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5 DE NOVIEMBRE
DIARIO DE A.
Pese a mi reticencia a tomar prestada ropa del armario de Ambrose Wells, cuya vestimenta pasó de moda junto con los relojes de bolsillo y los zepelines, conseguimos llamar la atención en la iglesia. Yo era el niñato disfrazado de profesor de historia de Oxford en 1950 (con bambas), y Niamh era la cría con el pelo izado en un moño de fantasía coronado por una explosión de cintas azules y violetas, y un vestido verde demasiado corto para la temporada y la ocasión. Durante la misa advertí que éramos objeto de algunas miradas curiosas, y a la salida la marea humana se demoraba en grupos demasiado pequeños que cotilleaban en voz innecesariamente baja. Niamh les dedicó a todos sonrisas deslumbrantes y se ganó hasta a los jueces más estirados.
Nadie trató de acercársenos en la iglesia, pero luego, por la tarde, recibimos tres visitas.
Los primeros fueron los Brodie, alrededor de las cinco. Su granja se divisa al sur desde las ventanas más altas. Son nuestros vecinos más cercanos; en realidad, sus tierras habían pertenecido a los Wells. De hecho, por lo que he creído entender, la familia de la señora Brodie trabajaba esas tierras antes de que la Decimotercera Enmienda aboliera la esclavitud, pero no me he atrevido a confirmarlo por miedo a haberlo oído mal y sonar maleducado. La verdad es que andaba bastante perdido durante la presentación; ella tenía un acento muy cerrado. En cualquier caso, fuera cual fuera la relación entre los Brodie y los Wells en el pasado, entiendo que era amistosa en los tiempos de Ambrose, y la señora Brodie quería mantener viva esa amistad.
El señor Brodie no parecía tan entusiasta, pero se abrió cuando, después de pedirle yo a Niamh que sacara algo de beber y regresar ella de la cocina con media botella de 7UP, señaló que Ambrose guardaba una botella de bourbon en su despacho.
Se refería al despacho de la primera planta, el usado para negocios «públicos»; una de las habitaciones que no me gustan. La antesala perfectamente hexaédrica, con sillas de góndola en cada esquina y puertas dobles en cada pared, se me antoja demasiado simétrica, y las librerías de madera oscura con sus antipáticos libros me recuerdan al despacho de un director de escuela. Sin embargo, Brodie no pareció intimidado: fue directo a los volúmenes de historia de América expuestos detrás de la mesa para impresionar a las visitas y cogió el Rise and Fall of the South, de Champfrey. El panel a su izquierda se abrió con un clic, y del compartimiento secreto extrajo un Wild Turkey de catorce años. Me contó que Ambrose se lo reveló el día en que firmaron el arrendamiento del naranjal. Le dije que debería invitarle más a menudo, por si acaso la mansión guardaba algún secreto más. Él replicó, solemnemente: «Los guarda.»
(Por supuesto, no tiene ni idea de cuáles son, pero su fe es prueba suficiente. Sé lo firmemente que cree este hombre en cosas que no ha visto nunca. Le vi en misa.)
Mientras cerraba el panel, reparé en un sobre que estaba encima de la mesa de Ambrose. Me pregunto cómo pude no verlo antes, porque llamaba tan escandalosamente la atención que me habría dado cabezazos contra la pared por no haberme fijado de no ser por que alguien ya lo había encontrado y abierto. Lo tengo frente a mí ahora mismo, vacío. El exterior reza «Aeschylus» (Esquilo).
Por el momento, me limité a esconderlo bajo una pila de papeles y pospuse la reflexión; hubiera sido descortés dejar a las mujeres solas mucho rato, a pesar de que la señora Brodie parece el tipo de persona capaz de estar charlando durante horas antes de darse cuenta de que su interlocutora es muda.
Acababa de descubrirlo cuando nos unimos a ellas en la sala de música (una amplia estancia al otro lado del vestíbulo, con piano, equipo de música y tele). Llegamos a tiempo de oír la famosa frase: «Pero puedes oírme, ¿verdad?» en voz muy alta, construyendo cuidadosamente cada fonema (un considerable esfuerzo por su parte; véase tema acento), y yo tuve una nueva oportunidad de ver a Niamh asentir y reír en silencio antes de dar las explicaciones habituales: que Niamh es muda, no sordomuda; que es una discapacidad adquirida; que su inglés es, de hecho, mucho mejor que el mío, puesto que ella es de Dublín, mientras que yo solo lo estudié en el instituto, leyendo a los clásicos; que se comunica con mímica, moviendo los labios o escribiendo, además de un código de silbidos y otro de golpes; que siempre lleva consigo una libreta y un lápiz, y se pasa las noches rellenando los espacios entre sus propias frases con las respuestas que ha obtenido, consignando así largos diálogos con solo un cincuenta por ciento de trabajo extra, y manteniendo un registro completo de cada conversación significativa que ha tenido a través de todas las libretas que ha utilizado, con notas en cada página indicando dónde tuvo lugar la conversación, cuándo y con quién; y que jamás tendrían otro vecino tan silencioso.
Lo último lo dije aposta, y provocó un silencio incómodo. La señora Brodie esquivó el tema. Yo me decanté por lanzarle algunos de los rumores existentes: medias mentiras a cambio de medias verdades. Enumeré los extraños hábitos de Ambrose, los ruidos, las luces, los ritos practicados en la casa, e incluso mencioné los fantasmas, así como en passant. El señor Brodie se apresuró a decir: «Lo de los ruidos no es verdad.»
Su mujer comenzó entonces una sentida apología de Ambrose Wells; denunció que la «gente del pueblo» tal vez lo considerara medio ermitaño, pero ella a menudo le defendía y señalaba que su puerta siempre estaba abierta y que él había sido muy generoso con ellos. En palabras de la señora Brodie: «Aprendió de los errores de su padre.» Se arrepintió de esa frase un segundo después, al recordar el fin de Ambrose.
Aproveché la oportunidad para preguntar sobre John, el padre de Ambrose.
—John era un erudito incluso más obsesivo —dijo ella—. Vivía para sus estudios.
—Y para su hijo —añadió el señor Brodie—, aunque eso en segundo lugar.
Les pregunté por la naturaleza de esos estudios. Dudaron. Después enumeraron algunas disciplinas inconexas: historia, geografía… ¿antropología? La señora Brodie señaló que Ambrose solía hacer largos viajes.
—Estuvo en Asia y África. Dejó de viajar cuando empeoró del reuma.
—Al padre también le interesaban las matemáticas —dijo su marido, como si hubiera detectado una incongruencia—. Fue criptógrafo en la Segunda Guerra Mundial.
De nuevo mencioné los extraños hábitos y los ritos. De nuevo, les vi incómodos. La señora Brodie volvió a reivindicar el derecho de cada uno a hacer lo que le dé la gana en su casa, siempre que no perturbe la paz de la comunidad. Cuando se quedó sin gasolina, le di el pie: «¿Pero…?»
Cedió finalmente, para contrariedad de su marido.
—Los Wells organizaban reuniones. En diciembre. Supongo que no es nada raro, pero como tenían tan pocas visitas durante el año, de repente tantos coches aparcados en la entrada llamaban la atención. Algunos se perdían y llegaban a nuestra granja, y les indicábamos el camino. Siempre eran hombres y viajaban solos. Se quedaban dos o tres días.
—¿Hasta Navidad?
—No, se iban justo antes de Navidad.
Niamh dibujó con la boca las palabras solsticio de invierno.
—Tal vez celebraran el cumpleaños de Ambrose —dije yo.
Le dieron un par de vueltas a la idea, pero entonces el señor Brodie recordó que la tradición se remontaba a tiempos pre-Ambrose. Ninguno parecía saber que el cumpleaños de Ambrose era en febrero.
—¿Y esos eran los únicos visitantes en todo el año?
—En grupos tan grandes, sí. Otras veces acudían uno o dos a la vez, pero no era frecuente. Algunos venían más a menudo; como aquel caballero más joven, Caleb… algo. Ambrose y él habían ido de viaje juntos.
La señora Brodie se olía una discusión con su marido cuando llegaran a casa, pero hizo el comentario a pesar de todo:
—Hay quien cree que son masones.
Su marido zambulló la cara en la palma de su mano.
Yo aparenté sorpresa, fingí meditar medio minuto (que en realidad empleé en imaginar qué sabor tendría el Wild Turkey de catorce años mezclado con 7UP) y a continuación dije:
—Bueno, si es el caso, lo sabremos pronto, ¿verdad? Según la ley masónica, un masón solo puede revelar que otra persona lo es cuando esta persona ha muerto. Así que, en cuanto aparezca un amigo de Ambrose, se lo preguntaré y les informaré a ustedes.
Creo que mi tono sirvió para diluir la tensión; el señor Brodie se rio ante la perspectiva. Estaban a punto de levantarse cuando Niamh les mostró su libreta: Y los fantasmas?
El señor Brodie dijo, despreocupado:
—Eso probablemente también sea falso.
CARTA
Axton House
Axton Rd. 1
Point Bless, VA 26969
Querida tía Liza,
[…][2] La segunda visita llegó a la hora de comer. Estábamos sentados a la mesa cuando oímos un coche aparcar en el patio de grava. Niamh quería hacerle una foto, pero le dije que no. El señor Knox (así se ha presentado) es el paradigma de esa anacrónica clase alta de Virginia de la que te hablé al describir a Glew: nada en él pertenece a su época; ni su vehículo, ni su pelo, ni su apretón de manos, ni su acento (según Niamh). Sin embargo, enmarcado en la puerta de Axton House encajaba perfectamente. Si hubiese llamado al timbre de mi antiguo piso, le hubiera tomado por un viajero del tiempo.
Pidió disculpas por la hora; estaba de paso camino de Lawrenceville (unos cincuenta kilómetros al noreste) cuando Glew le informó de nuestra llegada; naturalmente, como amigo íntimo de Wells que era, deseaba darnos la bienvenida. No quiso cenar con nosotros, pero no le importó acompañarnos. Es más joven que Ambrose, ronda los cuarenta. Me recuerda a Jeremy Irons.
Niamh ha sacado unas cuantas polaroids del comedor (segunda puerta a la derecha desde el vestíbulo) para que te imagines la escena. No creo que utilicemos mucho esa habitación: los cortinajes rosados y las vigas oscuras parecen mirar nuestra comida por encima del hombro. La atmósfera gótica reclama un carpaccio sangrante; en lugar de eso comíamos espaguetis con albóndigas. Visualízanos sentados en el extremo norte, y Knox en el sur, junto a la chimenea. Pareció sorprenderle que Niamh pusiera la mesa.
—¿Eso no debería hacerlo un criado?
—Si se refiere al mayordomo, desertó incluso antes de ver cómo dejamos el baño por las mañanas.
—¿Strückner se ha ido? —Creo que se arrepintió de la incredulidad de su tono tan pronto como la frase abandonó sus labios.
—¿Le conoce? Si le ve, dígale que no recuperará su trabajo fácilmente; Niamh cocina como Dios.
Niamh estaba anacondeando una albóndiga del tamaño de su cabeza. Knox nos observaba comer como quien mira el Discovery Channel.
—Es gracioso. Conocí a Ambrose durante mucho tiempo, y jamás me habló de usted.
—No pasa nada; a mí tampoco me habló de usted. Aunque claro, con lo de no habernos conocido y todo eso nunca hablamos demasiado.
—¿Y cuál era exactamente su parentesco con él?
—Oh, espere, esa me la sé: es mi tío abuelo tercero. O sea, que su abuela Tess y mi tatarabuela eran hermanas.
—Ajá. Supongo que yo mismo podría tener un tío abuelo tercero y no saberlo.
—Para mí también fue una sorpresa.
—Y le dejó esta casa.
—Y todo su contenido.
—¿Ese era todo su testamento?
—Oh, no, había más. Estábamos nosotros, luego algo de las tierras… Glew está trabajando en ello. Creo que tengo la última palabra, pero supongo que las acabaremos regalando a sus arrendatarios actuales.
—Las acabaréis regalando —repitió como un loro—. ¿Tenéis idea de cuánto valen esas tierras?
—Muy poco, comparado con lo que tenemos ahora. Tiene que entenderlo: acabo de enterarme de que no necesito volver a trabajar en mi vida. Tampoco es que hubiera trabajado mucho hasta ahora, la verdad.
—¿Qué hacía antes?
—Estudiaba. Geografía.
—A Ambrose también le gustaba la geografía —observó, mientras su mente atendía otra cuestión menos trivial—. ¿Y el testamento no decía nada más?
—Qué inquisitivo es usted. ¿Tenía los ojos puestos en la cubertería, o algo? Porque podemos discutirlo.
—No, no, no, en absoluto —aquí casi se sonrojó—. Solo busco una explicación para lo que hizo Ambrose.
Eso invocó un silencio lúgubre. Intentamos sorber la pasta muy bajito.
—¿Nada más, entonces? ¿Una nota? ¿Instrucciones para Strückner o para alguien?
—Me temo que no. Aunque… Espere, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
—Knox.
—¿Caleb Knox?
—No, Curtis Knox.
—Ah, entonces nada.
—Pero conozco a Caleb. Si se refiere a Caleb Ford.
—¡Ford! Eso es. Error mío. Ford, Knox… —Me doy cuenta de que me estaba comportando como un gilipollas, pero está bien. Demuestra que tengo muchos registros.
—¿Qué le dejó a Caleb?
—No lo sé. Glew le está buscando; también anda desaparecido.
—Está de viaje, por trabajo.
—¿En serio? Pues dígaselo a Glew; le encantará saberlo. ¿Dónde está?
—En África.
—¿En qué parte de África?
—África Central.
—Puede ser más específico; he visto algún que otro mapa en mi vida.
—Kigali.
—Guao. —Aquí casi me pilla—. Ruanda.
—Pero tan solo es donde empezó; su trabajo debe de haberle arrastrado lejos de la ciudad. Puede estar ilocalizable durante meses en esas excursiones.
—¿Cuánto tiempo lleva fuera?
—Desde abril.
—Puede que ni siquiera sepa que Ambrose ha muerto.
Knox asintió con un gesto irrelevante. Después de un minuto o dos volvió a la carga.
—Es gracioso que os dejara esta casa.
—¿No acabamos de hablar de esto?
—No, quiero decir… no en ese sentido. En cierto modo, Axton House es un regalo envenenado.
El silencio esta vez fue algo más pesado y desamparado que el anterior. Aquel era un silencio de ascensor; este era un silencio de andar por el bosque a medianoche.
—Quiero decir —aclaró— que esta casa no es ninguna ganga.
—Perdone, ¿puede hablar un poco más alto? No le oigo desde esta punta de la habitación.
—Sí, lo sé: una mansión de tres plantas, la biblioteca de diez mil volúmenes, el invernadero… Pero aparte de eso, la casa trae un historial siniestro.
—Ya. Los rumores, los ruidos nocturnos… Los ritos secretos…
Ni siquiera pestañeó. Por contra, añadió:
—Los fantasmas…
—Chorradas. —Nunca me hubiera atrevido a decir eso delante de los Brodie, pero ahora me lo podía permitir.
—Ya, son solo cuentos. Pero constituyen una de las características de Axton House: los cuentos vienen en el paquete. «Una casa con acabados sobrenaturales», como creo que decía Edith Wharton.
—No me afectan.
—Afectaron a su antepasado —replicó, visiblemente agradecido por el pase de gol que le había servido—. Y al padre de este también.
Niamh preguntó en su libreta: «De verdad se suicidaron de la misma forma?»
—Así es —dijo, reclinándose tras leer el mensaje—. Misma edad, misma hora, saltando de la misma ventana.
—¿Qué ventana?
—Tercer piso, fachada norte, tercera por la izquierda. La del dormitorio principal.
Es donde dormimos. Es donde estoy escribiendo esto.
Más por desviar su atención de la profunda impresión que esto había causado en el rostro de Niamh que por otra cosa, le planteé:
—¿Cómo puede ser que afecte a miembros de la familia Wells y a nadie más?
—¿A quién más puede afectar?
—¿A Strückner?
—Hubiera admitido que a él no le afectó hasta que me habéis dicho que se ha ido.
—Touché. ¿Qué hay de las mujeres?
—La madre de Ambrose murió siendo él un niño. Cáncer de pecho. Su padre le crio. Bueno, básicamente los Strückner: Strückner padre como niñera y figura masculina, y Strückner hijo como su mayordomo y amigo.
—¿Y más arriba en el árbol genealógico? ¿El abuelo de Ambrose, Horace?
—Por desgracia, mi conocimiento no se remonta tan atrás.
—¿No es más razonable entender la muerte de Ambrose como consecuencia de la de su padre, asumir por ejemplo que el suicidio del primero le traumatizó y llevó esa cicatriz toda su vida, hasta que alcanzó la misma edad, y la vieja herida se reabrió, y siguió los pasos de su progenitor para terminar con el dolor, en vez de especular que dos personas fueron inducidas independientemente a suicidarse de la misma forma a la misma edad por algún agente desconocido?
—Buena aplicación de la navaja de Ockham —elogió Knox.
—¿Qué edad tenía Ambrose cuando murió su padre?
—Dieciocho.
—Y murieron a la misma edad, ha dicho. Cincuenta, ¿verdad?
—Correcto.
Lo único que se me ocurrió para tranquilizar a Niamh y a mí mismo es que aún tengo un periodo de gracia de veintisiete años.
LIBRETA DE NIAMH
(En la cama.)
—Has olvidado preguntar si son masones.
—Tienes razón. De todas formas, si Knox lo es, no parece el tipo de masón que lo diría abiertamente.
—No me gusta.
—Ni a mí.
—A él tampoco le gustamos, como si estuviéramos en medio.
—¿Quieres decir como si quisiera la casa para él? ¿Por qué?
—Creo que Knox es parte del grupo que se reúne por Navidad, y Wells el líder. K. esperaba que W. le pasara testigo.
—Correcto. Por eso no paraba de preguntar qué había en el testamento. O si había algún mensaje para él o para Strückner.
—Strückner y Knox compinchados?
—O Knox esperaba recibir el testigo por vía de Strückner.
—Le has puesto celoso. Ahora piensa que Caleb es sucesor.
—Sí, solo lo he dicho para sondearle. Pero es cierto que había un Caleb en el testamento. Lo había olvidado hasta que los Brodie han sacado el nombre. Es exótico.
—Creo que Caleb me gustará más.
—Hay una perspectiva aún mejor. Si Wells monta esos encuentros anuales a los que van Knox y Caleb, y ahora Wells está muerto y Caleb no lo sabe… ¿Cuántos más no lo saben?
—Quieres decir que volverán a casa por Navidad?
—¿Por qué no? Ambrose no era un hombre notable, solo rico. Su muerte no ha salido en los periódicos. Fue inesperada; no estaba enfermo ni nada. La mayoría de sus colegas venía solo una vez al año. Caleb era de los asiduos, y no sabe nada. Posiblemente, los demás tampoco.
—O sea que no interferimos? Nos callamos y tenemos comedor listo para solsticio de invierno?
—Puede ser divertido. Mañana escarbaré en el despacho. Puede que encuentre una lista de invitados o algo así. Tú busca en la habitación de Strückner: comprueba si recibió instrucciones. ¿Alguna pregunta?
—Podemos cambiar de habitación?
—¿Por qué?
—Prefiero que duermas en 1er. piso.
—No hay camas en el primer piso.
—No es tentar al destino?
—Para eso estás tú aquí. Para protegerme.
DIARIO DE A.
Me he despertado de madrugada. No sé a qué hora. La cama es tan vasta que, tumbado en el centro, mis ojos de elfo no alcanzan a leer el reloj digital. Niamh debía de dormir en alguna región remota del colchón, en un silencio hueco; ni un silbido, ni un aliento. Más allá del dosel aguardaba el tenebroso espacio exterior.
Rodé hacia mi izquierda y me senté en el borde de la cama, dispuesto a saltar al vacío. Casi ni me esperaba tocar suelo bajo mis pies. Me levanté y fui a por un vaso de agua.
Por suerte, el baño está justo al cruzar el pasillo. Como un murciélago, me guie por el sonido: primero el chirriante entarimado del corredor, luego las silenciosas baldosas del aseo. Tuve problemas para encontrar el interruptor (están todos demasiado altos). Con la luz encendida, me fijé por primera vez en que el techo es abovedado, como el de un túnel. Bebí agua del grifo y me eché un vistazo en el espejo. Podía ver mi piel con un detalle extraordinario. Miré las bombillas y vi la luz hacerse más brillante. Entrecerré los ojos al resplandor que reverberaba en el blanco del lavabo, en los azulejos, en la cortina de la ducha, aureolándolo todo con un halo que corroía los contornos de los objetos y de la sombra en la cortina. No mi sombra. Una sombra tras la cortina.
En cuanto entendí eso, se fue la luz.
Me quedé allí, esperando, hasta que mis ojos abrasados se acostumbraron a la oscuridad. Poco a poco la luz de la luna redibujó la habitación: apenas un susurro, comparado con el alarido eléctrico de antes.
De una zancada me planté frente a la bañera y tiré de la cortina.
Sería absurdo afirmar que encontré algo. Ni siquiera hubiera podido decir si todo el episodio había sido un sueño cuando me levanté con la luz del crepúsculo, con Niamh a mi lado envuelta en la colcha como un insecto en su crisálida. Pero recordaba la sombra. Recordaba la posición de la luz encima del espejo y sabía que no podía haber sido mi sombra. Había alguien de pie en la bañera.
Niamh se desperezó, estirándose como un gato y saliendo de su crisálida. Se dio la vuelta y un niveo de buenos días se le congeló en los labios.
Le pregunté qué pasaba. Corrió al tocador y me trajo un espejo. Tengo un derrame en cada ojo; la parte blanca teñida de púrpura.
Las luces del baño están fundidas. Y por supuesto, no hay rastro de nada ni nadie en la bañera.
Esa fue la tercera visita.