17
La Torre de Tarmish
Justo en el momento en que el dragón pasaba raudo sobre Tarmish, el trío de guardianes de Thayla Mesinda que transportaba las raciones del día en bandejas y cestos, descorrió el cerrojo de la puerta de la estancia. Nada más oír el sonido de la pesada puerta al abrirse, Bron siseó:
—¡Todo mundo correr como loco!
De este modo, con lo primero que los tres ancianos se encontraron fue con una avalancha de enanos gullys que corrían despavoridos, pasando a toda velocidad por su lado o escurriéndose por debajo de ellos en su huida en busca de refugio. Antes de que pudieran reaccionar, se vieron derribados, aporreados por pies apresurados y empujados con malos modos de vuelta al pasillo. Cestos y bandejas volaron por todas partes, y uno de los guardianes desapareció por el hueco de la escalera, en un revoltijo de brazos y piernas en movimiento, ropas brillantes y enanos gullys que se sujetaban a lo que fuera.
Cuando los otros dos recuperaron la calma y miraron al interior de la iluminada estancia, no vieron a un solo enano gully por ninguna parte. Pero sí había otra cosa: justo al otro lado de la puerta que daba a la terraza, Thayla Mesinda —a la que de repente parecían haberle crecido brazos y piernas de más— permanecía acurrucada, presa del pánico. Y un poco más allá, a poca altura, había un dragón enorme, que flotaba, majestuoso, sobre unas grandes alas extendidas.
Los dos guardianes contemplaron la visión de hito en hito; luego, dieron media vuelta y huyeron por donde habían venido.
En la terraza, Bron había estado intentado huir en busca de refugio; pero, cada vez que se movía, la joven humana le cerraba el paso, intentando ocultarse tras él. Acorralado y desesperado, el enano se volvió hacia el dragón, agitando su instrumento atizador.
Pero la criatura no atacó. En su lugar, se limitó a contemplarlos unos instantes, dio la vuelta y se alejó por los aires.
—¡Uf! —respiró el gully, observando cómo se alejaba.
—¡Cáspita! —exclamó Thayla Mesinda, y miró a su héroe con ojos aprobatorios—. Eres muy bueno, para ser un… para lo que seas —le dijo—. Lo hiciste huir.
El dragón describió círculos y revoloteó sobre las huestes gelnianas reunidas fuera de Tarmish. Luego batió perezosamente las alas y se elevó para alejarse en dirección a las arboladas colinas.
Cuando desapareció, Bron suspiró aliviado y contempló en derredor, preguntándose adonde habían ido todos. Vio a Tunk, o al menos su parte posterior, retorciéndose y pateando la base de un cofre bajo de bronce. El enano había intentado introducirse bajo el objeto para ocultarse, pero la abertura resultaba demasiado pequeña, y tenía la cabeza encajada, en tanto que el resto del cuerpo forcejeaba para liberarla. Pook miraba a hurtadillas desde detrás de una gruesa puerta abierta en la habitación interior, y Hatillo descendía de una maceta en aquel momento. A la vuelta de la esquina, Guiñapo y unos cuantos más acababan de aparecer de debajo de un sofá.
—Dos —Bron los contó con el entrecejo fruncido por la concentración—. Más de dos. Aunque, yo pensar que haber más de eso. ¿Dónde «toos» los demás?
—Algunos salir por esta puerta —indicó Pook—. Algunos Altos, también.
—No necesitar más Altos —repuso Bron, bizqueando mientras alzaba los ojos para mirar a la muchacha situada junto a él—. Ya tener uno. Un real fastidio.
Thayla se encaminó hacia la puerta abierta. Al otro lado había un estrecho pasillo ennegrecido por el humo, y una escalera de piedra que conducía hacia arriba a la izquierda y hacia abajo a la derecha.
—Imagino que éste es el camino de salida —anunció—. Venid.
—Venir ¿dónde? —Bron la miró con expresión ceñuda.
—Fuera —explicó ella—. Estás aquí para sacarme de este lugar, ¿no es así?
—No saber —respondió él.
—¡Bueno, pues así es! Eso es lo que hacen los héroes. De modo que vamos, sácame de aquí.
—Vale —respondió el enano, encogiéndose de hombros otra vez. Nada de todo aquello tenía sentido para él, pero la mujer Alta parecía comprender la situación—. Todo mundo seguir —ordenó y, sosteniendo su instrumento atizador ante él como un escudo, escudriñó el pasillo desde detrás de la gruesa puerta, antes de cruzar el umbral. Luego, con el resto de enanos pegados a sus talones, giró a la derecha y empezó a descender por los peldaños de piedra de la escalera de caracol.
Pero, unos cuantos escalones más abajo, se detuvo y tuvo que apuntalarse para no caer cuando algunos de los que lo seguían, contemplando embobados el mosaico de la sillería de la torre, se le echaron encima.
—¿Por qué parar Bron? —preguntó alguien.
—Alguien venir —contestó él—. ¡Chist!
—¿Qué?
—¡Chist!
—¿Por qué Bron dice, chist?
—¡Callar!
—Ah. Vale. —El parloteo amainó. En algún punto de abajo, unos sonidos débiles aumentaron en intensidad, acercándose.
—Mejor ir otra dirección —decidió Bron.
Se dio la vuelta con rapidez, tropezó con Tunk y quedó tendido sobre los escalones, pero enseguida se incorporó, rezongando.
—No podemos subir —protestó Thayla—. Estoy segura de que el camino de salida no está ahí arriba. Tiene que estar abajo.
—Alguien venir de ahí abajo —explicó Bron—. Nosotros subir.
—No creo que estemos haciendo muchos progresos para escapar —comentó la muchacha.
Pero dio la vuelta, se alzó el repulgo de la falda con elegancia, y encabezó la marcha. Al llegar a la puerta abierta por la que acababan de salir, dos o tres enanos gullys se desviaron, curiosos, pero Bron los hizo regresar.
—Ya haber estado ahí —dijo—. Ir a otra parte diferente.
Los sonidos de abajo sonaban cada vez más fuertes. No había duda de que alguien subía. Muchos «alguien».
La escalera ascendía, muy empinada, siguiendo el muro interior de la torre. En lo alto, había un rellano construido con tablones y un corto pasillo iluminado por antorchas medio apagadas. Al final del corredor se veía una enorme puerta reforzada de hierro.
Los aghars frenaron en seco ante ella y contemplaron, boquiabiertos, el cerrado portal.
—Vaya —dijo uno—. Callejón sin salida.
—A lo mejor poder cavar «gujero» —sugirió otro—. O derribar. Bron ser muy fuerte. Bron derribar puerta.
—Vale —asintió éste.
Retrocedió, cogió carrerilla, y se preparó para el encontronazo, pero todo lo que consiguió fue chocar violentamente contra los gruesos maderos y rebotar. Retrocedió a toda prisa, llevándose a dos o tres otros enanos gullys con él, pero iban tan deprisa, que patinaron hasta el extremo del rellano y rodaron unos cuantos peldaños antes de conseguir frenar su carrera.
—¡Oh, por el amor del cielo! —suspiró Thayla, y con una delicada mano sujetó la adornada barra de la puerta y tiró. El portal se abrió con suavidad, girando sobre goznes bien aceitados. La joven pasó al interior, seguida por sus acompañantes.
La habitación en la que se encontraron era de forma circular, y ocupaba todo el piso superior de la enorme torre. Abiertos soportales miraban al exterior en todas direcciones, y los situados en la pared este conducían a un estrecho balcón cerrado por una barandilla.
—Los aposentos de lord Vulpin —murmuró Thayla, mirando de hito en hito a un lado y a otro.
El piso alto de la torre estaba suntuosamente amueblado. Las paredes estaban ocupadas por magníficos cofres y baúles de esmaltada y dura madera; algunos estaban ribeteados con filigrana de oro, otros con brillantes tiras de cuero. Cerca del portal occidental se alzaba un gran telescopio de latón construido en el más depurado estilo de los Enanos de las Montañas, colocado sobre un trípode de plata, y frente a él se encontraba una solitaria silla, profusamente tallada hecha de madera oscura y bronce, con mullidos almohadones de raso.
—Vaya —musitó Tunk, trepando hasta el asiento de la alta silla—. No estar nada mal.
Los sonidos procedentes del hueco de la escalera habían aumentado de potencia, y pudieron oír el claro eco de voces enfurecidas de Altos que se acercaban.
Thayla se dirigió hacia la puerta; pero, antes de que pudiera cerrarla, una horda de enanos gullys se coló al interior.
—¡Eh, vosotros! —Bron los saludó con la mano desde la repisa del portal occidental—. ¿Dónde haber estado todos?
—Abajo —explicaron varios de ellos a la vez.
—Tener compañía pronto —dijo Guiñapo, señalando a la puerta abierta, donde los ecos de las voces humanas se habían convertido en un sonoro murmullo. Alzándose por entre las voces se escuchaba el característico tintineo de las armas desenvainadas—. ¿Por dónde salida?
—No saber —admitió Bron—. Tal vez no haber.
—¡Oh! —exclamaron varios de ellos.
—Entonces, ¿qué hacer nosotros? —quiso saber Guiñapo—. ¿Esconder, quizá?
—¿Por qué no cerramos la puerta? —sugirió Thayla Mesinda.
—Buena idea —dijo Bron—. Alguien ir cerrar puerta.
Obedientes, media docena de ellos corrió al exterior y, al cabo de un momento, la puerta se cerró violentamente detrás de ellos. Se produjo una pausa y enseguida se escuchó el sonido de pequeños puños aporreando las planchas de madera. La joven meneó la cabeza con incredulidad, fue hasta la puerta y la abrió. Los enanos gullys se amontonaron en el interior, con expresión avergonzada.
—Vaya —dijo uno de ellos.
La joven humana cerró la puerta de golpe y corrió el pesado pasador, en el mismo instante en que el primero de los guardias de la torre de lord Vulpin aparecía por la escalera. Los gritos de los hombres quedaron ahogados por el portazo.
Bron, entretanto, había arrastrado un gran cofre de madera hasta donde se encontraba el telescopio. Encaramándose en él, el aghar apretó el ojo contra el cristal del instrumento, dio un respingo, asustado, y se echó violentamente hacia atrás. En un santiamén, se encontró de espaldas sobre el suelo, con los ojos desorbitados por el susto.
Thayla Mesinda lo contempló, sorprendida, unos segundos. Luego, se acercó al cristal y miró. El instrumento era de la mejor calidad, obra de expertos vidrieros de la fortaleza montañosa de Thorbardin: visto a través de sus lentes, el ejército gelniano, que avanzaba por los campos de cultivo situados a los pies de la fortaleza, parecía encontrarse apenas a unos metros de distancia.
—No es más que un cristal para ver lejos —explicó a Bron—. No es mágico.
Curiosa, hizo girar el artefacto a un lado y a otro, estudiando las hordas de hombres armados que cercaban la fortaleza. Había miles de guerreros de todas clases, avanzando en apretadas y disciplinadas hileras y filas. Los que se encontraban más cerca eran concentraciones de compañías de arqueros y alabarderos, flanqueadas por unidades de caballería acorazada, lanceros formidables sobre enormes caballos de guerra, y tropas de saqueadores de las llanuras sobre veloces monturas. Grandes compañías de infantería, con escudos, espadas y hachas, seguían a los asaltantes. Detrás de ellos iban grupos de hombres y animales de tiro, y cada cuadrilla se ocupaba de las altas torres de asedio que rodaban majestuosas, aproximándose cada vez más a las murallas de Tarmish.
—Me parece que están planeando una guerra —dijo en voz alta Thayla, dirigiéndose a sí misma—. Me gustaría saber por qué.
Bron había vuelto a encaramarse al cofre, y la joven se apartó del telescopio.
—Ten —dijo—. Echa una mirada. No te hará daño.
—¡Uf! —suspiró el enano, escudriñando el paisaje—. Barbaridad de Altos.
Alguien aporreó la puerta atrancada, y se escucharon unas voces amortiguadas.
—Enanos gullys —dijo un humano—. Los vi. No pueden resultar un gran problema.
—Pero se encuentran en los aposentos de lord Vulpin —objetó otra voz—. A saber qué clase de revoltijo pueden organizar ahí dentro. Alguien debería ir a avisarlo.
—Su señoría está ocupado —refunfuñó una voz profunda—. Está en las murallas, organizando sus defensas. No tiene tiempo para enanos gullys.
—Pero la chica también ha desaparecido —chilló una voz aguda y anciana—. ¡Hay que localizarla!
—La encontraremos —espetó la voz áspera—. No puede estar muy lejos. ¡Pero primero saquemos a esos pequeños parásitos de las habitaciones de lord Vulpin! ¡Abrid esa puerta!
—Está atrancada —indicó otra voz.
—¡Entonces desatráncala, imbécil! Sube unas cuantas palancas. Si eso no funciona, la derribaremos.