5

El corazón de Everbardin

La otra cara de las herramientas.

Todo calnar que hubiera pasado la edad de aprendizaje artesanal conocía el significado de esa frase. Muchos dichos que seguían vigentes tenían su origen en las historias antiguas, y cada uno poseía su sabiduría propia. Uno de ellos era: «Si hay enemigos, levanta tu martillo y míralo en un espejo».

El significado era claro. En Thorin, aunque las mejores armas se fabricaban allí, poca gente poseía espadas o lanzas. Salvo las armas de excelente manufactura que llevaban los hombres de la guardia, y las trabajadas espadas, exquisitamente equilibradas, que poseían otros pocos, incluidos el dirigente y los Diez, las armas, propiamente dichas, eran escasas. Una espada era algo pesado, difícil de manejar, e inútil para cualquier tipo de trabajo excepto combatir. Para los juegos y como un utensilio para escalar, una jabalina bien equilibrada era mucho mejor que una lanza, y los arcos y las flechas no valían para excavar la piedra, fabricar muebles, tejer tapices o moldear recipientes de arcilla.

Los humanos y otros fuera de Thorin a menudo pensaban que los enanos estaban fuertemente armados, pero eso era sólo porque la mayoría del armamento realmente bueno existente en la región procedía de Thorin. Las mejores espadas, las puntas de flecha más finas, las dagas y puntas de lanza más valiosas, incluso las grandes máquinas de guerra que los reinos humanos codiciaban, todas procedían de las fundiciones, forjas y tiendas de los enanos de Thorin. Constituían la mayor parte del volumen de existencias de los productos mercantiles de los calnars, porque siempre había mucha gente deseosa de tenerlas y dispuesta a comprarlas.

Entre los humanos y otras razas se decía que el mejor acero era el calnar. De hecho, en todos los reinos de las inmediaciones de las Khalkist, el acero calnar era el único que había. Las gentes de muchas razas podían trabajar el bronce y el estaño, y algunos el hierro, pero en esta comarca sólo los enanos hacían acero.

Incluso la espada calnar más sencilla alcanzaría un valor de cincuenta fanegas de grano en Balladine, y una punta de flecha de acero calnar se cotizaba tanto como una moneda de acero calnar. Los humanos preferían las puntas de flecha a las monedas porque tenían una utilidad alternativa en un caso de apuro.

Así que los calnars eran fabricantes de armas para una gran parte del mundo que conocían. Había armamento enano por doquier… salvo en Thorin. Pocos enanos poseían siquiera una espada corta, ni estaban interesados en tenerla. Para alguien con un sentido práctico como los enanos, una cosa que no era útil o decorativa no merecía la pena poseerla.

Por consiguiente, había pocas armas en Thorin… en el sentido de lo que conocían como tal los de fuera. Pero había herramientas. Estaba en la naturaleza de los calnars; para ellos, las herramientas eran algo tan natural como respirar. Las tenían en gran estima, y las utilizaban constantemente.

De ahí el viejo dicho: si hay enemigos, levanta tu martillo y míralo en un espejo.

La única diferencia entre un martillo para hincar un cincel en la piedra o para abrir túneles y un martillo de guerra era mirarlo desde una u otra perspectiva. Un hacha era una herramienta para cortar troncos y un mazo, para partir rieles o dar forma cuadrada a la piedra; una honda, para lanzar pequeñas herramientas y materiales desde un nivel subterráneo a otro; y una jabalina se utilizaba para asegurar las cordadas en escaladas. Pero una buena hacha podía hendir hueso con la misma facilidad con que cortaba madera; un mazo podía aplastar igualmente un escudo como encajar una cuña. Una honda podía arrojar piedras con la misma eficacia con que lanzaba pertrechos o materiales; una jabalina bien dirigida podía ser tan mortífera como cualquier lanza.

Un casco servía para protegerse la cabeza de las rocas desprendidas en una excavación. Un escudo se utilizaba para retirar escombros y para desviar una lluvia de guijarros. La armadura, —a veces de metal y a veces de cuero—, era para trabajar en las fundiciones, donde las chispas podían saltar, y en los talleres de acabado donde el instrumental podía salir rebotado de las piedras de amolar o las ruedas de pulir. Pero todas estas cosas también podían tener otros usos.

Levanta tu martillo y míralo en un espejo. Ten en cuenta la otra cara de tus herramientas. Estate preparado para dejar el trabajo y luchar. Era algo que cualquier enano entendía. La diferencia entre una herramienta y un arma está en la mente del que la utiliza y en las circunstancias de su uso.

La voz ya se había corrido por las galerías de los artesanos para cuando Handil el Tambor llegó allí llevando consigo el enorme y ronco vibral con el que había dado comienzo a la Llamada a Balladine. El poderoso instrumento de percusión era una invención suya; se trataba de una caja de tambor hecha con tablillas curvadas de madera dura que se iban estrechando hacia uno de los extremos, y reforzada con bandas de acero, cerrada en ambas bases con cubiertas de piel de búfalo muy tensada. En su interior, había otras «cubiertas» de diversos materiales, cada una templada para captar y amplificar la resonancia de la membrana que la precedía. Unas aberturas ovales, alrededor de la circunferencia de la caja, emitían su voz atronadora cuando se golpeaba una u otra base.

Tocado en lo alto de los Centinelas, el tambor de Handil podía oírse a kilómetros de distancia, y sus ecos llegaban mucho más lejos. Trueno no era el tambor más grande de Thorin, pero sí el más fuerte con mucha diferencia.

El joven enano lo llevaba ahora envuelto y callado, como siempre se hacía con los tambores una vez dentro del reino subterráneo.

La plaza iluminada por los conductos solares que conducía a las galerías de los artesanos estaba, como de costumbre, abarrotada de enanos que iban presurosos de aquí para allá con una u otra tarea. Handil se apartó a un lado para dejar pasar a los conductores de una narria. Dos grandes caballos calnars enganchados al arnés tiraban de un bloque de granito tallado de dos metros y medio desde una de las nuevas excavaciones, en tanto que una docena de fornidos calnars equipados con palancas y mazos se ocupaba de los rodillos de deslizamiento. Cuando la cuadrilla hubo pasado, Handil siguió su camino, saludando de vez en cuando a conocidos con un leve movimiento de cabeza. Las marras resonaban en un túnel lateral en el que se estaban instalando rieles de carretillas y cables remolcadores para un nuevo conducto de arrastre hacia la superficie desde los viveros de cultivos. Al otro lado de la plaza, los canteros y doladores estaban trabajando, colocando vigas enormes en la piedra recién cortada para ampliar los puestos de los tejedores.

La orden del dirigente de estar preparados para un conflicto había puesto un gesto ceñudo en muchos de los rostros de la plaza, pero no había interrumpido el ritmo laboral. Como siempre, había calnars por doquier haciendo todo tipo de cosas, y, como en cualquier lugar público de Thorin, el vasto espacio abierto era un tumultuoso ir y venir de enanos atareados.

Handil aflojó el paso al acercarse a las tiendas. Aquí, los corredores estaban aún más abarrotados de lo habitual, y parecía que todo el mundo llevaba herramientas diversas y prendas de armaduras. Se habían formado filas de gente que esperaba su turno para afilar cinceles o cortafríos, poner correas en los martillos para las muñecas, arreglar hebillas en petos protectores, o incrustar pinchos o cuernos en los cascos. Handil esbozó una sonrisa al ver a una mujer canosa, de edad avanzada, arrastrando un pesado mazo de mango largo, más alto que ella misma. En la otra mano llevaba un pincho de un palmo de largo, curvado, tan aguzado como una daga. Un vistazo a la cabeza del mazo le hizo comprender lo que la mujer tenía en mente: quería que soldaran el pincho en uno de los lados del enorme mazo.

Estaba teniendo en cuenta la otra cara de sus herramientas.

Su sonrisa se ensanchó, y la fuerte y blanca dentadura brilló tras la oscura barba. Probablemente, la venerable anciana no tenía ni la más remota idea de quién podía ser un enemigo, pensó Handil, pero que los dioses tuvieran piedad del enemigo que se interpusiera en el camino de esa herramienta.

—¿Handil? ¡Me pareció verte aquí! —La voz a su espalda hizo que sus ojos se iluminaran, y el joven se dio media vuelta. Unos ojos serios, bien separados, lo miraban desde una cara bonita enmarcada por cabello rojizo. Jinna Romperrocas le sonrió al tiempo que levantaba una honda de malla de excelente manufactura—. Necesito una correa para la muñeca en esto, —dijo. Echó un vistazo a su tambor—. ¿Qué idea se te ha ocurrido? ¿Cuchillas para los aros de tu tambor?

—Qué va, —negó, sacudiendo la cabeza—. Eso no resultaría muy práctico. Pero sí pensé que podría modificar un poco los mazos. —La observó con atención y advirtió el placer que la causaba su encuentro. Era igual al que sentía él al verla—. Han pasado muchos días desde que estuvimos juntos, Jinna. La Llamada y todo lo demás… Pero te he echado de menos.

—Y yo a ti. Últimamente, ha habido tanta agitación que temí que no volveríamos a encontrarnos hasta el día de nuestra unión. No quería esperar tanto para verte.

—Ni yo. —Todavía seguía mirándola a los ojos—. Yo… Bueno, en las últimas noches he tenido malos sueños. A veces me despierto pensando en que quizá no lleguemos a casarnos, que puedes cambiar de opinión o algo por el estilo. No lo has hecho, ¿verdad? Quiero decir que no has cambiado de idea.

—Ni en un millón de años, Handil Hoja Fría, —se rio ella, pero enseguida se puso seria—. ¿A qué viene la alarma dada? ¿Hay peligro?

—Puede haberlo, —le advirtió—. Probablemente, no, pero mi padre es precavido. Tolon y algunos de los ancianos están preocupados. Hay forasteros humanos por los alrededores a los que parece que no les gustamos mucho.

—¿Por qué no?

Él se encogió de hombros.

—¿Quién entiende a los humanos? Probablemente no sea nada, pero, con Balladine tan cerca, más vale estar prevenidos.

—Supongo que sí. Apresúrate, Handil. La fila se mueve.

El joven miró en derredor. Se había abierto un hueco en la fila fuera de las tiendas, y una docena de personas los estaba mirando a los dos, algunos sonriendo sin disimulo. Muchos de los calnars conocían a Handil Hoja Fría, y todos habían oído hablar de él. Handil el Tambor era famoso en Thorin, no tanto por ser el hijo mayor del dirigente, —todo el mundo era hijo de alguien—, como por su magnífico tambor y por otras cosas que había inventado, tales como las aspas giratorias que ahora estaban instaladas en casi todos los respiraderos, que les permitían gozar de temperaturas agradables en cualquier estación, y las plataformas elevadoras accionadas con tornos. En todo Thorin, Handil el Tambor era una celebridad.

La mayoría estaba también enterada del compromiso matrimonial de Handil y Jinna, la bonita hija de Calk Romperrocas. La imagen de los dos jóvenes enanos tan absortos el uno en el otro resultaba divertida a muchos de los que esperaban en las tiendas.

La anciana con el enorme mazo arqueó una ceja y dijo:

—Si queréis seguir en la fila, moveos u os pasaremos.

Handil echó otro vistazo al enorme martillo y a los pinchos, y luego se apartó a un lado.

—Adelante, abuela. Lo que quieres hacer parece mucho más útil que cualquier cosa que tenga yo en mente.

—Ya veo lo que tienes en mente, —respondió la anciana mientras miraba a Jinna Romperrocas—. Pero las tiendas no son el sitio más indicado para eso.

Handil sonrió, admitiendo su razonamiento, y se volvió.

—Caminemos un poco, Jinna. Ya nos ocuparemos de nuestras herramientas después.

Estaba tan absorto en ella que no vio al instalador de raíles que se aproximaba con pesadas secciones de acero cargadas al hombro hasta que el obrero se giró y su carga chocó contra el extremo superior del enorme tambor que Handil llevaba colgado del hombro. El resultado fue impresionante, casi ensordecedor. Aun estando envuelto, Trueno reaccionó al golpe contra su base revestida con un retumbo vibrante que pareció hacer estremecer los propios muros de Thorin. Aquí y allí, rociadas de polvo y guijarros cayeron de los techos. La gente se tambaleó al tiempo que se llevaba instintivamente las manos a los oídos. A corta distancia, las vigas crujieron y los enanos empezaron a proferir maldiciones cuando los enormes armazones de las tiendas de tejedores, todavía sin asegurar, se movieron sobre sus bases.

Rápidamente, Handil giró el tambor hacia adelante y rodeó su parte central con los brazos para ahogar la resonancia. El redoble se extinguió en un eco sordo, como el retumbo de un trueno lejano. Jinna miraba al joven enano con los ojos muy abiertos, igual que otros que estaban a su alrededor.

Al poderoso toque de tambor lo siguió un instante de silencio en toda la plaza; después, sonaron gritos y voces de la gente que iba presurosa de un lado a otro asegurándose de que nadie estaba herido y comprobando si se habían producido daños en la estructura de los muros de piedra. Al parecer, —y por fortuna—, no había ninguno. Aun así, Handil se encontró con una muchedumbre de calnars mirándolo fijamente mientras reforzaba la envoltura protectora de su tambor.

—Cualquier otro que no fuera el hijo del dirigente tendría que vérselas con el Consejo de Protectores por tocar un tambor en Thorin —rezongó un carpintero con gesto ceñudo.

—No te pases, Hibal, —dijo alguien—. Sólo ha sido un accidente.

—La clase de accidente que podría hacer que la plaza se desplomara sobre nuestras cabezas, —terció un picapedrero—. Hay normas, ¿sabes?

Handil los miró de frente, con franqueza, y levantó una mano.

—Las normas son las normas, —declaró en voz alta para que todos pudieran oírlo—, sin excepciones. Os pido disculpas y os doy mi palabra de que yo mismo informaré de este incidente a los protectores y de que se me impondrá la penalización que se aplicaría a cualquier otro. —Miró al carpintero que había protestado en primer lugar—. ¿Te parece eso suficiente, Hibal, o quieres alguna otra satisfacción?

Por un instante, dio la impresión de que el carpintero iba a desafiarlo. Hibal lo reconsideró mientras reparaba en los anchos hombros de Handil, y luego sacudió la cabeza.

—Quizá en otra ocasión. Tengo trabajo que hacer.

—Cuando quieras, —le respondió Handil—. Y después te invitaré a cerveza.

Cale Ojo Verde había aparecido de alguna parte, curioso como siempre. El hijo menor del dirigente llevaba un envoltorio alargado sobre el hombro. Cuando Handil se dio media vuelta y echó a andar junto a Jinna, Cale se unió a ellos.

—Buen ruido hiciste, hermano, —dijo—. Si planeabas poner pinchos en el vibral, creo que no hace falta que te tomes esa molestia. Esa cosa es un arma de por sí, tal como es.

—Supongo que voy a tener que oír comentarios sobre lo ocurrido durante un tiempo, —admitió Handil, desabrido. Señaló con un gesto de la cabeza el paquete que cargaba su hermano—. ¿Qué llevas ahí?

—Una espada, —respondió Cale—. La misma que el hombre tenía… —Echó una rápida mirada a Jinna, sin tener certeza de si la joven sabía lo del humano que había muerto en el Gran Auditorio.

—No importa. —Handil metió los mazos en su cinturón y tomó la mano de la muchacha en la suya—. Le contaré a Jinna lo que ocurrió. ¿Adónde vas?

—Me dirijo a la sala de guardia para recoger una armadura y pedir un caballo. Necesitaré… —Arqueó una ceja y miró a su hermano—. Oh, no lo sabes, ¿verdad?

—¿Saber qué?

—Willen está organizando patrullas de guardias, así que me ofrecí voluntario para dirigir la búsqueda hacia el oeste y ver si podemos descubrir lo que ocurrió ahí fuera… —De nuevo miró a la perpleja Jinna Romperrocas, y luego continuó:— Fue idea mía. La escolta estará formada por voluntarios.

—Cualquier cosa con tal de viajar, hermanito, ¿no? —Handil sonrió—. Pero quizá descubras algo. ¿Qué ha dicho padre sobre esta aventura?

—¿Qué puede decir? Iba a ir, de todos modos. Lo único que me dijo es que no pierda la cabeza.

—Buen consejo, considerando lo que se han enterado los protectores acerca de humanos salvajes. Parece que Golash y Chandera están llenos de extranjeros. Extranjeros hostiles.

—Bueno, eso es problema de los agentes de Calom Puntal de Martillo. Yo planeo una batida más distante… hasta las Cunas del Sol o más allá si es preciso. De todas formas, siempre he querido ver qué hay allí fuera. —El rostro de Cale, un rostro hecho sólo para la risa, según muchos, se tornó serio—. No estaré para el Balladine, Handil, y puede que también me pierda tu boda. Así que aquí tengo algo para vosotros dos. —Abrió la mochila colgada del hombro y sacó de ella una bolsita de fino ante. Se encogió de hombros y se la entregó a Jinna.

La muchacha la abrió, echó un vistazo a su interior y después miró a su futuro cuñado con los ojos muy abiertos.

—¡Oh, Cale! ¡Son preciosos! —De la bolsa sacó un par de anillos enjoyados, realizados con bandas de plata y cobre exquisitamente entretejidas y taraceas de oro tan finas que apenas podía seguirse su trazado. Cada anillo llevaba engastados tres diamantes tallados.

—Son de manufactura elfa. —Cale volvió a encogerse de hombros—. Los guardo desde hace años, pensando que encontraría un buen uso para ellos. Me sentiré honrado si tú y Handil los intercambiáis en vuestra boda. Así, será como si estuviera con vosotros para desear buena suerte a vuestra unión.

Se detuvieron bajo un conducto solar para contemplar los anillos. Handil sintió un nudo en la garganta. Cale Ojo Verde…, Cale el Soñador…, Cale, que era tan diferente de la mayoría de los calnars que podría haber tenido sangre elfa en sus venas si tal cosa hubiera sido posible. Handil nunca había comprendido a su hermano menor, ni un solo momento. Siempre estaba lleno de sorpresas… Sorpresas como esta. Falto de palabras, Handil el Tambor puso una mano en el hombro de su hermano con gesto cariñoso.

Los ojos de Jinna parecían estar humedecidos por las lágrimas.

—Oh, Cale, por supuesto que los utilizaremos. ¡Es un regalo maravilloso! Y estarás allí con nosotros.

—No es más que un par de anillos, —dijo Cale, turbado—. No es para tanto. Sólo… En fin, sólo os pido que penséis en mí si no os veo antes de la boda. Yo también pensaré en vosotros.

Sin añadir una palabra más, Cale se dio media vuelta y se alejó con la espada envuelta sobre su hombro. Ya se había despedido, de manera breve, de Tolon y de Tera, de su padre, y ahora de Handil y de Jinna. Estaba ansioso por ponerse en camino, por dejar atrás el entorno familiar de Thorin y ver qué escondían algunos de aquellos lugares lejanos.

Estaba seguro de que la espada que llevaba había pertenecido a Ágata Tizón Brillante, y decían que el caballo que había regresado era Piquin, la montura favorita de Marra Dos Fuegos. Ahora ya parecía seguro que la patrulla del oeste había perecido, asesinada por humanos salvajes. Ágata había sido amigo de Cale, y Marra Dos Fuegos era un enano al que admiraba. A Cale le parecía apropiado llevar consigo algo de ellos cuando saliera en busca de pistas sobre la suerte que habían corrido.

En busca de pistas, y para echar un vistazo a lo que había al pie de las Cunas del Sol… y quizá aún más allá.

La tarde llegaba a su fin cuando Cale Ojo Verde salió cabalgando de Thorin, montado en la alta grupa de Piquin y seguido por otros seis jóvenes aventureros que se habían ofrecido voluntarios para acompañarlo. El sol se ponía detrás de las Cunas del Sol, y la tenue luz del anochecer oscurecía los valles. Pero las dos lunas visibles estaban en el cielo, y había luz suficiente para viajar. Los caballos estaban frescos, y las sendas, abiertas.

Cale miró atrás, sólo una vez, hacia el gran muro exterior de Thorin.

—Thorin Hogar de Enanos, —susurró—. Thorin Everbardin, guarda mi alma. Acógeme en tu seno si es que no regreso.

Luego volvió la vista hacia el oeste, donde la última luz del día perfilaba los ondulados picos de las Cunas del Sol.

—Mantened el paso, —dijo a sus compañeros—. Ahí fuera hay un montón de mundo que ver, y qué mejor momento para ello que el presente.

Hubo ojos que los vigilaron todo el camino a través del valle del Hueso y hasta la calzada de Chandera; ojos humanos, furtivos y hoscos, ocultos en las sombras a lo largo de una línea que se cerraba paulatinamente y que muy pronto sería un cordón humano en torno a Thorin. Los ojos vigilaban, pero ningún hombre levantó una mano contra ellos. Los siete enanos armados y montados iban equipados para viajar y partían. No tenían importancia. No se encontrarían aquí para obstaculizar lo que Estero había planeado para la ciudadela de los enanos.