Prólogo
El huevo de Verden
Por encima de un mundo en ruinas, donde cielos bajos, ennegrecidos por el humo, reflejaban el sombrío resplandor de los incendios que ardían sin control en medio de la oscuridad de los carbonizados campos de batalla, Verden Brillo de Hoja batía las poderosas alas hacia las alturas. Se elevaba sin cesar, con las garras dobladas contra el cuerpo cubierto de escamas, con la enorme cola formando un airoso timón y el largo cuello extendido hacia arriba, mientras se dirigía a altitudes situadas más allá de la locura que imperaba abajo.
Todo había acabado. Se había librado una guerra terrible; un juego de los dioses en el que el Bien y el Mal habían chocado frontalmente, sin importar la carnicería provocada en el campo de batalla. Takhisis, la Reina de la Oscuridad, diosa de todo lo que era maligno, había realizado su jugada por el control del mundo de Krynn; pero, llegado el momento decisivo, había perdido.
Para Verden Brillo de Hoja era inconcebible que Takhisis hubiera fracasado. Resuelta a gobernar o a aniquilarlo todo, la siniestra diosa había soltado a sus fuerzas más poderosas sobre el mundo, sin importarle el caos que dejaba tras ella, indiferente a los padecimientos de los mortales atrapados en la vorágine. Siendo como era la más siniestra de los dioses, amante del dominio y señora de la traición, Takhisis había arrojado los dados con la certeza de la victoria… ¡y había perdido!
Así pues, como una criatura vengativa, Takhisis, la diosa rencorosa, daba la espalda a los sufrimientos creados en su nombre y abandonaba Krynn para que se recuperara como pudiera… o desapareciera, si así tenía que ser. En esos momentos la locura corría sin freno bajo la tríada de lunas.
Sin embargo, incluso en su retirada la Reina de la Oscuridad era revanchista. A aquéllos que habían derrotado sus ambiciones, les dejaba su legado de destrucción; pero a aquéllos de sus seguidores que le habían fallado —aunque fuera del modo más insignificante— les aguardaba algo mucho peor. La oscura diosa era ponzoñosa en su rencor y exigía satisfacción incluso en la derrota.
Impulsada por alas color esmeralda, Verden Brillo de Hoja fue en busca del cielo y se elevó muy alto, por encima del horror y la devastación. A sus pies, las llanuras de la muerte se perdían en la lejanía mientras volaba hacia las alturas para escapar a la carnicería del suelo.
Había visto muchas cosas esos últimos días. En campos donde señoreaba la devastación había contemplado a servidores draconianos, aquellos siniestros seres engendrados por la traición de los poderosos sobre los poderosos, muriendo a millares a manos de los de su propia especie y de los que habían sido sus aliados.
Había visto cómo estructuras de oscura magia se desplomaban sobre sí mismas, y sobre los Túnicas Negras que las habían urdido. Pero lo peor de aquella furia maníaca había tenido lugar entre los dragones, los aliados más poderosos de Takhisis. En cuestión de días, Verden había visto a congéneres suyos dar la espalda al enemigo y atacar al aliado; incluso su propio y aguzado instinto para detectar la traición había estado a punto de no ser suficiente para salvarla.
Había presenciado cómo el más poderoso de todos los Dragones del Mal —el magnífico y mortífero Talión Escarlata— se arrancaba a su jinete del lomo, le desgajaba la cabeza de los hombros y arrojaba los pedazos al suelo como si fueran desechos. Había visto cómo el taimado y malicioso Ébano Sombra Nocturna se volvía en contra de una banda de goblins que había acudido a ayudarlo a defender el Portal Token, los empapaba con su aliento ácido, y contemplaba con desdén cómo se retorcían y aullaban, mientras se disolvían hasta convertirse en lodo.
Se trataba de cosas que la misma Verden Brillo de Hoja podría haber realizado, de haber tenido un jinete humano o una tropa goblin. Pero se había encontrado lejos cuando llegó el final, sin otra cosa que unos cuantos insignificantes magos humanos que urdían conjuros para crear un camino secreto al interior de la lejana guarnición Dominion de Sablethwon.
La información se había introducido en su mente: todo había terminado, la Reina de la Oscuridad se había ido. Con una descarga despectiva, Verden había dicho adiós a sus aliados magos. A dos de ellos, dos que la habían enojado especialmente, los hizo pedazos, literalmente jirones. Sus compañeros se asfixiaron junto a ellos, ahogándose con sus propias lenguas, cegados y aniquilados por su regalo de despedida: una nube de espeso vapor de cloro. Unos pocos habían escapado a su furia, pero sólo unos pocos. Entre ellos estaba un acobardado hechicero con un tótem en forma de colmillo de marfil; se encontraban tan entrelazados entre sí por la magia de ambos que ninguno podía funcionar sin el otro. Quedaron tal vez uno o dos supervivientes más; pero carecían de importancia.
Había partido, entonces, y se había dirigido a las montañas situadas al oeste. Era el último lugar que le constaba como residencia de Fuego Garra Candente. Si la Reina de la Oscuridad había dado por concluidos sus asuntos, a Verden Brillo de Hoja le quedaban todavía algunos que resolver, cuestiones pendientes que no había olvidado. Todavía le faltaba una venganza que llevar a cabo, y extendió las alas, color esmeralda, para partir de cacería.
¡Fuego Garra Candente! Verden desplegó sus agudos sentidos para rastrear a su adversario. Los enormes ojos relucieron llenos de odio al recordar el día en que había preparado el terreno para la destrucción de la ciudad humana de Chaldis. Recordó el daño sufrido allí y la indiferencia en la voz de Fuego Garra Candente cuando éste percibió su presencia en el lugar, gravemente herida y enterrada bajo los cascotes de la devastada ciudad. Él había sabido que ella se encontraba allí, y así se lo había dicho; había sido consciente de que necesitaba ayuda, pero su apurada situación lo había divertido, y la dejó allí.
Verden Brillo de Hoja no lo había olvidado. Había sido traicionada y abandonada. Tenía una cuenta que saldar.
Con todos los sentidos agudizados al máximo, se elevó por los aires y batió alas hacia el oeste, donde las imponentes cumbres de las montañas Kharolis se recortaban en el horizonte. Aquél a quien buscaba se encontraba allí, en alguna parte.
¿Funcionaría todavía la llamada mental, con la guerra de conquista finalizada? No lo sabía. La llamada a distancia era un poder mágico, concedido por la Reina de la Oscuridad a algunos de sus agentes, para servir a sus propósitos. Proyectó la mente tal como había aprendido e hizo vibrar un mensaje en la distancia: ¡Fuego Garra Candente! ¡Sé que estás ahí! ¡En una ocasión necesité tu ayuda y me abandonaste! ¡Una vez te llamé, y me respondiste con el suplicio! Incluso te mofaste de mí, me ordenaste ir hasta ti cuando sabías que no podía hacerlo. ¡Bien, pues ahora voy a tu encuentro, Fuego Garra Candente! ¡Voy en tu busca, y te encontraré!
Transcurrieron unos instantes y, entonces, una respuesta creció en su mente, diminuta por la lejanía, pero nítida. Su adversario había percibido el desafío, y un risa cruel resonó a modo de respuesta.
¡Lagartija verde! ¡Eres tú! ¡Aquí estoy reptil verdoso! ¿Osas desafiarme, patética criatura? ¡Qué maravilloso! ¡Te espero! Y no te preocupes sobre cómo localizarme, sabandija verde, te lo haré fácil. ¡Yo te encontraré! Y cuando lo haga, te…
De improviso, la voz quedó silenciada, junto con todas sus otras percepciones. Como si una cortina fría e impenetrable hubiera caído a su alrededor, el mundo de Verden Brillo de Hoja se sumió en el silencio, y en medio del silencio apareció una visión…, una imagen clara y brillante, que excluía todo lo demás. En el espectral silencio contempló una pequeña esfera verde, y supo de qué se trataba.
¡Su huevo! Su único huevo, que había ocultado hacía mucho tiempo en un lugar que sólo ella conocía… Sin embargo, lo veía mentalmente, y no se encontraba donde debiera estar. Algo no iba bien.
Se concentró en él, giró en dirección a su lejano escondrijo, y titubeó, confusa. Siempre, estuviera donde estuviera, había sido capaz de percibirlo; pero en ese momento no conseguía detectar su presencia. La cortina de silencio mental se entreabrió ligeramente, y alcanzó a ver —con la visión a distancia— el lugar donde debería estar. Pero no existía sensación de la presencia del huevo. No estaba allí.
Entonces, en las profundidades de su mente, surgió una voz distinta, una inmensa y resonante voz vengativa. Se trataba de una voz que era mucho más que una voz, y que resonaba en cada una de sus fibras.
¿Tu huevo? Parecía mofarse. ¿Quieres tu huevo?
—Divina reina —respondió Verden, estremecida—, me estáis hablando.
Me fallaste, Verden Brillo de Hoja. La enorme y pausada voz ondulaba y palpitaba en su interior, dominándola.Hubo un momento en que te necesité, pero tú no te encontrabas allí. Cuando debías haber estado en las montañas, te hallabas en otra parte. Holgazaneabas, Verden Brillo de Hoja. Te dedicabas a haraganear con los más insignificantes entre los seres insignificantes. Me fallaste.
Verden lo recordaba, clara y dolorosamente. Había habido un momento —sólo uno— en que su atención había estado puesta en otra parte. Por culpa de la traición de Fuego Garra Candente, se había convertido en rehén de aquellas diminutas criaturas despreciables llamadas aghars. Herida y débil, y con su piedra-alma alojada dentro del cuerpo de una de las criaturas, se había visto obligada a guiarlas hasta Xak Tsaroth: hasta su Sitio Prometido.
Aghars. ¡Enanos gullys! Los más insignificantes entre los insignificantes. El humillante recuerdo ardió en su interior, acosándola.
—Divinidad, no tenía elección —protestó—. Era el modo de salvarme de la muerte.
Tu lealtad me pertenece, tronó la voz de Takhisis dentro de su cabeza.
—Habría muerto sin mi piedra-alma —intentó explicar el reptil.
Tu deber era para conmigo, Verden Brillo de Hoja. No con ellos, ¡conmigo!
—No pude evitar…
Me fallaste —gruñó la voz—, y debes pagar por tu fracaso.
En la mente del dragón volvió a aparecer una visión del huevo, de su único huevo, enterrado en alguna oscura caverna por entre cuyas sombras se movían cosas diminutas.
Tu huevo, dijo la voz. ¿Quieres tu huevo, Verden Brillo de Hoja? Pues así será, aunque no en esta vida. Tu vida, esta vida, se ha terminado. Pero volverás a vivir. Mira tu huevo, dragón. La cría que salga de él serás tú. Morirás y renacerás a través de tu propio huevo.
—Renaceré…
Renacerás. Serás tu propia cría, Verden Brillo de Hoja. Será una vida nueva, pero no una vida libre. Servirás a aquéllos que te sacarán del cascarón. Serás su vasalla. Los servirás, Verden, y te encontrarás impotente ante ellos. ¡Estarás por completo a su merced! Este destino te doy, Verden Brillo de Hoja.
¡Ésta es tu condena! En una ocasión mantuviste la palabra dada a los enanos gullys. ¡A ellos, pero no a mí! Por lo tanto te repudio. Ya no me perteneces. Les pertenecerás a ellos. Que hagan contigo lo que quieran.
—¿Ellos? —aulló en su mente—. ¿Ellos? No son nada. Sólo enanos gullys. Seres detestables y abominables.
Les pertenecerás. Y te encontrarás a su merced, durante tanto tiempo como ellos quieran.
—¡No! Reina de la Oscuridad, gran señora, os suplico…
Les pertenecerás, repitió la voz, como sí saboreara la palabra.
—¡Diosa, tened misericordia! Os ruego… —El horror se adueñó de la mente del dragón.
Ya no eres mía. La voz pareció alejarse, fría e indiferente. Si quieres misericordia, pídesela a ellos. Muere, Verden Brillo de Hoja. Muere ya y, cuando renazcas, busca clemencia en los enanos gullys, que serán tus amos.
La voz se desvaneció y sólo le quedó una visión en la mente: el huevo. Su propio huevo se encontraba en las profundidades de un lugar oscuro, indefenso y vulnerable. Batiendo con fuerza las alas, la hembra de dragón giró en la dirección de la imagen y voló a toda velocidad.
Surcó los cielos y empezó a morir.
Al frente, las montañas se alzaron a su encuentro. Más allá se veía una lobreguez que aumentaba a ojos vistas. Allí —tan cerca, pero sin embargo tan lejano— se encontraba el lugar. Entonces lo supo. Lo reconoció, y un nuevo horror se alzó en su mente, cada vez más nublada. Xak Tsaroth. El Pozzo.
Aghars y chusma. Enanos gullys y ratas.
Las montañas se elevaron ante ella, y la visión se le oscureció por completo. Las alas desfallecieron, aletearon de manera irregular y dejaron de moverse. Las cumbres se hallaban justo debajo y se alzaban hacia ella en forma de enormes picos escarpados que intentaban atraparla mientras descendía describiendo círculos, totalmente ciega. En su postrer instante de vida sólo le quedó una última cosa que ver: una visión de su huevo, perdido en un lugar en sombras por el que pululaban cosas diminutas.