12. EL BAILE DE MÁSCARAS

Empezaba a oscurecer, y una lujosa berlina recorría las calles de París. Llevaba las cortinillas recogidas. De repente el cochero, que iba ataviado con una peluca empolvada, guantes blancos, casaca verde con pasamanería de galones dorados, escarpines, calzones hasta la rodilla y medias blancas de seda, encendió los dos faroles delanteros.

—Más despacio. Más despacio, he dicho —ordenó el caballero mientras golpeaba con el pomo del bastón en el techo del carruaje—. Que nos hagan el honor de esperarnos.

—Oh, vizconde, mirad, mirad. Yo viví aquí. Todo ha cambiado mucho en diez años. Allí —dijo la dama, que señaló tímidamente con el dedo un local vacío—, allí había una barbería —indicó con la mirada extraviada—. Y yo vivía justo ahí, al otro lado de la calle —añadió mirando por la otra ventanilla—, antes del accidente, claro.

—Qué humilde todo, mi joven amiga. Prosiga. Hábleme de usted.

—No hay mucho que contar. Yo era una niña —dijo ella, y, cogiendo con una mano el soporte de la máscara dorada, se la colocó por un momento, antes de continuar en un tono más serio—. Mi madre había enviudado, y mi padre sólo nos dejó deudas. Mamá se mató a trabajar en casa de míster Cobbet, un caballero inglés. Él fue quien pagó los médicos y los cuidados tras el accidente. Mi madre estaba muy agradecida, y consintió en casarse con él. ¡Ella era tan hermosa!

—No tanto como usted, mi querida mademoiselle. Y dígame, ¿a qué se dedicaba su bienhechor?

—Era agente naval.

—Oh, un espíritu mercantil, entonces.

—Me adoptó, e hizo lo que no había hecho mi padre por mí...

—Por supuesto, querida Sarah —interrumpió el vizconde—. Hay sucesos luctuosos que con el tiempo representan una bendición.

—Hasta que lo hicieron desaparecer —dijo ella, y, de pronto, sus rasgos se endurecieron.

—¿Desaparecer?

—míster Cobbet era un liberal, vizconde, y un inglés. Después de tantos años amaba a Francia como a su propio país; pero, vos, como monárquico, deberíais saber mejor que nadie lo que es vivir bajo sospecha.

—Sin embargo, ¿tiene pruebas?

—Monsieur, lo único importante es que míster Cobbet era un súbdito leal del Imperio —dijo ella con fingida dulzura.

—Comprendo, mademoiselle —repuso él—. Y, cambiando de tema, ¿qué me dice del baile? ¡Un hacendado americano! Los tiempos están rematadamente locos.

—Dicen que no es americano, sino francés —añadió la joven tratando de recomponer el gesto.

—Su nombre... era... —dijo el vizconde afilando entre sí el dedo índice y el anular.

—Julien Lasalle.

—Hum... Lasalle, sí... ¿De qué me suena ese apellido? No es un nombre muy americano, pero la extravagancia de su dueño sí que lo es. ¡Un baile de máscaras recién llegado a París! Si lo diese Talleyrand, con ese aire pícaro que caracteriza a Su Excelencia, tendría una justificación, pero ¡un indiano!

—¡Y riquísimo!

—¡Vaya! —exclamó el vizconde—. Eso siempre es un consuelo inagotable.

—Dicen que piensa dedicarse al negocio de antigüedades, y que en el parque de su residencia tiene cedros del Líbano, de Virginia, de Luisiana, pinos de Jerusalén y árboles de Judea.

—Una propiedad arrendada, según ha llegado a mis oídos. Pero, al menos, con esa arboleda será un católico piadoso. Y dígame, ¿por dónde queda su mansión? Mi cochero lo sabe, pero yo creo haberlo olvidado.

—En la rue de Seine, muy cerca de Saint-Sulpice, yendo hacia el Louxemburg.

—Debo admitir, no obstante, que esto se pone terriblemente excitante. He oído decir, incluso, que asistirán personas de calidad.

—La Récamier y monsieur de Chateaubriand, entre otros —dijo Sarah sentidamente.

—Ah, esa coqueta enfermiza que si pudiese lo pararía todo en abril. No debe ser motivo de alarma para usted, querida. Juliette Récamier se aproxima peligrosamente a los cuarenta, y ya no es la mujer más hermosa de Francia. Mucho menos desde que París conoce la existencia de usted. En cuanto a monsieur de Chateaubriand, mejor haría invirtiendo sus fuerzas en otras guerras.

—¿Lo decís porque acaba de ser armado caballero del Santo Sepulcro con la espada de Godofredo de Bouillon? —preguntó ella con una sonrisa en los labios.

—Ese escritorzuelo... Hasta tengo mis dudas de que le haya arrebatado la virginidad a la Récamier. Francamente, donde ha fracasado su aburrido esposo, el banquero, dudo que haya triunfado ese fatuo de Chateaubriand. De cualquier modo, con Santo Sepulcro o sin él, no creo que el Rey le perdone la dedicatoria de «El Genio del Cristianismo» a Bonaparte. En cuanto sus enemigos se lo recuerden a Su Majestad, será un hombre acabado para la política, y arruinado —dijo el vizconde, y soltó una risa entre dientes.

—Oh, vizconde, el rencor no os sienta nada bien. Además, ¡asistiréis al baile sin máscara! Decidme, ¿qué tenéis contra los bailes de máscaras? —preguntó ella poniéndose juguetonamente la careta mientras él miraba por la ventanilla como prestando atención al lugar por donde circulaban.

—Ya que me lo pregunta, querida, me molesta no verle la cara a los otros. Y me recuerda a Bonaparte.

—¿A Bonaparte?

—Fue él quien en 1800 levantó la prohibición que pesaba sobre los bailes de máscaras —dijo el vizconde, que volvió a mirar fugazmente por la ventanilla—. Las lavanderías Guild utilizaron sus influencias para que se levantara la prohibición a causa del trabajo que generaban las fiestas. Puro espíritu mercantil, mademoiselle.

—No es posible.

—Como lo oye. Sin embargo, añadiré que, en usted, las máscaras parecerán siempre deliciosas —dijo cogiéndole suavemente la barbilla con dos dedos, y, sin transición alguna, golpeó en el techo por tres veces con la empuñadura de marfil—. Y ahora, querida, si tiene la bondad de disculparme, debo entregar una carta a un viejo amigo. Será tan sólo un instante. Es aquí mismo.

Era una calle estrecha y sombría, de caserones antiguos. El traqueteo cesó de repente y, no bien se detuvo el carruaje, el vizconde abrió la portezuela. Vestía un manto de paño forrado de terciopelo adornado con borlas de oro sobre un traje de baile, y un sombrero de castor gris. Un sujeto de buen porte y mediana edad, vestido con sobriedad, aguardaba al vizconde a la puerta de un edificio de tres plantas. El vizconde cogió una mano del sujeto entre las suyas y, seguidamente, le hizo entrega de una carta lacrada. Intercambió con él unas palabras y, al poco, sacó de un bolsillo interior un diminuto espejo enmarcado en plata y se miró el perfil. En ese preciso instante, dentro del carruaje, Sarah se esforzaba por visualizar el nombre de la calle, el número del portal y la descripción del tipo que hablaba con el vizconde.

El vizconde, que no la había perdido de vista ni un segundo, guardó el espejo de mano en el bolsillo y, poco después, estaba de vuelta con una sonrisa galante. Golpeó en el techo, por tres veces, con la empuñadura de marfil del bastón.

—¿Está usted convenientemente abrigada? —preguntó el vizconde con el carruaje ya en marcha—. Aún recuerdo el invierno de 1802. Yo tenía tan sólo, veamos, dieciséis años. Usted era muy niña entonces. Sin embargo, se hizo famoso porque muchas damas sucumbieron al frío a causa de los despotismos de la moda. En París, a veces da la sensación de que damas y caballeros vamos vestidos para distintas épocas del año.

Sarah se arregló debidamente el chai de cachemir para que se pudiesen apreciar los bordados, y dijo:

—El frío es saludable para la piel, vizconde, y ¿hay algo más emocionante a lo que pueda entregarse una joven que a mantener lozana su piel?

Entretanto, la fiesta había empezado a animarse y los carruajes aparcados a la puerta de la mansión se sucedían. Cierto que la fachada estaba un poco descuidada y revelaba sólo parte de su antiguo esplendor, pero las celosías, las gárgolas y el frontón triangular, que remataba con un nicho, seguían siendo objeto de sorpresa para los espíritus cultos. Los invitados, la inmensa mayoría provista de antifaces y caretas, accedían al interior por una escalinata con columnas corintias que conducía a un vestíbulo circular. Varios lacayos se encargaban de las prendas de abrigo. El vestíbulo estaba circundado de hornacinas que exhibían estatuas antropomórficas de ébano, máscaras gigantes cuyo exotismo no dejaba indiferente al más mundano y jarrones con motivos mitológicos y egipcios: esfinges, Rómulo y Remo amamantados por la legendaria loba, y, sobre todo, Cupido, Psique y un grupo de ninfas compareciendo ante el tribunal del amor. Un reloj con carillón dio las ocho. A la izquierda del vestíbulo, una escalera de hierro forjado se perdía discretamente en el primer piso, y, frente a la puerta de entrada, dos lacayos con librea verde se entregaban sigilosamente a la tarea de abrir la puerta de doble hoja que daba al salón de baile. Cada vez que esto ocurría, la melodía llegaba hasta los carruajes que aparcaban al pie de la escalinata.

Dentro, al fondo del salón, tocaba una orquesta completa sobre un entarimado forrado de terciopelo escarlata. En una esquina, Julien y Auguste, protegidos por sus máscaras, conversaban entre sí.

—Por Dios, Auguste, ¿crees que todo esto era necesario? Te dije «una pequeña presentación», y esto parece...

—Querido amigo, esto es «una pequeña presentación». Además, no hay mejor forma de pasar inadvertido y evitar las sospechas —replicó Auguste, que lucía una máscara rojo oscuro de cresta de gallo que remataba en varias plumas de avestruz—. Tú, un próspero hacendado, con intención de hacer dinero en el negocio de las antigüedades aquí, en la capital de Europa. ¿No ves que estamos haciendo relaciones?

—La única relación que me interesa es la de nuestro contacto.

—¿V? ¿De víctima? —preguntó Auguste haciendo una exquisita reverencia a un joven embutido en unos calzones ajustados, que llevaba una máscara rosa coronada por un puñado de plumas celestes y turquesas. El joven pasó lánguidamente por delante, y Auguste se lo quedó mirando por detrás.

—¡No! —contestó Julien—. V, de víbora.

Julien fue interrumpido por otra pareja que Auguste le presentó con la apropiada ceremonia, aunque nadie se despojó de sus caretas. Nuevos invitados concurrieron, y hubo nuevas presentaciones y cumplidos. Dos damas de edades indescifrables se despojaron de sus máscaras para admirar al anfitrión de forma casi indecorosa.

—Pero ¿conocías a toda esta gente? —preguntó Julien aprovechando un descanso.

—Oh, no, no, querido. Sólo algunas voces me resultan conocidas. Y es que, en París, hay dos principios que nunca se deben subestimar. Primero: la única bolsa que importa es una bolsa llena. Y segundo: aquí el mundo envejece diez veces más rápido. Gracias a Dios, respetamos ambos principios. De no ser así, tú y yo habríamos perdido la cabeza bajo el filo de la guillotina.

El salón tenía forma semioval, y los suelos de mármol dibujaban un suntuoso tablero de ajedrez. En los candelabros gigantes, ornamentados con victorias aladas, resplandecían cientos de velas, y por todas partes había espejos con molduras de madera revestidas con pan de oro, cornucopias rebosantes de flores y frutos, estatuas de mármol, alabastro y ébano, y tapices persas colgaban de las paredes. Una docena de mayordomos, algunos negros de robusta complexión, se paseaban con bandejas ofreciendo bebidas y los más delicados manjares ante la incondicional admiración de las damas.

De forma paulatina, el murmullo casi logró sofocar los sones de la orquesta. Los chales y las faldas de tafetán chapeadas ocupaban tanto espacio como los velos, los crêpes, las muselinas y los vestidos de tisú. Las chaquetas entalladas combinaban con los pantalones ceñidos, y proliferaban los calzones anchos que iban recogidos en botas altas. Pero las máscaras desempeñaban el papel primordial. Máscaras de todas las formas y colores, hechas con los más variados materiales, y que diseñaban todas las fisonomías concebibles: desde el terror, al júbilo extremos, pasando por la más romántica nostalgia, sin olvidar, por supuesto, la inquietante máscara inexpresiva.

Al cabo de una hora, la fiesta estaba en plena ebullición.

Un grupito, en el medio, era discretamente observado por quienes estaban a su alrededor.

—Los bonapartistas están locos. De un tiempo a esta parte se hacen preguntas en clave como si fueran masones. «¿Creéis en Jesucristo?» Y el interpelado replica: «Sí, en su resurrección». Sólo el diablo sabrá cuál es la fe que profesan —dijo con altanería un individuo delgado, de corta estatura, que no llevaba máscara.

Hubo un coro de risas, y alguien se atrevió a intervenir.

—Pero, monsieur de Chateaubriand, cada vez son más frecuentes las noticias de que el Emperador piensa fugarse de Elba —dijo una dama con un tono de indisimulable angustia.

—Y se han difundido rumores de que alguien ha visto embarcar cajas de botonaduras doradas con el águila del Imperio —añadió una voz viril bajo una risueña máscara de cerámica.

—Señoras, señores, por favor, serenidad. Por si no lo recuerdan, han pasado quince años desde 1800. ¿Quién puede temer al Ogro? Toda Europa está dispuesta a adoptar el sistema de las monarquías moderadas. Además, en el peor de los casos, Su Majestad, Luis XVIII, adoptaría una actitud digna de un Borbón y resistiría. Sería una resistencia digna de su grandeza. Piensen en esto: si Francia fuera bonapartista, ¿creen que habría abandonado al Ogro como lo hizo? ¿Qué opina nuestro taciturno y amable anfitrión? —dijo Chateaubriand.

Julien, impasible, lo miró a través de su máscara desde arriba, inclinó muy levemente la cabeza, y dijo:

—Llevo demasiado tiempo fuera de Francia como para opinar sobre ella. Pero, por lo que sé, cada pueblo responde de su destino, monsieur.

—Una opinión muy prudente —intervino alguien.

—Y nada comprometedora —terció encantadoramente una belleza de piel casi translúcida y boca bien delineada—. Los gobernantes debieran hacerse amar más y mejor por sus pueblos.

—Estoy de acuerdo con madame Récamier —dijo un caballero enmascarado, ataviado con un dominó negro, que no quitaba sus ojos de ella ante la mirada furibunda de Chateaubriand.

—Admito que debió licenciarse el ejército en sus primeros días —prosiguió el escritor—. De ese modo habríamos evitado que los veteranos se alimentasen de los recuerdos y de las glorias pasadas, pero...

Una dama en apariencia exquisita, tocada con docenas de espigas de brillantes falsos, que se resguardaba tras una máscara plateada y exhibía un vestido de lamé con rebordes floreados, puso en funcionamiento el abanico y, ante el estupor de unos y de otros, exclamó con un vozarrón de hombre que ponía al descubierto sus más secretas intimidades:

—Sí, sí y sí —afirmó sin rubor y con voz tonante—. La culpa es de los veteranos. París se vuelve cada día más peligroso. Hasta en las Tullerías dejan la luz encendida por la noche.

—¡Ese hombre teñido con nuestra sangre! Es otro Atila, otro Gengis Jan, pero más terrible y odioso porque dispone de los recursos de la civilización —dijo un individuo alto, pelirrojo y cargado de hombros. Llevaba su máscara en la mano y miraba con ojos de cordero degollado a la Récamier.

—Benjamin Constant quiere decir, me atrevo a suponer —repuso Chateaubriand—, que jamás, por ninguna razón, apoyaría la causa de Bonaparte. Ni siquiera —añadió levantando un dedo— aunque el Ogro deseara contar con sus servicios...

—Yo sólo estoy al servicio de mi arte —dijo Constant, que se puso del color de su cabello.

—Pero, monsieur, disculpad mi atrevimiento —intervino un maduro caballero que se despojó de la máscara—, imaginemos que esos rumores cada vez más persistentes tuviesen fundamento, que no fueran simples deseos de los bonapartistas. Imaginemos que ocurriera. Qué ruina para la nación. La fuga de capitales sería el menor de nuestros males.

—En ese caso, si la Monarquía resiste sólo tres días, la victoria es nuestra. Y los partidarios de la imaginación —dijo Chateaubriand clavando su mirada en el maduro caballero—, imagínense al rey defendiéndose en su castillo. Causaría un entusiasmo general.

—Monsieur, permitidme una pregunta —saltó una dama tan arrebolada que suscitaba la duda de si había reprimido demasiado tiempo su pregunta o de si había abusado en exceso del arrebol—. ¿Es cierto que guardáis un frasco de agua del río Jordán colgado de un árbol en vuestro parque del Valle de los Lobos? —Hubo algún que otro carraspeo y una risa nerviosa. La dama tomó aire y se quedó muda como si hubiera perdido el don por el que era reputada de temeraria.

—En realidad —dijo Chateaubriand repuesto tras un segundo de estupor—, madame, reservo mi agua del Jordán para el bautizo del próximo Borbón. Hasta ese extremo llega mi confianza en la Monarquía.

En ese instante, Auguste se disculpó alegando que forzosamente el anfitrión debía ser presentado al resto de invitados.

—De cualquier modo, monsieur —dijo Chateaubriand dirigiéndose a Julien—, es sugestiva su idea de destino, y melancólica. Le prometo pensar en ella.

Y Julien se despidió con una nueva inclinación de cabeza, pero sin quitarse la máscara.

—¿Ves aquella hermosura morena? —dijo Auguste al oído de Julien cogiéndole del brazo—. Una de las pocas que no llevan máscara. Es Catalina Worlée, la esposa de Talleyrand. Una golfa imparable. Fue su amante hasta que el Emperador obligó a Talleyrand a desposarse con ella. ¿Y sabes por qué? Porque no podía tolerar un concubinato de su ministro. La vergüenza de Talleyrand no tuvo límites y jamás se lo perdonó.

De repente, Auguste se envaró, apretó el brazo de su amigo y se puso excitadísimo.

—¡Oh, Dioses!

—¿Qué te ocurre?

—Es Taima. El gran Taima, en persona —dijo señalando con la mano a un tipo sin máscara que reía sin cesar en el centro de un círculo femenino—. Para tener cincuenta y dos años, y llevarme sólo doce, se conserva primorosamente. ¿O es que yo me conservo tan mal, Julien?

—¿Taima? —preguntó atónito Julien.

—Ay, querido, me asustas —musitó Auguste sin apartar los ojos del hombre—. El actor más prestigioso de nuestros tiempos —suspiró—. Dicen que de su arte aprendió el Amo a desempeñar su papel de emperador. Siempre he querido conocerlo, y siempre se me ha escabullido. Tiene una verga legendaria que mide holgadamente dos palmos, y sus orgías no tienen parangón. Llama a su verga Danton. ¡Por Júpiter!

Dieron discretamente unas cuantas vueltas por las inmediaciones del círculo, pero ante la armonía que reinaba dentro y la evidencia de que no se podía abrir brecha en él, Auguste se avino a intentarlo más adelante.

—Por cierto, un personaje interesante aquel que está de espaldas, el del bastón con la empuñadura de marfil. Veamos, vizconde... vizconde... vizconde de Ménéval, eso es. Un monárquico recalcitrante. Aunque hay quien dice que sus relaciones con el poder son bastante turbias, pero qué relaciones con el poder no lo son. Además, va acompañado de una joven de hermosura inexpresable, mademoiselle Cobbet. Te los presentaré.

Ambos se aproximaron sorteando a unos y a otros. La joven, cuya estatura era la misma que la de su acompañante, tenía una abundante melena que llevaba recogida en un moño rubio. Unos cuantos mechones color ceniza le caían hasta los hombros. Lucía un vestido de satén con la cintura alta, guantes blancos hasta más arriba del codo, y llevaba una máscara del color de su cabello. Cuando Auguste se adelantó un paso, el vizconde se dio la vuelta y, al instante, Julien reconoció a Gilles.

Tan brutal fue como inesperado. No obstante, y aunque la máscara le protegía, algo más irresistible que su memoria hizo que se dominase y mantuviera la compostura. Los cuatro se quedaron frente a frente. De los dos invitados, sólo la joven supo reconocer a Julien bajo el disfraz.

Auguste efectuó las correspondientes presentaciones.

—Nos estábamos preguntando bajo qué amable careta se habría refugiado el maestro de ceremonias, ¿verdad, querida? —dijo el vizconde de Ménéval.

—Hemos estado apostando —corroboró ella afectando una ligereza que estaba muy lejos de sentir.

—De todo corazón espero no haberla arruinado —replicó Julien con naturalidad.

—Por fortuna, monsieur Lasalle, mademoiselle Cobbet no es susceptible de arruinarse ni siquiera apostando adrede al número equivocado —apostilló el vizconde entre las risas de los presentes.

—¿Tiene mademoiselle cuanto desea? —preguntó Julien hurtando los ojos a Gilles.

—Oh, sí, gracias —contestó Sarah muy impresionada.

—Magnífico. Todo indica que el baile va a dar comienzo —intervino Auguste, a quien no se le había escapado la tensión inexplicable del momento.

—Le comentaba a mademoiselle —dijo el vizconde— que su apellido me resultaba muy familiar. Sin embargo, según tengo entendido, lleva tiempo en las Américas, ¿me equivoco?

—Toda una vida, vizconde. De cualquier forma, Lasalle es un apellido bastante común —repuso Julien.

—De eso no cabe duda —opinó el vizconde.

—Oh, vizconde. Adoro el minué —dijo Sarah.

—Le ruego que me disculpe, querida. Por desgracia, no he traído los zapatos apropiados.

—Mademoiselle, sería un honor para mí que me concediera este baile —intervino Julien ofreciendo su brazo a Sarah. Ésta titubeó por un momento, bajó la mirada y, al instante siguiente, posó la mano enguantada en el antebrazo de Julien—. ¿Monsieur? —preguntó éste dirigiéndose a Gilles.

—Dancen, dancen. Vayan —replicó Gilles haciendo un gesto de impaciencia mientras se quedaba mirándolos fijamente ante la sorpresa de Auguste—. Y procuren no equivocar el paso —añadió para sí.

Durante el primer y segundo movimiento, ninguno hizo el menor comentario. No fue hasta la presentación del brazo izquierdo cuando Julien se atrevió a preguntar:

—¿Hace mucho que conoce al vizconde?

—Unos días tan sólo —respondió Sarah—. En una fiesta que dio en su palacete de la rue Saint-Honoré.

La joven, al comprobar que él no la había reconocido, comenzó a sentirse cómoda.

—Ah, ya veo. Yo trabajé no lejos de esa calle. Allí vivía una persona muy querida para mí —dijo Julien con un acento casi imperceptiblemente soñador.

—¿Un amigo de la infancia, quizá? —preguntó Sarah, para quien era imposible mirarle a los ojos tras la máscara sin ver al niño cuyo nombre jamás había llegado a conocer.

Julien miró su perfil brevemente, el color de los mechones que caían por su cuello, y, aspirando el intenso perfume a vainilla de la joven, dijo:

—Un ángel. Con un trágico final. —Y permanecieron en silencio un largo rato, hasta el paso de minué.

Luego, fue ella quien se atrevió:

—Lo lamento mucho. Debió de ser alguien a quien conoció en profundidad.

—Más que eso, mademoiselle.

—¿Más que eso?

—Alguien que me arrebató el corazón.

—Discúlpeme. Traigo a su memoria recuerdos dolorosos.

—Más bien al contrario, mademoiselle. Esos recuerdos sólo iluminan mi vida.

Y no volvieron a decirse nada hasta la conclusión del sexto movimiento. Porque ¿qué cabía decirse después de eso? Una parte de él se había ido del baile, al menos en espíritu, aunque su cuerpo siguiera danzando con los gestos precisos para no poner en evidencia a esa joven. En cuanto a ella, ¡ah!, las cosas eran realmente mucho más complejas.

Su pecho latía con una violencia desacostumbrada, similar a la noche en que su madre le había comunicado el asesinato de míster Cobbet, su padre adoptivo; y, sin embargo, las razones de su excitación eran bien distintas. Por un momento, llegó a preguntarse si no estaría equivocada, si en realidad este caballero y aquel niño eran la misma persona, si no estaría sufriendo alucinaciones. Al fin y al cabo, lo único visible con la máscara puesta eran los ojos. Pero pronto se tomó esa duda en lo que valía, como un expediente necesario para neutralizar todas las posibilidades de equívoco, en la medida en que revelaba una seguridad que provenía del corazón. Los movimientos de ese hombre eran, salvando la distancia de los años, similares a los del niño, y, sobre todo, esos ojos que nunca había podido olvidar eran los mismos que habían velado sus sueños en la casa querida de su madre, cuando aún eran tan pobres, y ella estaba malherida, postrada en su lecho. Aún recordaba aquello, y el dolor lacerante que dificultaba la respiración, y el miedo de no volver a verlo. Porque jamás había vuelto a encontrarse con él. Y ahora, por si fuera poco, a esa conmoción en la que se veía envuelta se sumaba una certeza alarmante: esos ojos, que durante años había buscado inútilmente en los ojos de otros hombres, y que aún hoy recordaba siempre que contemplaba las estrellas en los días claros de verano, eran (esta noche, al menos, sí lo eran; definitivamente, lo eran) los ojos del anfitrión de la fiesta a la que ella había concurrido por deber y por patriotismo, más que por diversión.

Mucho antes de que mademoiselle Cobbet y Julien lo advirtiesen, el baile llegó a su fin, y ambos regresaron al mismo sitio donde habían dejado al vizconde.

—Es demasiado diestra para un mal bailarín —dijo Julien.

—Déjese de cumplidos, monsieur —replicó Sarah.

—La voluntad compensa sobradamente las carencias de nuestro anfitrión —terció Gilles.

—Mademoiselle —dijo Julien inclinando la cabeza mientras Sarah correspondía con una ligera genuflexión—. Vizconde.

—Monsieur Lasalle. Espero verle sin máscara la próxima vez. Un encuentro así, tan desigual, resulta poco civilizado.

—No lo deseo menos que vos, podéis creerme —dijo Julien, que giró sobre sus talones.

—Mademoiselle —dijo Gilles—. ¿Me acompaña? Lamento comunicarle que me retiro. Además, me equivoqué. Nada hay aquí que me pueda interesar.

—Vizconde, vuestros criterios son demasiado selectos en un mundo demasiado burgués. Os acompaño.

—Será eso, querida. Será eso —dijo Gilles ofreciéndole el brazo.

Ya en el vestíbulo, Gilles se dio la vuelta sin otro interés que refrendar el mal gusto de los nuevos ricos, cuando advirtió que alguien subía por la escalera camino del primer piso. Era un viejo que llevaba una planta en las manos. Al principio se quedó confuso, luego se negó a dar crédito, y, por último, dio unos pasos en aquella dirección. El viejo subía penosamente, mirando al suelo. El vizconde apenas distinguía más que su perfil, pero, en el último giro de la escalera, antes de perderlo de vista, reconoció sus facciones y una mezcla de sentimientos terminó de abrumarlo. Fue un atisbo de piedad lo que pareció prevalecer; sin embargo, la piedad, como un espejismo, pronto se subsumió en un mar agitado de emociones, y el gesto de Gilles se endureció.

Estaba muy viejo su padre, casi irreconocible, pero era él. No iba vestido de fiesta. ¡Y subía como alguien que residiese allí en compañía del indiano... ese enmascarado insolente!

—¿Os sucede algo, vizconde? —preguntó Sarah, a su lado, justo cuando el viejo desaparecía en el primer piso.

—Sí. Es tarde, y tengo asuntos pendientes que reclaman mi atención —contestó Gilles, que se apresuró a tomar el manto y el sombrero de manos del lacayo.

Dentro, el baile proseguía, y entre los invitados reinaba la euforia que sigue al champán servido en abundancia.

—¿Qué te ha parecido mademoiselle Cobbet? Hermosa, ¿no es cierto? —preguntó Auguste a Julien.

—Una puta más —replicó Julien abismado en sus pensamientos—. Ninguna otra mujer se haría acompañar por ese hombre.

—Querido, te ruego que domines tus impulsos. La rancia nobleza es exageradamente soberbia, y todos hemos sido testigos del desencuentro. Pero, en fin, ¿y nuestro contacto? ¿Y V? ¿A qué espera para revelarse?

—Deseemos que no se haya arrepentido —contestó Julien—. Pero te adelanto que se ha presentado un inconveniente de última hora.

—¿De qué se trata?

—Tiempo tendremos de hablarlo —dijo Julien, que observó cómo dos damas se aproximaban a ellos.

—Amigo mío, has sido siempre un enigmático —sentenció Auguste, y se frotó las manos con fruición.