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6 DE DICIEMBRE
«30 nov. de 1995
»Querido Ambrose, por la presente abandono mi búsqueda de este año. En el futuro, sugiero respetuosamente restringir el juego solo a misiones en tierra. Nos veremos pronto. Atentamente, E. Kingston.»
GRABACIÓN DE VÍDEO
DORMITORIO MIE 6-DIC-1995 11:37:21
La vista de la cama se encuentra bloqueada por cajas y una marejada de plástico de burbujas. En primer plano, NIAMH está enchufando el ordenador.
*
GALERÍA MIE 6-DIC-1995 11:37:26
Las ventanas a la derecha se multiplican hacia el fondo de la galería. La cámara está situada a ras de suelo. Un sotobosque de hojas de papel emborronadas, muchas de ellas mostrando conjuntos de cinco por cinco letras, recubre el suelo ajedrezado. En un pequeño claro descansan una libreta, el Ars Cryptographica de Mandalay, media botella de Yoo-hoo y A., en la posición del loto, sosteniendo un bate de béisbol detrás de la cabeza.
[HELP ladra en alguna parte. A. despliega las piernas, se acerca a la ventana y mira a través.]
A.: [Moderadamente preocupado.] Oh, mierda.
[Se gira, enfrentándose a su maelstrómico espacio de trabajo.]
CARTA
Axton House
Axton Rd. 1
Point Bless, VA 26969
Querida tía Liza,
[…] Era Curtis Knox.
Servimos té en el comedor; la sala de música estaba muy desordenada. Fue incómodo al principio. Probablemente él no quería hablar con nosotros, y Niamh tampoco quería hablar con él: sigue convencida de que estaba detrás del intento de robo a principios de noviembre. Yo ya casi lo había olvidado —hace cuatro semanas y un defenestramiento de todo aquello— pero para Niamh, él seguía siendo el intruso al que vio huir en la oscuridad. Estaba tensa.
La dejé retirarse a los diez minutos de conversación. Todavía me niego a creer que ese hombre sea capaz de entrar en una casa por la ventana. Puedo imaginarle quitándose el chaleco y arremangándose si la situación lo requiere (por cierto, lucía un bronceado muy impropio para la época del año), pero no para cometer un delito. E incluso si hubiera estado detrás del asalto de alguna manera, estaba claro que pensaba darle otra oportunidad a la diplomacia. Casi seguro que no sacaría una pistola para exigirnos nada. Pagaría a otro por hacerlo.
Así que Niamh se fue arriba a seguir instalando el ordenador mientras nosotros conversábamos sobre el juego de té, el tiempo y la manera en que Internet iba a cambiar nuestras vidas, entre otras frivolidades. Esperaba que Knox fuera un escéptico de los ordenadores; no lo es. Comenté entonces que me sorprendía que Ambrose no hubiera adoptado esa tecnología.
—¿Ambrose? —dijo—. ¿Por qué tendría que estar interesado en Internet, precisamente él?
—Bueno, para empezar ahorraría un montón en llamadas a larga distancia —contesté yo.
Esa era la señal de «fin de las frivolidades». Knox se inclinó, dejó la taza y el plato sobre la mesa, y su voz se volvió tres grados más británica.
—De hecho —empezó—, eso está relacionado en cierta manera con el motivo de mi visita.
Siguieron unos dos minutos de preámbulo zigzagueante que no conseguí memorizar.
—Lo cierto es que durante algún tiempo he estado esperando un… digamos mensaje póstumo de Ambrose Wells.
Fingí gran sorpresa y me incliné hacia adelante para demostrar lo godzilianamente interesado que estaba.
—Siga, por favor.
—Quiero decir, por supuesto, como resultado de una disposición en su testamento, un encargo, un pacto, si lo prefiere.
—Entiendo —dije, mientras mentalmente remontaba la colección de embustes mutuos que nos había llevado hasta aquí—. Por supuesto —seguí mintiendo—, la muerte de Ambrose fue un shock para todos.
—Usted ni siquiera sabía que existía.
—Lo que hizo mi shock aún mayor. Quiero decir que quizá no tuvo tiempo de disponerlo todo.
—Estoy bastante seguro de que de este asunto se cuidó bien.
—¿En serio? ¿Cuándo fue la última vez que se vieron los dos? —inquirí, a falta de una pregunta mejor.
—El veinte de junio —contestó—. Aun así, nuestros negocios eran más que puntuales.
—Negocios —repetí—. ¿Qué clase de negocios?
—Bueno, eh… estudios que dejó inacabados y que seguramente encomendó a otro que retomase.
—Solo para asegurarme… ¿hablamos de cosas de masones?
Me encantó su contraplano. Ahora hubiera necesitado apuntarme con una pistola muy grande para que le tomara en serio.
—Masones o lo que sea —aclaré—. Entiendo que Ambrose era parte de un círculo de eruditos ocupados en algún tipo de investigación.
—Sí lo era, sí —atajó él—. La investigación es la última de mis preocupaciones, por supuesto; dadas las circunstancias de su defunción, no pretenderé que su mente no estuviera alterada por asuntos mucho más serios que nuestras tontas aficiones —dijo, y casi me reí antes de darme cuenta de lo inapropiado que hubiera sido eso.
—Ah, así que usted también está en el grupo.
—Bueno, sí, pero a diferencia de mí (y este es el punto que me preocupa), la posición de Ambrose en el grupo le garantizaba ciertos… —la siguiente palabra tardó su tiempo en salir— privilegios… que estaba obligado a ceder a alguien.
—¿Qué clase de privilegios?
—Bueno, una serie de responsabilidades, junto con la posesión de ciertos… instrumentos.
—¿Como una bola de cristal?
(Sí, bueno, tenía que decirlo. No íbamos a estar ahí sentados todo el día.)
Pasó volando un minuto o así, durante el cual Knox se limitó a mirarme fijamente mientras reformulaba su estrategia. Finalmente dijo:
—La habéis encontrado.
—Sí. —Improvisé una mentira basada en la verdad—. Encontramos un mensaje de Ambrose referente a esta… «Sociedad». Supongo que aún eran ustedes parte de sus preocupaciones después de todo. Supuse también que esta Sociedad fue la razón de la última visita de usted.
—No me lo había dicho.
—Se lo estoy diciendo ahora. Ese mensaje iba dirigido a la persona que él había designado para retomar sus funciones.
—¿Guarda aún ese mensaje?
—No, lo tiene la persona a quien iba dirigido. Caleb Ford.
Si aquello fue una sorpresa desagradable, no lo dejó ver demasiado.
—Ambrose tenía una dirección suya en Kigali —continué.
—¿En África? —preguntó. Lo hizo con el tono exacto de Michael Palin en El sentido de la vida: «¿Un tigre, en África?»
—Todavía estamos esperando respuesta.
—Pero Kigali solo es una escala en el viaje. Podría estar en cualquier parte de la zona de los Grandes Lagos.
—Lo sé, pero ¿qué iba yo a hacer si no?
—¿Está usted al caso de lo que está ocurriendo en esa región?
—Eh… Bueno, no vemos la CNN, pero—
—¡Hay una guerra civil! ¡Hay ataques genocidas!
—¿Adónde quiere ir a parar, señor Knox?
Se aseguró de respirar hondo antes de contestar esta.
—Estoy diciendo, y me apena profundamente hacerlo, que es muy probable que Ford esté muerto.
No parecía muy apenado. Ligeramente contrariado, a lo sumo.
Y a pesar de eso, una vez hube despejado su lenguaje corporal y escuchado su teoría, fui yo el que quedó afectado. Nunca se me había pasado por la cabeza, pero el escenario no era inverosímil. Ford no había contactado con nadie desde abril. Había algunas llamadas a Ruanda en las facturas de teléfono que examiné hace semanas, pero la mayoría eran breves; probablemente, un mensaje dejado en un hotel, nada más. Y luego estaba la noción de lo que debe de ser hoy en día un hotel en Ruanda. ¿Habría un mostrador con un timbre? ¿Desconchados en las paredes? ¿Hay un hombre uniformado en recepción, o un niño drogado empuñando un AK-47?
—Ya ve —interrumpió Knox—, han pasado ocho meses sin noticias de Caleb Ford. Me temo que tenemos que asumir lo peor. —Bajó la mirada un segundo, logrando al menos parecer honesto—. Modestia aparte, creo que conocía a Ambrose Wells lo bastante para saber que hubiera pensado en mí como segunda opción.
—Jamás consideró esa eventualidad.
—Aun así, si la considera usted, creo que convendrá en que lo más sensato es darme lo que Ambrose pretendía darle a Caleb.
—No sabemos si Caleb está muerto. Si lo estuviera, nos lo habrían dicho. Hasta que no averigüemos qué ha sido de él, mientras no se le declare muerto, acato las instrucciones de Wells.
—Es África. No habrá un certificado de defunción.
—Por lo que sé, hay un gobierno ruandés estable ahora mismo. Hay autoridades; pueden identificar un cadáver.
—¡Debe de haber un millón de cadáveres tirados entre Kigali y Zaire!
—¿Caleb Ford es blanco?
—Sí.
—Entonces su cadáver destacará.
Se levantó de la silla.
—¡Oh, esto es intolerable!
—Cuidado. Está hablando de la voluntad de tío Ambrose.
—Ah, ¿ahora es «tío Ambrose»? ¿Qué fue de lo de «tío abuelo tercero»?
—¡Me regaló esta casa! ¡Le llamaría «papito» si me lo pidiera!
Intercambiamos un par de frases más, pero ninguna tan buena como esa, así que lo dejaré aquí. Knox se marchó prometiendo que se pondría en contacto con Glew, el abogado, para hacerme entrar en razón. Puedo imaginar, sin embargo, lo que dirá Glew: teniendo en cuenta que el mensaje para Caleb se firmó sin testigos, y por tanto no tiene valor jurídico, el testamento de Ambrose prevalece, y este dice que yo heredo Axton House «y todo su contenido». Y la bola de cristal estaba dentro de Axton House.
La pregunta es: ¿por qué quiere esa bola de cristal? Por lo que sabemos, solo es un dispositivo de grabación; hay muchos más en el sótano. ¿Qué hace especial a esta bola precisamente?
O mejor aún, ¿de qué bola estaba hablando?
Por otro lado, si Caleb está muerto, este puzle que estamos intentando resolver podría volverse irresoluble. Ambrose seguramente no contaba con esta eventualidad. Quizá ya sospechaba que Caleb estaba en apuros en septiembre, pero no cuando escribió las cartas en febrero, incluido el mensaje cifrado para Caleb. La cadena podría haberse roto del todo.
Nuestra única esperanza es descifrar el código de una vez, y rezar por que la carta nos dé pistas reales. Por ejemplo, ¿qué abre aquella llave Allen gigante que encontramos, qué contienen realmente las bolas de cristal y qué pasa en esta casa al llegar el solsticio de invierno? Sin eso, estamos atascados.
Pero no desesperemos. Nos quedan muchos enigmas por resolver.
GRABACIÓN DE VÍDEO
DORMITORIO MIE 6-DIC-1995 23:01:15
NIAMH y A. sentados frente al ordenador, pensando, concentrados.
Muy concentrados.
Mucho rato.
A.: [De repente, chascando los dedos de la mano que sostenía el mentón.] Usa el pollo de goma con una polea en medio.
[Niamh ejecuta la orden en un par de clics. Ambos miran la pantalla, expectantes.]
[Y el público enloquece.]
¡Síiii! ¡Soy un temible pirata!