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Las maravillas de la «ipiración»

—Antes de ayer, alguien hacer todos los sitios —reflexionó en voz alta Garabato, sin importarle realmente si alguien lo escuchaba o no—. Rocas y llovizna, hojas y colinas, barro y agujeros… Alguien hacer que todas estas cosas aparecer. Incluso hacer cielo, «pobablemente». Alguien decir, «ser cielo», y allí estar cielo.

A su alrededor sus estudiantes removieron los pies y uno espetó:

—¿Y qué? ¿Quién necesitar cielo?

—Ser necesario tener cielo —explicó Garabato, esforzándose con el concepto—. Todos sitios bajo cielo. «Anque» cielo, no ser un sitio que tener sitios debajo.

Impresionado con su propia lógica, bizqueó con ferocidad y deseó que alguien consiguiera de algún modo recordar lo que acababa de decir, para así podérselo repetir a él más tarde. Sabía que no era probable que volviera a dar con aquel retazo de exquisita sabiduría.

Como siempre que sentía la necesidad de enseñar, Garabato estaba encaramado en un puesto alto, con sus alumnos reunidos en torno a él. El lugar elevado elegido para ese día era un peñasco semienterrado en un claro pantanoso, cercano a las viejas ruinas de Altos que la tribu ocupaba de momento. El pedrusco era una buena elección, pues una reunión anterior celebrada justo el día antes, había quedado disuelta con premura al descubrirse que la tribuna del orador era un hormiguero en activo.

Los «alumnos», como de costumbre, eran una docena más o menos de otros enanos gullys que se encontraban allí porque no tenían nada mejor que hacer en aquel momento.

Entonces, uno de ellos —un joven y fornido aghar llamado Bron, que acostumbraba estar a cargo del legendario Gran Cuenco de Estofado y, según recordaba vagamente Garabato, estaba también emparentado con alguien importante— levantó una mano vacilante.

—¿Todo eso suceder antes de ayer?

—Ajá —respondió el otro, asintiendo con la cabeza—. Cielo, lugares, todo, todo hecho antes de ayer.

—¿Cuánto tiempo antes de ayer?

—Mucho tiempo —decidió Garabato, torciendo pensativo el rostro de barba rala—. Antes de ayer de antes de ayer. Hacer mucho tiempo.

—¿Qué era lo que ser hace mucho tiempo? —inquirió un ciudadano de barba rizada llamado Pook.

—Hacer mucho tiempo alguien crear todo —repitió Garabato, paciente, pues ya había observado que los períodos de atención de algunos eran más cortos que los de otros.

—¿Quién hacer? —se preguntó el mismo enano en voz alta.

—Alguien —recalcó el otro.

—¿Alguien hacer todo eso? —inquirió Bron, escéptico—. ¿Hacerlo todo? ¿Lugares, cielo, tortugas? ¿Incluso nosotros?

—Ajá. Alguien.

—¿Hacer cosas, también? —Bron resultaba imparable—. ¿Como ratas y árboles y marmitas de estofado? ¿Y… y champiñones, «isturmentos atizadores»… y dragones y bichos?

—Ajá —le aseguró Garabato—. Hacer todas cosas, hacer toda gente.

—¿Porqué?

—No saber —admitió Garabato. De todas las preguntas que escuchaba en ocasiones, ésa era la más difícil—. No tener mucho sentido, ¿verdad?

—Alguien bastante estúpido, hacer todo eso sin motivo —indicó otro alumno, en esta ocasión una joven enana llamada Tarabilla, una de sus oyentes habituales. Los alumnos iban y venían, y Garabato jamás sabía quiénes o cuántos podían presentarse cuando iniciaba un «charla y cuenta». La participación en un grupo de «charla y cuenta» requería pensar, y pensar no ocupaba los primeros puestos en las listas de prioridades de la mayoría de aghars.

Pero Bron y Tarabilla, y un cambiante corrillo de otros, se encontraban allí la mayoría de las veces; en ocasiones Garabato se sentía satisfecho ante su interés. Ser un filósofo, probablemente el único filósofo que la tribu de Bulp había poseído jamás, a menos que se tuviera en cuenta al Gran Opinante, era un trabajo duro se mirara como se mirara. Pero ser únicamente un filósofo habría sido peor.

Desde luego, no se consideraba a sí mismo como un filósofo; siendo tan sólo un enano gully, no habría sabido lo que significaba tal palabra ni posiblemente cómo pronunciarla. Pero, desde luego, era diferente de la mayoría de los que lo rodeaban. Toda su vida, al parecer, se había sentido desconcertado por las cosas que otros parecían dar por sentado: como por qué es caliente el fuego; y cómo es que uno se cae si levanta ambos pies al mismo tiempo; y qué es lo que hace que las babosas saladas se vuelvan irritables.

Un buen día, durante la migración de la tribu desde Ese Sitio, que había sido Este Sitio hasta que lo abandonaron, para dirigirse al actual Este Sitio, que todavía no habían hallado, se vieron obligados a cruzar en fila india por un antiguo puente sujeto por cuerdas que salvaba una amplia sima. El fondo del abismo estaba repleto de edificios abandonados y en ruinas, que sin duda habían estado habitados por Altos en el pasado, aunque entonces ya se habían marchado.

No habían tenido intención de detenerse: una vez que se ponían en marcha, la inercia propia a todos los aghars los obligaba a no parar hasta que el Gran Bulp decía «detener»; pero el Gran Bulp se encontraba durmiendo en ese momento por lo que varios enanos robustos habían atado una soga a su alrededor, pasado un poste por el bramante, y lo transportaban de esta guisa mientras dormía.

Justo debajo del ruinoso puente había el desmoronado armazón de un enorme edificio coronado por una espiral de oro afilada como una daga que todavía se mantenía en pie, y cuya punta se hallaba tan sólo a unos pocos metros bajo la pasarela.

Garabato se había inclinado sobre el borde para poder ver mejor, y de improviso se encontró colgando de la punta de la espira de oro, que había atravesado su ondeante capa de piel de pavo cuando él cayó.

Necesitaron casi todo un día para rescatar al enano, y el Gran Bulp se enfureció con él cuando despertó. No obstante, durante el proceso de desensartar a su compañero, se habían dedicado a explorar el viejo poblado y descubierto gran cantidad de buenos túneles y filtraciones, y una abundante población de bichos. Su caudillo paseó de un lado a otro, recorriendo el entorno con la mirada, escoltado por el viejo Gandy, y decidió que aquel sitio era un Este Sitio tan bueno como cualquier otro que pudieran encontrar.

En realidad, había resultado ser un excelente Este Sitio. Disponía de agujeros en los que escabullirse, y el agua no era peor que en otros lugares en los que habían estado; los que se encargaban de llenar las marmitas disponían de prados y cuevas próximas donde podían encontrar cosas verdes, amarillas y también champiñones. Los únicos inconvenientes serios eran las frecuentes tormentas eléctricas, alguna que otra estruendosa manada de Altos cruzando el puente, y un ogro tuerto que vivía en las cercanías y resultaba, por lo tanto, una plaga para el vecindario.

Sin embargo, una vez considerados los pros y los contras, ese sitio era un Este Sitio bastante bueno, y había sido el descuido de Garabato el que había propiciado su descubrimiento.

A partir de ese día, el enano había sido un enano gully diferente. «La vida es como un puente —intuyó—, y los que lo cruzan sin detenerse a mirar acaban viviendo en otra parte». No estaba muy seguro de lo que aquello significaba, pero sonaba muy atinado. Y allí donde residía una idea tan buena y persistente, podía existir una clave sobre cómo dominar las ideas.

Decidió pues que era responsabilidad suya descubrir a su gente las maravillas que los rodeaban y, tal vez, enseñar a otros cómo hacer lo mismo de modo que pudiera echarse una siesta de vez en cuando. Así fue como Garabato se encontró conduciendo, en la medida de sus capacidades, a la tribu de Bulp hacia la luz de la razón.

Garabato había tenido una «ispiración».

—Alguien hacer todo —continuó, sin hacer caso de la pobre opinión que mostraba Tarabilla con respecto al gran hacedor—. Tener que haber motivo. Alguien tener algo en mente. Alguien hacernos, también, así que deber existir razón para que nosotros existir. Quizás ese alguien nuestro jefe.

—Gran Bulp nuestro jefe —indicó Bron.

—Gran Bulp realmente majadero —manifestó Tarabilla—. Un fastidio casi todo el tiempo, y el resto dedicar a roncar. Gran Bulp no ser más que zoquete inútil.

—Sí —coincidió alegremente su compañero—, ese ser Fallo sin duda. Fallo el Sumo. Fallo Atizador de Dragones, mi querido papá. Ser jefe bastante bueno.

—Sólo cuando dama Lidda tener mando —intervino la enana.

—Gran Bulp tan gran jefe como esto —explicó Garabato, impávido, extendiendo las manos y sosteniéndolas ante él a unos seis centímetros una de la otra—. Pero Gran Bulp nunca hacer nada «esepto» ruido y follones. Quizás alguien jefe como esto. —Separó las manos a una prudente distancia—. Gran jefe, tal vez.

—Si nosotros tener jefe tan grande, ¿cómo ser que yo nunca ver por ahí? —inquirió uno de los alumnos, sacudiendo la cabeza.

—No tener ni idea —admitió Garabato. El esfuerzo mental empezaba a agotarlo, por lo que decidió que ya era suficiente por aquel día—. Eso ser todo más o menos —dijo—. ¿Alguna pregunta?

—Claro —manifestó Pook, alzando una mano—. ¿Cuándo comer?

En ese instante, una voz asustada chilló desde algún punto no muy lejano.

—¡Estar viniendo! ¡Correr como locos!

Garabato saltó de su roca y corrió en busca de refugio, seguido de cerca por su asamblea. En un instante, el claro quedó vacío a excepción de una pequeña nube de polvo y tres enanos gullys, uno de los cuales había tropezado con una raíz y los otros dos con él. Los caídos se enderezaron y gatearon en busca de un lugar seguro.

Bron atisbó por un agujero en un terraplén de arcilla. Procedente de las paredes del desfiladero situado sobre la ciudad en ruinas se escuchó un tronar sordo; luego aparecieron Altos montados a caballo: una masa compacta de humanos cubiertos con armaduras, a lomos de enormes bestias, que cruzaba al galope el viejo y desvencijado puente. Eran docenas de jinetes.

Justo detrás de Bron, Tarabilla reptó al frente, en un intento de ver por sí misma lo que sucedía; pero los fornidos hombros del enano le impidieron el paso.

—¿Altos otra vez? —preguntó. Bron asintió, un gesto que no sirvió de nada porque la enana no podía ver su cabeza. La joven encontró una ramita dura y se la hundió en las costillas a su compañero—. ¿Altos otra vez? —repitió.

—Sí, Altos —gruñó él—. Igual que siempre.

—¿Cuántos? —inquirió Tarabilla.

—Dos —respondió el gully—. ¡Dejar eso!

La carga de jinetes acorazados cruzando el viejo puente fue un tamborileo discordante que resonaba por todo el cañón. Pero no duró mucho tiempo. En unos instantes, los humanos y sus caballos habían pasado y desaparecido más allá del margen sur. De uno en uno, de tres en tres y de cinco en cinco, los enanos gullys salieron de sus escondites a lo largo de todo el suelo del desfiladero y regresaron a lo que habían estado haciendo.

El paso ocasional de hombres a caballo y armados por el puente que cruzaba sobre sus cabezas se había convertido en un suceso corriente en Este Sitio. Nadie tenía la menor idea de quiénes eran esos Altos o por qué seguían pasando al galope por encima de Este Sitio: se había convertido en simplemente otro misterio más en un mundo lleno de misterios. Cuando sucedía, a todos les entraba el pánico al instante y huían despavoridos a ocultarse; pero en cuanto terminaba dejaban de preocuparse por ello.

Fuera de la vista, fuera de la mente. Era la forma de ser de los enanos gullys.

Sin embargo, Garabato había meditado sobre los Altos en ocasiones. Aceptaba que hordas armadas de criaturas formidables pudieran pasar, en medio de un ruido ensordecedor, por encima de su cabeza de vez en cuando; pero, cuando aquello empezaba a suceder casi diariamente, no podía evitar hacerse preguntas. Entonces tuvo una inspiración: tal vez alguien debería ir a averiguar quiénes eran esas gentes y qué era lo que hacían. Cuadrando los hombros con determinación, Garabato fue en busca de Gandy. Tal vez el Gran Opinante tuviera una idea sobre cómo resolver este misterio.

La caminata desfiladero arriba quedó interrumpida casi antes de iniciarse. El tercer edificio de la hilera situada frente al pequeño arroyo todavía lucía algo parecido a un techo, y Fallo el Supremo, Gran Bulp y Señor Protector de Todos Aquellos Que Eran Importantes, había establecido allí su cuartel general. Normalmente, eso sólo significaba que el enano dormía allí; pero, en esos instantes, el edificio era escenario de ajetreada actividad.

Alguien, al parecer, había descubierto una grieta en los cimientos posteriores, y se había abierto paso a su interior en busca de ratas. Sin embargo, en lugar de ratas el explorador había encontrado un viejo riachuelo, de apenas treinta centímetros de anchura, que se hundía en las profundidades de la ladera y surgía en algún punto al otro lado en el fondo de un sumidero.

Había sido un gran descubrimiento, y no se debía pasar por alto. En esos momentos, al menos la mitad de la tribu estaba reunida en el lugar, y se estaban llevando a cabo importantes trabajos de minería en el interior. Enanos gullys entraban y salían en tropel del inmueble, transportando carretadas de piedras rotas y arcilla extraída. Entretanto, otros situados en el interior cavaban la hendidura, ensanchándola para que el gordinflón Gran Bulp pudiera pasar por ella y ver lo que había al otro lado.

Mientras supervisaba el proyecto, Fallo el Supremo se había echado a dormir y yacía enroscado y roncando justo ante la vieja entrada, de modo que las filas de mineros que iban y venían se ondulaban en aquel punto a medida que cada uno de ellos saltaba sobre su glorioso jefe o se limitaba a trepar por encima para pasar al otro lado.

Pero, justo en el instante en que Garabato pasaba por delante, Fallo el Supremo giró sobre sí mismo mientras dormía, lo que provocó que dos o tres mineros dieran un traspié, atravesaran rodando el portal y chocaran contra los que se encontraban al otro lado. Los afectados, por su parte, se dieron de bruces con otros que los rodeaban, y en un instante Garabato yacía boca abajo, frente a la casa, con un buen montón de enanos gullys apilados sobre él.

—Ratas —masculló, incorporándose finalmente, una vez que el montón de cuerpos le desapareció de encima.

Había ido en busca del Gran Opinante, pero entonces por mucho que lo intentaba no conseguía recordar para qué quería verlo. Así pues, a la vista de que no tenía otra cosa mejor que hacer, siguió a su nariz hasta el interior del cuartel general. En aquellos momentos se estaba preparando estofado, un estofado tan fresco que algunos de sus ingredientes se agitaban todavía.

Alguien que trabajaba en el túnel había descubierto una veta de pirita, y los mineros se habían desviado hacia un nuevo pozo en persecución de piedras brillantes. En honor de la ocasión, la dama Lidda había ordenado sacar el legendario Gran Cuenco de Estofado.

El Gran Cuenco de Estofado se usaba raras veces, porque medía más de medio metro de ancho y estaba hecho de hierro macizo. Simplemente, moverlo de un lugar a otro requería el concurso de dos o tres aghars corrientes; aunque unos pocos de entre ellos —notablemente Bron— podían transportar el artilugio con relativa facilidad. Era por ese motivo que el joven gully acostumbraba estar a cargo del enorme utensilio, y la razón de que Bron fuera tan fuerte podría muy bien ser que habitualmente cargaba con el Gran Cuenco de Estofado cuando la tribu emigraba de un Este Sitio a otro Este Sitio.

Pero el descubrimiento de pirita era una ocasión especial, y el enorme cuenco llano había sido arrastrado con un gran esfuerzo hasta una lumbre, donde rebosaba de borboteantes, culebreantes y exquisitos manjares.

No fue hasta dos días más tarde, cuando otra atronadora hueste de humanos atravesó traqueteante el viejo puente, que Garabato recordó la idea que había tenido. Alguien debería ir y averiguar qué estaba sucediendo. De nuevo marchó en busca del Gran Opinante.