7

La profecía

Era increíble. Verden se sintió repentinamente mareada, como si poderes mucho mayores que los suyos le hubieran penetrado en la mente. ¿Era aquello otra muestra más de la crueldad de Takhisis? ¿Tenía la diosa otras malas pasadas que jugarle, más crueles aún?

Sin embargo no percibía maldad. La «sensación» que le producía aquella entidad extraña que le hablaba no era ni buena ni mala, tal como ella comprendía esas cualidades. En lugar de ello resultaba casi indiferente, a excepción de un factor que faltaba tanto en la bondad absoluta como en la maldad absoluta: ¡se preocupaba! ¡Sentía afecto por ellos, por los pequeños seres a los que ella estaba ligada y le tenía cariño también a ella!

El terrible poder que detectó en la emanación la dejó aturdida. ¿Qué clase de poder, en ese o en cualquier mundo, podía ser excepto el de uno de los dioses? La oscura diosa la había repudiado. De modo que ¿quién, entonces? Sus ojos se volvieron hacia arriba, a los dibujos de la pared de enfrente —dibujos antiguos que rodeaban nueve escudos de metal— nueve contando el situado bajo los pies del reluciente Gran Opinante. Nueve escudos, de nueve metales, que representaban a los nueve dioses. Cerró los ojos, desconcertada; luego, volvió a contemplar al refulgente ser que tenía delante.

—¿Modificada? —siseó—. ¿Una maldición? ¿Modificada? ¿Por enanos gullys?

—Claro que no —respondió el resplandor rojo, divertido—. Los aghars son tan incapaces de cambiar la voluntad de un dios como cualquier otro ser mortal. Pero tú por encima de todos, tú con tus habilidades para el subterfugio y el engaño, deberías saber que incluso lo que no puede alterarse puede ser contemplado desde muchas perspectivas. —El resplandor levantó el brazo del Gran Opinante para que señalara el muro grabado con su mango de escoba—. Una lanza disparada, vista por su blanco, no es más que un punto, hasta que se clava. Pero contemplada lateralmente, es una flecha huidiza que pasa de largo y no produce ningún efecto sobre el espectador.

—No es una lanza lo que llevo en mi interior —indicó Verden—. Es la maldición de un dios.

—El principio es el mismo —manifestó la voz a través de los labios de Gandy—. Al igual que una lanza, una maldición es dañina sólo para aquél que se encuentra en el lugar en el que se clava.

Sobre el hocico del dragón, los ronquidos del Gran Bulp se convirtieron en un resoplido y el enano se dio la vuelta, sin despertar.

—¿Qué tiene todo eso que ver con esta verruga que tengo sobre la nariz? —preguntó el reptil, bizqueando ligeramente al mirar enfurecida al dormido Fallo.

—La senda del Mal ha fracasado en Krynn. —El refulgente enano gully permanecía en trance, y la extraña voz que le brotaba de los labios sonaba lejana—. Pero el caos ha dejado caos tras de sí. Quedan muchas cosas por resolver, y muchas cargas deben cambiar de lugar antes de que pueda recuperarse el equilibrio. Cargas pequeñas y grandes por igual.

Se produjo una pausa; luego, la voz prosiguió, más distante, como si el orador se hubiera dado la vuelta.

—De entre los más insignificantes de los insignificantes —dijo—, surgirá un héroe, el primero de su raza, justo cuando se lo necesite. —Por un instante volvió a reinar el silencio, pero la extraña voz reanudó su parlamento enseguida—. Tú tienes un papel que desempeñar aquí, Verden Brillo de Hoja, y lo llevarás a cabo. Pero cómo lo desempeñes será vital para ti.

—¿Qué significa eso?

—Para evitar el golpe de una lanza, el blanco debe elegir apartarse. Nadie excepto el blanco puede efectuar esa elección.

La sobrenatural voz se desvaneció, y el resplandor rojizo se oscureció y desapareció. El viejo Gandy dobló las rodillas, se apoyó en su mango de escoba, y se tambaleó sobre el borde del «cuenco para estofado» como si fuera a caer.

—¿Qué elección? —inquirió Verden.

—¿Qué qué? —Los ojos del Gran Opinante se abrieron de golpe, y el anciano parpadeó al tiempo que recuperaba el equilibrio.

—Lo que estabas diciendo. ¿Qué significa?

—¡Oh! —Gandy pareció aturdido—. ¿Sobre que Gran Bulp necesitar esposa? Significa él debe casar. Esposa podría mantener a él ocupado. Impedir que él fastidiar a todo mundo.

Se encogió de hombros, giró y su pie resbaló en el reborde de hierro. Cayó sentado violentamente sobre el extremo del cuenco y éste dio la vuelta sobre él, cubriéndolo. Se escucharon golpecitos aterrorizados desde su interior, y Verden Brillo de Hoja sacudió la cabeza, desalojando accidentalmente al roncante Gran Bulp. Éste rebotó sobre la piedra bajo la cabeza del dragón, soltó un gritito, se dio la vuelta y volvió a dormirse. Verden alargó una garra para alzar el recipiente de modo que Gandy pudiera arrastrarse al exterior.

El Gran Opinante farfulló algo ininteligible, se quitó el polvo y marchó cojeando. El reptil echó una mirada al volcado cuenco, y luego clavó en él la vista con más atención. Sus ojos se desviaron de nuevo hacia la pared esculpida del otro extremo de la sala; las placas de los agujeros asesinos eran de diferentes metales, y cada una estaba profusamente decorada según el antiguo estilo ergothiano en el que un diseño podía ser visto de muchos modos, en apariencia todos distintos, aunque todos expresaran el mismo concepto.

Los escudos que seguían en su lugar sobre la pared representaban a seis de las nueve deidades que los monjes humanos de Tare habían denominado la «Tríada Base». Los dioses. Solinari estaba allí, flanqueado por Majere y Paladine; luego estaba Sargonnas, a continuación tres agujeros abiertos, seguidos por Lunitari y Gilean. Se dijo que, teniendo en cuenta su situación en el círculo, los dos escudos invertidos que colgaban bajo sus aberturas correspondientes podrían ser Nuitari y Takhisis. Pendían de sus goznes, óvalos en blanco con los rostros boca abajo, ocultos, vueltos hacia la pared. Éstos, y un agujero sin escudo.

Volvió a mirar el «cuenco para estofado» que tenía junto a ella, y lo reconoció. Era la placa que faltaba; un escudo ovalado de hierro, con un intrincado símbolo labrado en el metal. El emblema del dios que faltaba.

—Reorx —musitó, y el óvalo de hierro repicó débilmente como si repitiera el nombre.

Fallo el Supremo despertó de improviso, se sentó en el suelo y bostezó poderosamente.

—Hora de desayuno de Gran Bulp, dragón —manifestó, alzando la mirada hacia ella—. ¿Tú tener estofado?

—¡Silencio! —ordenó Verden—. ¡Escucha!

—No oír nada —repuso él, sacudiendo la cabeza tras escuchar durante un rato.

Pero Verden oía algo. En su mente, y muy cerca, había otra voz, el rugido sarcástico de Fuego Garra Candente.

Te encontré, lagartija verde, ronroneó, maligna, la mente del Dragón Rojo. Y veo que sigues malgastando el tiempo con esas criaturas patéticas. ¿Te mato a ti primero, lagartija verde? ¿O tal vez resultaría divertido dejarte contemplar cómo frío a tus amiguitos antes de que mueras? Tanto me da, sabandija. Por fin te he encontrado.

En algún lugar en el interior de Xak Tsaroth, en un punto no muy lejano, se escuchó un rugido que parecía el de un centenar de forjas enanas, con los fuelles funcionando a toda potencia o el de las llamas de un horno gigantesco avanzando veloces por pasadizos de piedra.

El Gran Bulp lanzó un alarido, se golpeó la cabeza contra la barbilla de Verden y trepó por el rostro de la hembra de dragón, en busca de refugio. Volvió a aullar y se aferró a la cada vez más erizada cresta mientras la criatura flexionaba los enormes músculos y se erguía, extendiendo las alas.

Toda la frustración, toda la rabia y humillaciones reprimidas en su interior se alzaron en un crescendo de alegría salvaje al tiempo que los verdes ojos se encendían y entrecerraban. Siseó un grito de guerra. Se había visto impotente, impotente para ocuparse de las necias criaturas que la rodeaban; pero nada en la maldición que había caído sobre ella la dejaba impotente ante Fuego Garra Candente.

Un júbilo intenso, como oleadas de un calor prodigioso, fluyó por todo su ser. Recogió del suelo el escudo de Reorx y lo oprimió contra el pecho, sólo vagamente consciente de que había levantado también a otro enano gully con él. Ese enano se sujetó con fuerza a las relucientes escamas y trepó, ágil como un lagarto arbóreo, por el hombro y a lo largo del cuello, dirigiéndose hacia el lugar donde el Gran Bulp permanecía asido con fuerza sin dejar de farfullar por lo bajo.

Verden Brillo de Hoja apretó el escudo de hierro contra el pecho, y el pedazo de metal permaneció allí, como si estuviera pegado a las escamas. Reposó entre los dos enormes hombros esmeralda como un medallón de hierro rojo orín sobre un campo verde.

«Pedí la ayuda de un dios —pensó—, Reorx, agradezco tu presencia».

Verden Brillo de Hoja no aguardó a que Fuego Garra Candente fuera a ella, y con un poderoso batir de las alas desplegadas, se puso en pie y fue a su encuentro.

Una manada de enanos gullys que huían farfullando cosas sin sentido, con los faldones humeantes, salieron del pasadizo principal justo cuando ella lo alcanzaba. En medio de un coro de alaridos, los recién llegados se dieron de bruces contra el suelo y resbalaron a un lado mientras el Dragón Verde pasaba a unos pocos centímetros por encima de ellos, y penetraba como una flecha en el interior del túnel que serpenteaba hacia lo alto.

Las superficies de roca pasaban a toda velocidad junto a Verden, mientras ésta recorría el sinuoso pasillo como una exhalación, con las alas echadas hacia atrás y susurrando sobre las oscuras paredes de cada lado, las patas delanteras bien dobladas contra el cuerpo y las traseras colgando junto a la chasqueante cola.

En lo alto de la testa, justo en la parte superior de la enorme cresta, dos aghars se sujetaban con frenética desesperación, dando tumbos a un lado y a otro en tanto que sus dedos se aferraban a ella. Nada más doblar el primer recodo, el Gran Bulp estuvo a punto de soltarse, pero Lidda le asestó un mamporro en el oído para obligarlo a prestar atención.

Otro recodo, y allí estaba Fuego Garra Candente, enorme y de un color rojo rubí, en medio de la penumbra, con lenguas de fuego surgiendo por entre los colmillos largos y afilados como espadas. Era casi dos veces el tamaño del Dragón Verde y parecía ocupar todo el túnel. En cuanto vio a su adversaria, el reptil abrió de par en par las fauces, preparándose para vomitar otra llamarada tan pronto como la hembra de dragón aminorara la velocidad.

Pero ésta no redujo la velocidad. En lugar de ello hizo chasquear la cola, dio un nuevo acelerón y, en el último instante, se lanzó a toda velocidad por el túnel hasta ir a parar, panza arriba, justo debajo del sorprendido Rojo, al que arañó violentamente con las afiladas garras. Su paso bajo el reptil rojo dejó profundos desgarrones en el blando bajo vientre de su oponente, que rugió y escupió fuego, pero sin encontrar un blanco. Más pequeña, veloz y ágil que el enorme Dragón Rojo, Verden Brillo de Hoja se encontraba ya detrás de él, enderezándose y preparándose para el ataque.