18
Ambición pagada con sangre
A la luz doble de las lunas de Krynn, los asaltantes se congregaron en las vertientes nocturnas del Fin del Cielo. Glome el Asesino, plantado en lo alto de un risco, los contempló con satisfacción.
Como dirigente de los theiwars de Theibardin, ahora que Borneo Zanca Cortada había muerto, había podido convocar a consejo a las tribus theiwars. Una vez reunidas, había sido fácil para Glome el acceso al poder. No había habido sutileza alguna en los medios utilizados para convertirse en jefe supremo de los theiwars. Unas cuantas palizas, algunos asesinatos, y ya era el líder indiscutible de miles de enanos que estaban obligados a obedecerlo. Había revocado el derecho de desafío y combate.
Lo que es más, su ejército invasor contaba ahora con un millar o más de daergars de los picos del Trueno, y con un número considerable, —nadie sabía cuántos—, de los salvajes kiars, tornadizos e imprevisibles, pero tan decididos como los demás a obtener una parte de las riquezas de los daewars. Era la recompensa prometida por Glome a cambio de su apoyo en la invasión de Daebardin, la plaza fuerte bajo el Fin del Cielo que ninguno de ellos había visto. Y nunca la habían visto porque ningún espía había conseguido rebasar a la guardia daewar. Pero el creciente amontonamiento de cascotes en la ladera de la montaña, al pie de la ciudadela daewar, les indicaba que a estas alturas la excavación era muy extensa; y, donde los daewars excavaban, había riquezas.
Todos los clanes conocían la opulencia de los daewars. Los orgullosos, arrogantes fundidores de oro no sólo la exhibían sin recato por todo Kal-Thax, sino que hacían ostentación de ella. Estaba en los relucientes adornos de sus atavíos, en el brillante bruñido de sus armaduras, en los aparejos de sus carros de bueyes, hasta en la forma en que actuaban y se movían.
Muchos theiwars y daergars habían visto el interior de los pabellones daewars en los campamentos de comercio, y entre las otras tribus se hacía un chiste de que a los daewars les gustaban tanto las comodidades que ninguno de ellos viajaría un kilómetro sin transportar consigo más de una tonelada en alfombras, cristalería y muebles taraceados de oro para soslayar las molestias en los territorios agrestes. Se decía como un chiste, sí, pero ninguno se reía al contarlo. Esta era una de las razones por las que tantos enanos de otros clanes odiaban a los daewars.
Eran ricos, y hacían ostentación de su riqueza.
Por ese motivo, —y porque había logrado convencer a muchos de que los daewars intentaban conquistarlos—, había sido fácil para Glome el Asesino reclutar un ejército con el que invadir Daebardin. La oportunidad de saquear a los daewars era una promesa más que suficiente para la mayoría de ellos.
Los daewars habían cometido un error fatal al excavar dentro del Fin del Cielo. Su antigua ciudadela en el lomo de la montaña era pequeña, pero estaba bien situada y era difícil de atacar. Ahora, sin embargo, los daewars estaban bajo la montaña y con una única salida. Era la situación perfecta para que un cerco tuviera éxito. Su ciudad subterránea sería una trampa para ellos una vez que el ejército de Glome se apoderara de la ciudadela.
Si entre los invasores había algunos que sospechaban que Glome el Asesino tenía sus propios motivos para aventurarse en esta empresa, —que, de hecho, su intención era convertirse en rey de todo Kal-Thax—, eran lo bastante sensatos como para no mencionarlo.
Así pues, ahora, amparados en las sombras de la noche, miles de theiwars, daergars y un número indeterminado de los tornadizos y fanáticos kiars fuertemente armados se congregaron en la ladera del Fin del Cielo; justo debajo de ellos se encontraban los baluartes de la antigua ciudadela de los daewars.
—No veo guardias, —masculló Talud Tolec—. ¿Dónde están? Siempre los hay.
—Y también siempre hay luces de noche, —comentó otro—. La gente dorada no ve de noche, pero no distingo ninguna luz.
Era cierto. En la ladera, más abajo, la ciudadela estaba sumida en la oscuridad, perfilada contra las escombreras iluminadas por las lunas. En sus baluartes sólo se movían las sombras, la oscuridad entre los juegos de luces roja y blanca, deslizándose lentamente a medida que Solinari y Lunitari ascendían en el cielo estrellado.
—¿Será una trampa? —preguntó uno de los capitanes daergars—. ¿Sabrán de algún modo que estamos aquí?
—No saben nada, —espetó Glome con brusquedad—. Los daewars son trapaceros, pero no son adivinos ni ven en la oscuridad. Nos hemos movido sólo de noche desde que nos reunimos en las minas hace seis días.
—Entonces ¿dónde están los guardias? —gruñó el daergar, su voz amortiguada por la máscara de hierro que llevaba puesta. Algunos daergars se quitaban las máscaras por la noche, cuando la luz no les hacía daño, pero otros preferían llevarlas puestas incluso entonces, y el efecto era desconcertante cuando hablaban: una voz que salía de un óvalo sin rostro, de oscuro metal, cuyo único rasgo era una estrecha rendija a la altura de los ojos ocultos.
—No importa dónde estén, —dijo Glome—. Visibles o no, no tardarán en estar muertos. ¿Están las volcaderas preparadas?
—Están en su sitio desde la puesta del sol, —le recordó Talud Tolec—. Y hace una hora que fueron cargadas. Puedes verlas tan bien como nosotros.
Las volcaderas eran un plan ingeniado por Glome; unas redes largas, fijadas al suelo por la parte inferior, se extendían a lo largo de cuatrocientos metros en la ladera, por encima de la ciudadela daewar. Las redes habían sido transportadas todo el camino desde Theibardin y se habían instalado después de caer la noche. Una vez puestas en su sitio, cuadrillas de enanos habían empezado a llenarlas con piedras de veinte y treinta kilos cada una. Ahora, cientos de toneladas de rocas hinchaban las redes, y los cables de retención estaban tan tirantes como barras de hierro.
—Entonces, da la señal, —ordenó Glome—. Estamos preparados.
—¡Un momento! —gritó alguien—. ¡Mirad!
Debajo de las redes volcaderas se veía movimiento en la ladera. Al principio era furtivo, oculto por las sombras. Después, una horda de enanos apareció en la zona iluminada por las lunas, saltando y gritando, dirigiéndose cuesta abajo hacia la silenciosa ciudadela daewar. Eran una docena o más, unas criaturas harapientas, desgreñadas, que blandían diversas armas a la par que corrían. Sus chillidos eran gritos de odio que levantaban ecos en las vertientes.
—¡Herrín y corrosión! —maldijo Glome—. Esos kiars… ¿se puede saber qué demonios hacen?
—Con los kiars nunca se sabe, —rezongó uno de los guerreros daergars tras su máscara sin rasgos—. Pero lo van a estropear todo.
—No, no lo harán, —decidió Glome—. ¡Talud, da la señal!
Talud Tolec se llevó una pequeña trompeta a los labios y lanzó un toque y a continuación otro. De una punta a otra de la línea de redes, los enanos alzaron pesadas hachas sobre los cables de contención y, cuando la trompeta de Talud dio un tercer toque, descargaron el golpe. Con un estruendo que aumentó hasta hacerse atronador, las redes se vinieron abajo y toneladas de piedra rodaron ladera abajo, cobrando velocidad metro a metro. Por encima del desprendimiento se levantó una densa nube de polvo que se hinchó a la deslumbrante luz de las lunas. Tras ella, el estruendo de piedras rodando y chocando ahogó los gritos de la docena, más o menos, de kiars atrapados delante del alud.
Talud hizo sonar de nuevo la trompeta, y los gritos de guerra de millares de theiwars y daergars se alzaron por encima del tumulto de las rocas cayendo y estrellándose sobre la ciudadela daewar. Un torrente de oscuras figuras bajó por la cara de la montaña cuando el ejército de Glome cargó cuesta abajo por la vertiente, a continuación del caos desatado por ellos mismos.
Algunas partes de la ciudadela, pináculos rotos apuntando hacia el cielo bajo el polvo y la luz de las lunas, continuaban en pie, pero había grandes agujeros en la estructura, allí donde las murallas habían caído bajo el torrente de piedra, y los theiwars, los daergars y los restantes kiars entraron en tropel por ellos y de inmediato se desplegaron para ocupar la antigua plaza fuerte de los daewars. En el aire retumbaron gritos de «¡muerte a los daewars!», seguidos de un desconcertado silencio. En alguna parte, una voz quejosa exclamó:
—¿Dónde están? ¡Aquí no hay nadie!
Durante más de una hora, en un colérico silencio, los invasores registraron la ciudad daewar nivel por nivel. No encontraron nada. El lugar estaba completamente abandonado. No quedaba siquiera una alfombrilla, ni el más pequeño mueble.
Siguiendo los rieles de las carretillas de mineral hacia el interior del Fin del Cielo fue como descubrieron la puerta clausurada donde las recientes excavaciones de los daewars habían empezado. Era una losa circular de granito, de tres metros y medio de diámetro, encajada en la boca del túnel.
—Las madrigueras, —decidió Glome el Asesino—. Han terminado su nueva ciudad bajo la montaña y se han trasladado a ella. —Señaló la losa de granito—. Derribadla, —ordenó—. Los daewars están al otro lado.
Trajeron herramientas y se pusieron manos a la obra. Fuera, al otro lado de las murallas rotas de la antigua ciudadela de Daebardin, llegó la luz de un nuevo día, luego la oscuridad de la noche, y a esta siguió otro amanecer mientras una cuadrilla de enanos picaba los bordes de la puerta que taponaba el acceso, arrancando lascas de piedra. Por fin, la losa quedó suelta y le tocó el turno a las palancas. Al cabo de un momento, la puerta se inclinó hacia afuera y se desplomó mientras los enanos se apartaban precipitadamente; luego desenvainaron sus armas y entraron en tropel por el acceso.
Al otro lado debería haber habido una ciudad subterránea, una ciudad repleta de daewars y de sus riquezas. En lugar de ello, sólo había un túnel, un amplio pasadizo con rodadas en el suelo que se internaba en el corazón del Fin del Cielo, en dirección sur.
Un puñado de daergars, armados con sus oscuras espadas, dieron media vuelta y miraron al jefe de los theiwars con frialdad tras sus máscaras metálicas.
—Así que estaban aquí —siseó uno de ellos—. ¿Dónde, theiwar?
—A más profundidad, —decidió Glome—. El príncipe daewar dijo que estaban profundizando mucho. Debemos seguir este túnel. Su nueva ciudad tiene que estar más adelante, en alguna parte.
—Más te vale que esté —comentó con voz tonante un daergar.
El túnel discurría kilómetro tras kilómetro, internándose más y más en el núcleo rocoso de la montaña. El trazado era uniforme, a excepción de algunos ensanches a intervalos regulares donde las reveladoras marcas de pernos arrancados, —allí donde los carriles de carretillas habían sido desmontados—, aparecían en doble fila. En estos puntos, durante las excavaciones, las carretillas de mineral habían podido cruzar en sentido contrario, las cargadas hacia afuera, y las vacías de vuelta al interior de la montaña. Con una especie de sobrecogido asombro, los theiwars examinaron estas marcas, estudiando la precisión de los cortes en las paredes allí donde se habían extraído varios palmos de roca a la vez para abrir el túnel.
El amplio pasaje, que se internaba recto en el corazón de la montaña, era impresionante. No era algo que escapara a sus conocimientos, —muchos theiwars eran expertos en excavación de túneles—, pero sí era una obra grandiosa, mucho más importante que cualquier cosa que ellos hubieran llevado a cabo, y cuanto más lejos iban más se daban cuenta de su grandiosidad. Si este impresionante túnel sólo era una vía que conducía a su ciudad subterránea, entonces ¿qué sería la propia ciudad?
Tras unos cuantos kilómetros, el ejército de Glome empezó a disminuir cuando sus componentes, ya fuera de uno en uno o en pequeños grupos, la mayoría de ellos theiwars, se quedaban parados, esperaban a que los demás pasaran, y luego, en silencio, daban media vuelta y regresaban por donde habían venido. A muchos se les ocurrió la idea de que, si había una ciudad al final de esta calzada, también tenía que haber muchos más daewars de los que habían pensado. La perspectiva de atacar a una tribu que los superaba en número, y además en su propio terreno, hizo que muchos theiwars cambiaran de opinión sobre toda esta aventura.
Pocos daergars dieron media vuelta. Movidos por la intensa y obstinada fijeza de propósito característica de estos mineros innatos, siguieron adelante, y algunos de los salvajes y tornadizos kiars fueron con ellos.
Muy dentro del Fin del Cielo, Talud Tolec se dio cuenta de que los theiwars eran mucho menos numerosos que antes y, desviándose a un lado, miró hacia atrás por el gran túnel. Simulando estar atándose las botas, se arrodilló junto a la pared mientras que el heterogéneo ejército, —todavía de varios miles de hombres—, continuaba la marcha.
Cuando todos hubieron pasado, se incorporó y miró a su alrededor. Por un instante creyó que estaba solo; entonces una sombra se movió cerca de él y una voz familiar dijo:
—¿Tú también, Talud Tolec? —Brule Lengua de Vapor salió de las sombras a la mortecina luz de la lámpara de aceite de Talud—. Entonces ¿también has caído en la cuenta?
—¿En la cuenta de qué? —Talud pronunció las palabras con brusquedad. El semidaergar, siempre buscando la oscuridad, lo había sobresaltado, y eso lo irritaba.
—De que ha llegado el momento de abandonar este lugar. —Brule se encogió de hombros—. No son las riquezas de los daewars lo que nos aguarda ahí dentro, sino la muerte. Esta calzada no es la entrada a una ciudad. Es exactamente lo que parece: una calzada. Los daewars la construyeron, y los daewars se han marchado a donde conduce, y Glome el Asesino va hacia su muerte.
—¿Temes a los daewars? —se mofó Talud.
—No tanto como temo a los que son mi otro pueblo. —Brule volvió a encogerse de hombros, sin reaccionar a la pulla—. Conozco la fijeza de propósito que mueve a los daergars. Es lo que ha explotado Glome para conseguir que lo siguieran. Pero sé algo acerca de esa fijeza que hasta Glome ignora.
—¿Y qué es?
—El ansia de sangre daewar, —repuso Brule Lengua de Vapor—, puede despertarse, pero no apagarse. Mis medio hermanos de allí —hizo un ademán en la dirección por donde el ejército enano se había marchado—, buscan la sangre de los daewars. Pero, si se les niega, encontrarán otra. Los daergars son como sus espadas, que una vez que han sido desenvainadas no se enfundarán de nuevo hasta haber probado sangre.
Pensativo, Talud miró hacia el extremo del túnel por donde el avance de la tropa invasora de Glome sonaba cada vez más apagado. Luego se colocó bien el petate y las armas, se ajustó el cinturón y dio media vuelta.
—Estoy harto de esto, —dijo—. Me voy a casa.
—Una buena decisión. —Brule Lengua de Vapor asintió con la cabeza y fue tras los pasos del theiwar.
El ejército progresivamente menguado de Glome había penetrado casi veinte kilómetros en el interior del Fin del Cielo cuando llegó a un segundo obstáculo, una reja de barras de hierro forjado de diez centímetros de grosor, unidas entre sí a golpes de martillos soldadores.
Glome aporreó la reja en un acceso de ira.
—¡Rieles de vías! —gritó—. ¡Que el herrín y la corrosión acaben con los daewars! ¡Han hecho una puerta con rieles de vías! —Jadeante y frustrado, hizo un gesto de rabia—. ¡Abridla!
Otros theiwars y varios daergars se adelantaron para asomarse por la puerta, con las antorchas en alto. La luz brilló a través de la reja y se reflejó en el metal de dos tornos de cables que estaban instalados fuera de su alcance, como también lo estaban los pasadores que atrancaban la puerta en la profunda ranura del suelo de la caverna.
—No podemos abrir esto, —dijo un daergar—. Sólo puede hacerse desde el otro lado.
—¡Entonces cortadlas! —bramó Glome.
—¿Con qué? —preguntó el daergar, su voz un suave ronroneo mientras se volvía hacia el líder theiwar—. No trajimos herramientas de forja, ni escoplos ni sierras. Sólo herramientas de excavación. Dijiste que era lo único que necesitaríamos.
—¡Bueno, no sabía nada de esto!
—No sabías ni esto ni un montón de cosas más, theiwar, —ronroneó el daergar—. Nos has hecho perder el tiempo. —La impasible máscara de hierro se giró apenas hacia un lado y luego volvió hacia el frente, y Glome apenas pudo levantar su escudo a tiempo de parar la espada de oscuro acero que se descargaba sobre su cuello.
—¡A las armas! —gritó, a la par que detenía otro tajo con su propia espada—. ¡Los daergars se han vuelto contra nosotros!
En un visto y no visto, en el gran túnel estalló un tumulto de ruidos metálicos y estrepitosos golpes, gritos y alaridos, cuando los enanos se atacaron unos a otros, centenares en cada bando, sus sombras agigantadas sobre las paredes de la caverna por la tenebrosa luz de las antorchas caídas.
Glome esquivó y fintó, obstaculizado por los luchadores que combatían a su alrededor. Lanzó una estocada a fondo, descargó un tajo, y giró, escudo y espada centelleando alternativamente como armas y defensa. Todo en derredor, theiwars y daergars estaban enzarzados en combates mortales, y la sangre creó charcos en el suelo de piedra del túnel. Durante varios minutos, Glome no cedió terreno, despejando el espacio a su alrededor una y otra vez, pisoteando los cuerpos de aliados y enemigos muertos. Entonces fue arrastrado bajo el ímpetu combativo de los daergars, mientras los defensores theiwars presionaban desde atrás.
La batalla continuó en pleno apogeo ante la puerta de hierro, y después se extendió por el túnel a medida que algunos enanos se daban a la fuga y otros los perseguían. Eran centenares los muertos que quedaron envueltos en la oscuridad cuando las antorchas, empapadas en sangre, chisporrotearon y se apagaron, y llegó un momento en que a la oscuridad se unió el silencio. Los ecos se fueron apagando por el norte, donde continuaba la batalla, alejándose, y en la amplia caverna, delante de la reja daewar, no se movió nada salvo la titilante y pequeña llama de una lámpara tirada.
Entonces algo se movió. Los cuerpos apilados en el suelo se agitaron, y volvieron a agitarse, y una cabeza se levantó con cautela. Durante largos instantes la figura permaneció quieta a excepción de un rostro impasible, sin rasgos, que miró a uno y otro lado. Luego apartó los cuerpos a empujones y se incorporó. Estaba empapado en sangre desde el yelmo hasta las botas; incluso la máscara de hierro goteaba coágulos. A través de la rendija para los ojos había un profundo surco, donde había detenido el golpe de una espada.
Se puso de pie, miró a su alrededor, al silencio mortal que envolvía el túnel, y luego volvió la cabeza hacia la puerta de barrotes de hierro, y lanzó un sordo gruñido. Mascullando una maldición se quitó la máscara del rostro y la arrojó lejos; luego se inclinó para buscar su escudo y su espada.
Los daewars pagarían esta humillación. Algún día, la pagarían. Que creyeran, —por ahora—, que Glome el Asesino había muerto. Que todos lo creyeran. Ya descubrirían lo contrario algún día. Lo suyo no era morir, sino matar. Mediante el asesinato y la manipulación, se había convertido en dirigente de los theiwars de Theibardin, y ser jefe había despertado en él un deseo.
Glome tenía intención de ser rey de todo Kal-Thax, y poco le importaba a quién tenía que matar para alcanzar su meta.