9 DE NOVIEMBRE

BITÁCORA DE SUEÑOS

Merodeo por bosques sin vida. Hay una niña con un vestido turquesa, girando sobre sí misma, ojos vendados y pelo rojo orbitando a su alrededor, jugando al escondite en una arboleda de piedra. La niebla invernal se pega a los troncos como ámbar abrazando insectos prehistóricos. Un gorrión tembloroso canta.

Una niña idéntica con vestido turquesa idéntico la observa, ojos desvendados, a un grito de distancia. Mismo pelo rojo y mismos ojos azules, una mano ruda sobre su boca, la garganta expuesta. Un hombre repulsivo la tiene prisionera. Ambos contemplan a la gemela buscadora, que en su torpe tambaleo posrotación alarga los brazos vestidos de satén, interrogante. Sus dedos de siete inviernos rasgan la niebla; sus pisadas en la tierra crujiente son su única guía. Su cabeza gira lentamente. Sus oídos escanean el aire. Una sonrisa de dientes de leche se esfuma. El gorrión se ha callado.

En la mesa de los hombres del Renacimiento, las cuencas vacías del esqueleto examinan su mano. Sus falanges mecánicas sostienen unos naipes.

Gárgolas que lloran salitre observan a la tomboy semidesnuda que corretea por el espinazo del tejado bajo la densa noche amarilla, alcanza la última buhardilla y se cuela por la ventana entreabierta.

Dentro del dormitorio criptáceo se extienden dos filas de camas de hierro, y las sábanas en una de las camas se abren para mí; una chica pelirroja me invita a entrar. Yo me cuelo dentro y ella tira de la sábana hasta taparnos la cabeza. En la risueña oscuridad, el frío se desvanece; vuelvo a sentir los dedos de los pies con la primera caricia de lana carcelaria. No puedo verle la cara, pero huelo sus pecas y siento la piel de albaricoque de sus labios.

Lesbianas con ojos de MDMA se funden en un beso como una explosión nuclear entre la multitud líquida que baila arrastrada por la música (la misma melodía que bailamos ayer), y la sacerdotisa levanta los brazos hacia los rayos de luz que llegan de la superficie del océano, donde se eleva una ola gigante y catastrófica, enroscándose como una serpiente un segundo antes de morder el sol.

Y el tanque de gasolina explota, y la bola de fuego se traga a los guerrillas que me disparaban. Y a través del ojo que me queda veo cómo sus órganos internos se marchitan y se deshacen, convertidos en polvo. Tengo una pistola.

Estoy indefenso. Voy dando tumbos por los pasillos de esa casa de pesadilla que huele a moho y a putrefacción, conteniendo una arcada al ver el cadáver sentado contra la pared que intenta robarle el protagonismo al monstruo que viene detrás de mí. Pero las ventanas están tapiadas, y yo grito, no para pedir ayuda, solo para despertarme, solo para invocar la luz del día. Y entonces la veo, una habitación vacía y partículas de polvo suspendidas jugando al sol, pero tropiezo con algo blando y caigo, el aire se me escapa de los pulmones, y él me clava la horca en la espalda y mi caja torácica revienta en una explosión de sangre.

DIARIO DE A.

El tipo del espejo tiene un aspecto horrible. No es de extrañar que media cafetería le esté mirando.

La gente de Point Bless ya se habrá figurado nuestra rutina diaria. Conducimos hasta el pueblo cada mañana, aparcamos en Market Street; entonces nos separamos. Uno lleva el informe diario para tía Liza a la oficina de correos; el otro va a comprar; luego nos encontramos en Gordon’s para desayunar. Los parroquianos nos conocen como los herederos de Wells. Se huele la calma antes de la tormenta de cotilleos cuando nos vamos de una tienda llena de gente. Me temo que algunos creen que somos hermanos. Dentro de todo, no es la peor presunción errónea que podrían hacer. Tampoco me molesta que las camareras y los tenderos me llamen señor Wells. Les diría que no me llamo así, pero hay tal respeto en su forma de decirlo, incluso un punto de preocupación o lástima, como si la familia fuera algún tipo de atracción en decadencia de Point Bless, que no tengo valor para contradecirles; me sumo a la comedia.

Además, ya me va bien la deferencia extra. Porque ahora mismo, garabateando estas palabras en un rincón del café, escudado tras unas gafas de sol, todos los buenos cristianos de Point Bless deben de creer que estoy dilapidando la fortuna familiar en coca y strippers de géneros surtidos.

LIBRETA DE NIAMH

(En el coche, después de desayunar.)

—¿Qué vas a hacer hoy?

—Biblioteca. Tú?

—Llamadas, supongo.

(Se quita las gafas. Piel escarlata en torno a los ojos.)

—¿Tú sueñas, Niamh? ¿Con qué sueñas?

—Canto.

—¿Sueñas que cantas? Qué bonito.

(Me acaricia la mejilla.)

—¿Te apetece conducir?

(Me encojo de hombros.)

—Como… ¿200 kilómetros?

—JODER, SÍ.

—Vamos a por Help y larguémonos.

DIARIO DE A.

No diré que me sentí mejor solo por alejarnos de la mansión. Eso sería atribuirle a la casa algún tipo de poder impuro, como si fuera una mancha negra mancillando la superficie de la Tierra. No lo es. Lo he comprobado mientras nos alejábamos carretera abajo, levantando una cresta de polvo amarillo a nuestro paso: no hay aura oscura alrededor de Axton House, ni una tormenta permanente descargando sobre ella. Sí había una tormenta entreteniéndose por allí, pero debía de ser la lluvia de ayer que ya se iba. Axton House es solo una casa. Un bonito cliché como mucho. No puede pretender ser la fuente de todo mal. Ni puede centrar toda nuestra atención. Tenemos cosas que hacer, pistas que seguir, gente con la que hablar. Supongo que podría resolverlo de un telefonazo si quisiera, pero estoy aburrido.

Así que aquí estamos, con las ventanillas bajadas, los brazos fuera, punk rock a todo volumen, cruzando el estado de Virginia con la intención de almorzar en Alexandria y con una nueva misión en la que exceler. Niamh al volante del Audi de mil millones de caballos, yo encargado del stock de Fanta y Twinkies, y Help sacando la cabeza por la ventanilla, con medio metro de lengua ondeando al viento: la viva imagen de la felicidad.

GRABACIÓN DE AUDIO

[Hilo musical de fondo.]

A.: ¿Tienes que llevar ese trasto a todas partes? La idea es dejarlo en casa grabando cuando no estemos. ¿Cómo se supone que vas a conseguir un e ele uve, o como se llame? Además, nunca escuchas las grabaciones.

[Sonido de lápiz.]

Ah, ¿sí? Pues tú más. Help. Help, ven aquí. Esa alfombra no es tu territorio; ni se te ocurra reclamarla.

NIAMH: [Un silbido imperativo de dos sílabas.]

[Se acercan pasos de perro; jadeo juguetón.]

A.: Nos hemos agenciado al Hernán Cortés de los perros.

[Se abre la puerta.]

MUJER: Buenas tardes. Pase, por favor, señor…

A.: Wells.

MUJER: Esther Hutchinson. Mucho gusto.

A.: Igualmente. Esta es mi… socia, Niamh Connell.

MUJER: Es un placer.

[La comitiva entera migra; el hilo musical queda silenciado tras una puerta. Tacones, suelas de goma y patas se acomodan; las sillas arañan el suelo.]

Bien, señor Wells, tengo entendido que está en el mercado.

A.: Estoy… ¿qué?

MUJER: Contratando personal para una casa que acaba de heredar, ¿es así?

A.: Ah, sí, pero no personal, solo un mayordomo.

MUJER: [Tecleando en el ordenador.] Perfecto, buscamos a un nuevo mayordomo…

A.: Uno nuevo no. Nuestro antiguo mayordomo. Verá, sé que se fue después de que mi antecesor muriera, pero me gustaría que retomara su puesto.

MUJER: [Escéptica.] Entiendo. Pero la verdad, señor Wells, es que solo podemos ofrecerle personas que nos escojan para encontrarles un empleo. Gente con muchísima experiencia, por cierto…

A.: Sí, bien, sé que él estuvo aquí.

MUJER: Un mayordomo.

A.: Mark Strückner.

MUJER: Mm-hm.

A.: Debió de venir hace tres o cuatro semanas.

MUJER: Ajá. Bueno, yo no soy la que hace las entrevistas; yo hablo con los que contratan…

A.: Ya, me lo imaginaba. O sea, esa lámpara de ahí no está para impresionar a una chacha.

MUJER: De todas formas, entenderá que no se puede contratar a un empleado doméstico solo por sus lazos con su familia en el pasado. Si ese hombre renunció a su puesto en su momento, es improbable que le interese recuperarlo. Y no podemos forzarle.

A.: Lo entiendo, pero el tema es que creo que renunció porque no sabía que yo venía. Creo que le encantaría volver.

MUJER: [Después una pausa corta y de un bufido diplomático.] Señor Wells, me parece que recuerdo a ese… Strückner al que está buscando, y no creo que quisiera.

A.: ¿Se lo dijo él?

MUJER: Le repito que yo no soy quien le entrevistó, pero parecía estar… [Busca una palabra; desiste.] Los criados a menudo presencian situaciones incómodas en sus casas. Tenía bastante prisa para encontrar un nuevo puesto, y con su currículum no fue difícil. Recuerdo haber recomendado su nombre a unos buenos clientes en D.C. no hace ni tres semanas.

A.: ¿«D.C.»? ¡Ah, Washington! Eh, eso no está lejos, ¿no? ¿Podríamos—?

MUJER: Señor, los datos de nuestros clientes son estrictamente confidenciales, como comprenderá.

A: Pero usted tendrá una manera de contactar con Strückner—

MUJER: Lo mismo se aplica al personal, señor. Lo siento; debo pedirle que no siga insistiendo. Y ahora, si desea un mayordomo perfectamente—

A.: Hacen seguimiento, ¿verdad?

MUJER: ¿Perdón?

A.: Bueno, una agencia de su reputación seguro que hace llamadas de seguimiento. Para comprobar que amos y empleados se llevan bien.

MUJER: Bueno, sí, hacemos—

A.: La próxima vez que le llame, ¿puede darle un mensaje? Solo un mensaje.

[Lápiz de fondo.]

MUJER: Esto es muy irregular, señor.

[Una hoja es arrancada de una libreta.]

A.: Solo eso. Por favor. Cuando le llame, dígale exactamente eso. Yo no volveré a llamar. Y, por favor, dígame cuánto le debo por su excelente servicio.

CARTA

Axton House

Axton Rd. 1

Point Bless, VA 26969

Querida tía Liza,

La vida en nuestra mansión solariega transcurre de forma tolerable, pese a los muchos defectos del lugar. Como por ejemplo, la grave ausencia de personal doméstico, circunstancia que contribuye en gran medida a que no consiga malcriar del todo a nuestra joven protegida. Esa falta de servicio se nota sobre todo en los crecientes rastros de nuestra presencia en todas las habitaciones; no solo en aquellas donde residimos (por ejemplo, este dormitorio y la cocina), sino también en aquellas donde solamente acampamos durante el recorrido entre la planta baja y el desván. No importa cuánto tiempo permanezca virgen una habitación, escondida al final de una galería enventanada o en un rincón particularmente oscuro bajo la escalera principal; una vez la hemos descubierto y reclamado como parte de nuestro legítimo patrimonio, jamás volverá a parecer inexplorada de nuevo. Siempre habrá al menos una prenda del colorido guardarropa de Niamh o algún accesorio de su pelo que atestigüe nuestro paso por allí, cuando no un indicio mucho menos sutil por parte de Help. Niamh está ocupándose de ese último problema, así que probablemente no necesitaremos un criado para eso. Pero, de todas formas, un mayordomo molaría.

[…] Me apena admitir que el viaje de vuelta fue notablemente menos divertido que la huida, más que nada por los escasos resultados de nuestras pesquisas. Objetivamente, ninguno de nosotros subió las escaleras del porche con tanta alegría como las había bajado horas antes. Vale, Help quizá sí; él sí percibe la casa como su hogar. Entera. Lo cual tiene mérito, teniendo en cuenta que su residencia anterior era una jaula.

Pero insisto, no es la casa. Creo que son los deberes: el enterrarnos otra vez entre libros y escritorios. También en eso Strückner sería de gran ayuda. Pero me temo que hemos quemado nuestro último cartucho.

Mañana Niamh y yo registraremos la biblioteca; nos centraremos en encontrar ese libro de la infancia de Ambrose, el que Strückner «leía tumbado a la sombra de un árbol». Confío en que estar codo con codo nos levantará el ánimo.

Ojalá pudiera tenerla al lado también en mis sueños. Hace poco empecé a anotarlos en un diario, ni que sea para demostrarme a mí mismo que son recurrentes, que no es solo un déjà vu, pero no lo he compartido con ella. Al menos sé que está allí, durmiendo delicadamente cuando me despierto. Eso es bonito.

Vale, a lo mejor te echo de menos. ¿Contenta?

Besos,

A.