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Los exiliados
Las cumbres de las Khalkist estaban cubiertas de nieve cuando Colin Diente de Piedra condujo a su gente desde las puertas falsas de las madrigueras, cuesta abajo y alrededor de la inmensa mole de la montaña, hacia la destrozada ladera donde antes se encontraba la orgullosa fachada de Thorin. Los ogros observaron desde las alturas la larga columna en marcha cuando pasó bajo su posición, y gruñeron con impaciencia. Pero ningún ogro quería enfrentarse a semejante fuerza, más de un millar de resueltos enanos, algunos montados en los grandes caballos calnars y otros a pie, pero todos fuertemente armados y equipados para un viaje.
No se recordaba que se hubiera visto algo así nunca, en ninguna parte de Krynn. Los humanos emigraban continuamente —pequeños grupos nómadas vagando aquí y allí— como hacían muchas de las otras razas. Pero una emigración de enanos era algo que nadie había visto hasta ahora, e incluso los ogros, en las frías altitudes, sacudieron la cabeza con asombro al contemplar una tribu de enanos en tránsito.
En la ladera, por encima de la depresión producida por el hundimiento del techo del Gran Auditorio, Colin Diente de Piedra hizo detener la marcha para que su gente echara una última mirada al lugar que había sido su hogar hasta donde alcanzaba su memoria. Lo que antes había sido una ladera limpia, esculpida por el viento, ahora se había convertido en una hoya cuyos lados formaban un profundo cono de rocas desprendidas que conducía a las profundidades sepultadas. Al otro lado, en la parte más baja del agujero, estaban los restos del Primer Centinela, un cilindro truncado de piedra erguido sobre sus propios escombros. Y más abajo, en poderoso contraste con los tonos ocres y dorados de los valles del fondo, se veía el techo del alcázar, todavía lleno de huesos resecos de humanos salvajes, un mudo testimonio de la silenciosa muerte que guardaba en su interior.
Los hombres de Sith Kilane, —al menos unos cuantos—, habían sobrevivido varias semanas, apresados en el alcázar. Algunos habían logrado salir al tejado, para allí caer abatidos por las hondas de tiradores enanos. Algunos habían gritado y suplicado desde las balconadas hasta que las piedras de las hondas o las jabalinas los derribaron, y otros, —tras varios días de padecimiento—, habían saltado al vacío. Las restantes fuerzas de la malhadada invasión habían muerto de sed o de hambre, y sus cadáveres continuaban en el interior, sin merecer la atención de los enanos. El alcázar permanecía cerrado, y quizá lo estuviera para siempre.
Por encima de Thorin, Colin Diente de Piedra echó una última y triste mirada sobre las tierras que había dirigido, y a continuación se inclinó en la silla de montar para estrechar la fuerte mano de su segundo hijo, Tolon Vista Penetrante.
—Ahora eres el jefe de los calnars, —dijo—, por tu propia elección y la de aquellos que se quedan aquí contigo. Te deseo forjas calientes y buen comercio.
—Y yo a ti, padre, —asintió Tolon—. Dondequiera que te lleven las calzadas. Ojalá encuentres tu Kal-Thax, y que la grandeza de los calnars haga de ella una gran nación.
—Calnars, no, —susurró Colin mientras apartaba la vista—. Los calnars son de Thorin. Vosotros sois los calnars ahora. Nosotros tomaremos otro nombre, para otros lugares.
—¿Sí? ¿Qué nombre?
—El que nuestros vecinos humanos, cuando eran vecinos, nos llamaban a causa de donde vivíamos: Los Más Altos. Llevaremos ese nombre con nosotros, Tolon. A partir de hoy, los que buscamos Kal-Thax somos los hylars.
—Hylars. —Tolon se quedó pensativo y luego asintió—. Un buen nombre. Ojalá sea para bien y colme tus esperanzas, padre. Que encuentres tu camino.
Colin hizo un gesto con la cabeza, señalando a Cale Ojo Verde, que estaba cerca, montado a lomos de su gran caballo, Piquin. Cale y sus exploradores habían vuelto unos cuantos días después de la batalla de Thorin. Regresaron a un lugar muy distinto del Thorin que habían dejado a su marcha.
—Tu hermano nos conducirá a salvo a las llanuras, —dijo Colin a Tolon—. Ha explorado hasta allí, y explorará para nosotros más allá mientras viajamos. ¡Oh, no estés tan abatido! —El viejo dirigente sacudió la cabeza—. Sabes que he de hacer este viaje, hijo mío. Aquí no hay sitio para un antiguo jefe, y ahora es tu turno. Guía a tu pueblo bien y sabiamente.
—Todo por el sueño de un viejo enano, —rezongó Tolon.
—No sólo por eso, —repuso Colin—. Cometí un error de juicio. Confiaba en los amigos y no vi a los enemigos. Tú tenías razón, Tolon, y yo estaba equivocado. Un dirigente no puede fallarle a su pueblo hasta ese extremo y continuar siendo jefe. Las normas son válidas para todos, y la ley decreta el exilio. He preferido hacer de mi exilio una búsqueda profética, y los que me siguen lo hacen por propia voluntad.
»Los que nos marchamos de aquí, Tolon, —añadió el anterior dirigente—, hemos perdido Everbardin en Thorin. Debemos encontrarlo en otra parte, si es que lo encontramos.
Estrechó la mano de su hijo otra vez, y luego tiró de las riendas haciendo que Schoen diera media vuelta e iniciara un trote ladera abajo, hacia los lejanos valles y las Cunas del Sol que se alzaban detrás. Tras saludar a su hermano con un ademán, Cale Ojo Verde fue tras su padre, seguido por Jerem Pizarra Larga y los Diez, entre los que había varios miembros nuevos, elegidos para reemplazar a los valerosos enanos que habían muerto defendiendo a su dirigente.
Willen Mazo de Hierro iba a la cabeza de las compañías de la guardia, cabalgando a los flancos. Se detuvo junto a Tolon el Meditabundo y lo miró fijamente.
—Toma en consideración a Lustre Barbit para capitán de tu guardia, Tolon, —sugirió—. Es el mejor de los que eligieron quedarse. ¿Tienes intención de reanudar el comercio con Golash y Chandera?
—Reanudar el comercio, sí —repuso Tolon—. Pero no Balladine. Los calnars jamás olvidarán que los humanos son salvajes, por muy amistosos que parezcan.
—Que tengas una vida larga y buena, Tolon Vista Penetrante —deseó Willen ceremoniosamente, y reanudó la marcha.
A su lado, en su propia montura, Tera Sharn volvió la cabeza y miró a su hermano. Se habían despedido antes, en privado, pues los dos sabían que la separación era definitiva. Tera hizo una leve inclinación de cabeza y miró al frente.
Rodeando el borde del gran agujero, con Colin Diente de Piedra y los Diez a la cabeza, el pueblo que ahora eran los hylars inició su viaje en busca de Kal-Thax. En fila de tres y de cinco, la columna medía más de tres kilómetros de largo.
Entre ellos iban los tambores, y, cuando el primero de estos llegó junto a la depresión, empezó a tocar su timbal con un ritmo lento y constante, un canto fúnebre o un saludo. Los que iban detrás se unieron a él con sus tambores, y, mientras la columna pasaba ante la depresión y la dejaba atrás, las montañas repitieron como un eco el toque constante de los grandes instrumentos de percusión dando un último adiós al mejor y más grande tambor de todos ellos. Pues para los hylars, como para los calnars, el recuerdo de Handil el Tambor se mantendría siempre fresco en su memoria.
La columna descendió sinuosa por la ladera, dejó atrás el hedor a muerte del silencioso alcázar y llegó a las terrazas sembradas de escombros de la guerra. En la falda de una colina, a lo lejos, un pequeño grupo de humanos levantaron la mano en un saludo y luego dieron media vuelta, y Colin Diente de Piedra supo que Garr Lanfel, el príncipe de Golash, había hecho un último gesto en honor a una amistad que no volvería a ser.
Atrás ya las terrazas, en dirección a los valles del Canto del Martillo y del Hueso, el nuevo clan de los hylars marchó al ritmo de sus tambores, los ojos puestos en las Cunas del Sol y en las tierras que había más allá, en lontananza.
Ni una sola vez Colin Diente de Piedra volvió la cabeza para mirar lo que había sido Thorin Everbardin. Pero algunos sí lo hicieron, y sus murmullos agridulces flotaron en el aire.
—Thoradin, —musitaron, pues, para el pueblo que ahora era hylar, Thorin estaba perdido; había pasado a ser Thoradin: un recuerdo del pasado.