, hermosa como un ángel, la mirada extraviada más allá del frío, más allá de los tejados, más allá de las luces de la ciudad de los hombres. El se preguntó si la chiquilla estaría por casualidad mirando alguna estrella, se preguntó quién podría ser esa niña, cuál sería su nombre, si ésa era su casa y por qué no la había visto antes de hoy. Sí, pensó en acercarse a ella; claro está que pensó en decirle alguna cosa. Así que se armó de arrojo y siguió caminando. Le temblaban las piernas. En esas condiciones, ya era mucho no quedarse paralizado por el miedo; pero lo peor no fue eso, sino que algo imprevisto dio al traste con sus buenos propósitos. Cuando pasó por su lado, la niña se quedó mirándolo con tal serenidad que él se ruborizó hasta las orejas, se quedó con la mente tan silenciosa como la noche y no tuvo más remedio que seguir su camino con alivio y desesperación.
Cuando la sobrepasó, y a medida que se fue alejando de ella, aún volvió la vista varias veces, se quedó mirándola con el temor y el ansia de que ella le devolviese una mirada fugaz, pero por suerte, o quizá por desgracia, nada de lo que ansiaba o temía sucedió.
No pudo quitársela de la cabeza. Ni siquiera cuando Annette le reprendió por llegar a esas horas, y le advirtió, muy alarmada, que Madame quería hablar con él antes de acostarse. Su último pensamiento fue para ella. Y esa noche durmió sin pesadillas.
Sucedió una noche, al cabo de unos días. Era inevitable, conociéndolo a él y a madame Bastide.
Se enfundó en la camisa de dormir, se lavó la cara en la jofaina y se tumbó en el jergón. Cogió el volumen y se puso a revisarlo a la luz de una vela. Aunque se lo sabía de memoria, nunca estaba de más repasar las propiedades y los efectos secundarios. Poco después, incapaz de concentrarse, cerró el Tratado de las plantas, cogió la palmatoria y dejó el cuarto. Cruzó las cuadras, salió al patio de cocheras, entró furtivamente por la puerta trasera de la cocina, siguió por el pasillo lateral de la casa y, con todas las precauciones posibles, abrió la puerta que se comunicaba con el vestíbulo. Oyó las estentóreas carcajadas de las chicas. Echó un vistazo a la escalera principal que llevaba a los aposentos, cruzó el vestíbulo y se arrimó a la puerta del salón por si escuchaba alguna voz alarmante. Cuando se cercioró de que sólo estaban las chicas, entró con la palmatoria en la mano.
Estaban jugando al póquer, sentadas en los sofás de un salón sobrecargado de tapices chillones y espejos, y donde sólo una chimenea de mármol encendida brindaba un descanso a los ojos.
—Pero, cariño, ¿qué haces tú aquí a estas horas? —preguntó una mujer de unos cuarenta años coronada con una guirnalda de flores, que llevaba un peinado a lo Caracalia, corto y rizado. Sentada en un sillón, lucía un vestido de gasa, guantes negros hasta el codo y un chal rojo sobre los hombros. Tenía las mejillas especialmente arreboladas, profundas ojeras, y el lápiz de ojos corrido.
—Lo siento, Mimi —contestó él—. No podía dormir.
—Anda, ven a mi lado. Siempre has sido mi amuleto en las partidas —concedió Mimi, la triste, y, cogiendo una botella de la mesita, se desprendió del chal. El muchacho, con delicada destreza, le subió el tirante que se había escurrido.
—Mimi, si Madame se entera de que está aquí, nos la cargamos —intervino Desirée, una rubia de tirabuzones que estaba sentada en el brazo de otro sillón, ataviada con un vestido de velo que le transparentaba los ligueros.
—Dejad en paz al chico —terció Agathe, cuyas piernas inmensurables hacían las delicias de los clientes, y que esta noche lucía un corpiño y una rutilante diadema de cristales—. Además, la jefa ya no vuelve. Una vez que se prepara la infusión y se la lleva a la alcoba, puedes vivir tranquila. Se acuesta con el opio, la hija de perra.
—A mí tanta infusión me da sed —dijo Carol, que, ante el regocijo general, bebió un largo trago de un vaso. La muchacha, de melena lisa hasta los hombros y vestida sólo con ropa interior, era la más joven y también una de las más recientes adquisiciones de Madame.
—Como iba diciendo —prosiguió Mimi, la triste, con una voz sollozante que delataba su estado anímico habitual—, mi abuelo sí que me quería.
—Pero qué dices, pobre infeliz, si ni siquiera conociste a tu padre —interrumpió Carol, provocando la carcajada del resto.
—Me refiero al padre de mi padre, que era artista, como yo —aclaró Mimi, que levantó la botella y se golpeó repetidamente el pecho con ella—. Un hombre como no había muchos. Un ser excepcional. Y un filántropo. Todo lo que ganaba se lo gastaba rápido para dar de comer a otros. Era mendigo de profesión. El más elegante y pulcro de los mendigos —dijo con orgullo, acariciando la sedosa melena del chico y como esperando la aprobación de todos.
—Mimi, deja esa llantina, que me estás poniendo nerviosa —advirtió Agathe.
—Siempre decía: «Mimi, la lección más importante que te puedo dar en la vida es ésta: no te levantes, o volverás a caerte». Era su lema. Por eso se hizo mendigo. Era un hombre consecuente —sentenció Mimi hipando, luego suspiró y volvió a lloriquear antes de darle otro trago a la botella—. Le agradezco a mi padre que me dejase a su cargo.
—Querrás decir que te abandonó... —intervino Desirée.
—Bueno, lo que sea. El caso es que fue él quien se encargó de mi formación. Y fui feliz todos los días de aquel tiempo. Un tiempo lejano, pero que recuerdo como la única vida familiar que llegué a conocer. Lo único que lamento es una cosa: ¡los vestidos!
—¡No, Mimi, no! ¡Los vestidos, no! —intervino otra chica—. Ahora empezará con la cantinela de los vestidos elegantes.
—¡Sí, sí! ¡Los vestidos! —continuó Mimi—. ¡Vestidos de señora! ¡Cómo me hubiese gustado ponerme vestidos elefantes, vestidos de señora! ¡Hubiese dado una semana entera de pan negro por meterme en uno! Pero éramos unos muertos de hambre. Felices, sí, pero muertos de hambre. Yo pensaba que en el futuro podría comprarme vestidos elegantes. Y resulta que el futuro era esto, compañeras. Somos muñecas rotas.
—¿Tan mala te parece nuestra vida, Mimi? —preguntó Agathe muy seria.
—Esto de ahora no es vivir, es matarse mientras esperamos la muerte. Un palacio para muñecas rotas. Sí, de eso se trata todo esto —sentenció Mimi dando un gran trago—. De cualquier modo, soy un ser humano, ¿no? Tengo la obligación de estar triste.
Con las últimas palabras, asomó por la puerta Camille. Tenía los rasgos más afilados que nunca y las venas del cuello abultadas. Aún no se había desprendido del uniforme de faena.
—Os parecerá muy bonito —dijo con los brazos en jarras—. No basta con la reprimenda que le echó Madame el otro día, que ahora le enseñáis a jugar al póquer. —Camille sacudió la cabeza con tanto vigor que se le descolocó la cofia.
—¡Huy! Querrás decir que aprendemos de él. No es la primera vez que nos barre de la mesa —dijo alguna.
—¡Qué vergüenza! Y tú, fuera de aquí, señor pícaro —exhortó Camille.
—No seas tan dura con él —intervino otra.
—Chico —dijo Mimi, la triste, que, sin soltar la botella, le dio una palmadita en el hombro reprimiendo en vano las lágrimas—, tiene razón Camille. No somos buena compañía.
Y, dejándose coger por la camisa de dormir, el muchacho desapareció de la estancia seguido de Camille.
A la mañana siguiente, a una hora intempestiva por lo demás, en un negocio de las características del que regentaba Madame, se oyeron alaridos que procedían de la segunda planta y que estremecieron a todos los residentes, excepto a uno.
—¡Deprisa! ¡Que llame alguien a un médico! ¡Malditas hijas de perra! ¡Quién es la puta hija de perra culpable! ¡Me las pagará! ¡Mal rayo me parta si no la saco a patadas de este miserable burdel! ¡Se morirá de hambre en el arroyo más sucio de esta inmunda ciudad! ¡De quién va a ser obra esto, sino de una mala puta! ¡A mí no me las dais vosotras, con vuestras caritas de ángel! ¡Que venga un médico! A ver, ¡Annette! ¡Camille! ¡Me arde la sangre entera! ¡Y estoy llenita de ampollas! ¡Rápido, un médico, deprisa!
En la puerta principal de la casa, el muchacho esbozó una sonrisa traviesa, se recogió la melena por detrás en un lazo de terciopelo, cerró la puerta y, con la esperanza de que Victor ya estuviera trabajando, bajó corriendo, a toda velocidad, en dirección a la rue Saint-Antoine.