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9 DE DICIEMBRE
CÁMARA DOMÉSTICA
Jirones de nubes fantasmagóricas pasan buceando frente al ojo de la cámara, entre las figuras en movimiento y los pasillos verde eléctrico del laberinto. A., en cazadora roja, va en cabeza, con la cámara espiando por encima de su hombro el mapa dibujado a mano, mientras Help pasa trotando por su lado, ávido de aventuras, cruzando sin ninguna ceremonia la entrada, olisqueando el seto. La cazadora roja llega a una abertura, señala a la izquierda y luego sigue su propio índice, cámara en ristre, y la bruma va retrocediendo según avanzan, y un silbido admonitorio, muy cerca del micro, ordena a Help no entretenerse, y así la cazadora roja, la cámara, el cuadrúpedo y la calle de muros verdes transcurren en silencio hendiendo la niebla, pero la cámara teme, y más tarde confirma, ojeando por encima de su hombro embufandado, que la niebla solo finge franquearles el paso, pues les acecha y vuelve a cubrir los metros que ya han caminado, como el mar Rojo cerrándose después de pasar Moisés y su pueblo. Y en otra intersección, la cazadora roja apunta a su izquierda y sigue, y poco después gira a la izquierda y llegan todos a un callejón sin salida. Donde el hombre consulta un mapa y la cámara espera y el perro huele y reclama por micción la tierra que acaban de conquistar.
«Teóricamente ha de estar al otro lado de este muro», dice A.
DIARIO DE A.
Tiramos la bufanda de Niamh por encima del seto y atamos un extremo a una rama. Luego caminamos alrededor, manteniendo la misma pared a nuestra derecha. Tras lo que parecieron kilómetros, nos reencontramos con la bufanda; el extremo atado. Así que sí: hay una zona cerrada dentro del laberinto.
Aún tenemos que descubrir por dónde solían entrar los miembros de la Sociedad. Debe de haber un hueco entre dos árboles en algún lado, pero Help sugirió que era más rápido arrastrarse.
La sección cerrada resultó ser frustrantemente parecida al resto: más opresivos muros verdes y un solo corredor. Este serpentea entre el follaje, inundado de niebla que siempre acecha una esquina más allá.
Zigzagueamos en dirección oeste. Parecía más corto en el mapa. Hacia el final, el camino describe una media vuelta y termina en un callejón sin salida, pero la pared en ese giro oculta algo más que árboles. Alguien ha abierto un agujero en el seto, pero no hasta arriba, para evitar que el hueco se vea desde el cielo. Y en ese umbral se erige otra estatua erosionada, una con el atractivo de haber sido menos contemplada: un hombre con cabeza de toro.
No hay inscripción en el pedestal. No hay espacio para pasar entre la estatua y el seto, pero se puede completar la media vuelta para verle la espalda. Aquí es donde nos dio un vuelco el corazón: al descubrir un discreto agujero hexagonal entre los omóplatos del minotauro.
Fue la recompensa perfecta a nuestra fe. Y al hecho de haber traído aquella llave Allen gigante que encontramos en la habitación secreta.
Niamh introdujo la llave en el agujero. Un cerrojo hizo clac en el interior del torso de mármol. Giró la llave un cuarto a la derecha. Los engranajes se pusieron en marcha dentro del esqueleto del monstruo. La piedra gruñó.
Cuando corrimos a la parte frontal de nuevo, se había abierto un resquicio en el pedestal. Tela de araña y moho lo mantenían sellado. Quitamos la losa y la tiramos al suelo. Un objeto esperaba dentro del pedestal.
Niamh lo tocó.
Al milisegundo siguiente había sido lanzada como un maniquí sobreabrigado contra el seto a su espalda, atravesándolo literalmente con la cabeza.
La desincrusté y la ayudé a levantarse; le temblaban las piernas. Me miró, en shock, a través de un millón de sombras atrapadas en sus pupilas.
Utilicé mi chaqueta para extraer el tesoro; para entonces ya había adivinado que se trataba de una bola de cristal. Para el shock eléctrico, sin embargo, no tenía explicación. Niamh me contó que en realidad no había notado electricidad; no le dolía la mano; solo había sentido un espasmo. No hizo falta mantener a Help apartado de la bola; la rehúye.
La envolví en mi chaqueta y volvimos para casa.
CÁMARA DOMÉSTICA
El hombre camina más pegado a la cámara esta vez, demasiado para que esta le enfoque, y la niebla también está cerrando filas, dejando ver apenas cinco metros de corredor verde más allá. Entonces Help sale corriendo, esfumándose entre la bruma, y cuando el crujido de patas sobre hojas secas casi se ha extinguido en la distancia, estalla en ladridos furiosos.
Entonces el hombre dice «mierda» y la cámara y él echan a correr, doblan a la derecha en el zaguán del laberinto y se asoman a la salida, donde por fin el seto desaparece, y la niebla recede, y los ladridos continúan, y la gris mansión gótica se divisa al fondo, así como el jardín desnudo, y un coche blanco aparcado enfrente, y un hombre victoriano esperándoles, apuntando un revólver a la cámara.
*
Una llovizna helada escogió acompañarnos.
Era una situación verdaderamente incómoda, estar allí de pie, ambas partes obviamente poco deseosas de disparar o ser disparadas. Solo los ladridos de Help nos distraían de la tensión.
—Suelta lo que tienes en la mano —dijo el hombre al fin.
—Se puede romper.
—No se romperá.
Lo solté, junto con la chaqueta, que echaba mucho de menos ahora, bajo la lluvia.
—Tal vez deberíamos hablar —sugerí.
—¿Dónde está Ambrose? —preguntó. Su bigote se crispó al pronunciar el nombre.
Señalé Axton House con la barbilla.
—Saltó por la ventana del dormitorio en septiembre.
Su rostro ascendió a un nuevo nivel de tensión. Era rubio y con los ojos azules, con un aire juvenil, aunque cansado.
Añadí:
—En serio creo que deberíamos hablar, señor Ford.
GRABACIÓN DE VÍDEO
COCINA SÁB 9-DIC-1995 11:14:01
El té está listo. Un servicio para tres espera en una bandeja sobre la encimera.
NIAMH le da galletas a HELP.
A. consulta el reloj, de brazos cruzados, recostado en el fregadero.
DIARIO DE A.
Le dejamos en la sala de música, leyendo la página 249 de La fontana sagrada junto al fuego mientras preparábamos té. Le debíamos eso, al menos: una carta del difunto, y cinco minutos a solas para llorarlo.
Entramos en la sala carraspeando (los que tenemos esa habilidad) para darle tiempo a recomponerse, cosa que hizo visiblemente. Tenía el tipo de cara infantil donde la tristeza suele dejar una huella más profunda. Al principio, me pareció una especie de Dr. Watson, ingenuo con un fondo heroico. Ahora acababa de descubrir que su Sherlock Holmes había fallecido.
Un poco por crear conversación, inquirí:
—¿Qué tal África?
—El infierno en la Tierra. Gracias por preguntar —contestó.
(Más tarde supe que se había pasado ocho semanas en una embajada sin apenas personal ni, de hecho, paredes, esperando la repatriación.)
Una cucharilla cayó tintineando de la mano de Niamh mientras servía el té. Le pregunté si se encontraba bien. Ella empezó a andar, trató de apoyarse en el piano, no lo consiguió y cayó dulcemente de bruces al suelo, con su mano inútil tocando una coda dramática en el teclado.
Corrí hacia ella, le hablé, pero apenas intentó mantener los ojos abiertos.
—Tranquilo —dijo Caleb desde la mecedora donde se había acomodado—. Solo necesita dormir. La ha tocado, ¿verdad?
—¿Qué importa eso? ¿Cómo puede hacer que te quedes frito?
—No es el Ojo el que lo provoca; es un mecanismo cerebral de autodefensa. Ha visto demasiado; su cerebro está exhausto.
—Me ha dicho que no había visto nada.
—Es justo lo contrario. Ha recibido una cantidad tan formidable de información tan rápidamente que no se ha dado cuenta. Pero su memoria a corto plazo está al límite de capacidad. Su cerebro tiene que detenerse y entrar en fase REM para hacer limpieza. Échela en el sofá y ya está; tendrá sueños más bien agitados.
Para entonces Niamh había perdido el conocimiento completamente, así que la llevé al sofá. Help se sentó a su lado y no se movió durante toda la conversación, una de las más largas que he tenido en la vida.
—¿Cómo sacasteis el paradero del Ojo a partir de esto? —preguntó Caleb, refiriéndose al libro de James.
—No lo sacamos. Niamh dibujó un mapa del laberinto; notamos que había una sección cerrada. Nos colamos.
—¿Y la llave?
—Estaba en la habitación secreta.
—¿Cómo encontrasteis la habitación secreta?
—Mismo método: trazando un mapa del piso.
—Qué poco ortodoxo —fue su comentario.
—Ya, bueno, encuentro sus protocolos un poco excesivos. Se toman ustedes muchas molestias para esconder sueños.
—¿Perdón?
Por primera vez aparté la vista del rostro de Niamh.
—Grabaciones de sueños. Lo que guardan en esas bolas de cristal. Esferas. Ojos —aventuré.
Se me quedó mirando una vez más, mientras su bigote se retraía con una mezcla de interés y escepticismo a la que me estaba acostumbrando.
—Los dos habéis hecho un montón de trabajo —destacó— y, sin embargo, no creo que hayáis captado ni la mitad.
—Por favor, ilumíneme. Estoy sinceramente interesado.
Él dejó pasar su turno.
—Por otro lado, podría averiguarlo yo mismo —pensé en voz alta—. Si algo tengo, es tiempo.
—No tanto —señaló.
—Oh, ¿quiere decir hasta la reunión del solsticio? Bueno, si no se me permite saber de qué va, no veo por qué debería tener lugar en mi casa. Quizá deberían buscarse una nueva mansión. Y nuevos artefactos.
—Pero esta carta me lega los artefactos a mí.
—Una carta no sellada sin testigos ni valor legal.
—Ambrose quería que yo los tuviera.
—Ambrose quería que usted llegara antes que yo. Ambrose quería que Strückner interpretara las instrucciones correctamente. Pensándolo bien, tampoco es que tuviera tan bien planeado todo esto de la sucesión. Ahora soy el propietario de Axton House y de todo su contenido. Eso incluye la llave, el archivo del sótano y las bolas de cristal.
—Esa no —dijo, señalando a lo que se sentaba en su propia silla, aún envuelta en mi chaqueta.
Niamh emergió de su coma como un delfín arponeado. Corrí a tranquilizarla, para disuadirla de intentar gritar. Diez segundos más tarde se me había vuelto a caer dormida en los brazos. Caleb permanecía totalmente impasible. Le estudié una segunda vez. Era difícil imaginarle en una zona de guerra en África. Me recordaba a uno de esos personajes de los westerns, probablemente el relojero del pueblo o un chupatintas de la compañía del ferrocarril: alguien que viste de tweed en el desierto y del que la gente se ríe porque lleva las uñas limpias. Apuesto a que las llevaba limpias en Ruanda. Y pese a todo ello, pese a su cara redonda y sus maneras suaves, estaban esos surcos profundos alrededor de sus ojos azules que lo confirmaban: yo estuve allí.
—Vale, me rindo —dije—. Por favor, cuéntemelo. ¿Qué hace distinta esa esfera?
Empezó a contestar apresuradamente, entonces se detuvo en la primera sílaba. Lo reescribió mentalmente, y luego lo descartó. Intentó una nueva estrategia, buscó una ruta alternativa. Esta le eludió. Yo mantuve mi cara más receptiva todo el rato.
Entonces se acordó de su maleta, el único objeto que había traído de su coche después de devolver el revólver a la guantera. Se la puso en el regazo, abrió la cremallera, sacó una carpeta. Había un post-it en la cubierta, con el número «12». Rebuscó en su interior y decidió compartir una fotografía.
—¿Te resulta familiar este hombre?
Era un varón negro con el pelo corto en una foto cutre de carné de conducir, con una pared blanca de cal al fondo.
—No.
Asintió, comprensivo, mientras me quitaba la foto y me daba a cambio una de diez por quince en blanco y negro.
—¿Qué me dices del de la derecha?
Vi a dos hombres blancos en un embarcadero. El de la derecha. El cirujano con la bata empapada de sangre fuerza las pinzas entre el ojo y la cuenca.
Me encogí de dolor y me cubrí el ojo derecho en un acto reflejo.
—Veo que le conoces.
Creo que tartamudeé por primera vez en mi vida desde la pubertad.
—¿Cómo coño…?
—Era un sudafricano de ascendencia bóer; estudió medicina en Bloemfontein. A principios de los ochenta se unió a una comunidad de jóvenes afrikáners que pretendían asentarse en el norte. En la práctica acabaron viviendo de la hospitalidad tribal y acumulando drogas chamánicas. No sé cómo, él acabó en Ruanda con psicosis permanente. Aprovechó el genocidio del año pasado para practicar cirugía creativa.
Me incorporo y agarro el cráneo del cirujano y le hundo la cara en una gradilla llena de jeringas con las agujas para arriba.
—¿Eso ocurrió de verdad?
—Vi su cadáver. Quiero decir el del médico. Jamás encontré el cuerpo del torturado, pero no creo que viviera mucho más después de eso. Los Fénix rara vez ganan más de un par de minutos de prórroga.
Siento la brisa a través de mis dedos dentro de la cavidad, me abro paso a tiros por el pasillo, soldados negros con kalashnikovs desparraman sus sesos inútiles por las paredes.
—Esto es imposible.
—Supongo que tienes otras carpetas como esta —dijo.
—Sí —mi mente estaba descentrada, distraída por recuerdos atroces de guerrilleros quemados vivos—. Números 4 y 7. Y creemos que el 15 está aquí en algún lado, pero no lo hemos encontrado.
—El 15 llegó temprano este año; ya estará archivado —fue su comentario, como quien habla del tiempo—. El número 4 era la chica de la música tecno, ¿verdad? Pegadiza. ¿Así que Cutler la encontró?
—Mandó un CD. —Yo seguía frotándome los ojos, tratando de apartar las interferencias—. El número 7 —balbuceé— era una mexicana con un bebé. Alguien mandó una ficha policial. Una mujer exactamente igual que ella.
—Igual que ella no. Debía de ser ella.
Bajé la vista hacia Niamh; se retorcía en mi regazo.
—¿Qué le ha pasado? —volví a preguntar—. ¿Qué ha visto dentro de la esfera?
—Nada. No se mira dentro de la esfera; la esfera mira al exterior. Es un ojo.
Y señaló, y yo miré, el objeto espantoso que habíamos rescatado del minotauro, espiando desde su escondite bajo mi chaqueta.
—Siempre tiendo a dar más crédito a las cosas cuando las leo impresas —dijo, levantándose—. Permíteme; Ambrose tiene buena bibliografía sobre el tema.
FRAGMENTO DE RELIQUIAS DE UN MUNDO MAYOR, DE G. L. BURGESS. NUEVA YORK, 1957
Sin embargo, como decía Berkeley, «la historia, no solo el mito, desafía el materialismo». El pasado que se describe en las crónicas antiguas está poblado por ideas, no objetos ni sujetos. Es mera especulación abogar por la existencia de tales objetos a partir de alusiones en libros. Ese espejo que todo lo ve, que el historiador bizantino Georgios Hamartolos creía en posesión de Alejandro Magno, puede ser o no ser el mismo que Herodoto y Dion Crisóstomo atribuyeron a Gaumata el Mago. O el espejo de Gaumata podría ser de hecho la «ventana omnividente» en lo alto de la Torre de los Gobernantes cerca de Erzurum, que según Plinio el Viejo (Historia Natural, xxx.103) permitía divisar el universo entero «sin empequeñecerlo». (Esta torre, por cierto, podría ser la que Galland ubica en Etiopía.) En 1666, Borellus (Alquimia, XIII) tomó de Plinio el adjetivo omnividens para describir una bola de cristal en el ignoto palacio de Amber, dentro de la cual «moran los reflejos de todas las criaturas vivas del universo». Aquí el francés podría estar citando a Zósimo de Panópolis, quien afirmaba haber visto un objeto así en un templo escita; o a Abulfeda, que lo situó en Amr, Iberia, y aseveró que era «el ojo de un dios pagano». Avicena retomó esta leyenda y la enlazó con la del Aliph, un orbe «del tamaño de una mota, que contiene el universo entero en su interior». En la era moderna, sir Richard Burton y von Slatin aún registran la mezquita de Amr en el noreste de Turquía. La idea de un cristal que todo lo ve ha sobrevivido siglos y mutaciones para irrumpir en el presente en forma de ruinas. Pero en palabras de Berkeley, «las ruinas pueden haber sido siempre ruinas; algunos esqueletos humanos jamás fueron hombres».
FRAGMENTO DE DE LOS CÍRCULOS EXTERNOS, DE V. LAURENTIS. LUCERNA, 1679
Y de entre estos aparatos empleados por hechiceros, espejos y bolas de cristal pueden ser usadas quando sus dueños quieren vigilar á sus enemigos; pero algunos artefactos tienen mente propia. Los cristales son usados para ver á través, mientras otros cristales son ojos y ven por su voluntad. Y de estos ojos algunos no espían solamente á hombres, sino á demonios y ángeles y cosas prohibidas que á los hombres no se los permite ver. Y por esta razón El libro de Yael avisa: «Condemnación á aquel que ve á través del Ojo, pues el Ojo ve adentro de su alma y pesa el bien y el mal que hay en ella. Y si encuentra mal en su corazón, las pesadillas lo perseguirán y el conocimiento del mundo secreto trepará por su alma como arañas.»
FRAGMENTO DE DIARIOS DE UN VIAJERO, DE F. RAYNAL. LONDRES, 1908
25 de septiembre— Por la mañana temprano, mientras Iskandar y su hijo discutían la ruta, hice un bosquejo del ominoso cielo amarillo sobre el mar Negro. Se decantaron por guiarnos tierra adentro a lo largo de la frontera, que en esta escarpada región de montañas afiladas como cuchillas no es más que una línea en el mapa, traspasada libremente por contrabandistas turcos y gitanos rusófonos.
Habíamos andado apenas unas yardas cuando el camino se volvió dolorosamente inclinado, pasando de valles sombríos a vistas magníficas en cuestión de minutos. Desde una de estas últimas divisamos otra aldea de cuevas al otro lado del río Yavits, e insistí en explorarla. Tan pronto como abordamos la larga cuesta arriba, los habitantes emergieron de incontables agujeros en las paredes de roca, como termitas corriendo a defender su nido, y a nuestra llegada los niños se lo pasaron en grande acariciándonos las ropas y parecieron inmensamente divertidos por mis anteojos, mientras mujeres sin velo nos ofrecían comida y agua. No pudimos sino rendirnos a su hospitalidad, así que nos quedamos para el almuerzo, que consistió en puré de legumbres, queso, pan y té. Gaumont ofreció whisky a los ancianos, pero estos rehusaron. Todavía acataban algunas tradiciones islámicas, y sin embargo muy pocos chapurreaban algo de árabe.
El aire se estaba enfriando cuando vadeamos el río y volvimos a la ruta principal a través de la cordillera de Samzic. Gaumont divisó unas ruinas claramente bizantinas y de nuevo hablamos de las muchas culturas afluentes que han moldeado este país, desde el imperio Romano de Oriente, tan distinto a su homólogo occidental, a los persas, otomanos y rusos. Una hermosa prueba de este colorido substrato la encontramos en el paso de Azidz: era la Mezquita de Amr, mencionada por sir Alistair Boleskine en el último volumen de sus Viajes asiáticos. La mezquita (el nombre es excesivo) no es sino un peristilo cuadrado santificado dentro de las ruinas de un palacio bizantino más grande. El imán estuvo encantado con nuestro interés en la rota y, sin embargo, poderosa arquitectura, y nos guio escaleras abajo hasta los cimientos: restos de una obra más antigua sobre la cual se construyó el palacio. Gaumont quedó patidifuso al contemplar esos arcos protoislámicos, claramente anteriores a Mahoma y a Jesucristo.
Entonces el guarda me cogió de la mano y me guio hasta el extremo más profundo. Confieso que me sentí incómodo deambulando entre aquellas arcadas y pilares, cuyo número era estimable en infinito en la oscuridad, a ciegas salvo por el vacilante halo de luz de la antorcha del guía. El techo resquebrajado vertía incesantes chorros de arena dentro de la cámara, hasta el punto de que en ese extremo el suelo se había elevado y los capiteles habían descendido al alcance de mi mano y las bóvedas estaban ennegrecidas por las frecuentes visitas de antorchas. El imán se detuvo junto a un pilar y me indicó que apoyara la mano en el capitel. Aunque en aquel momento era ya consciente de un extraño sonido vibrante en la oscuridad, no recordé hasta más tarde la mención de sir Boleskine sobre el prodigio inexplicable que estaba a punto de presenciar: mi mano palpó tan solo piedra antigua, y sin embargo dentro de esa piedra sentí lo que solo puedo describir como el latido frenético de un corazón. Mi guía lo llamó el Orbe de Alá, y explicó que se mantenía dentro de la piedra para que ningún hombre pudiera ver a Dios a través de él. Pero una vez al año, en el amanecer del día más corto, el Orbe se toma un minuto de descanso. Entonces un hombre puede mirar dentro y el Orbe rememora a veinte personas de su elección, y esos veinte algún día serán recibidos por Alá en el paraíso.
*
Había otros dos libros, que Caleb había traído sobrestimando claramente mi dominio del latín. Me limité a hojearlos por encima y echarlos al montón.
—Chorradas —concluí.
—Sé cómo suena.
—No hablo de cómo suena; hablo de lo que es. Suena peor.
—¿Crees en Dios?
—No, ese es el departamento de Niamh. Yo soy el racional.
—¿Crees en fantasmas?
Suspiré, ni que fuera para aminorar el ritmo.
—Es difícil no hacerlo, en esta casa.
—Oh, así que le has visto.
—La —corregí—. Es una chica.
Se levantó, en la manera resuelta de un profesor de historia. El fuego en la chimenea le conjuntaba bien. Yo seguía en el sofá, con la delicada cabeza de Niamh sobre el regazo. Mi mano derecha jugueteaba con los piercings de su oreja.
Pidió permiso para fumar, se lo concedí y comenzó a llenar una pipa.
—Esa esfera —empezó, señalando la silla con mi chaqueta y el enigmático objeto brillante debajo— llegó a Horace Wells en 1892.
—¿La desincrustó del pilar?
—¿Qué? Oh, no, la que estaba debajo de la mezquita sigue allí, hasta donde yo sé. Hay más de una. La Suda habla de cinco; nosotros sabemos de tres. Esta se la trocó por un revólver a un preso fugado en Bombay, donde estaba destinado su padre. Advirtió que el intocable la había traído envuelta en ropa y llevaba guantes; en cuanto Horace la tocó con los dedos desnudos entendió por qué. Se pasó un año entero acarreándola por toda la India, hasta que, al regresar a Bombay, un erudito le contó lo que era.
Encendió su pipa. Apestaba de forma muy elegante.
—Esa es la versión de los Wells. En la que contaba mi abuelo, el fugitivo le habló del Ojo; luego Wells erró durante un año buscándolo, y a su regreso a Bombay conoció al erudito. En ambas versiones esto sucedió el veintiuno de diciembre. Es cuando vio a los primeros Veinte.
—¿Veinte qué?
—Veinte personas. Veinte visiones. Veinte sueños, tal como has dicho, que le obsesionaron para siempre. Puedes leer sus notas sobre ellos si lo deseas; están en el archivo. Los Wells guardan notas de cada Veintena desde 1892.
—¿Qué veintena? —insistí—. ¿De qué está hablando?
—Los elegidos por el Ojo —contestó pacientemente, y señaló la bibliografía a mis pies—. Los recuerdos del Orbe de Alá mientras se toma su minuto de descanso anual. Durante el año, el Ojo no muestra más que destellos y sombras. Tocarlo no causa más que un calambrazo, y luego eso. (Señalando a Niamh.) A través de un aislante, puede percibirse una secuencia atropellada de imágenes y sonidos y olores a una velocidad inimaginable; luego, segundos después, ocurre eso también. (Señaló a Niamh de nuevo.) Pero cada año, en el alba del día más corto, el Ojo detiene su frenética actividad durante un minuto, y en ese momento puedes tocarlo. Entonces escoge veinte acontecimientos del año pasado; veinte hitos a lo largo del camino (al menos, según su criterio enigmático) protagonizados por veinte personas en cualquier parte del mundo. Una DJ en Ibiza. Un traficante de armas en Liberia. Una atracadora de bancos en México. Una víctima del genocidio en Ruanda. La mayoría son remarcables, de un modo u otro. Muchos parecen triviales. Algunos son deliciosos para los sentidos. Otros son tan atroces que eclipsan al resto. El Ojo, al parecer, les olvida enseguida y vuelve a su vigilancia meticulosa. Pero el hombre que ve lo que los Veinte vieron, que siente lo que los Veinte sintieron, no olvidará tan fácilmente.
—Espere, espere, espere, espere un momento —le corté—. ¿Me está…? ¿Está diciéndome que todo lo que la bola muestra ocurrió de verdad?
—En algún lugar del mundo, en algún momento de 1994.
—Vi… a una persona caer desde como cincuenta mil metros, estrellarse en una isla tropical y levantarse y andar, como si tal cosa. ¡Vi un esqueleto jugando al póker!
Caleb se limitó a asentir y fumó, en paz.
—Durante siglos —empezó— las fuentes que hablan del Ojo describían perplejas sus visiones como criaturas o monstruos. Por supuesto, si el Ojo escogía a un esquimal, un sioux o un aborigen australiano, para los peregrinos musulmanes en el templo de Amr eso debía de parecer metraje de otro planeta. Ahora el mundo ya está totalmente cartografiado, o eso cree el profano. Así que por cada veintena, incluso dentro del reino de lo extraordinario, solo hay tres o cuatro que parezcan prodigiosos.
—Señor Ford —insistí—. Un. Esqueleto. Jugando. Al póker.
—Lo mejor del Ojo es que no es solo una cosa extraordinaria. Es una ventana a cosas extraordinarias.
Supongo que esperaba que mi sentido común sencillamente se derrumbara bajo el peso de los muchos argumentos que podría esgrimir en contra de eso.
—Así que ya está —dije—. Una bola de cristal lo muestra, así que debe de ser verdad.
—Tu tío no necesitaba más —replicó, triunfal—. ¿Sabes por qué estamos aquí? Porque Horace Wells consiguió localizar una casa encantada que le mostró el Ojo. La niña Ngara fue el número diez en 1896.
Con eso se volvió a sentar, antes de añadir:
—Los dieces son todos fantasmas, por cierto. ¿Ese chico en África, este año? ¿El que mira por encima de su hombro? Eso que sintió era un fantasma.
No dije nada. Y él se meció en su silla y siguió fumando como un feliz hobbit.
—Una hazaña notable, a decir verdad —divagaba ahora, como cabría esperar de un sabio mucho más viejo—. Encontrar a un diez. Los Elpénores se retiran temprano.
Yo tampoco entendí una sola palabra.
—O sea que es verdad —dije, para reconducir la conversación a niveles de absurdidad más tolerables—. Los Wells compraron esta casa porque estaba encantada.
—Entre otras razones. Ya en 1900, Horace Wells se había dado cuenta de que consagraría su vida al Ojo, a intentar resolver el misterio de los Veinte. Necesitaba un lugar tranquilo, un bastión para mantener seguro el Ojo y medios para financiar su investigación. Así que se mudó a América, tierra de fortunas rápidas.
—Y escogió la casa que traía un fantasma de serie.
—¿Tú no hubieras hecho lo mismo?
—Sí —respondí sin dudarlo.
—¿Y por qué? —interrogó, acusándome con su pipa como un fiscal.
—Porque conocer a la niña Ngara es lo más interesante que me ha pasado en la vida.
—Ahora hablas como un Wells —dijo, arrellanándose en su asiento—. Ahora entiendes por qué el Ojo obsesionó a Horace, por qué nos obsesiona a nosotros. Es una de las pocas cosas en el mundo que traspasa las fronteras de nuestra comprensión, que escapa abiertamente al consenso humano de lo que es real, lo que es posible. No una nubecilla invisible de ectoplasma ni un fenómeno abstracto cuestionable: un objeto real, palpable, que desafía la lógica. Es un intruso salido de los mitos. Una reliquia del pasado mágico que ha sobrevivido hasta nuestra era.
»Horace Wells no tenía ningún reto en su vida. Hijo de un oficial británico, cultivado, remotamente religioso. Su camino estaba pautado; su vida sería completamente mundana; no esperaba sorpresas. Y entonces la India le dio una. Un objeto divino. El ojo de un dios, dicen algunos; ¡como si el ojo de una deidad no fuera una deidad en sí! Puso el universo de Wells patas arriba. ¡Le permitió atisbar lugares extraordinarios, gente imposible, cosas trascendentes!
—Y naturalmente, quiso algo más que atisbos.
—¿Y quién no? El Ojo no solo ve; hacia el final del año, juzga. Por primera vez se oye a una entidad superior al hombre, un dios, hablando. ¿Cómo ignorarlo? Cualquiera haría lo que hizo el viejo Wells: consagrar su vida a buscar a los que el Ojo eligió, a participar de su grandeza, quizá incluso a merecer la atención del Ojo. Por primera vez, alguien fuera de un antiguo libro sagrado está diciéndonos lo que espera del hombre.
—Que tan pronto es resolver cubos de Rubik o entregarse al amor homosexual como robar, matar o mutilar —apunté yo.
—El Ojo no conoce moral —citó él, no sé a quién—. No es como ninguna de las religiones conocidas. No es un objeto sagrado convertido en instrumento de poder por sacerdotes que se inventan normas para mantener a la gente encadenada. Es el objeto sagrado y punto. Es un dios… y un puñado de seguidores intentando entender lo que quiere decir.
Pausamos.
—Por como lo explica, empieza a parecer menos una sociedad secreta que una secta.
—Podría serlo —admitió—. El Ojo de Amr, el descrito por Raynal, se encuentra en un templo. Tenemos motivos para creer que todos los ojos existentes están relacionados con ese; se dispersaron en algún momento de la historia. Deben de haber sido venerados en algún momento. Hoy son poco más que una leyenda, y ni siquiera una conocida. Algunos miles en el mundo deben de haber leído sobre ello, unos pocos cientos lo han visto… y por lo que yo sé, solo veinte personas han registrado sus veredictos anuales durante el último siglo.
—Que es cuando Horace Wells fundó la Sociedad.
—No la fundó, en realidad. La Sociedad del Ojo se formó sola. Creo que al principio Horace solo quería compartir la revelación. El tesoro era demasiado grande para un hombre solo. Así que cada solsticio de invierno, había alguien nuevo asistiendo al momento decisivo; es decir, la resolución, el momento del año en que el Ojo habla. Mi abuelo estaba entre los primeros. Spears y Dagenais también: nuestras familias zarparon juntas de Inglaterra. Pero por aquel entonces no era una sociedad: el Ojo era solo la excusa para una reunión navideña. Por supuesto, vieron la conveniencia mágica de expandir el grupo a veinte personas. Era un buen número: un número elegido. Lo alcanzaron en 1908.
—Y supongo que en ese momento pareció lógico distribuir las tareas: veinte visiones para veinte miembros.
—Insisto, en esa época probablemente no las llamaban tareas. Pero sí, antes de 1910 los deberes habían empezado. A cada miembro se le daba una visión con la que trabajar; su objetivo era ponerla en contexto, encontrar dónde en el mundo, quién en el mundo. Igual que Horace Wells hizo al encontrar Axton House.
—¿Había un premio?
—No. Supongo que la perspectiva de conocer a un elegido, hablar con él o ella, ya era bastante atractiva. No es que él o ella fueran a tener mucho que decir; no son conscientes de su relevancia cósmica. Hoy en día, sin embargo, ya ni nos planteamos conocerles; si llegas a fin de año con un nombre, ya es una victoria.
—Parece todo un reto.
—Y una adicción. Se convierte en una actividad a tiempo completo. Apenas puedes reducir las horas que le dedicas; además, soñarás con ello igualmente. En cuanto pudo, Wells dejó su trabajo de ingeniero de ferrocarril, vendió sus acciones en alza (cosa que, por cierto, le salvó de la Depresión), compró tierras aquí y se convirtió en uno de esos personajes ociosos de Jane Austen cuyo único trabajo es escribir cartas. Otros miembros hicieron lo mismo. He ahí por qué la Sociedad no se fundó: sucedió. El Ojo se quedó con sus vidas, así que ¿por qué no formalizarlo al menos? Algunos aún eran británicos, al fin y al cabo.
—Así que la Sociedad es solo… un intento de racionalizar una obsesión.
—Y nuestra obsesión es racionalizar el Ojo. En la Sociedad unimos fuerzas para resolver nuestro problema común: ¿Qué es este objeto, qué nos está diciendo? La Sociedad es como una terapia de grupo. Compartimos la admiración y la aversión que nos produce el Ojo. Le quitamos hierro.
—¿En serio? —intercalé yo—. Porque vistos desde aquí, con sus códigos y su secretismo, parece más bien que se recreen un poco.
—Al contrario —se opuso dócilmente—. El secretismo es necesario, por supuesto; un objeto extraordinario sigue siéndolo solo en la medida en que no es divulgado. El resto solo es nuestra vena melodramática. Nos divertimos a la manera británica, con reuniones sociales y normas estrictas. Para los fundadores, hacía la obsesión más fácil de gestionar. La convirtieron en un juego.
—Un pasatiempo burgués —cité.
—Ciertamente. No todo el mundo puede permitirse un juego que consuma tanto tiempo. O recursos. O salud.
Niamh se estaba agitando en sueños, su cabeza en mi regazo, las yemas de mis dedos rozando el vello tras sus orejas. Help yacía a su lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en ella.
Caleb se encendió una nueva pipa. Su tono había caído una octava o dos.
—¿Sabes esa gente joven que parece más mayor, como si estuvieran gastados? —preguntó amargamente—. Es un rasgo típico en nuestro grupo.
Me hizo gracia que lo mencionara, ya que yo había resuelto, en algún pasaje no muy interesante de su exposición, que Caleb Ford parecía un anciano de cuarenta y dos años. Él culpaba al cansancio. Yo diría que su ropa ayudaba.
—Pero irónicamente —continuó—, la fatiga nos da más ganas de volver aquí cada año; si no por el Ojo, por el consuelo de estar entre colegas. Luego, habiendo brindado con viejos amigos, repetido antiguos ritos, expresado nuestras preocupaciones y cenado copiosamente, consultar el Ojo parece lo más natural.
—Ah, ¿sí? —Estaba recordando la carta de Prometeo. Decía que tenía ganas de ver a Ambrose de nuevo, pero no mostraba mucho entusiasmo por la reunión.
—El Ojo solo habla un minuto al año. La ocasión es demasiado excepcional para ignorarla. Nadie en toda mi vida ha declinado una invitación a una reunión —dijo con una sonrisa.
—Al menos, no verbalmente —contraataqué, sin sonrisa alguna.
Sus ojos volvieron a La fontana sagrada. Los míos, a Niamh.
—¿Qué pasa cuando alguien deserta? —pregunté, escogiendo con cuidado la palabra.
—Tenemos una lista de candidatos, por así decirlo, personas a quienes los miembros recomiendan, basándose en la relación personal y la disponibilidad. En el caso de Wells o el mío, la pertenencia es hereditaria. Pero eso ya es infrecuente. La mayoría no tenemos familia. El juego nos roba demasiado tiempo.
Este aire de derrota le echó encima algunos años de más. Como la pipa, y la mecedora.
—¿Cómo lo permiten? —me pregunté.
—Oh, es inmensamente gratificante cuando ganas. Créeme. No estoy saltando de alegría ahora mismo porque acabo de saber que mi mejor amigo se tiró por una ventana. Pero tener una visión, saborearla, diseccionarla, extraer una pista de ella, situarla en el espacio y en el tiempo; luego viajar a un país, una región, y finalmente encontrar a la persona correcta… compensa. Mirarles y maravillarse por su singularidad, que pasa inadvertida a todo el mundo a su alrededor, incluso a ellos mismos. Justifica las pesadillas, lo justifica todo. Es como una pequeña victoria sobre el Ojo. Designó a alguien en el mundo; señaló a un hombre entre seis mil millones. —Se giró y señaló su maleta—. Y yo le he encontrado. Se llamaba Julien Mugiraneza.
—La víctima de tortura —dije, recordando el carné de conducir que no había conseguido identificar—. Era un tutsi. Pero dice usted que ahora está muerto.
—No importa. He encontrado a una persona especial. He ganado.
—Igual que… ¿los números 4, 7 y 15?
—Sí. Cuatro victorias este año.
Entonces se quedó callado. Después de un rato añadió, dedicándole una mueca a la ironía:
—Hubiera sido un buen año después de todo.
—¿Alguna vez han encontrado a los veinte?
—Ni en sueños —dijo, con una risa ahogada y triste—. Seis es el récord actual. Y ahora es más fácil que nunca. Antes no había bolas de cristal.
—¡Oh! —exclamé, atisbando el inicio de un nuevo subcapítulo—. Así que las otras son solo bolas de cristal.
—Sí, no tienen nada de místico. Son artefactos para grabar creados por el hombre; contienen cada visión desde 1973; algo por lo que nuestros padres hubieran matado. Todo empezó cuando el Ojo llevó a Ambrose y a Curtis al Bloque del Este. Tú quizá no lo sepas, pero no era nada fácil viajar allí por aquel entonces; tenías que tener un muy buen motivo. En fin, en Berlín Este conocieron a un grupo de neurocientíficos—
—¡Dänemarr!
—Muy bien —reconoció, ciertamente impresionado—. El doctor Dänemarr estaba buscando un medio para transmitir señales eléctricas que suscitasen ideas concretas en el cerebro, sensaciones sin estímulos, como lo que ves, oyes y hueles en sueños. Ambrose y Curtis le escucharon y pensaron que el Ojo encajaba en esa descripción. Por supuesto, el secretismo prohibía hablar de ello, pero concluyeron que hacer una excepción beneficiaría a la Sociedad. Intercambiaron cartas con Dänemarr, y le recomendaron algunos libros, como el que acabas de leer. Dänemarr visitó a Ambrose en el 72. Ambrose le devolvió la visita en el 73 y Dänemarr le mostró un prototipo. Una bola de cristal. Con sus recursos jamás llegó mucho más allá; no puede grabar más que un minuto de actividad onírica, y de una forma caótica, siendo generosos. Sin embargo, resulta idóneo para nuestras necesidades. Quizá porque la señal eléctrica del Ojo es más clara que la del flujo de pensamiento humano, las visiones quedan registradas hasta el más ínfimo detalle. Así que Ambrose elogió su trabajo y se ofreció a comprarle más bolas de cristal.
—O sea, que Ambrose patrocinó la investigación de Dänemarr.
—En cierto modo, sí. Sus prototipos no han evolucionado mucho, pero tampoco han empeorado. Han supuesto una ayuda incalculable. Antes del 73, solo podíamos volver a ver las visiones en sueños, pero los sueños, como sabrás, favorecen únicamente las imágenes más impactantes de cada veintena.
—Mucho asesino de la horca y poca colegiala tomboy en el tejado —susurré tristemente.
—En aquel entonces nos poníamos el despertador a intervalos entre sesenta y noventa minutos, el tiempo habitual entre fases REM, a fin de rescatar los episodios más sutiles tal y como los soñábamos. Eso era todo lo que teníamos: sueños y apuntes. Los primeros minutos tras la resolución eran cruciales. ¿Has leído alguna vez una bola de cristal?
Me costó un rato entender que se refería simplemente a tocar una. Recordé la primera que encontramos, en la habitación secreta, cómo le acerqué un dedo y las imágenes me asaltaron.
—Eso era una grabación —dijo, señalando mis pensamientos—. Leer el Ojo es más intenso. Imagina despegarte de eso, coger papel y bolígrafo y empezar a escribirlo antes de que se desvanezca. Todavía lo hacemos, pero tener una copia de seguridad es muy tranquilizador. Luego comparamos notas; si a alguien no le salen veinte, es que se ha perdido uno en un parpadeo, o ha mezclado dos. Entonces los discutimos mientras aún están frescos: ¿alguien ha reconocido un punto de referencia claro, un idioma, quizá una cara? Rara vez una persona pública se cuela en la lista; pasa con los quinces muy de vez en cuando. Y finalmente, cuando los veinte están claros, se hace el sorteo.
—¿Sorteo?
—De tareas. Para asignar los roles.
—Roles —coreé. Tenía ganas de llegar a este punto—. ¿Se refiere al anfitrión, al secretario, y todo eso?
—No, eso son más bien cargos. Yo soy el secretario, vitalicio o hasta que renuncie. Los roles cambian cada año.
—Leónidas, Héctor, Arquímedes, etcétera —volví a suponer.
—Correcto. El rol que te toca decide en qué visión trabajas: Leónidas coge la primera, Héctor coge la segunda, y así sucesivamente. Los nombres son una aportación relativamente moderna. Una de las primeras de Ambrose, de hecho; él era el que tuvo la educación clásica.
—Sé que Ambrose era Leónidas; ¿cuál es usted?
—El duodécimo. El Fénix —respondió, como si yo tuviera que haberlo inferido. Supongo que podría haberlo hecho. Solo dos días antes le había dado por muerto en África. Ahora estaba aquí, en mi sala de música, volviendo a prender su pipa, que tendía a extinguirse en los monólogos más largos.
Luego caí en el significado real: Fénix. Estoy en la oscuridad un millón de años oyéndoles reírse de mi ojo. Entonces despierto y los mato.
—Exacto —dijo Caleb. Yo no era consciente de haber dicho nada en voz alta—. Los números doce son invariablemente de los peores. Por eso hacemos el sorteo; nadie quiere ser el Fénix. Aunque todos compartamos y soñemos con todos y cada uno de los Veinte, es bastante distinto centrar tus esfuerzos en la colegiala o en el hombre torturado.
—Espere, espere, espere, espere otra vez —rogué, con mi mente pulsando el botón de pasar rápido las escenas de la fuga kalashnikov en mano y la explosión del tanque de gasolina—. ¿Quiere decir que… todos los números doce son lo mismo?
—Pásame ese libro —dijo Caleb, con un suspiro que parecía indicar que por fin se estaba apiadando de mi desconcierto—. El de las correas metálicas.
Se trataba de uno de los libros en latín que yo había fingido leer. Recordaba haber reparado en él en la biblioteca hace días, compartiendo anaquel con otros volúmenes megalíticos. Las tapas de cuero estaban rematadas con correas; las páginas, gastadas, se habían vuelto finas como piel de cebolla, y de un color no muy distinto. La tipografía era pequeña y gruesa, con eses minúsculas en forma de gancho.
—Los Wells eran los que convivían con el Ojo, así que lo estudiaron de cerca. Antes de que la Sociedad alcanzara veinte miembros, Horace había descifrado algunos patrones, como «la décima visión siempre es alguien que no puede ser visto»: la niña Ngara en 1896. Los números doce son personas al borde de la muerte que de repente escapan: el tutsi, el año pasado. Los números trece son personas vivas que pueden ver fantasmas.
—La pareja en el campo de amapolas —dije—. Ella era un fantasma.
—Te diste cuenta. Con el tiempo, Horace desentrañó el criterio del Ojo.
Giró el libro hacia mí, abierto por un punto con texto en la página izquierda y un grabado en la derecha. Este mostraba a un hombre desnudo sosteniendo una lanza. El estilo me recordó a los cuadros en el estudio de arriba.
—Los Veinte de cada año se corresponden con los veinte signos de un canon milenario descrito en fuentes bizantinas y persas, como una especie de zodíaco, derivado del brahmanismo hindú, en cuyo contexto representaba las distintas etapas en la senda de la evolución espiritual. Primero, el Guerrero.
Noqueo a los dos policías en menos de cinco segundos.
—El Guardián.
Cojo la granada. Le falta la anilla.
—El Sabio.
Toco el piano, pulsando las teclas de una en una, y escribo ideogramas.
—El Genio.
Presido el altar entre la multitud líquida y las luces ultravioletas.
—El Mago.
Leo bajo el repicar de cacharros de cocina. Al yupi se le caen los palillos.
—El Noble.
El libro cae de mi mano. Oigo el trino de una fuente por la ventana.
—La Madre.
Moscas estúpidas revolotean entre mi recortada y los cajeros.
—Los Gemelos.
Lanza la piedra a los dientes del hombre repulsivo que me sujeta.
—El Amante.
Huelo su cabello, la nieve en las plantas de mis pies se derrite en el interior de la cama.
—Alma.
El hombre africano se gira de golpe, ve a través de mí; su piel me siente.
—Huesos.
El océano nos escupe a mí y a mi tabla de surf a la tempestad de nubes cromadas.
—El Fénix.
Disparo al tanque de gasolina; la bola de fuego engulle a los guerrillas.
—El Oráculo.
La amapola se desensambla con un beso de su piel diáfana.
—La Fortuna.
Coloco una palabra griega de trece letras sobre el tablero de Scrabble.
—El Rey.
Estrecho su mano negra; un hotel explota entre las azoteas desvencijadas.
—El Monstruo.
Le clavo en el suelo con la horca, veo reventar sus órganos.
—El Lobo.
Me arranco los tubos; un pequeño Estigia de sangre resbala por mi muñeca.
—El Cangrejo.
Sostengo dos cincos. Cara de póker.
—El Coloso.
Impacto sobre la isla como un meteorito. El cemento se quiebra.
—Y el Dios.
Resuelvo el cubo de Rubik. Ella me sonríe.
Caleb cerró el libro.
Sentí una inexplicable alegría.
—¿Alguna pregunta más? —concluyó.
Mi mente estaba abarrotada. Sentí que había tenido un sueño lúcido estando despierto. Sentí que estaba alucinando. Sentí que había demasiada gente en mí. Tenía que esperar a que se desvanecieran.
—¿El esqueleto era Huesos?
—No, Huesos es el número once; era el surfista. El esqueleto era el Cangrejo. No preguntes por qué.
—¿Por qué?
—Mira, llegamos hasta donde podemos, ¿vale? Solo es un canon; el número y el orden general encajan, pero algunas correspondencias son obvias y otras no. El Rey siempre es alguien con poder; los Sabios son científicos; los Genios son artistas. La Madre es una madre, raramente un padre; los Gemelos son gemelos, a veces solo hermanos. Las Almas son invisibles. Los Lobos suelen ser gente despertándose. Los Cangrejos son… probablemente no humanos. Y los Colosos y los Dioses… jamás les hemos encontrado sentido, la verdad.
Para deleite de Help, Niamh estiró las extremidades como una montañita monísima y se forzó a levantarse. Escribió en su libreta, en una caligrafía inclinada como si las letras se estuvieran durmiendo o cayendo como fichas de dominó: «Me he perdido mucho?»
Le mostré la grabadora. Niveó.
Puesto que llevaba unas horas bastante tranquila, le recomendé que se fuera a la cama. Antes de salir, escribió una frase de despedida para Caleb. Él se levantó y se inclinó.
—Es usted muy amable, señorita —dijo—. Yo también estoy contento de haber vuelto. Por favor, váyase a la cama; se sentirá mucho mejor en un par de horas.
Help la escoltó hasta la habitación.
Caleb y yo nos quedamos en la sala de música. Aunque nuestra conversación había ocupado la mayor parte del día, según el carrillón, yo aún no estaba satisfecho. Caleb no se había vuelto a sentar; estaba de pie junto a una de las ventanas francesas. Mirando la ventana, no a través de ella.
Se giró y apoyó una mano en una silla cercana. No para sostenerse, más bien para reconfortar a la propia silla.
—Debería contactar con Curtis Knox de inmediato.
Me di cuenta de que llevaba semanas reteniendo un mensaje de Ambrose a Knox. Tendría que arreglar eso. E inventarme una excusa.
—Knox está convencido de que usted ha muerto —dije mientras tanto.
—En ese caso, le traeré noticias del más allá —contestó, con una expresión vicepresidencialmente vacía—. Un mensaje de Ambrose. Tenemos mucho de que hablar.
—¿En serio? ¿De qué hay que hablar? Knox parecía decidido a seguir adelante. ¿No piensa usted igual?
Se volvió hacia mí.
—¡Por Dios, Ambrose está muerto!
La observación, aunque obvia, merecía un silencio. Me quedé en el sofá, impertérrito.
—Discúlpeme si me paso de la raya —empecé—, pero esto debe de haber ocurrido antes. ¿Cuántos suicidios, solo desde que usted es miembro?
Bajó la mirada, vergonzoso.
—Dos confirmados. —A continuación, resuelto—: Pero esto es distinto. Ambrose quiere que paremos.
—Claro; a los demás les daba igual.
—Ahora te estás pasando de la raya —me reprendió.
—Espere, puedo pasarme aún más: Ambrose no se suicidó. Lo dice en sus cartas. Esto fue un accidente. Una esfera grabada en la habitación secreta cayó de un estante y rodó hasta la pared, haciendo contacto con una tubería de gas. Las esferas tienen una carga eléctrica de cuatro a cinco voltios; lo medimos. La carga se transmitió por la tubería hasta el dormitorio de arriba y al dosel de latón. El dosel actúa como una especie de antena, irradiando a quien esté en la cama. Ambrose no soñaba como los demás miembros: recibía subliminalmente las grabaciones una y otra vez. Él pensó que sus pesadillas se estaban volviendo más vívidas este año, y sentía el fin cerca porque tenía la edad de su padre cuando dio el salto, pero fue la sobreexposición lo que le mató.
Por débil que pareciera como consuelo, la idea pareció echar raíces en la mente de Caleb. Él también se dio cuenta; trató de rebelarse.
—Poner fin a la Sociedad con su propia vida no fue un impulso espontáneo. Lo tenía planeado desde siempre. Eligió no casarse. Eligió no tener hijos. Quería cortar el hilo.
—Eso pensaba en febrero, cuando escribió esas cartas —luché—. Pero murió en septiembre. Tuvo siete meses para cambiar de idea.
—¿Cómo sabes que lo hizo?
—¡¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí si no?! —exclamé—. Si quería cortar el hilo, ¿por qué acudió a mí? ¿Por qué de repente empezar a buscar un familiar en otro continente? ¿Por qué legármelo todo a mí después de haberle dado las llaves a usted? Él quería esto. ¡Quería que tuviéramos esta discusión!
Con esto acabé mi exposición.
Caleb cogió una silla, esta vez para sentarse en ella. Yo le sustituí de pie junto a la ventana, y no dije nada.
Unos dos minutos más tarde, le oí pescar un papel de entre el caos de rejillas de cinco por cinco y naipes que polucionaba la mesa. Había recuperado la hoja de registro con los nombres en clave.
—Esto tiene que actualizarse —dijo, al tiempo que se sacaba una estilográfica del bolsillo del chaleco.
Espié por encima de su hombro mientras rellenaba algunas casillas con su caligrafía decimonónica.
—Prometeo… quiero decir, Silas Long mandó una carta diciendo que se retiraba —le chivé—. Y también Tique, Ken Matsuo. Y un tipo llamado Kingston; mandó una postal esta semana.
—Kingston… —reflexionó—. Era Corebo, creo; buscaba al surfista. Marcado.
—Aparte, un tal Vasquez mandó fotos de las gemelas pelirrojas. Las encontró en Ontario.
—¿Vasquez encontró a los Gemelos? Un buen año, ciertamente.
El documento ha quedado así:
Informe de campaña 1994, diciembre
—«En el terreno» significa que el buscador está viajando al paradero probable —explicó Caleb—. «Retirado» significa que ha abandonado. Siempre te queda esa salida si estás totalmente perdido o exhausto. Mucha gente abandona sin más por esta época del año. Es como tomarse unas vacaciones. Ocuparte con otras cosas, en teoría, hace las noches más llevaderas.
—Los Elpénores se retiran temprano —cité.
—Eso es argot de la Sociedad —reconoció—. El Alma es siempre una visión muy breve; apenas puedes rascar nada de ella. Así que aquel al que le toca acaba tomándose un año sabático. Este año fue en el oeste de África, creo.
El hombre descamisado se gira de golpe. Me siente.
—¿Qué significa «caído»? —pregunté, señalando la sexta línea.
—Que el sujeto probablemente esté muerto. A menudo, tu acto final es por el que el Ojo te nomina.
El libro cae de mi mano. Oigo el trino de una fuente por la ventana.
Señalé el triple interrogante en la fila de Prometeo.
—Prometeo es el número 18. —Sostengo dos cincos. Cara de póker—. El esqueleto, ¿verdad?
—Verdad. Difícil de decir, ¿no?
Tuve que sonreír ante la resignación de sus palabras.
—Pero… ¿cómo acepta eso?
—No tengo motivo para no hacerlo. Acabo de encontrar a un Fénix. Entré en la barraca y todo; lo que queda de ella, al menos. No fue el sueño de un dios; ocurrió. El Ojo ve todo lo que pasa en la Tierra. Más lejos, incluso: un astronauta en la Luna fue el Noble en 1969; jamás supimos si era Armstrong o Aldrin. Sabemos quién fue el asesino de Kennedy: Rey, 1963. Hay ríos subterráneos de acontecimientos discurriendo bajo nuestros pies que ni tú ni yo percibimos; una historia paralela con sus propias batallas y villanos. Y héroes: hace poco, una niña evitó la explosión de una bomba en una estación de Londres; nadie se dio cuenta; probablemente salvó cientos de vidas: Guardián, 1991. Así que si el Ojo dice que en alguna parte, ahora mismo, hay gente jugando a póker con un esqueleto… Sí, lo acepto.
Volví a consultar la hoja de registro.
—¿«Betty»? —señalé.
—Ah, sí. Betty. Es una de las favoritas del Ojo. También una de las más traumáticas casi cada año. «Heracles siempre abandona» —sentenció—. Las visiones del Coloso siempre son demasiado rebuscadas como para ponerlas en contexto. En especial las de Betty. Sus actos, su vida, su… universo es tan extraordinario que uno no sabe por dónde empezar.
Caigo en picado hacia la Tierra. La mayor altitud que un par de zapatillas Puma ha alcanzado jamás. Impacto como un meteorito sobre la isla.
—¿Cómo pueden estar tan seguros de que es una mujer? Yo no consigo verle la cara.
—Ya la hemos visto antes. Además, reconocimos sus zapatillas.
—¿Cómo es que veo esa visión en primera persona, igual que cuando me sacan el ojo, pero luego, en la visión del Monstruo, siento que soy la víctima y no el asesino? Y en la de las gemelas, las veo a las dos. Es como si la cámara fuera alternando.
—No debes pensar en términos cinematográficos; es… bueno, no es una cámara. Puedes verlo todo, en realidad; con la práctica, adquieres la habilidad de centrarte en los detalles que quieres. Creo que, por defecto, el cerebro asume el rol con el que se identifica. Y la mayoría de gente, cuando presencia un asesinato, empatiza con la víctima, no con el asesino. Hemos visto la cara de Betty otros años; supongo que este año no hubo testigos de su acción salvo ella misma.
—¿Por qué la llamáis Betty?
—Los más veteranos dicen que se llama así. Según la leyenda, un año, en una visión, alguien decía «Betty», y ella se giró. Es un caso peculiar. Curtis, nuestro historiador, tendrá datos más precisos, pero no creo que hayamos visto más de dos o tres personas que se hagan un hueco entre los Veinte más de una vez en la vida. Mientras que Betty… si no me equivoco, ha sido el Coloso sesenta y seis veces desde 1900.
—Eso significaría que tiene como cien años —objeté.
Me volvió a mirar, arqueando ingenuamente las cejas.
—Como he dicho: ríos subterráneos que ni tú ni yo percibimos.
El reloj dio las tres. Caleb guardó su pluma y se levantó.
—Tanto si celebramos la reunión de este año como si no —dijo—, hay que contactar con Curtis Knox inmediatamente.
—Por supuesto.
—Y si acabáramos celebrándola, las invitaciones deberían estar en el correo desde hace una semana.
—Ya puede empezar, pues.
—Y hay que averiguar la hora exacta del solsticio para calcular el momento de la resolución.
—Adelante.
—Y hay que encargarse de la logística.
—Niamh y yo nos ocuparemos de todo.
—Y esto no significa que el juego no haya terminado —apuntó, acercándose unos centímetros más—. Una vez se haya informado a todo el mundo, la Sociedad decidirá.
—Si el juego se acaba, yo me quedo con el Ojo —dije—. A usted no le hará falta.
Deliberó durante 2,83 segundos.
—Trato hecho.
Y estrechamos las manos.
GRABACIÓN DE VÍDEO
DORMITORIO SÁB 9-DIC-1995 23:59:00
NIAMH sentada en la cama, sola, con la grabadora en su regazo. HELP acurrucado a sus pies.
CALEB (GRABADO): Y esto no significa que el juego no haya terminado. Una vez se haya informado a todo el mundo, la Sociedad decidirá.
A. (GRABADO): Si el juego se acaba, yo me quedo con el Ojo. A usted no le hará falta.
[2,83 segundos en blanco.]
CALEB (GRABADO): Trato hecho.
[Niamh tira del cordón del silbato de una locomotora imaginaria.]