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El concierto de un tratado

De manera metódica, sin pausa, el conglomerado de ejércitos enanos de Kal-Thax oriental, —encabezado por unos cuantos cientos de hylars—, barrió los pasos y valles existentes bajo las tierras altas de la cordillera, expulsando cantidades ingentes de humanos y miembros de otras razas a su paso. Al cabo de unos días, toda la frontera desde el Gran Cañón hasta los riscos de Shalomar estaba segura y libre de la mayoría de forasteros.

Hubo enfrentamientos armados durante esos días, pero fueron escasos y breves. Una banda de goblins merodeadores, al aprovechar la desbandada de humanos para asaltar un campamento de los Saqueadores nómadas, se topó de bruces con las espadas y los escudos de la Maza Dorada, la tropa daewar de choque al mando de Gema Manguito Azul. Atrapados entre sus víctimas humanas y los enanos atacantes, los goblins intentaron abrirse paso combatiendo. Muy pocos sobrevivieron para huir junto con los mismos a los que habían atacado primero. Una unidad de combate de los salvajes Caminantes de las Arenas, de las llanuras septentrionales, resistió durante un día a dos compañías combinadas de daewars y theiwars, y después acabó masacrada por los daergars en la oscuridad de la noche.

Al mismo borde de la cadena de estribaciones, a kilómetros de las ascendentes montañas en el oeste, una compañía de caballeros y soldados de a pie ergothianos, acompañados por otros nativos de la tierra de Ergoth, intentaban cambiar el flujo de forasteros obligados a retroceder a sus tierras cuando se enfrentaron con la guardia de élite de Willen Mazo de Hierro en la cresta de un cerro bajo. Por dos veces, las fuerzas humanas arremetieron contra la línea de enanos montados, y por dos veces fueron rechazadas, tanto por la ferocidad de los caballos calnars como por la tenaz determinación de los enanos que los montaban. Entonces, mientras se reagrupaban, Willen en persona salió a galope de sus líneas y levantó una mano en un saludo dirigido a una figura familiar. El caballero que salió cabalgando a su encuentro llevaba una capa azul sobre la cota de malla y una pluma azul adornaba su yelmo. El halcón rojo en caída que lucía sobre el pecho seguía siendo el mismo que cuando se habían encontrado la última vez, y la espada que manejaba era un arma exquisita, de manufactura enana, con un diamante en el pomo.

—¡Hola, señor caballero! —exclamó el enano mientras Glendon Falcón se aproximaba—. ¿Es que ahora tendremos que probar nuestra valía combatiendo contra nuestro maestro?

—¡Hola, señor enano! —replicó Glendon—. ¿Habéis encontrado vuestro Everbardin en estas montañas?

—Hemos encontrado el lugar donde iniciar nuestra búsqueda —asintió Willen—, y gente de nuestra raza, más o menos, para compartirla con nosotros si así lo desean.

Tres caballeros que lucían la insignia de un gran señor ergothiano avanzaron con sus monturas y se adelantaron a la de Glendon, apartando a un lado al caballero independiente.

—¿Y ahora volvéis aquí, empujando a los extranjeros por delante de vosotros? —dijo uno—. Los cobars y los Saqueadores no pertenecen a este lugar, señor enano. ¿Por qué nos los traes?

—Tampoco pertenecen a Kal-Thax, —manifestó Willen—. Y si intentan quedarse en esas montañas durante el invierno, aun en el caso de que se lo permitiéramos, se morirían de hambre y se congelarían antes de que llegara la primavera. ¿Es eso lo que vosotros, humanos, queréis que ocurra?

—¡Por supuesto que no! —replicó el caballero con brusquedad—. Pero tampoco podemos permitir que invadan y atesten nuestras tierras. Y si los empujamos hacia el norte, en dirección a Xak Tsaroth, los grandes señores de esas tierras los harán matar o los enviarán a Istar para que sean vendidos como esclavos. No queremos tener nada que ver con algo así.

—Entonces, ¿por qué no hacéis algo respecto al motivo por el que vienen aquí?

—¿Qué motivo? —Glendon se puso más erguido en la silla y apoyó la lanza, haciendo caso omiso de las furibundas miradas que los caballeros le lanzaron por su interrupción.

—Las guerras de los dragones en el este, —respondió Willen—. Cale Ojo Verde se encontró con unos elfos que creían que podrían vencer a los dragones si contaran con el apoyo suficiente.

—Sí, sé lo de los elfos. Vinieron en mi busca. Dijeron que había sido recomendado por los enanos. También hablaron con los señores de Ergoth oriental.

—¿Y los ayudaréis?

—Algunos ya han partido, —dijo un caballero ergothiano con altivez—, y otros lo están considerando.

—¿Y tú, caballero Glendon?

—Resulta difícil decir no a esa elfa llamada Eloeth, pero en primer lugar se me necesitaba aquí. Una aldea me contrató como su… Bueno, como su campeón. —Su mirada se clavó fijamente en los caballeros, dos de los cuales lo observaban con el ceño fruncido—. ¡Bueno, la gente no puede pasarse toda la vida esperando a que los dirigentes de Ergoth lleguen a un acuerdo con esos matones de Xak Tsaroth!

Willen se preguntó a qué se estaría refiriendo, pero no pareció que fueran a darle explicación alguna. Se giró un poco para señalar tras de sí, allí donde unas nubes plomizas pasaban entre los picos de las Kharolis.

—El invierno está a punto de empezar en las cumbres de esas montañas, humano. Y nosotros estamos allí. Tú y tus compatriotas ya no podéis hacer nada más en este lugar… a no ser llevar a cabo una matanza de gente de vuestra propia raza.

—¿Te refieres a los cobars y a los Saqueadores? —preguntó con sorna un caballero—. ¿A los Caminantes de las Arenas y a los bandidos de Morion? ¡Esos hombres no son de los nuestros!

—Son humanos —recalcó Willen Mazo de Hierro—. Podéis tratar con ellos o expulsarlos, pero no hacia el oeste. Ahora, no.

Uno de los tres caballeros abanderados, —un hombre corpulento, de barba canosa, con la armadura marcada por batallas—, no había dicho una palabra, limitándose a escuchar con atenta curiosidad, pero ahora levantó una mano enguantada.

—El enano tiene razón, —dijo—. Dentro de una semana, los pasos altos estarán cerrados. Estos emigrantes no tendrían la menor posibilidad. Quizá haya llegado el momento de que en este frente el deber hinque la rodilla ante el honor. —Se volvió a mirar a Willen Mazo de Hierro, y el corpulento enano sintió el impacto de unos fríos ojos grises tan directos e imponentes como los del propio Colin Diente de Piedra—. Puedes abandonar el campo de batalla, señor enano. Has llevado a cabo aquello que viniste a hacer. Por ahora.

Sin esperar respuesta, el canoso caballero hizo volver grupas a su montura y se alejó a galope, seguido sumisamente por sus dos compañeros. Willen lo siguió con la mirada.

—¿Quién era ese? —preguntó después.

—Ese era lord Charon, —contestó Glendon—, e imagino que tú eres el primer enano al que se ha dignado dirigir la palabra. —El caballero del halcón levantó la mano en un saludo e hizo recular a su caballo—. Adiós, señor enano. Pero toma muy en cuenta lo que has oído. Lord Charon dijo «por ahora». No tendréis más intrusiones mientras haya nieve, pero con la llegada de la primavera… En fin, como he dicho, esta gente no es de los nuestros, y, cuando puedan ponerse en marcha, lo harán hacia donde ellos quieran.

Cuando la nieve cubrió los pasos bajo los Tejedores del Viento, Colin Diente de Piedra condujo a sus guerreros de vuelta al promontorio de los campamentos. Cale Ojo Verde y un grupo de Hybardin los esperaban allí con noticias.

Durante un tiempo, Colin Diente de Piedra conferenció con Mistral Thrax junto a una lumbre donde el viejo enano se hallaba sentado, arrebujado en pieles. Luego el dirigente llamó a los demás para que le dieran sus informes.

El túnel cerrado, detrás de la antigua plaza fuerte daewar, en el Fin del Cielo, había sido abierto, y Wight Cabeza de Yunque había enviado exploradores a su interior. El túnel era una maravilla de excavación, informaron, casi ochenta kilómetros de longitud, y taponado a intervalos con pesadas rejas hechas de raíles de hierro, las cuales habían sido desmontadas por los artesanos del metal. Al final del túnel había un conjunto de cavernas naturales, a gran profundidad bajo la superficie. Allí, manteniéndose ocultos, los exploradores hylars habían visto enanos, —daewars, a juzgar por las runas de las paredes—, haciendo trabajos con la ayuda de lo que parecían gusanos gigantes. Más allá había otros túneles vigilados.

Los exploradores habían regresado para esperar las órdenes del dirigente, pero Wight Cabeza de Yunque estaba convencido, por lo que había visto allí, de que la inmensa caverna era sólo la primera de otras muchas. Las posibilidades eran fascinantes. La caverna tenía kilómetros de extensión, y los estratos de cuarzo en su techo actuaban como claraboyas naturales, y, aunque no tan bien como Thorin con sus conductos solares, sí estaba iluminada. Había ventilación, aire fresco y, —a juicio de Talam Combahierro, que entendía de estas cosas—, parecía haber agua en abundancia en alguna parte, cerca.

—Luz al final del túnel, —musitó Colin—. Entonces, yo tenía razón. La gente del sol excavó a través de la oscuridad hacia el interior de la montaña porque sabían que allí encontrarían luz.

Y había más información. Cale Ojo Verde y sus exploradores habían seguido a un grupo de daewars que regresaban de las estribaciones y los habían visto entrar por una puerta secreta situada al pie de un risco, en el pico Buscador de Nubes, bajo los riscos Tejedores del Viento. El acceso se encontraba al sur de la perforación del Fin del Cielo, y Wight Cabeza de Yunque calculaba que era un segundo pasaje que conducía hacia abajo, al mismo túnel que ya habían explorado. En la vecindad, a sólo unos cuantos kilómetros, se encontraban las altas y poco profundas cavernas en las que muchos de los theiwars parecían estar concentrados.

—Parece ser que los amantes del sol excavaron por debajo de sus vecinos, —comentó Cale— como si supieran lo que iban a encontrar allí.

Colin Diente de Piedra tomó nota mentalmente de que no debía subestimar jamás a los daewars o a su príncipe, Olim Hebilla de Oro. Se apartó de la lumbre, donde Wight Cabeza de Yunque ayudaba a Mistral Thrax a preparar una mezcla de té de hierbas y cerveza caliente, llamó con una seña a su hijo menor y señaló con su mano hacia el este. En la parte baja de las laderas, grandes grupos de enanos trepaban trabajosamente hacia su posición; eran grupos separados que se evitaban entre sí, pero que iban en la misma dirección.

—Nuestros aliados regresan, —dijo Colin—. Pronto será el momento de celebrar el consejo que prometieron. Creo que deberíamos reunirnos en las cavernas que Wight descubrió bajo tierra, aunque será un asunto delicado. A nuestros amigos daewars quizá los ofendan las intrusiones.

—Por no mencionar que a los theiwars los ofenda la intrusión de los daewars en el interior de su montaña. —Cale esbozó una mueca maliciosa—. Y esa gente de las máscaras de hierro, los daergars, parecen estar resentidos con todo el mundo, por principio.

—Las relaciones complejas originan negociaciones complejas. —Colin se encogió de hombros—. Enviaré a Willen y a sus guardias de élite hacia el norte con esa gente, para que se aproximen desde allí a través del largo túnel. Las compañías de infantería me acompañarán hasta la puerta secreta, y allí convocaré el consejo de thanes. Quiera Reorx que tenga la sabiduría necesaria para hacer que todos estos clanes se reúnan a hablar antes de que empiecen a luchar.

—Reorx tendrá que concederte mucha sabiduría para conseguir algo así —dijo Cale con actitud circunspecta—. ¿Qué quieres que haga yo, padre?

—Coge a tus exploradores y cuantos voluntarios consigas de las tropas de Willen. Destaca centinelas en los picos. Con las fronteras de Kal-Thax cerradas ahora, cuando los tambores inicien la llamada al consejo, estas tribus y muchas otras…, esos einars que has visto…, acudirán en masa. Algunos pueden mostrarse belicosos al principio, y no quiero ninguna sorpresa. Una vez que nos hayamos reunido, y exista un ambiente de paz entre todos, quiero que se lleve a cabo una exploración a fondo de esta región. Eso lo dejo a tu cargo.

—Es una tarea que me encanta. —Cale arqueó una ceja—. Padre, desde que abandonamos Thoradin, ¿alguna vez has deseado regresar?

—¿Por qué me lo preguntas? —inquirió Colin con el ceño fruncido.

—Porque yo nunca lo he deseado, —respondió su hijo—. Creo que allí me sentía intranquilo siempre, como si estuviera atrapado por la propia ciudad. Ahora he descubierto, y algunos de los otros también, que en realidad no me gusta tener cavernas y túneles por techo y paredes. Me pregunto si muchos de nosotros, entre ellos yo, seremos realmente enanos. Algunos preferimos el hacha al martillo, y el sol a la piedra.

Colin se rascó la barba con gesto pensativo.

—Ningún enano debe decirle a otro lo que tiene que ser, Cale, —repuso después—. Por mi parte, la forma correcta de vivir es en una buena madriguera, bajo las altas cumbres. Pero no todos tienen esa inclinación. Eres un verdadero enano, Cale. Otros de nuestra raza prefieren el sol a la piedra. En Thorin… eh… Thoradin…, en tiempos de tu abuelo, cuando todavía estaban construyendo los conductos solares, algunas personas preferían trabajar en las secciones exteriores antes que en las interiores. Tenían un nombre, que se pronunciaba con gran respeto. Los llamaban los neidars.

—¿Neidars? —Cale miró fijamente a su padre—. ¿Habitantes de las colinas?

—Las cuadrillas del exterior se construyeron cabañas —explicó Colin—, por lo general, en las colinas de las laderas de montañas, donde los vientos barrían las nieves invernales. Con el paso del tiempo, muchos de ellos desarrollaron un profundo afecto por el cielo abierto. Cuando la obra finalizó, algunos de ellos se habrían quedado a vivir en el exterior de haber podido elegir, pero se lo impidieron las guerras con los ogros. Muchos de los nuestros todavía prefieren el hacha al martillo… como os ocurre a ti y a tus compañeros.

—Los neidars, —musitó Cale—. Quizá yo sea un neidar, entonces. Me gustan más las laderas de las montañas que las entrañas de la tierra. —Asintió con la cabeza, echó a andar, y luego se volvió hacia Colin—. Padre, esas cavernas que hay en el interior del Buscador de Nubes… significan para ti algo más que unas simples cuevas, ¿verdad?

—Tal vez, —respondió el cabecilla con voz queda—. Mistral Thrax me ha dicho… inspirado por sea cual sea esa extraña sabiduría que proviene de sus manos… que allí se encuentra Everbardin.

Grupo tras grupo, cautelosas, las tribus de Kal-Thax se retiraron de las ahora silenciosas estribaciones y marcharon cuesta arriba por los pasos que conducían a los riscos de los Tejedores del Viento. Encabezados por los recién llegados, los que se llamaban a sí mismos hylars, habían expulsado a los forasteros que invadían sus montañas y, con toda probabilidad, tenían las cumbres para ellos solos hasta la próxima primavera. Había llegado el momento de volver a casa y reanudar sus diversos proyectos y planes.

Manteniendo las distancias entre sí y las demás tribus, los daewars viraron hacia el norte, por encima del promontorio; los theiwars se dirigieron hacia el oeste, hacia la cumbre del Buscador de Nubes; y los hoscos daergars giraron hacia el sur, en dirección a las minas. Los salvajes e indisciplinados kiars estaban aquí y allí, encaminándose hacia distintas direcciones.

Pero todos seguían estando a la vista de los demás cuando un sonido creció en los vientos de la montaña, una música fuerte, extraña, apremiante, que era algo más que el simple redoble rítmico de tambores. Era una señal y un canto a la vez. Los enanos de Kal-Thax jamás habían escuchado el bello y estremecedor canto de los tambores de la Llamada a Balladine. Pero lo oían ahora, y no cabía la menor duda de lo que significaba. Colin Diente de Piedra había cumplido su promesa: expulsar a los invasores humanos de Kal-Thax durante el invierno. Y ahora emplazaba a sus vecinos para que cumplieran lo que le habían prometido. El toque de tambores era una llamada, un requerimiento. Había llegado la hora de celebrar el consejo de thanes.

Vog Cara de Hierro y sus guerreros daergars oyeron la llamada y volvieron los rostros enmascarados en aquella dirección para localizar la fuente del sonido. Venía de las alturas del Buscador de Nubes, de la región helada de los riscos de los Tejedores del Viento. Desde territorio theiwar. ¿Se habrían aliado los recién llegados con los theiwars? De ser así, entonces estaban aliados contra los daergars.

—Vamos, —retumbó Vog Cara de Hierro, la voz hueca y tétrica tras la máscara de hierro—. Si hemos sido traicionados, más vale que lo descubramos cuanto antes.

Talud Tolec oyó el sonido, directamente al frente, que llegaba, al parecer, de sus propias cuevas, y se sintió asaltado por un frío terror. ¡Los hylars! Los extraños, los recién llegados a Kal-Thax, que habían demostrado su poderío militar y después se habían retirado para encabezar una maniobra con la que dejaron limpias de forasteros las vertientes montañosas del reino. ¿Había sido todo una estratagema? Aprovechándose de que todos estaban ocupados ¿habían vuelto y habían invadido Theibardin? ¿Habían caído las madrigueras theiwars en poder de los hylars ahora?

Recordó a Gacho Fuego Rojo, que había sido quien había organizado a los theiwars en una fuerza de Kal-Thax por primera vez, y a Borneo Zanca Cortada, que había prestado oídos a malos consejeros y casi los había destruido. Era algo como lo que esos dos habrían hecho, llevar a cabo una traición así.

—¡Theiwars! —gritó Talud Tolec—. ¡Adelante! ¡Preparados para atacar!

Y, justo al norte de los theiwars, el príncipe Olim Hebilla de Oro y sus daewars oyeron el toque de tambores y comprobaron sus armas. El redoble venía de debajo del Colmillo del Vendaval, donde estaba la entrada secreta al mundo subterráneo, bajo el Buscador de Nubes. ¡Los hylars habían encontrado el camino a las cavernas de Urkhan! ¡Invadirían Nueva Daebardin! Olim desenvainó su espada y la bajó bruscamente, hendiendo el frío aire de la montaña.

—¡A mí, daewars! —bramó—. ¡Flancos izquierdo y derecho! ¡A paso ligero!

—¡Los theiwars! —gritó Gema Manguito Azul mientras señalaba a su izquierda, donde los theiwars remontaban un risco en una oleada y viraban hacia el Colmillo del Vendaval—. ¡Y allí! ¡Vienen los daergars!

—¡Espadas y escudos! —ordenó Olim—. ¡Preparados para el combate!

En elevaciones y riscos, todo en derredor, bandas de kiars embutidos en pieles oyeron la llamada de los tambores y vieron a los ejércitos daewar, theiwar y daergar dirigiéndose hacia su origen.

—¡Herrín y corrosión! —gruñó Bol Trune—. Doy mi palabra, no dejo que nadie falte a ella. ¡Kiars! ¡Luchar!

A un par de kilómetros, más o menos, apiñados bajo el saliente de una cornisa, pequeños rostros se volvieron hacia el sonido de los tambores y uno de ellos preguntó:

—¿Qué ese ruido?

—Tambor, —contestó otro—. Como antes.

—¿Qué antes?

—¡Antes! Cuando todos estar rodeados y decir vale, hacemos consejo.

—¿Cuándo pasar eso?

—Rato largo, Gran Bulp. Tú echar siesta entonces. A lo mejor no dar cuenta.

—Bien ¿y qué «sisnifica»?

—«Pobablemente» que supónese tener ir donde estar ruido.

—¿Por qué?

—Porque decir, vale, hacerlo así.

—Ah.

Hubo también otros oídos que escucharon el canto de los tambores. En kilómetros a la redonda, en cavernas y refugios de valles, en campos, campamentos mineros y pastizales nevados, millares de einars se volvieron hacia el sonido y se preguntaron qué significaría. Al no estar afiliada a ninguna tribu, aunque compartía antepasados con todas ellas, la gente corriente de Kal-Thax oyó la llamada y salió de las casas de diminutas aldeas, de complejos de cavernas, y de remotos refugios para seguir al extraño e hipnótico sonido, la imperativa y hermosa llamada a Balladine.

Algunos de los kiars llegaron primero a los riscos bajo el Colmillo del Vendaval. Descendieron por las vertientes en medio de alaridos, al estilo kiar, y luego se detuvieron desconcertados cuando vieron el sólido muro de escudos que tenían delante.

Los daewars llegaron a continuación, subiendo por un reciente ventisquero, sus ropajes de vivos colores destacando en el blanco del nuevo invierno. Contándose por miles, superaban con mucho a las compañías de infantería y a los once jinetes hylars que aguardaban al pie de los riscos, pero Olim Hebilla de Oro recordó el cerco de los campamentos fronterizos y el modo preciso y eficiente con que estos forasteros se habían hecho parte de Kal-Thax. Vacilaron y, al ver que la línea hylar no hacía ningún movimiento, se detuvieron y esperaron.

Los theiwars llegaron cautelosos, listos para contraatacar a los invasores de su tierra, pero cuando vieron la asamblea reunida al pie de los riscos se quedaron desconcertados. Nadie atacaba a nadie. Situándose a un lado de los numerosos daewars, se agruparon en torno y detrás de Talud Tolec, las manos sobre las oscuras espadas, y aguardaron.

Para cuando los daergars de Vog Cara de Hierro llegaron a la escena, otros estaban llegando también: pequeños grupos de desconcertados y cautelosos einars de las vertientes más cercanas; incluso una pequeña tribu, —o un revoltijo—, de aghars trepando por una cárcava y asomándose por el borde para ver qué ocurría un poco más adelante.

Al atardecer, miles y decenas de miles de enanos esperaban en la vertiente del Buscador de Nubes, al pie del imponente risco llamado Colmillo del Vendaval, el más cercano de los Tejedores del Viento. Era con lo que había contado Colin Diente de Piedra. La multitud era tal que nadie, —ni siquiera los bien armados daewars—, iniciaría un conflicto sin arriesgarse a una pelotera en la que cualquiera estaría en inferioridad numérica.

La diversidad y lo multitudinario de los grupos hacía simplemente infactible que uno de ellos atacara a otro. Y para la mayoría de los enanos, —incluso para los impredecibles kiars—, la condición sine qua non de cualquier situación, —de todo— era sus efectos prácticos.

Montado en su gran caballo Schoen y flanqueado por los Diez, Colin Diente de Piedra cabalgó hacia la cresta de un promontorio, a plena vista de todos cuantos estaban en la ladera. Con gran ceremonia, se despojó de su yelmo y de su escudo y se los entregó a Jerem Pizarra Larga, Primero de los Diez. Entonces desenvainó la espada y el martillo y, —como había visto hacer a Olim Hebilla de Oro para indicar una alocución—, los arrojó al suelo.

Los tambores enmudecieron, y en medio del silencio, con una voz que llegaba hasta las últimas filas de la gran multitud, Colin Diente de Piedra dijo:

—Somos los hylars. Somos recién llegados, pero ahora pertenecemos a Kal-Thax, como el resto de vosotros. Así que sabed esto: en primavera, estas montañas pueden ser invadidas por humanos. A menos que todos nosotros, del primero al último, tomemos medidas para impedirlo, caeremos desbordados por la marea de inmigración humana, si no este año, entonces al siguiente.

Olim Hebilla de Oro se adelantó a sus legiones y levantó los brazos.

—¡Hablas de tomar medidas, hylar! —dijo en voz alta—. ¿Cuáles?

—Os lo mostraremos, —respondió Colin—. Entre nosotros, tenemos los medios para construir una plaza fuerte que ninguna horda humana podría penetrar. —Señaló—. ¡Tú, Vog Cara de Hierro! Tu gente dispone de las materias primas que se necesitarían, en vuestras minas. Los filones para fabricar los metales para una plaza fuerte poderosa. ¡Y tú, Talud Tolec! Tu pueblo conoce estos pasos mejor que nadie. Y tú, Bol Trune, de los kiars. Si se organiza, tu gente podría salvarse de los humanos ayudando a salvar al resto de nosotros.

—¿Y los daewars? —gritó Olim Hebilla de Oro, haciendo bocina con las manos—. ¿Con qué crees que podemos contribuir a tu plan?

Colin Diente de Piedra miró fijamente al príncipe daewar y reprimió una sonrisa.

—Vosotros, príncipe Olim, tenéis el sitio.

—¿Qué sitio? —espetó Olim.

—¡Es verdad! —gritó Talud Tolec—. Los daewars tienen una enorme caverna secreta, en alguna parte. Yo la he visto.

—Ese sitio, —asintió Colin—. Un lugar que todos podemos compartir, y que debemos compartir por derecho. Los daewars porque fueron quienes lo encontraron primero. Los theiwars porque se encuentra en el territorio reclamado como suyo…

—¿En territorio theiwar? —exclamó Talud—. ¿Dónde?

—… los daergars porque disponen de los materiales para convertirlo en una plaza fuerte, —continuó Colin—. Los kiars y los einars y otros que así lo deseen porque pueden ayudar a su construcción y a su defensa.

Olim Hebilla de Oro echaba chispas. ¿Cómo sabía el forastero lo del sitio secreto, los hallazgos de Urkhan?

—¿Y vosotros, qué, hylars? —gritó iracundo—. Nos has dicho con lo que todos nosotros podemos contribuir, lo que podemos hacer con nuestros propios recursos, pero ¿y vosotros? ¿Qué nos ofrecéis vosotros?

Colin Diente de Piedra extendió los brazos en un gesto elocuente.

—Nosotros sabemos cómo hacerlo, —dijo. Entonces su voz adquirió un tono imperativo mientras se volvía hacia las filas theiwars—. Talud Tolec, nos encontramos dentro de los límites territoriales de tu pueblo. ¿Nos das permiso para ir bajo tierra?

Sorprendido por la cortés y protocolaria pregunta, Talud lanzó una mirada en derredor a sus compatriotas y después asintió.

—Os doy permiso, —repuso—. También nos gustaría ver qué han encontrado los daewars aquí.

Colin se volvió hacia el príncipe daewar.

—Olim Hebilla de Oro, la puerta que hay a mis espaldas, en el risco, es creación de los daewars. ¿Nos concederás a tus vecinos el honor de invitarnos a cruzarla en paz?

—¿Y si no lo hago? —demandó Olim.

—¡Entonces la echaremos abajo nosotros mismos! —gritó Talud Tolec—. ¡Este es territorio theiwar!

—Ya tengo una compañía de guerreros abajo, —apuntó Colin con suavidad—. Sería mejor si nos invitaras a entrar.

Olim Hebilla de Oro, el maestro de la estrategia, sabía cuándo había sido superado en la táctica.

—Abriremos la puerta, —admitió.

—¡Convoco un consejo de thanes! —anunció Colin Diente de Piedra de manera que todos pudieran oírlo—. ¡Se celebrará en Thorbardin!

Todas las miradas de la multitud se volvieron hacia él con desconcierto.

—¿En dónde? —preguntaron algunos.

Incluso Jerem Pizarra Larga miraba a su jefe de hito en hito, sin salir de su sorpresa.

—¿Thor… bardin, señor? ¿Es este el nombre de nuestro Everbardin?

—En honor del pasado, —asintió Colin—, y del futuro.