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19 DE NOVIEMBRE
BITÁCORA DE SUEÑOS
Miro a la Tierra. Soy un escupitajo cayendo hacia el planeta.
Puedo ver la curvatura del lienzo azul mucho más allá de mis pies (la mayor altitud que un par de zapatillas Puma ha alcanzado jamás). Y en la inmensidad de abajo crece el zigoto de una isla.
Apunto hacia ella.
Estoy descendiendo en caída libre hacia una isla desde cien mil metros de altura, a una velocidad como para desgarrarme la piel.
Veo cómo va haciéndose más grande, y aun así minúscula en el vasto azul. Veo cómo toma la forma de una laguna de color cian, con bordes de arena, y el verde de las arecáceas, y un búnker de la Segunda Guerra Mundial en una punta, todo definiéndose en un zoom in a la velocidad de la luz.
Impacto sobre el búnker como un meteorito. Trueno.
Espero a que la brisa tropical se lleve el polvo. Mis oídos se ajustan a la presión. El cemento se agrieta en una telaraña en torno a mis pies; en el epicentro, está pulverizado bajo mis suelas de goma. El golpe reverbera en mis huesos como si fueran de acero. Me levanto, piernas llamadas a filas y respondiendo. El cosquilleo se desvanece.
Las gaviotas graznan. Nadie se ha fijado en mí.
«Tu perro no puede verlo todo.
»¿Qué hay mejor que dos ojos? ¿Qué tal cuatro ojos, ocho oídos y selección de canal inteligente? El kit Sentinel 4XDS de Vanguard pone tecnología de última generación al servicio de su hogar o empresa. / 4 cámaras de circuito cerrado equipadas con micrófono estéreo y sensor de movimiento opcionales. / 4 monitores de 11 pulgadas. / 1 Intelligent Multiplex(r) de cuatro canales Vanguard: ¡sabe dónde y cuándo mirar! / 1 grabador de vídeo TapeSave de alta densidad Vanguard: ¡hasta 24 horas de grabación a tiempo real en una sola cinta!
»Deje que su perro vuelva a ser su mascota. De la vigilancia se ocupa Sentinel.»
GRABACIÓN DE VÍDEO
[ENCENDIDO: Formas negras reptan por la pantalla. Cuando la figura que maneja la cámara retrocede, esta enfoca automáticamente para definirla en un plano picado. NIAMH sonríe, orgullosa. Lleva el pelo esquilado por el lado izquierdo; largo, violeta e indómito por el derecho. Tras ella, un baño de azulejos con un techo abovedado.]
[A nivel del suelo, A. entra, se para a medio camino del inodoro para fijarse en Niamh, que ahora está conectando el SONIDO: ruido ambiental. Las voces suenan metálicas, huecas.]
A.: Ah, guay. Mear delante de un fantasma del siglo diecinueve y de una grabadora empezaba a no resultarme violento. Gracias por mantener el reto.
NIAMH: [Se gira hacia él, agarrada a lo alto de la escalera; señala hacia abajo, enfática.]
A.: Sí, ya sé que tenemos más cuartos de baño, Niamh. [Se gira de nuevo hacia el retrete.] Es solo que no recuerdo dónde los pusimos.
[BOCINA. A. mira a su derecha, y al mismo tiempo la cámara panea en esa dirección, empujada por la propia Niamh. Hay un perro en la bañera.]
Hay un perro en la bañera.
[HELP estaba persiguiendo un patito de goma que flotaba en el agua espumosa de su baño. Ahora, reparando en la atención de su amo, chapotea hacia ese extremo y se encarama al borde de la bañera.]
NIAMH: [Esta vez sin volverse: silbido corto y firme en sol menor.]
[Help se sienta en el agua, obediente.]
[Plenamente satisfecha con su actuación, Niamh salta de la escalera. Antes de irse y dejarle algo de intimidad, un silbido cortísimo para llamar a su compañero, y luego una señal de la cruz. Ahora sí, mutis.]
A.: [Mirando hacia ella.] ¿Qué? ¿Es domingo OTRA VEZ?
[No hay respuesta, como era de esperar.]
[A Help.] Jóvenes. No piensan más que en salir e ir a misa.
[El perro estornuda una bola de espuma.]
LIBRETA DE NIAMH
(En la iglesia.)
—FUERA GAFAS DE SOL! Estás hablando con MI Dios.
CARTA
Axton House
Axton Rd. 1
Point Bless, VA 26969
Querida tía Liza,
Una en la sala de música donde pasamos las tardes tocando el piano y escribiendo nuestras celebradas epístolas. Una en la kilométrica biblioteca, controlando el escritorio que seguimos escrutando de vez en cuando con invariables resultados de frustración y tedio. Una en la cocina donde cocinamos y comemos. Una en el baño, donde se vio al fantasma por última vez. Esta es la actual distribución de nuestras recién adquiridas cámaras de seguridad: un enorme paso adelante con respecto a nuestras grabaciones de psicofonías. La antigua sala de fumar (esquina noroeste del segundo piso, el cuarto donde jugamos al billar en las raras ocasiones en las que recordamos que hay una mesa de billar y somos capaces de encontrar el cuarto) es ahora el centro de vigilancia, donde están los monitores. Y, por supuesto, kilómetros de cable culebrean por los pasillos y cuelgan del hueco de la escalera.
Todavía no sé exactamente qué estamos intentando captar. Niamh se niega a decírmelo. Eso es muy de Niamh.
De todas formas, entre las cámaras, las persianas y las tablas de refuerzo que el señor Brodie nos ayudó a instalar en el invernadero —hay una alerta de tornado en la zona y hasta el Padre Epps ha dado un aviso después de la misa— la casa parece cada vez más una fortaleza. Y aún tenemos que encontrar el tesoro escondido.
Últimamente, de hecho, nos gusta subir a la torre de tanto en tanto y contemplar nuestros dominios. La piel se nos resquebraja como el hielo bajo el viento del oeste. Las nubes son apocalípticas.
LIBRETA DE NIAMH
(En la torre, viendo acercarse la tormenta.)
—El tiempo ya nunca irá a mejor.
—¿Eso crees?
—El sol jamás volverá a brillar. Llegará el invierno. Este es el ataque aéreo final contra un verano muy viejo.
(Le cojo de la mano.)
—Aun así, el invierno no durará para siempre.
—Demasiado lejos.
—Ya. Eso será pasado el solsticio.
—Tengo curiosidad por ese día, como si el tiempo fuera a terminar después.
DIARIO DE A.
No creo que se nos hubiera ofrecido una visión tan espectacular de la región desde la excursión a Alexandria. Incluso después de bajar de la torre, no podíamos huir de ella. El viento era huracanado. Las ventanas se estremecían en sus jambas. Podía apoyar la mano en los paneles de madera y sentir cómo temblaban. Abajo encontramos a Help suplicándole a la puerta principal. Ni siquiera Niamh pudo persuadirlo de hacer sus cosas sobre un periódico; ya se ha acostumbrado a correr al otro lado del jardín, hasta la primera línea de árboles, así que le dejamos ir. Niamh y yo nos quedamos viendo en las noticias la crónica de un F2 en Appomattox, a un par de condados de aquí. Nuestra fascinación se iba convirtiendo poco a poco en… no sé. Algo cercano al miedo.
Justo entonces oímos a Help por encima del temporal, ladrando. No le había oído ladrar desde que lo trajimos a casa. Empezaba a pensar que lo de Niamh era contagioso.
Salimos de puntillas. Virginia se había convertido en Mordor. Perdigones de hielo empezaron a rebotar sobre la grava. Help ladraba a un coche detenido a unos treinta metros de la esquina sur. El vehículo no encajaba: era blanco y pertenecía a esta mitad del siglo. Nadie salió de él.
A continuación, el coche arrancó de nuevo y rodó hasta la pérgola frente al invernadero. Corrimos hacia él, contra el vendaval; Niamh llevaba un paraguas que no osaba abrir por miedo a hacer un Mary Poppins.
En cuanto el conductor abrió la puerta, paró el viento. Sentí el aire a nuestro alrededor detenerse en seco. Como si la troposfera fuera a desplomarse sobre la Tierra.
Y entonces nuestro invitado se puso en pie.
CARTA
[Cont.]
Permíteme una descripción de Mark Strückner para acompañar la foto de Niamh.
Parece el tipo de persona para quien se construyó esta casa, aunque solo fuera el mayordomo. Para empezar, la casa no parece tan alta cuando le enmarca a él. Eso es porque supera los dos metros. Y no se inclina a menudo.
Sería corpulento si fuera más bajo, pero su altura le hace parecer delgado, en el estilo gótico que favorece la casa. Sus mejillas están tan hundidas que el cráneo parece sostenerse precariamente como las ruinas de una abadía en una pintura de Friedrich, huecas bajo la cúpula despejada de cabello gris. Sus ojos azules, hasta donde alcancé a divisar, son irremediablemente tristes. Su apretón de manos, sorprendentemente suave.
A Niamh le cayó bien desde el primer momento. Con eso me conformo.
GRABACIÓN DE SONIDO
[Lluvia tamborileando de fondo. En primer plano, temblor de porcelana.]
A.: ¿Toma leche o azúcar?
STRÜCKNER: Er, sacarina, de hecho. Espere, queda un poco en—
A.: No, no, por favor; siéntese. Niamh, ¿puedes traerla, por favor?
STRÜCKNER: Estaba en el segundo armario a la derecha, encima del horno.
[Pausa.]
A.: ¿Ocurre algo?
STRÜCKNER: Estaba… pensando que hay que lavar esa alfombra. Perdón. No estoy acostumbrado a ser un invitado en esta casa.
A.: ¿Invitado? Por favor. Usted ha vivido aquí mucho más tiempo que nosotros.
STRÜCKNER: Eso no quiere decir nada. Ahora es su casa; yo… Yo cumplí mi función. Ahora le pertenece a usted. El heredero de Wells. Gracias.
[Removiendo.]
No se le parece usted en absoluto. Lo digo como algo bueno.
[La cuchara le da una palmadita a la taza.]
A.: Supongo que mi llegada fue una sorpresa.
STRÜCKNER: Sí, lo fue. Lo fue. Aunque el señor Wells mencionó que aún tenía familiares perdidos en Europa. Más a menudo durante el pasado año. Pero claro, no podía imaginar que usted aparecería y reclamaría la propiedad.
A.: No lo hicimos. Eso fue cosa de Ambrose. Y el señor Glew tiene parte de mérito por encontrarme. También ha estado buscándole a usted.
STRÜCKNER: Sí, lo imaginaba. Me… me sabe mal. De repente la casa ya no me parecía acogedora.
A.: Temíamos que hubiera vuelto usted a Europa.
STRÜCKNER: Oh, no. No. No me queda nada en Europa. Mi familia entera vivía aquí. Entre estas paredes. Durante la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, John Wells, el padre de Ambrose, era un criptógrafo encargado de descifrar la inteligencia nazi, y mi padre le hacía de informador. Mi padre nos mandó a mi madre y a mí a Suiza con la familia de ella mientras él se quedaba en Berlín, resuelto a ver caer a los nazis. Pero a medida que la lucha se acercaba a su fin, se iba viendo que el Reich se llevaría a Alemania consigo, mientras que mi padre, un humilde cocinero convertido en espía, tendría suerte si conseguía una medalla de hojalata. Así que cuando Wells fue licenciado en el cuarenta y cuatro, acogió a mi padre y le ofreció un buen puesto en esta casa. Mi madre y yo nos reunimos con él en el cincuenta y dos. Yo tenía diez años. Ambrose tenía siete.
A.: Los dos crecieron juntos.
STRÜCKNER: A pesar de nuestras diferencias. Yo empecé a hacer tareas domésticas al poco de llegar, así que tampoco coincidimos mucho en la sala de juegos. Aun así, nuestros padres nos sirvieron de modelo; nos enseñaron cómo criado y amo pueden tratarse con respeto mutuo y amistad. Y así lo hicimos nosotros mientras yo gradualmente me convertía en mozo, ayudante de cocina, cocinero y mayordomo después de mi padre, mientras que Ambrose sucedía a John como el señor Wells. Cuando digo que mi familia entera vivía entre estas paredes, incluyo a todo el mundo entre estas paredes.
[Lentamente, una taza se posa de nuevo en su plato. La lluvia persiste.]
Así que cuando Ambrose… el señor Wells falleció, no vi nada que me retuviera aquí. Llamé a una agencia. Había una vacante en Washington. Decidí que bastante gente se había muerto ya de aburrimiento en Axton House, y me fui.
A.: ¿Ha dicho que Ambrose me mencionaba más a menudo durante el último año?
STRÜCKNER: Sí. De hecho, era como si le hubieran recordado que tenía familiares en Europa allá por mayo. Recuerdo que le llamaron; al día siguiente fue en coche a Clayboro a verse con alguien relacionado con su familia, o al menos es lo que deduje. Después de eso, pasó mucho tiempo… poniendo cosas en orden. Por ejemplo, revisando su testamento.
A.: Así que… lo sabía.
STRÜCKNER: ¿Sabía qué?
A.: Lo que estaba a punto de hacer.
STRÜCKNER: Yo no… [Duda.]
A.: ¿Qué?
STRÜCKNER: No lo sé.
[Transcurre un minuto de lo más irrelevante.]
La verdad… no creo que supiera lo que estaba a punto de hacer, no. Simplemente… lo sospechaba.
A.: ¿Sospechaba que iba a saltar por una ventana?
STRÜCKNER: Sí.
A.: Pero un suicida sabe lo que hace.
STRÜCKNER: Un suicida abre la ventana primero.
[…]
[Nada.]
[Solo lluvia.]
A.: Guao.
[Un lápiz escribiendo. Expectación.]
STRÜCKNER: Eh… No. No, su padre sí abrió la ventana. [Ahogado.] Dios, no había pensado en eso.
A.: Pero ¿por qué? ¿Por qué cree que él sospechaba—?
STRÜCKNER: Porque él sabía que estaba siguiendo el camino de su padre. Por eso.
A.: ¿Qué? ¿Qué camino?
STRÜCKNER: Todo. Su trabajo, sus reuniones… la investigación obsesiva persiguiéndole hasta en sueños. Las pesadillas. Las alucinaciones. Sabe de lo que estoy hablando, ¿verdad?
[El viento silba, revolviendo el aguacero.]
A.: He… He tenido algunas noches malas.
STRÜCKNER: ¿Como despertarse gritando?
A.: Un par de veces.
STRÜCKNER: ¿Ir al baño a medianoche y ver cosas?
A.: Vale, vale, detecto el patrón. Pero ¿por qué yo? Ella duerme en la misma habitación y no le pasa.
STRÜCKNER: Entonces debe de ser cosa de familia. Tal vez sí que es usted un poco como su tío. Siento decirlo.
A.: Pero yo no estoy siguiendo sus pasos; no trabajo; no investigo—
[El lápiz se mueve con violencia. Pausa.]
Vale, sí investigamos, pero no lo mismo que Ambrose, estoy bastante seguro. ¿Qué hacía él?
STRÜCKNER: No lo sé.
A.: ¿Qué hacía la Sociedad?
STRÜCKNER: No lo sé.
A.: ¿De qué va todo esto?
STRÜCKNER: ¡No lo sé!
[Se ha alcanzado el cenit. El viento se debilita. La lluvia vertical prosigue. También los actores, en voz baja.]
A.: Hábleme de las reuniones. Lo que sepa.
[Se sirve más té.]
STRÜCKNER: [Sirviéndose más oxígeno.] Cada año, desde que guardo recuerdo, desde antes de llegar yo, desde antes de llegar mi padre, la noche del veintiuno de diciembre se prepara un gran banquete y se pone la mesa para veinte personas justas. La comida se deja en un bufet para que los invitados se sirvan, y todos los dormitorios deben estar limpios y listos para usarse, incluidos los cuartos del servicio. Exactamente a las seis en punto, todos los empleados deben abandonar la casa.
A.: ¿Adónde se supone que han de ir?
STRÜCKNER: A donde sea. Antiguamente, se les pagaba un extra por las molestias. Ahora que soy el único empleado permanente, me mandaban al hotel Jefferson en Richmond. Incluso me llevaban la maleta al coche y todo. Amos sirviendo al criado.
A.: ¿Así que usted conoció a los veinte?
STRÜCKNER: Sí. Originalmente, los criados tenían que irse antes de que llegaran, pero con Ambrose la norma se relajó. Además, a algunos de ellos ya les conocía; venían más a menudo.
A.: Lo sé. Caleb Ford y Curtis Knox. Hablé con Knox hace dos semanas.
STRÜCKNER: El señor Ford quizá era el amigo más íntimo de Ambrose. Sus padres también eran amigos; estuvieron juntos en la guerra. Ford vive a un paseo en coche de aquí, en Clayboro.
A.: Eso he oído. Ahora está en África.
STRÜCKNER: ¿Aún? A Ambrose… digo, al señor Wells le preocupaba no poder localizarle.
A.: Perdón, estaba usted diciendo que los criados se van, ¿y entonces…?
STRÜCKNER: Ah, sí. Cuando los veinte se quedan solos, comen, beben, y por la noche o de madrugada llevan a cabo su único ritual. No me pregunten en qué consiste; no tengo la más mínima idea.
[Pausa para preguntas de todos modos; no hay ninguna.]
A la mañana siguiente duermen hasta tarde, luego pasan el resto del segundo día repartiéndose los deberes, y se van temprano al tercer día, cuando yo vuelvo. Pueden quedarse más tiempo si quieren, pero algunos tienen familias con las que pasar la Navidad. [Pausa corta.] Bueno, pocos.
A.: ¿De qué van los deberes? ¿Qué se supone que han de hacer?
STRÜCKNER: Jamás lo he sabido. Es lo que ellos llaman «investigación». Aunque a veces, sobre todo por la manera en que John Wells hablaba de ello… me parecía más bien una cacería.
A.: Una cacería.
STRÜCKNER: Una cacería humana.
[Silencio.]
Fuese lo que fuese, requería montones de libros, visitas frecuentes a bibliotecas universitarias… y viajes de campo, por supuesto, hasta hace diez años, cuando al señor Wells se le prohibió viajar al extranjero. Reuma. Su padre también lo padecía.
A.: ¿Adónde iba?
STRÜCKNER: A todas partes. Su último viaje fue a China; seis meses. El año anterior, Groenlandia. El año anterior, Brasil. Después de que los médicos le prohibieran salir del territorio nacional, aún pasó un mes en Alaska.
A.: ¿Viajaba solo?
STRÜCKNER: Creo que a cada uno se le encomendaba una tarea distinta; muy raramente colaboraban. Los años sin viaje eran los peores, creo. Podía estar levantado leyendo hasta el amanecer, hablando en lenguas extranjeras por teléfono…
A.: ¿Piensa usted que sufría… no sé, estrés laboral? ¿Como un yupi?
STRÜCKNER: [Rápido.] No.
[Más pausado.] Bueno, no lo sé. Pero es más… la naturaleza de su trabajo. ¿Tienen pesadillas los yupis? ¿Se muerden la lengua mientras duermen? ¿Por la mañana te miran como si hubieran ido y vuelto al infierno durante la noche?
[El silencio contesta la pregunta retórica.]
Pero, al mismo tiempo, hacía que todo pareciera trivial. «Viejos jugando a viejos juegos», solía decir. «No te preocupes —me dijo una vez—. Quizá creas que estudiamos materias oscuras y jugamos con cosas prohibidas, pero no nos metemos en asuntos cósmicos. Solo miramos desde la barrera. No es más que un pasatiempo burgués.» Así lo llamaba, «pasatiempo burgués».
A.: No da la sensación de que lo disfrutara demasiado.
STRÜCKNER: A veces sí. Esa es la cuestión. Unas pocas veces volvía del extranjero exhausto, pero inmensamente feliz, relatando todo lo que había visto, tal vez omitiendo lo más crucial, pero exultante de todas formas. Y estaba feliz durante el resto del año, como si hubiera aprobado todos los exámenes. La mayoría de veces, sin embargo, trabajaba sin parar de un veintiuno de diciembre al otro, algunos años mostrándose abrumado por el problema, otros perplejo, otros incluso aburrido. Y luego estaban los años malos. Cuando volví de Richmond la última vez, cuando entendí que el año de su cincuenta cumpleaños iba a ser uno de esos… temí que esto pasaría.
A.: [Rápidamente, evitando que la lluvia robe otra pausa dramática.] Oiga, esta Sociedad… ¿Sabe si usaban nombres en clave?
STRÜCKNER: ¿En clave? No. [Pausa corta.] No, no, estoy casi seguro de que no. Aunque… Bueno, sí que…
A.: No pasa nada; dígalo. Se supone que tiene que ser discreto, no sordo.
STRÜCKNER: [Semirrisa ahogada.] Bueno… utilizaban un montón de referencias de clásicos romanos y griegos. Pero son las frases que usaban… como «ser Arquímedes». O «si pudiera ser Sófocles». Hacían que sonara como una clase de teatro.
A.: ¿Tenía usted un nombre en clave?
STRÜCKNER: ¿Yo? [Sonido de una sonrisa.] Bueno, sí. En ocasiones, Wells me llamaba «Esquilo». No sé por qué.
A.: Señor Strückner, ¿sabe que Ambrose dejó un mensaje para usted en su despacho?
[Un lapso de un segundo.]
STRÜCKNER: ¿Cómo lo sabe?
A.: Vi el sobre. ¿Descifró el mensaje que contenía?
STRÜCKNER: Destruí el mensaje; ¿cómo sabe que estaba cifrado? ¿Le ha hablado el señor Knox de esto?
A.: No, lo sé porque vi el sobre, y Aeschylus era la palabra clave. ¿No es así?
STRÜCKNER: [Suspiro.] Sí, lo es. Un código alfabético simple. El señor Wells solía intercambiar notas como esa con el señor Ford; me enseñó cómo funcionaba.
A.: Así que lo descifró.
STRÜCKNER: Sí, lo hice.
A.: Pero no llegó a seguir las instrucciones.
STRÜCKNER: No pude. El mensaje me mandaba a la caja fuerte de su despacho, pero yo no sé la combinación.
A.: No se refería a la caja. El mensaje decía: «Mira tras el Van Krugge», ¿verdad? Dejó una nota para usted escondida detrás del cuadro.
STRÜCKNER: ¿Qu—? Oh, Dios.
A.: ¿Puedes ir a buscarla, Niamh? No se preocupe; la culpa es de Ambrose. Tendía a complicar demasiado las cosas.
STRÜCKNER: Qué tonto soy. Eso es lo que el señor Knox andaba buscando.
A.: Ese… tal señor Knox, ¿también era amigo de Ambrose?
STRÜCKNER: Oh, sí. Se veían muy a menudo. Vive en Lawrenceville. Le telefoneé el día que Ambrose murió y acudió enseguida.
A.: Gracias, Niamh. Señor Strückner, esta es… Esta es la carta de Ambrose Wells para usted.
[Papel desdoblándose.]
Eh… Nos llevaremos esto a la cocina y le dejaremos con eso. Vamos.
[Varias tazas se embarcan en una bandeja y el tremor de porcelana se aleja, junto con los pasos, y ambos son silenciados tras una pesada puerta. Solo el tamborileo permanece.]
[Un par de minutos pasan por allí.]
[Inspiración. El papel se arruga delicadamente junto a la grabadora; al fondo, más suave que la lluvia, tal vez más agudo, el aire fluye con dificultad rodeando un nudo en la garganta, amortiguado tras manos de largos dedos.]
[Se abre la puerta. La voz de A. se aproxima.]
A.: ¿Le apetece un whisky, señor Strückner? Hemos encontrado una botella.
STRÜCKNER: No. [Aspira fuerte, para asegurarse.] No, estoy bien.
A.: Lo siento. Sé que ha perdido mucho más que un jefe.
STRÜCKNER: No pasa nada. Él… [Suspira.] La mayoría le tenía por un ermitaño, sobre todo los últimos años. Pero creo que vio mucho más de lo que la mayoría de hombres solo podría soñar.
[Una silla suspira, aliviada.]
Bueno, eh… Creo que debería ir tirando si tengo que estar en Washington esta noche.
A.: Señor Strückner, debo preguntarle algo. Sin duda ha leído la frase sobre el libro. No hemos sido capaces de encontrarlo.
STRÜCKNER: Ah, sí. El libro…
[Papel desdoblándose, otra vez…]
La verdad, no tengo ni idea de a qué se refería.
[Anticlímax.]
A.: Bueno, al parecer hay un libro que usted leía a la sombra de un árbol.
STRÜCKNER: ¿Que yo leía? Ni siquiera recuerdo haber leído nunca en el bosque.
A.: Era un libro infantil. Tal vez algo que usted y Ambrose leyeron juntos…
STRÜCKNER: Jamás leímos juntos.
A.: O algo que cogió de la biblioteca…
STRÜCKNER: No, no, no lo entiende. Cuando llegué por primera vez, no hablaba ni una palabra de inglés. Había estado viviendo con mi madre en Aarau; aprendí inglés trabajando aquí. Solía jugar con Ambrose porque… [Ríe.] Bueno, porque los niños se entienden entre ellos, y ya está, pero entonces apenas podíamos intercambiar dos frases; menos aún leer juntos.
[Un trueno inoportuno llega, retumbando; uno que habría quedado mejor en otro momento clave del diálogo.]
A.: Así que esas cartas…
STRÜCKNER: Lo siento; no sé de qué está hablando. [La voz se aleja a medida que se vuelve a levantar.] En fin, han sido ambos muy amables, pero temo que la tormenta pueda empeorar, así que debo…
A.: ¿No preferiría pasar la noche aquí e irse mañana? No creo que sea muy seguro conducir con este tiempo. Su habitación está exactamente como la dejó.
STRÜCKNER: Una vez más, es muy amable por su parte, pero solo tengo los domingos para mí; tengo que estar de vuelta en mi nueva casa por la mañana. Ya sabe. Vida de mayordomo.
A.: Oh, ahora que lo menciona… ¿Niamh? Creo que ahora esto le pertenece, señor.
STRÜCKNER: Oh. [Ríe.] Oh, Dios.
A.: Como Ambrose deseaba. Creo que vale algo de dinero.
STRÜCKNER: Oh, ya lo creo. Estaba allí cuando pujaba por él por teléfono.
A.: Ya, ese era Ambrose. Lo que haga falta para esconder una caja de caudales fea.
STRÜCKNER: Gracias. En serio, gracias.
A.: ¿Cree que se podrá jubilar con eso?
STRÜCKNER: Bueno, yo… ¡no tengo ni idea! [Una pausa insuficiente para pensar. Divertido:] Dios, no tengo ni idea. No sabría qué hacer, la verdad. He estado cuidando de gente más rica toda mi vida.
A.: Bueno… Se jubile o no, si no le importa estar con gente rica… Vaya, aquí siempre tendrá una habitación y un empleo. Y no necesitamos muchos cuidados; tenemos unos estándares de higiene sorprendentemente laxos.
STRÜCKNER: [Ríe abiertamente.]
A.: Lo que quiero decir es que si usted quiere un trabajo, aquí tendrá uno. Y si planea retirarse… En fin, esta casa es de su familia tanto como de la mía.
STRÜCKNER: Señor. Por favor no se lo tome a mal. Pero los recuerdos que tengo de esta casa son… duros. Y… veo en sus ojos que sí va a necesitar usted que le cuiden.
A.: Tengo a Niamh. No se preocupe por mí.
STRÜCKNER: Demasiado tarde. Me preocupo. Es mi trabajo. Pero les deseo a ambos lo mejor.
A.: Gracias, señor Strückner. Ha sido un placer.
STRÜCKNER: Igualmente.
[Apretón de manos.]
Señorita. Un placer conocerla.
[Escritura. Lectura.]
¡Oh, gracias! Es muy amable de su parte. Muchísimas gracias.
[Todas las voces se alejan del micrófono.]
A.: Por favor, prométanos que si alguna vez pasa por aquí, nos hará una visita.
STRÜCKNER: No puedo prometer que ocurra a menudo, pero si ocurre, prométanme que les encontraré en plena forma.
[Voces distantes se funden en sus propios ecos en la entrada. Una puerta se abre a lo lejos. En los alrededores del micrófono, el vendaval no se cansa.]
[Un minuto después: un coche arranca bajo la lluvia, tritura la grava y sale a toda velocidad.]
[Otro minuto después: una puerta se cierra a lo lejos.]
[Pasos que se aproximan, junto con un lápiz arañando un papel.]
A.: Sí, lo sé.
[Un par de pasos se acercan más y se tiran en el sofá, al lado del micrófono.]
[Unas pocas notas de piano caen como gotas de lluvia perezosas. Es John I Love You, de Sinéad O’Connor.]
[Un suspiro profundo. Un papel se desdobla, muy lentamente.]
[Entre dientes.] «Ese libro maravilloso de nuestra infancia…»
[«I let tears fall like rain / Apple-sized they were / All over her…»]
«Que leías tumbado a la sombra de un árbol…»
[«And through all of those times / When you could have died / This is what you find…»]
Un libro que leías tumbado…
[«There’s life outside your mother’s garden…»]
A la sombra de un árbol…
[«There’s life beyond your wildest dreams…»]
De… un… árbol…
[«There hasn’t been any explosion / We’re not spinning like…»]
¡¡MIERDA!!
[El piano se corta en una nota disonante e incrédula; la lluvia no. Voz y pasos salen en estampida.]
¡Rápido, las llaves del coche! ¡Antes de que llegue a la autopista!
[Pasos apresurados huyen de la habitación; la puerta se abre al temporal, la puerta se cierra.]
[…]
[La puerta se vuelve a abrir.]
NIAMH: [Silbido muy fuerte.]
[Los pasos se acercan: Niamh agarra la grabadora. Mucho ruido distorsionado acompaña a los siguientes sonidos: pies resbalando por el entarimado, silbidos impacientes, un perro esprintando escaleras abajo, el aguacero más escandaloso de la historia, zapatos de goma y patas sobre grava encharcada durante unos diez segundos, una puerta de coche abriéndose y cerrándose, reduciendo la tormenta a un ruidoso redoble envolvente.]
A.: Help, detrás. Detrás.
[La grabadora rebota en el asiento trasero y se estrella en alguna parte del suelo del coche. El motor arranca. Algo peludo se sacude.]
Sí, buen sitio para hacer eso, Help, gracias.
[El Audi acelera. Cinturones abrochándose.]
No es solo un código. Es un juego de palabras. Date prisa; ¡ojalá se haya encontrado la carretera cortada!
[Derrape; el redoble de lluvia se torna irregular según las rachas de viento alteran el patrón.]
[Siguen cinco minutos de conducción temeraria.]
¡Cortado! ¡Allí está; está dando marcha atrás!
[Claxon. Ruido; las puertas se abren; la lluvia cae como edificios derribados; el viento ruge. Las voces son casi inaudibles.]
[La ventanilla de un coche baja.]
A.: ¿Cómo escribiría «de un árbol»?
STRÜCKNER: ¡¿Qué?!
A.: ¡En alemán! Leía tumbado a la sombra el libro «de un árbol» porque usted hablaba alemán; ¡¿cómo escribiría un alemán «de un árbol»?!
[Un trueno suena como un tren atravesando un centro comercial.]
STRÜCKNER: Er… No lo sé; ¡no se escribiría muy distinto del inglés!
A.: ¿Cómo se dice «árbol» en alemán?
STRÜCKNER: Baum, pero— OH, ME CAGO EN—
Perdón.
A.: ¿Qué?
STRÜCKNER: ¡Baum! ¡L. Frank Baum! ¡El mago de Oz es el libro que leía tumbado a la sombra de un «árbol»!