4. LA CORONACIÓN

En 1804 París era un olímpico teatro al aire libre, un coliseo de resonancias clásicas hacia el que Europa entera volvía los ojos con temor y temblor. Desde hacía un puñado de años allí se representaba un drama tras otro, e incluso, en ocasiones, eran varios los dramas que se representaban simultáneamente. Pues bien, uno de los más interesantes había desarrollado su primer acto en una oscura noche de agosto de 1803.

Por entonces, el conspirador y jefe monárquico Georges Cadoudal, que, no por accidente, residía en Inglaterra, desembarcó en secreto en el litoral de la Mancha. Fue izado mediante un cable hasta la cima de un acantilado de setenta y cinco metros de altura en las proximidades de Dieppe. Desde allí se dirigió a París, provisto de dinero inglés, con el objetivo de asesinar a Bonaparte, a la sazón primer cónsul de la República, facilitando así la restauración de los Borbones.

Napoleón (también conocido como «el Amo») había prescindido pocos meses antes de los servicios de su ministro de la Policía, José Fouché. Y ello a despecho de su inapreciable eficacia, y de que entre los éxitos que respaldaban su gestión figuraba, nada menos, haber demostrado que los atentados de que había sido víctima Bonaparte habían sido urdidos por los monárquicos y financiados por los ingleses. Fouché, ese perpetuo seguidor de la mayoría y modelo de intrigantes, ese «Hijo del Terror» (antes de llegar a ministro), ese revolucionario jacobino en los años de Revolución (antes de convertirse en el hombre de orden más temido de la Francia imperial), era el mismo Fouché de ahora, reconvertido en guardián del orden público.

Por si fuera poco, un segundo drama dio comienzo. Hasta la policía se filtró cierta información relativa a que uno de los príncipes de la casa de Borbón se había puesto al frente de los conspiradores. Desde las más altas instancias gubernamentales se hicieron conjeturas sobre el nombre, y se llegó a la conclusión de que éste no podía ser otro que el duque de Enghien, cuya residencia, en Ettenheim, ducado de Badén, a escasa distancia de la frontera francesa, resultaba poco menos que inquietante.

Al duque de Enghien se le apresó, según el calendario gregoriano, el 15 de marzo de 1804, y el 21 de marzo al amanecer, tras un juicio sumarísimo, fue fusilado en los fosos de Vincennes. Por su parte, Georges Cadoudal fue arrestado el 9 de marzo, y ejecutado el 28 de junio. Exactamente doce días después Fouché sería rehabilitado como ministro de la Policía.

Fue entonces cuando Fouché puso los cimientos de esa temible estructura que llegó a ser la policía general del Imperio, con su inextricable telaraña de espías y contraespías, de secretismo y de delación, de infiltrados y de traiciones, de intrigas remuneradas y de miserias encubiertas. No en vano, el ministro concebía esta maquinaria para detectar cualquier intriga contra un régimen más que provechoso para sus ambiciones e intereses personales. Y, en el fondo, esta concepción era de suma utilidad para el Amo, más aún cuando el 2 de diciembre de 1804 tendría lugar en Notre Dame la coronación de Napoleón y Josefina Bonaparte como emperador y emperatriz de todos los franceses.

Ese día amaneció con frío, y sólo a partir de las nueve de la mañana el sol hizo su aparición. De madrugada había nevado lo justo para que las calles se convirtieran en barrizales. Además, el trayecto por el que iba a circular el cortejo se había enarenado, lo que, en opinión de muchos, resultaba inaceptable. Así y todo, París ardía enfervorecido, y el trasiego de gente era constante.

Desde las Tullerías hasta Notre Dame, los buhoneros hacían el itinerario ofreciendo salchichas y panecillos a una multitud que desde primeras horas procuraba entrar en calor. Las banderas y los estandartes pendían húmedos de las balaustradas. Según algunos, se habían llegado a pagar sumas próximas a los trescientos francos por una ventana con vistas al desfile. Cierto o no, en las ventanas que daban a las calles privilegiadas no cabía ni una horquilla, y esa muchedumbre había afluido desde todas partes de Europa. Expectante, seducido por el Amo de una Francia europea, mejor sería decir de una Francia universal, el pueblo aguardaba ansioso un evento de trascendencia histórica esa fría mañana de invierno de 1804.

Aunque, como siempre, la rumorología era osada. Se decía que el papa Pío VII, recién instalado en el pabellón de Flora, no ocultaba su desagrado a coronar a Bonaparte, el levantisco, el ambicioso, el asesino del Borbón duque de Enghien, pero que sus reticencias fueron vencidas merced a ciertas promesas de privilegios para la Iglesia. Por doquier se insistía en que un ejército de obreros y obreras llevaba semanas dedicado a cortar, coser y bordar los trajes de gala de los dignatarios. Circulaba el rumor de que, para evitar errores protocolarios, se habían hecho docenas de ensayos con un centenar de figurillas de cera que representaban a los principales actores de la coronación. Y, en cuanto a las cifras que se manejaban, hacían las delicias de los más enterados. Que el séquito del futuro emperador y de la futura emperatriz ascendía a treinta carruajes y ciento cuarenta caballos; que cuatrocientos músicos de tres orquestas llevaban días ensayando; que las páginas de las partituras para los cuatrocientos integrantes del coro no bajaban de diecisiete mil; o que los soldados que formaban el triple cordón de seguridad a lo largo del recorrido alcanzaban la cifra de ocho mil.

Mucho antes de que el cortejo se pusiera en marcha, alrededor de las nueve de la mañana, y como si de un jugoso anticipo se tratase, el Papa salió de las Tullerías con destino a Notre Dame. Para regocijo de muchos, un camarista que precedía al coche de Su Santidad iba montado en una muía y portaba una majestuosa cruz. Tras varias horas de espera a la intemperie, reírse del Papa era un modo tan válido como cualquiera de tonificar los músculos agarrotados por el frío.

Desde ahí fueron casi dos horas de espera para todos, a pie firme para muchos, incluido Gilles. ¿Gilles? Tras el cordón de seguridad, resguardado de la lluvia bajo un gran paraguas, resultaba casi indistinguible de una masa amorfa y vocinglera. Vestía con elegancia un redingote de cuello de terciopelo, sombrero alto de alas anchas, varios chalecos superpuestos y un fular de muselina a rayas montado encima de un cuello fijo; no obstante, algo de estoico en su mirada y en la expresión de su boca infundían al rostro de Gilles una feroz discrepancia, y un mudo desprecio por los otros.

Y es que, en realidad, Gilles sufría no sólo a causa del suplicio que para él representaba fundirse con la masa. Le atormentaba la sensación inexpresable de que, por espíritu, por talento, por sensibilidad, él hubiera debido formar parte del cortejo que todos aguardaban, pero del que, por cuestiones ajenas a sus méritos, no era sino un vulgar espectador. Más aún, experimentaba esa injusticia, ese despotismo, ese atropello del destino como algo físico, como un arañazo en el corazón, y la sola idea de que todo se debía al infortunio de no haber nacido en otra cuna le hurgaba cruelmente en la herida.

Había salido de casa con tiempo para situarse en la rue Saint-Honoré, en el tramo que va desde la rue Royal hasta la rue du Louvre, una zona plagada de palacios que siempre le había parecido cautivadora. Se quedó cerca de la place Vendôme, pero con el ácido regusto de que todo París había tenido su misma preferencia.

Sin embargo, es cierto que a menudo los sucesos que orientan la vida de los hombres irrumpen de modo casual. A lo lejos se dejó oír una nueva salva de cañones mientras las campanas empezaban a repicar, y ya se oían las trompetas y los timbales cuando Gilles, para oxigenarse y descansar un poco la vista de las carrozas atestadas de cortesanos y princesas, volvió por casualidad la cabeza, sin interrupción levantó los ojos y de inmediato reparó en él.

La fachada del palacete merecía la atención de cualquier espíritu refinado que hubiese nacido para degustar la belleza y el lujo. El tejado estaba erizado de mansardas, y no desentonaba con el frontón triangular, cubierto con bajorrelieves y sostenido por columnas. Bajo el espacio que en tiempos había ocupado el escudo de armas (y que, como muchos otros, habría sido destruido por la oleada revolucionaria) se abría un gran balcón de hierro forjado que soportaban cuatro ménsulas con proliferación de volutas. Esa terraza, en el primer piso, abarcaba tres ventanales. El resto de las ventanas del primer y segundo piso, ya de menor tamaño, se alternaban con pilastras adosadas con capiteles corintios. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Gilles no fue la fachada del palacete.

De todas, la ventana central del balcón era la única que estaba abierta. Los visillos flameaban al viento de modo que permitían vislumbrar el perfil de un joven al piano. El joven estaba sentado en un taburete, y, curiosamente, igual que Gilles, tenía patillas de boca de hacha, a la usanza inglesa. Pero lo más Místerioso era que el muchacho acusaba el suficiente abandono, desinterés o desprecio por los acontecimientos como para no salir al balcón y perseverar en su música.

Gilles volvió la vista a la calle. El fragor era una mezcla de timbales, cañonazos, trompetas y aclamaciones del público; sin embargo, por imposible que lo juzgase (y así lo juzgaba), su alma se había quedado ahí arriba, en el balcón del palacete, sobrevolándolo todo.

Cinco regimientos de mamelucos, y, sobre todo, la guardia imperial a caballo, «los más valientes de entre los valientes», escoltaban la carroza. Las nubes empezaban a dispersarse, y, cuando el carruaje imperial estaba a punto de pasar por delante, le venció una duda de última hora. ¿Qué actitud habría adoptado el joven? ¿Seguiría sentado al piano? ¿Habría, como ordenaba alguna suerte de lógica, salido a la terraza? ¿Seguiría las evoluciones del cortejo?

Volvió una vez más la cabeza. El ventanal continuaba abierto. Ondeaban los visillos. Y el joven, impertérrito o ausente, permanecía sentado al piano, sin salir a la terraza. Tal vez fuera el producto de una imaginación fértil, pero Gilles creyó ver en el perfil de ese joven algo conocido, semejante, casi familiar.

Por fortuna, para deleite del pueblo, el vehículo circulaba con parsimonia.

Incluso el cochero, ataviado con un chaquetón verde con galones dorados y un sombrero de plumas verdiblancas, parecía extraído de una carroza de ensueño. Ocho caballos grises ricamente enjaezados, y con penachos cuya altura rozaba el primer piso de las casas, tiraban de un lujoso carruaje. El carruaje, revestido de oro, espejos y hojas de laurel, lucía las abejas del sello imperial y estaba coronado de águilas que, a su vez, portaban una corona. José y Luis iban en los asientos de delante. Josefina y Bonaparte, detrás. Ella sonreía al público; ellos parecían enfrascados en plena conversación.

En algún momento Gilles volvió de nuevo la vista hacia el ventanal del palacete. Pero alguien lo había cerrado y había corrido los visillos.

Pasaron algunos meses, y sucedió una mañana, de camino de la barbería.

Porque el muchacho sin nombre había llegado a un acuerdo con Madame para trabajar por las mañanas en una barbería de la calle Rambuteau, muy próxima a la casa de la niña. Pues bien, esa mañana una neblina vaporosa se infiltraba en el aire, y el sol brillaba como si hubiera recobrado fuerzas por la noche.

—Muchacho, dame otras tijeras del arca —dijo Marcel padre. Marcel, el dueño de la barbería, un tipo de una habilidad tan expansiva como su grasa corporal, vestía siempre de blanco inmaculado; pero lo más representativo de Marcel era un bigote cuyas guías afilaba regularmente entre el índice y el pulgar.

El chico sin nombre era el primero en llegar. Abría la barbería, barría, fregaba, limpiaba el polvo y revisaba las arcas y las arquillas donde se guardaban las herramientas y los lienzos del oficio. También ayudaba suministrando a Marcel padre y Marcel hijo (que en todo salvo en el carácter era clavado a su padre) los artículos que urgiesen en cada momento: los paños de afeitar, los paños de manos, los trapos de enjugar y limpiar, los peinadores, las bacías, los peines, las tijeras; e incluso afilaba las navajas en las piedras de afilar.

Esa mañana de lunes transcurría sin sobresaltos. Hasta entonces, la concurrencia de clientes no había sido abundante. Era mediodía cuando Marcel dio por terminado el corte de pelo de su cliente y se oyó el estrépito de un coche cuyos caballos parecían haberse desbocado.

Por casualidad, el muchacho fue el primero en apoyar la frente contra el cristal de la ventana; inmediatamente, el joven Marcel hizo lo propio a su lado, luego Marcel padre fue quien se colocó a la altura de su hijo, y, sin que nadie lo hubiera convocado, el cliente se sumó al semicírculo de cabezas. Afuera, un pequeño corro se había formado a la puerta del coche.

—Es la lavandera —dijo Marcel padre.

El coche se había detenido justo delante del portal en el que por vez primera, una noche que ya nunca olvidaría, había visto a la chiquilla que miraba las estrellas, sentada en el escalón que daba a la calle. Hacía tanto de aquello que parecía una eternidad.

Del coche salió, en efecto, la madre de la niña con el gesto desencajado y las manos entrelazadas en ademán de oración. Seguidamente, dos hombres, uno de los cuales salió por la otra portezuela, extrajeron con sumo cuidado un cuerpecito que parecía inmóvil. En cuestión de segundos, el lugar se fue llenando de curiosos mientras el cochero seguía con atención las evoluciones.

—Debe de ser la hija —anunció el joven Marcel.

Antes de que Marcel continuase, el chico salió disparado de la barbería. Afuera, la gente no hacía más que obstruir el paso y crear dificultades. Cuando logró acercarse, después de sortear el coche, que arrancó peligrosamente, los dos hombres que transportaban el cuerpo empezaron a subir las escaleras seguidos de la madre y de una pequeña comitiva.

Entró en el portal y subió tras ellos. El corazón se obstinaba en salírsele del pecho. Lo notaba palpitar en las sienes, y todo a su alrededor estaba oscuro. Continuó subiendo. Última planta. Una vez arriba, dos mujeres cuchicheaban obstaculizando la puerta.

—Una desgracia. Estaba en los muelles del Sena, con su madre, viendo la carga de los barcos. Se le cayó encima una bala de algodón. ¡Pobre infeliz! ¡Sólo tiene doce años!

Las apartó de su camino, traspuso decididamente el umbral, y en un par de zancadas cruzó el angosto pasillo y entró en un cuarto sin ninguna ventilación. El cuarto estaba iluminado por una bujía.

Luego, todo transcurrió muy rápido. Tanto que nunca lograría recordarlo muy bien. La cara de la chiquilla era un óvalo de luz, y sus ojos, en contra de lo que pudiera pensarse, sugerían una receptividad extraordinaria. La madre, en la cabecera, de pie, con los dedos entrelazados, gemía calladamente como temiendo despertarla, y, sin duda, no había reparado en él. Había otra mujer y cuatro hombres alrededor del camastro. Uno de ellos llevaba anteojos y perilla, y estaba tomándole el pulso a la niña. El doctor dejó la mano con delicadeza en la sábana, miró a la madre y negó lenta y casi imperceptiblemente con un gesto.

—Que alguien llame a un sacerdote —oyó que decía un hombre.

—A este angelito no hace falta que nadie le abra las puertas del cielo —dijo la mujer que estaba a los pies de la cama.

Él se adelantó un paso. En silencio, apartó a alguien, luego a otro, con una firmeza, una determinación que suscitó miradas de reproche. Por imposible que le resultase explicarlo, él notaba, presentía que habría matado a quien hubiese tenido la ocurrencia de interponerse. Se quedó detrás del doctor. Mirarla, esto era lo único importante, estar junto a ella, a su lado. La niña ni siquiera parecía haberse percatado de su presencia.

De improviso, ella relajó el gesto y lo miró fijamente; tan notorio fue que el médico se volvió apartándose para que él se acercase. La madre estaba en el otro lado, a la cabecera del camastro, sin dejar de llorar, con un pañuelo cogido entre las manos. Lo vio. A través de las lágrimas, la madre clavó una mirada dura en él, una mirada de odio y de miedo que venía de recorrer un largo viaje angustioso; luego se fijó en su hija, y, de inmediato, bajó la cabeza como resignándose, o como distanciándose de todo.

El sudor bañaba el rostro de la chiquilla. El chico sin nombre se agachó sobre ella y con la mano le rozó muy dulcemente el nacimiento del pelo. Entonces, la niña, con visible dificultad, entrecerrando los ojos, se llevó las manitas a los labios y, con un beso, y la misma dulzura con que él la había acariciado, se las puso al chico sobre los ojos. Las tuvo así un tiempo que él no hubiera sabido decir. Tal vez sólo fueron décimas de segundo. O puede que mucho más.

Alguien le tocó el hombro y le ayudó a levantarse. Cuando él regresó de alguna parte, la niña tenía los brazos cruzados sobre el cobertor, los ojos entrecerrados, y aún respiraba. Encima del cabezal, colgado de la pared, había un humilde trozo de madera primorosamente lijada y barnizada. En la madera se leía una inscripción en tintura negra, un nombre de mujer: «Sarah».

El médico se precipitó sobre la niña, y él permaneció a su lado mirándola todo el tiempo mientras el médico hacía sus comprobaciones. La madre rompió a llorar, y él sintió que éste era el lugar en el que deseaba quedarse, y que ese camastro y esa mesilla y también los suelos de madera vieja y carcomida eran el camastro y la mesilla y los suelos que habían trabado verdadero conocimiento con la niña, y que la conocían mejor que él. No pensó en ello, se dejó vencer por un sentimiento más fuerte que el dolor y que el tiempo y que todo lo demás, y supo entonces lo que ya sabía desde el principio, que la pequeña, esa niña con la que soñaba y cuyos sueños habían reemplazado a las pesadillas protagonizadas por serpientes, esa niña con la que había culminado una fuga de veinticinco metros y que miraba las estrellas como si le confiaran algo para el resto del mundo incomprensible, era la misma que yacía al final del camino, en un cuarto diminuto, malherida, y comprendió que algo suyo iba a quedarse ahí, con ella, para siempre.

Alguien le preguntó si la conocía. Él no respondió, se quedó mirando muy fijo a esa persona como si estuviera unido a ella por lazos más duraderos que la sangre, y luego pestañeó, miró de nuevo a la niña, que respiraba acompasadamente, y, mucho más tarde, pensó que ahí se hubiese quedado, inmóvil, al lado de la niña querida, si ese alguien u otro no le hubiese cogido muy suave por el brazo.