13
Los perseguidores
—No está ahí —dijo Clonogh. Sus desesperados ojos destellaban en las sombras de su capucha—. En cuanto ese…, ese bárbaro de Ala Gris desapareció, lancé un hechizo de visión lejana hasta el lugar donde cayó. El esfuerzo me salió muy caro, pero lo intenté. El Colmillo no estaba.
—Alguien lo cogió, entonces —gruñó lord Vulpin—. ¿Viste a alguien que pudiera haberlo cogido?
—Había un hombre allí arriba —respondió el otro—. Lo vigilé. Ocultó a los asesinos muertos, y sus armas, y cubrió todo rastro de lucha. Y rebuscó por todas partes. Se empleó a fondo. —Vulpin paseó por la pequeña habitación de la torre. Era una imponente y oscura figura cuya armadura de acero y yelmo reticulado parecían tan parte de él como la implacable ambición que brillaba en sus ojos. La ondeante capa se abría con cada ráfaga de viento que penetraba por los abiertos pórticos. Hizo un alto para mirar al pie de las laderas, a casi dos kilómetros de distancia. Las fuerzas de Chatara Kral seguían descendiendo del bosque, con los estandartes relucientes bajo el sol de la mañana. Había ya centenares de luchadores en los campos, marchando en dirección a los muros de Tarmish, y parecía como si no dejaran de aparecer nuevos guerreros.
—Descríbemelo —ordenó—. Al hombre que viste en la ladera.
—Es un hombre joven —Clonogh bizqueó—, aunque desde luego no un muchacho. No es muy grande, pero sí fuerte, del modo en que un acróbata es fuerte. Muy delgado, muy veloz en sus movimientos. Cabello oscuro, barba oscura pero no una barba completa. Las mejillas estaban bien rasuradas, la barba cubría sólo la barbilla y llevaba bigote, bien cuidado. Calzas oscuras y un jubón también oscuro, botas altas, y empuñaduras de dagas sobresaliendo por todas partes. Debe de llevar encima una docena de cuchillos.
—No lo conozco. —Vulpin sacudió la cabeza—. Pero es uno de los mercenarios de Chatara Kral, sin duda. ¿Lo vigilaste?
—Lo vigilé mientras pude mantener el hechizo de visión —repuso Clonogh, estremeciéndose—. Ya os lo dije. Registró toda la zona. Si la reliquia hubiera estado allí, la habría encontrado. Y si la hubiera encontrado, yo lo habría visto.
—Otra persona, entonces —masculló el otro. Volvió a mirar a los ejércitos que se reunían en su valle, preparándose para el ataque—. Necesito ese artefacto —gruñó—. ¿Y ese bárbaro tuyo? ¿Ala Gris? ¿Existe alguna posibilidad de que te pueda haber engañado?
—¡No sabía nada! —protestó—. El hombre es un magnífico guerrero, pero en algunas cosas es un zopenco. Pensaba que el trofeo que transportaba estaba en mi bolsa. Creía que el Colmillo no era más que un bastón, y cuando lo necesitó lo usó como arma. ¡Lo arrojó lejos!
—Te protegía a ti y a tu… a lo que pensaba era tu misiva para mí —reflexionó Vulpin—. Tal vez debieras haber confiado en él, Clonogh.
—Y quizá debería haber llovido hoy —escupió Clonogh—. Pero no lo ha hecho. —Cuadró los estrechos hombros desafiante—. Al menos, quienquiera que tenga el Colmillo ahora, seguramente no será alguien capaz de utilizarlo. —Unos ojos nerviosos y en sombras se alzaron para contemplar a lord Vulpin desde las profundidades de su capucha—. Si Chatara Kral tiene el bastón, ya sabemos que ella tiene tanto de «inocente» como vos, milord.
—¡Pero podría encontrar a alguien que lo sea! —tronó el otro—. Yo lo hice.
Atravesó a grandes zancadas la habitación hasta un portal enmarcado en piedra que daba a los terrenos interiores de la fortaleza. Allí abajo, cientos de hombres corrían de un lado a otro, trasladando artillería defensiva hasta los muros exteriores, en preparación para el ataque gelniano. Compañías y batallones de tarmitianos, cuyas filas se veían incrementadas por los mercenarios de Vulpin, marchaban aquí y allá para reforzar los contingentes instalados en las muros.
Pero, por encima de todo el alboroto, en un jardín amurallado justo debajo de la torre de la fortaleza, una joven equipada con un cubo y un cacillo se dedicaba a regar unos macizos de flores. Una larga melena como oro hilado le caía por los hombros, y cuando miró a lo alto sus ojos reflejaron el azul del cielo veraniego.
—Thayla Mesinda —dijo lord Vulpin a Clonogh—. La escogí con sumo cuidado, y la he protegido desde el momento en que me hablaste del Colmillo de Orm. Es tan pura como un capullo, nigromante, y cumplirá exactamente mis órdenes.
—En ese caso también lo haría el Colmillo, si lo tuviéramos —se lamentó el hombre—. Pero no lo tenemos. Decidme, milord, si lo recuperamos…
—Cuando lo recuperemos —Vulpin le lanzó una mirada colérica—. Y tú, mago, más que nadie, deberías desear que sea pronto.
—Cuando sea rescatado —corrigió Clonogh—, exactamente ¿qué es lo que milord solicitará? —Agitó la mano con un gesto nervioso para señalar al oeste, donde los ejércitos gelnianos se agrupaban—. ¿Desearéis verlos a todos muertos?
—¡Sí! —gruñó. Luego, tras una pausa—. No, no muertos. En absoluto. Esclavos sin voluntad, que trabajen en mis campos, que sirvan mi mesa, que… que hagan cualquier cosa que les exija. —La alta figura paseó impaciente al tiempo que sus ojos brillaban con ansiedad—. ¡Una guardia personal compuesta de zombis, Clonogh! ¡Un ejército de zombis, que obedezca todas mis órdenes! Tarmish no es nada, Clonogh. Tarmish, y toda Gelnia, no es más que el punto de partida. ¡Desde aquí me abriré paso al exterior, un territorio tras otro! ¡Un imperio! ¡El mundo será mi imperio! Todo lo que necesito es ese único artilugio. El Colmillo de Orm.
Vulpin detuvo su deambular. Con los ojos iluminados por la ambición, miró los campos donde los ejércitos se habían colocado ya en posición de ataque. Sobre una loma, tras las líneas principales, se estaba levantando una brillante tienda de campaña.
—Ella lo tiene —rezongó—. Debe tenerlo a estas alturas. Hemos de conseguir recuperarlo.
Las sombras se intensificaron bajo la capucha del hechicero, como si éste se replegara sobre sí mismo interiormente. El Colmillo poseía tales poderes, y nadie lo sabía mejor que él, pues había pasado años estudiando los viejos pergaminos y rastreando la antigua reliquia. «Forjador de Deseos», lo había llamado alguien en tiempos remotos. Para el hombre que lo controlaba, todo era posible.
Lord Vulpin se volvió para mirar al mago, los ojos como puntos brillantes bajo el complejo calado de su yelmo.
—Tú lo perdiste, Clonogh. Tú lo recuperarás para mí. Ahí fuera está Chatara Kral. Irás allí, y me lo traerás.
—Milord —suplicó el hechicero, que se encogió ante la orden, como si lo hubieran azotado con un látigo—, ya sabéis el coste de mi magia.
—Lo sé. —La mirada del otro no mostraba la menor compasión, ni mortificación—. Cada conjuro te cuesta un trozo de tu vida. Un año, o tres, o cinco. Hiciste un mal trato a cambio de tu magia, Clonogh. Pero fue tu pacto, no el mío. Tu acuerdo conmigo es éste. —Extrajo un amuleto de sus ropas: una pequeña esfera de cristal con un único brillante punto de luz en su interior. Bromeando lo arrojó a lo alto, lo recogió con mano indiferente y volvió a lanzarlo. Disfrutaba cuando el mago lloriqueaba—. Tu espíritu vivo, Clonogh. Sostengo tu existencia misma en mi mano y mi precio por devolverla es el Colmillo de Orm.
—Rezad para que vuestra hermana no lo tenga —masculló el mago—. O, en el caso de que así sea, para que no averigüe cómo usarlo antes de que lo recuperemos.
—¿Y qué si lo hace? —Vulpin cuadró los hombros, dando la impresión de llenar todo el pórtico en el que se encontraba ahora, mirando al ejército gelniano—. ¿Dónde va a encontrar a un inocente entre esa chusma?
En voz queda, Clonogh pronunció un conjuro de transporte y desapareció.
—¿Otro año perdido más o menos, Clonogh? —murmuró el otro dirigiéndose a sí mismo—. Cielos, cómo vuela el tiempo.
En el linde del bosque, cosas pequeñas se movían por entre las sombras y diminutos rostros curiosos observaban con atención las extensas praderas donde los ejércitos de humanos realizaban misteriosas actividades.
—Altos seguro que tramando algo —decidió Guiñapo—. Dar vueltas como locos ahí fuera.
—Todos mirar todo rato ese edificio grande —observó Tunk—. ¿Qué poder haber ahí dentro? —Bron entrecerró los ojos, protegiéndose los ojos del sol con una mano mugrienta.
—Ojalá nosotros poder echar una mirada ahí —murmuró.
El bastón de marfil que empuñaba se estremeció ligeramente, el extremo ancho emitió un humeante fulgor rojizo, y de improviso ya no se encontraban allí. Donde había habido un grupo de enanos gullys, ya no había más que el silencioso bosque.
En un lugar donde todo era roca y silencio, Orm abrió los rasgados ojos y levantó la enorme y plana cabeza. Atisbó aquí y allá, zigzagueando impacientemente. Había vuelto a percibir su colmillo perdido, pero de nuevo tan sólo por un instante. En el interior del cubil, la gigantesca cola se agitó, y los resecos cascabeles zumbaron. ¡Alguien estaba jugando con él! Aquellas rápidas y provocativas catas de su diente eran breves, demasiado breves para que pudiera cobrar fuerzas para atacar. ¡Algo o alguien lo estaba provocando!
Pero, quienquiera que fuese, lo pagaría. Para conseguir despertar su colmillo, se requería como mínimo una inteligencia rudimentaria; su poseedor debía ser capaz de realizar deseos. Y sabía que el punto flaco de la inteligencia era una predisposición a dilatarse en sus propios pensamientos. Más tarde o más temprano, una prueba del colmillo se prolongaría el tiempo suficiente para permitirle efectuar su ataque. Enfurecido y hambriento, Orm aguardó.
Garabato el Filósofo se encontraba a punto de realizar un gran descubrimiento cuando llegó la inundación. La idea había tenido como punto de inicio algo que había observado con respecto a los champiñones. Incorporados a la olla del estofado, podían proporcionar un agradable sabor a los ingredientes, pero sólo si se usaban las proporciones adecuadas. Pocos champiñones, y el resultado era nulo; un exceso de ellos, y el estofado adquiría un claro sabor amargo. Había que emplear la cantidad justa.
Sin embargo, sólo en raras ocasiones se obtenía la cantidad justa de champiñones. ¿No sería agradable que alguien recordara, de un estofado a otro, cuántos debían añadirse?
Como la mayoría de aghars, Garabato carecía casi por completo del concepto de comparación numérica. Si algún miembro de la tribu era capaz de contar más allá de dos, nadie lo sabía porque no existía modo de expresar tal noción. No era propio de los enanos gullys echar cuentas.
Pero sí comprendían la idea de cantidad, y el enano había observado que podían realizarse comparaciones realmente magníficas sobre esa base. Un oso era más grande que una rata, y una chinche más pequeña que un pájaro; los Altos eran mayores que los enanos gullys, y el fuego era más caliente que la luz solar; el Gran Bulp roncaba más fuerte que ningún otro enano.
Las marmitas del estofado eran de distintos tamaños, que iban desde el caparazón de una tortuga o un casco mellado encontrado en un campo de batalla de Altos, hasta el Gran Cuenco para el Estofado, que era mucho más viejo que ayer y tenía algo que ver con el legendario dragón del Gran Bulp.
Acuclillado sobre el suelo arenoso del viejo aljibe, Garabato se puso a realizar dibujos en la arena, sacando la lengua, absorto en su concentración, mientras se afanaba con un palo, y ejecutaba círculos de distintos tamaños. Realizando un esfuerzo de imaginación, podría pensarse que los círculos representaban ollas de estofado.
Cuando hubo completado sus círculos, casi había olvidado el resto del asunto, pero se golpeó en la cabeza unas cuantas veces y ésta volvió a él: ¡champiñones!
Las setas, numéricamente, poseían las mismas limitaciones que el resto de cosas. Podía haber una, o más de una; pero en cantidad se las podía equiparar a un puñado de polvo, a un bocado, a una paletada o a un saquillo lleno.
Un puñado de champiñones probablemente sería excesivo para un bocado de estofado, pero tal vez no demasiado para un saquillo lleno. Laboriosamente, Garabato realizó unos curiosos dibujos en el interior de los círculos, con la esperanza de que cada uno de aquellos dibujos tuviera un cierto parecido a un champiñón.
Y mientras trabajaba, una profunda comprensión empezó a penetrar en su mente. «Si todos supieran que un círculo significa una olla de estofado y cada uno de los dibujitos un champiñón —pensó—, entonces cualquiera podría dar sabor al estofado estudiando los círculos de la arena».
En cierto modo la idea no parecía del todo correcta; pero el enano gully sentía que había dado con algo, sin duda alguna, sólo que ya no podía encontrar sus círculos porque se encontraban bajo el agua. Como también lo estaban, de hecho, sus pies. El agua seguía subiendo.
Así pues, Garabato estaba a punto de inventar el libro de cocina e, incidentalmente, la palabra escrita, cuando llegó la inundación.
Desde su llegada a Este Sitio, la tribu de Bulp había estado excavando una grieta situada detrás de uno de los viejos edificios. La abertura había sido muy angosta y estaba obstruida por cascotes, pero ellos la habían limpiado y ensanchado en su búsqueda de pirita; la bonita piedra amarilla que el Gran Bulp estaba convencido que podía tener algún valor.
La grieta se introducía en el interior de la ladera, hasta un viejo sumidero, con un lago en su fondo. Que el lago se volviera más profundo cada vez que llovía en las colinas, y llovía con frecuencia en esa estación del año, no parecía importante, ya que los enanos gullys tenían toda el agua que necesitaban en el pequeño arroyo que fluía por la garganta de Este Sitio.
Luego, otro día, había descargado una tormenta particularmente violenta en las colinas occidentales, en la que los relámpagos habían dibujado una danza frenética en las zonas altas, y los truenos retumbado como el fragor de tambores gigantescos. A continuación, todo el cielo occidental, junto con las colinas, había desaparecido tras una cortina de lluvia gris pizarra.
El momento culminante había llegado cuando un enorme ogro tuerto apareció, dando sonoras zancadas y farfullando, desfiladero abajo, transportando un estropeado garrote en una mano y parte de un caballo en la otra. Los enanos gullys habían huido despavoridos, refugiándose en escondrijos para observar su paso. Por lo que la criatura farfullaba mientras pasaba, se sobrentendía que la lluvia lo había expulsado de su hogar, pues su cueva, situada en alguna parte de lo alto de las colinas, estaba llena de goteras, motivo por el que había empaquetado sus posesiones y marchaba entonces en busca de un clima mejor.
Entrada la tarde, el pequeño arroyo se había convertido en un torrente desbocado, pero parecía haber alcanzado su punto máximo.
Aquella mañana había amanecido soleada y prometedora, a excepción de algunos inquietantes retumbos que sonaban en algún punto no muy lejano. Fallo el Supremo, Gran Bulp y Legendario Matadragones, había despertado hambriento e irritable, y no tardó en anunciar que estaba harto de vivir en un aljibe y que quería su desayuno en el exterior, a la luz del sol.
La sencilla petición se transformó en una empresa importante. En primer lugar tuvieron que retirar la pirita amontonada en los escalones del aljibe; luego, hicieron falta varias docenas de enanos gullys para trasladar al Gran Bulp hasta lo alto. En algún punto de la fila, Fallo empezó a sentir vértigo, y se desmayó y rodó por la escalera cada dos por tres.
Siguiendo instrucciones de su esposa y consorte —la dama Lidda—, acabaron por vendar los ojos a su cabecilla. Luego se organizaron en grupos para conseguir llevarlo hasta arriba. Unos tiraron, otros empujaron, en tanto que los demás se apelotonaron abajo para atraparlo si caía.
—Fallo un auténtico zoquete —había declarado la dama Lidda, trepando por la pared vertical para encontrarse con su amo y señor cuando éste saliera al exterior—. Pero todavía ser nuestro glorioso Gran Bulp.
Otro problema fue el Gran Cuenco para Estofado, que seguía en el fondo del aljibe. El enorme recipiente de hierro era simplemente demasiado pesado.
En algún momento del pasado, en un ataque de inspiración, Bron había adaptado una recia correa de cuero para el objeto. El cuenco para estofado mostraba salientes en su reborde: un par de aros de hierro en un lado que podrían haber sido la mitad de un gozne, y un tirador en forma de gancho justo al otro lado que podría haber sido parte de un cierre. La correa, extendida sobre la boca del cuenco de uno a otro de estos accesorios, había hecho que el artilugio resultara bastante fácil de transportar… para Bron. No había muchos entre ellos que pudieran levantar siquiera aquella cosa.
Tras varios intentos por parte de un grupo de enanos para sacar el cuenco del agujero, la dama Lidda fue en busca del fornido Jefe Atizador de la tribu, Sopapo.
—Sopapo —ordenó—. Ir buscar Gran Cuenco para Estofado.
—Vale —murmuró éste, poniéndose en pie entre bostezos. Pero antes de que pudiera iniciar su recado, su esposa, la dama Fisga, le cerró el paso.
—¡Mucha cara! —chilló la dama Fisga, con los brazos en jarras, mirando, enfurecida, a la dama Lidda—. ¿Cómo tú marimandonear Sopapo, dama Lidda? Si querer mangonear alguien ir mangonear a como se llame. El Gran Bulp.
—Ir a que alguien zurcir, dama Fisga —sugirió Lidda con amabilidad—. Necesitar Gran Cuenco para Estofado fuera agujero. Sopapo poder ir a buscarlo.
—Vale —repitió el enano. De nuevo inició la marcha hacia el aljibe, y de nuevo la dama Fisga le cerró el paso.
—¡Decir Bron que ir él —indicó la enana, mirando a la otra con ojos llameantes—. ¡Gran Cuenco para Estofado ser problema Bron, no Sopapo!
—Pero Bron no aquí. Gran Bulp enviar a sitio.
—¿Dónde?
—No saber, pero Gran Bulp ordena. Así que Sopapo ir buscar cuenco estofado.
—Vale —suspiró el enano. Volvió a ponerse en marcha, y su esposa lo agarró por la oreja.
—Dama Lidda no ser quién para decir Sopapo qué hacer —insistió Fisga—. ¡Sopapo quedar aquí!
—Vale. —Se sentó, frotándose la oreja dolorida.
—Aún necesitar Gran Cuenco para Estofado —indicó Lidda—. ¿Y si dama Fisga dice Sopapo ir a buscarlo?
—Muy mejor —concedió la otra, retrocediendo un paso. Señaló el aljibe—. Sopapo, ir buscar Gran Cuenco para Estofado.
—Sí, querida —dijo el Jefe Atizador, incorporándose otra vez con expresión afligida.
El enano desapareció en el interior durante un tiempo; luego salió por fin de la cisterna, sudoroso y jadeante, transportando sobre los hombros el recipiente de hierro, y varias de las señoras iniciaron los preparativos para cocinar una tanda de estofado.
Abandonado en el agujero, Garabato el Pintamonas permanecía acuclillado sobre la arena seca, a punto de inventar una lengua escrita.
Fue entonces cuando el sumidero de lo alto de las colinas alcanzó su capacidad máxima y cedieron sus muros. El chorro de agua que rugió a través de la grieta y penetró en Este Sitio fue un torrente fenomenal, que arrastró, dando volteretas, a innumerables enanos gullys. En unos segundos, la totalidad de Este Sitio era un caldero enfurecido de agua fría, y el aljibe empezó a llenarse.
El agua llegaba casi a la parte superior cuando Garabato salió a la superficie y se debatió, frenético, en busca de tierra firme.
—¡Chispas! —jadeó—. Ser como tormenta de ideas.
No muy lejos, el Gran Bulp se encontró totalmente cubierto por el agua de la inundación, que parecía estar por todas partes.
—¡Harto esto! —rugió—. ¡Nada divertido esto! ¡Este sitio no bueno! ¡Todo lleno agua! ¡Este sitio inhibit… inigunt… una porquería! ¡No apto para vivir! ¡Todos hacer maletas! —ordenó—. Este sitio ya no Este Sitio. Nosotros marchar a otro sitio.
Fue un pueblo lúgubre, empapado y abandonado lo que Ala Gris y Dartimien el Gato encontraron cuando llegaron a la sima.
Tras explorar un poco, hallaron tenues rastros de reciente ocupación, aunque no precisamente de moradores humanos.
—¡Enanos gullys! —escupió Dartimien, paseando la mirada por las ruinas—. Nada excepto enanos gullys, e incluso ellos se han ido.
Ala Gris se detuvo junto a la orilla del crecido arroyo, y se acuclilló para estudiar las débiles huellas sobre el terreno fangoso. Parecía como si un grupo de conejos hubiera pasado por allí, algo muy parecido a la clase de rastro que había visto en la maleza después de la desaparición del Colmillo de Orm.
Con una mueca de desagrado, se incorporó y volvió la mirada hacia Dartimien.
—¿Crees que…? —inquirió.
—En este momento —respondió el Gato—, nada me sorprendería.
—En ese caso, creo que lo mejor será que echemos una mirada —sugirió el otro—. Ese débil rastro… ¿puedes seguirlo?
—Del mismo modo que tú puedes seguir una manada de caballos, bárbaro —sonrió su compañero—. O una apetitosa moza. Te juro que a veces me parece que vosotros, las gentes de las llanuras, sois incapaces de ver vuestras propias manos frente al rostro.
—Y vosotros, criaturas de los callejones, no veis más allá de donde acaban vuestros brazos —gruñó Ala Gris—. Así que concéntrate en adónde vamos, y yo me concentraré en lo que tenemos ante nosotros.