[…] Axton House y todo su contenido.» Imposible concebir una irrupción más abrupta en mi estilo de vida que la de los sellos de Thomas Jefferson, la noticia de mi pariente fallecido y su obsequio póstumo, que acabé por aceptar como una compensación por la ausencia de regalos suyos las últimas veintitrés navidades. Varias conferencias y algún que otro fax contribuyeron a minar mi incredulidad, que cedió al fin solo porque el nombre de Wells le sonaba remotamente a tía Liza, quien en un ejercicio de genealogía reconstructiva estableció que Wells era el apellido que adoptó la hermana de mi tatarabuela al casarse, antes de emigrar a Estados Unidos en la década de 1890. Por lo tanto, la existencia de un tío abuelo mío en Virginia (esto es, hasta el pasado septiembre) era más o menos plausible. Lo de que fuera rico, sin embargo, ya me parecía improbable. Y que supiera de mi existencia era perfectamente inverosímil. Tanto así, de hecho, que lo poco que averigüé sobre los extraños hábitos de Ambrose Wells, su comportamiento furtivo y los rumores en torno a lo que fuera que escondiese en su solitaria mansión solariega en Virginia resultaba apenas extraordinario en el contexto de este giro hacia lo interesante que habían dado las cosas. No vacilé en dejar mis clases y mi apartamento, con el desapego que solo siente uno a los veintitrés, cuando todo es temporal y estabilidad es sinónimo de estancamiento, y volé a América sin ningún plan de futuro ni más compañía que la de una amiga cuyo afecto por mí parecía lo único digno de preservar. El dos de noviembre, aterrizamos en Richmond. El tres, conocimos al abogado, Glew. El cuatro, nos conduce en su Mercedes a nuestro nuevo hogar.

Niamh, sentada delante, me arranca el cuaderno de las manos, lee el párrafo de arriba, reprime una carcajada y contribuye de su propio lápiz:

El peor comienzo jamás escrito.

Y entonces nivea. Este es un verbo que me he inventado para significar una expresión facial que Niamh invoca a menudo —una minúscula sonrisa de piñón, sostenida durante una mirada larga y divertida. Será una palabra frecuente en estas páginas.

Probablemente tenga razón. Pero me he dado cuenta de que todos los manuscritos son malos; cualquier libro abierto al azar en casa de un amigo es bueno; el mismo libro en una librería es malo. Cuando esta historia esté completa, ese comienzo será mejor.