13
Los defensores
Olim Hebilla de Oro comprendía muy bien la amenaza a la que Kal-Thax se enfrentaba este año de emigraciones masivas. Durante un mes, sus exploradores habían inspeccionado las laderas fronterizas a medida que más y más humanos, —y no pocos ogros y goblins—, llegaban allí, algunos huyendo de la guerra de los dragones en el este, otros aprovechándose del caos para apoderarse de nuevas tierras o riquezas.
El príncipe daewar se había reunido con sus consejeros cuando llegaron los informes, para enjuiciar lo que estaba ocurriendo en los reinos humanos más allá de Kal-Thax y lo que ello significaba para los enanos. Al parecer las personas desplazadas por millares o por decenas de millares se desparramaban a través de las fronteras orientales del reino humano de Ergoth, amplísimas y por ende imposibles de custodiar, y emigraban hacia el oeste en dirección a las colinas meridionales, apenas habitadas, que lindaban con la barrera montañosa de Kal-Thax. Los enanos suponían que muchos de ellos serían apresados por las patrullas de los grandes señores de la ciudad humana de Xak Tsaroth y vendidos como esclavos, ya fuera allí mismo o transportados a las lejanas tierras bárbaras de Istar en caravanas de mercaderes.
Pero otros, —en especial los astutos cobars, los Caminantes de las Arenas y los Saqueadores de las planicies norteñas—, estarían advertidos sobre Xak Tsaroth y la evitarían, torciendo hacia el sur a través de las colinas. Los espías daewars confirmaron esto último. Con mucho, los más peligrosos de las multitudes humanas que cruzaban Ergoth, —hostigados y encauzados por los caballeros y por compañías de ciudadanos armados—, eran los que ahora entraban por el paso en forma de embudo al este del pico Buscador de Nubes.
Tradicionalmente, ese era territorio theiwar, y dicho clan se había encargado de los forasteros que cruzaban la frontera por allí. En ocasiones los ayudaban los daergars, protegiendo las zonas mineras que les pertenecían. Pero ahora, Olim Hebilla de Oro estaba seguro, el número de las fuerzas humanas era mucho mayor del que los primitivos theiwars, —o incluso los hoscos y astutos daergars—, podían hacer frente.
—Hay que detener a los humanos antes de que lleguen al Buscador de Nubes, —le dijo el príncipe daewar a su capitán, Gema Manguito Azul—. Estamos obligados por el pacto de Kal-Thax a ayudar a nuestros vecinos en defensa del reino.
—Sobre todo en defensa del Buscador de Nubes, —acotó Gema con ojos centelleantes.
—Sobre todo y ante todo, —convino Olim—. Puede decirse que tenemos un especial interés allí. —Soltó una risita—. ¡Esos theiwars! Reclaman la montaña como suya y se aferran a sus riscos sin preguntarse qué yace bajo sus pies. Qué desperdicio que semejantes maravillas no se utilizaran. ¿Cómo van las excavaciones?
—Pizarra Lámina Fría calcula un mes más antes de que se abra paso a las cavernas que Urkhan encontró —le respondió Gema—. Pero ya conocéis al jefe de excavaciones, siempre tan comedido. Si dice un mes, se habrá conseguido en una semana.
—Tan cerca… —suspiró Olim—. Años de excavar túneles, Gema. Sería trágico llegar tan cerca y perderlo todo porque los theiwars fracasaran en rechazar a un puñado de humanos. Los theiwars no tienen tendencia a explorar, pero los humanos sí. Hay que detenerlos. Ten preparado el ejército para ponerse en marcha. A todos los hombres, excepto la guardia personal. Nos dirigimos a la cabecera de los pasos para ayudar a nuestros vecinos a rechazar a los intrusos.
—Eso es territorio theiwar, —le recordó Gema a su príncipe—. Quizá no les guste ver aparecer allí a un ejército daewar.
—Intentaremos que nuestra presencia no sea demasiado evidente, —dijo Olim—. Posiblemente podamos hacer que muchos parezcan pocos. Pero en uno u otro caso, no pienso pedir permiso a Borneo Zanca Cortada para cumplir el Pacto de Kal-Thax. Es nuestro derecho… y nuestro deber.
Así pues, en un luminoso día otoñal, la mayor parte del ejército daewar se desplegó a lo largo de la elevación central del promontorio que se alzaba sobre el paso, en tanto que millares de merodeadores humanos ascendían en tropel por las laderas, en su dirección. El promontorio era una vasta pradera alta flanqueada por escarpados peñascos y despeñaderos abruptos que se estrechaban y se cerraban a medida que la elevación subía hacia la cima recta que era un lomo saliente del gran Buscador de Nubes, que se alzaba detrás, en la distancia, como una gigantesca cabeza de tres cuernos envuelta en una capucha inclinada.
En el momento en que los humanos, —todavía figuras diminutas por la distancia—, iniciaron su marcha ascendente por el paso, se hizo evidente que estaban encabezados por enjambres de jinetes burdamente vestidos, hombres de aspecto fiero que azotaban a sus oscuros caballos mientras subían trabajosamente la empinada cuesta hacia el promontorio. Los había a centenares, y detrás y alrededor de ellos venían hombres a pie, una abigarrada mezcla de humanos de muy distintas tierras, todos con un único pensamiento. Sus motivos podían ser muchos y variados, pero avanzaban inflexiblemente, todos decididos a romper el bloqueo de Kal-Thax y entrar en las montañas que había más allá de las tierras centrales.
Gema Manguito Azul observaba con curiosidad mientras la multitud se iba aproximando, resguardándose los ojos con la visera levantada de su yelmo repujado con oro. No era la primera vez que veía a los humanos dirigiéndose hacia Kal-Thax. En muchas ocasiones, al paso de los años, las patrullas daewars habían observado a los emboscados theiwars poner celadas a los viajeros procedentes de las tierras orientales. A veces, cuando los grupos de intrusos eran grandes, los daewars se habían sumado a la defensa para rechazarlos. Y había habido ocasiones en las que los daewars incluso habían intervenido antes de la emboscada, cuando saltaba a la vista que los intrusos eran simples viajeros, extraviados o desterrados, cuyo único crimen era encontrarse en el sitio equivocado.
Algunos theiwars se ponían furiosos y los amenazaban cada vez que una unidad daewar se entremetía, y existía animadversión entre los thanes a causa de ello. Pero los daewars no habían hecho mucho caso. Para los theiwars, la matanza y el saqueo de los intrusos podría ser un negocio próspero, pero para la mayoría de los daewars el asesinato era absurdo y vergonzoso si no se ganaba nada con ello y si con palabras se podía conseguir que los viajeros dieran media vuelta.
No obstante, la muchedumbre que subía por el paso ahora no tenía nada que ver con los pequeños grupos y bandas de viajeros de los años anteriores. Esto era un asalto en masa, con el aspecto de un ataque a gran escala dirigido por los saqueadores montados. Gema se acercó a su príncipe para señalar la maniobra táctica de despliegue adoptada por los humanos.
—Estos no están aquí por accidente, —dijo—. Los jinetes que van a la cabeza son hombres de las planicies de Cobar. Los cobars no se limitan a deambular de un lugar para otro, como hacen otras muchas tribus. Son asaltantes y saqueadores.
—Intrusos montados —dijo Olim Hebilla de Oro, meditabundo—. ¿Ha habido algún ataque de fuerzas montadas con anterioridad?
—No que yo sepa, —admitió Gema—. Muchos humanos tienen corceles, pero estas montañas no son el terreno adecuado para esos animales. Ni siquiera los caballeros de Ergoth intentarían entrar aquí a caballo.
—Y sin embargo los cobars lo hacen, —señaló Olim—. ¿Cómo te explicas eso?
—Saben que estamos aquí. —Gema se encogió de hombros—. Los otros que están con ellos quizá proyectan invadir Kal-Thax y fundar reinos humanos, pero los cobars no intentan establecerse aquí. Sólo vienen a atacar, a saquear y luego regresar a sus planicies.
—Será difícil enfrentarse a guerreros montados en este terreno llano —dijo Olim.
—Entonces no los esperemos aquí —sugirió Gema—. Salgámosles al paso en las pendientes. Si he de enfrentarme a un jinete, preferiría tener la cuesta arriba como ventaja a mi favor.
Olim miró a su alrededor estudiando el terreno.
—El paso es más ancho allí —señaló—. Desplegados, formaremos una línea poco compacta. Claro que no estamos solos. —Miró hacia el norte, a los escarpados riscos donde estaban los campamentos fronterizos theiwars—. Enviad señales a Borneo Zanca Cortada de los theiwars y a Vog Cara de Hierro de los daergars. Dadles mis saludos y decid que defenderemos el centro del paso. Pedidles que se sitúen a nuestros flancos, los theiwars al norte y los daergars al sur. Entre todos, deberíamos poder persuadir a los humanos de que no son bienvenidos en Kal-Thax.
Se enviaron las señales luminosas. Los «comunicadores» daewars, apostados en pináculos rocosos, utilizaron espejos de latón pulido para captar y transmitir la luz del sol en una clave común. Del sur llegó respuesta y conformidad desde las posiciones daergars bajo los riscos de aquella zona, pero no de los theiwars. Cuando los comunicadores informaron de ello a Gema Manguito Azul, este se lo transmitió a Olim Hebilla de Oro.
—No cabe la menor duda de que las señales se vieron, señor, —le aseguró a su príncipe—. Con sol alto y tiempo despejado, los destellos son inconfundibles.
—Borneo Zanca Cortada está de mal humor, —decidió Hebilla de Oro—. Probablemente le ha molestado que entráramos en su territorio sin su consentimiento.
—¿Pero podremos contar con que cumplan con su parte? —preguntó Gema, preocupado.
—Tendremos que hacerlo, —dijo el príncipe—. Borneo ha visto lo que se nos viene encima, y, salvaje o no, sabe lo que significa defender este paso. No tomar parte sería romper el Pacto de Kal-Thax, y ni siquiera alguien como él haría algo así.
Con el sol alto en el firmamento, el ejército daewar levantó el campamento y se puso en marcha, para remontar el promontorio a plena vista de la fuerza humana que se aproximaba y se desplegaba rápidamente. Con sus relucientes armaduras y llamativos ropajes, los daewars ofrecían una impresionante estampa en lo alto de la loma, y se hizo patente la vacilación entre los grupos de hombres a pie que subían entre los jinetes cobars. Pero no duró mucho. Los cobars pasaron entre ellos repartiendo latigazos y golpes con la parte plana de sus espadas, y el avance se reanudó.
Para cuando el sol se encontró sobre el Fin del Cielo al norte, la fuerza humana estaba a poco más de quinientos metros y se la veía claramente. La mayoría iba a pie, un repertorio de hombres procedentes de muchas tribus y comarcas, vestidos con cualquier tipo de ropa que habían traído puesta o que habían encontrado en el camino. Las armas que llevaban comprendían un amplio abanico que abarcaba desde cayados y garrotes hasta cualquier tipo de arma blanca, y sus escudos y corazas eran tan variados como sus ropas. Algunos tenían rodelas y partes de armaduras metálicas, pero la mayoría llevaba coseletes de cuero grueso tachonados, e incluso pieles enteras de diversos animales. Entre los tipos de escudos había broqueles de madera reforzada, rodelas de cañas trenzadas, y adargas de cuero curtido y tensado en armazón de madera. Para los daewars, excelentemente equipados, no habrían parecido especialmente peligrosos a no ser porque los había a millares.
Los jinetes eran harina de otro costal. Como Gema había dicho, el cobar era un pueblo fiero, y sus jinetes sabían luchar. Manejaban sus caballos diestramente, y las armas que llevaban, —lanzas ligeras, sables y escudos de combate tachonados con dagas—, tenían un aspecto mortífero.
A una orden de Gema, los daewars se desplegaron en doble línea a lo largo de la cumbre del promontorio. Era una estrategia defensiva que los daewars tenían bien ensayada y que había demostrado su efectividad. Desplegándose desde el centro, los daewars tomaron posiciones cada diez metros, con dos defensores en cada puesto, uno de ellos arrodillado tras su escudo, con la honda y la maza al alcance de la mano, y el otro un paso detrás y hacia un lado, con el escudo en alto y la espada en la mano. Con intervalos de diez metros y las hondas cubriendo los huecos, la línea defensiva era virtualmente un muro. Y, al tener que enfrentarse a caballos, Gema había añadido un toque extra a la táctica: cada puesto estaba equipado con una red arrojadiza.
Cuando los humanos que iban en primera línea llegaron a menos de un centenar de metros y frenaron un poco la marcha para agruparse, Olim Hebilla de Oro se adelantó y levantó una mano con gesto imperioso.
—¡Habéis entrado en territorio de Kal-Thax! —gritó—. ¡Pasar aquí está prohibido! ¡Dad media vuelta y marchaos!
Durante un momento no hubo respuesta, y entonces un jinete cobar que llevaba el yelmo adornado con plumas de búho hizo que su montura se adelantara.
—¡Reclamo la armadura de ese! —gritó, señalando a Olim—. ¡Mirad qué bonito es, como un muñequito reluciente! ¡Y esa capa con el dibujo floreado también la quiero para mí!
Las risas surgieron en las filas de sus seguidores, y otros retomaron el grito mientras miraban la línea de enanos eligiendo y reclamando para sí diversas armas, piezas de armaduras y prendas de la indumentaria al tiempo que lanzaban pullas y mofas. Imperturbable, el príncipe de los daewars se mantuvo firme hasta que el alboroto cesó.
—¡Habéis sido advertidos! —gritó entonces—. ¡Kal-Thax está cerrada para vosotros! ¡Aquí no hay nada para vosotros salvo la derrota y la muerte!
Algo en el tono del enano hizo que Plumas de Búho vacilara. Nunca había luchado contra los enanos. No le parecían muy peligrosos, pero había oído decir que eran mañosos y podían dar sorpresas. Volviéndose hacia los suyos, impartió unas rápidas órdenes a los jinetes más cercanos y esperó mientras estos las transmitían a los demás. Luego levantó la espada, miró a un lado y a otro de la línea de sus hombres, y dio la señal de avanzar.
Incluso con la pronunciada pendiente, los caballos cobars eran rápidos. De estar parados, se lanzaron veloz e instantáneamente a una ensordecedora carga en una formación en punta de flecha que se encaminó hacia el centro de la línea daewar. La distancia que los separaba se redujo a cincuenta metros, y luego a cuarenta, a treinta y de repente todos los jinetes cobars envainaron las espadas y soltaron las correas de las lanzas mientras galopaban hacia los enanos. Detrás de ellos, venían a la carga los hombres de a pie, una horda vociferante que blandía las armas a la par que corría.
La carga de los cobars llegó a los veinte metros, a quince, y los jinetes enarbolaron las lanzas. Cortos y robustos, los venablos se levantaron en posición horizontal y luego se dispararon hacia delante cuando los jinetes los arrojaron al mismo tiempo, dirigidos a cada par de guardias enanos que tenían ante sí. Y, mientras los venablos volaban, los jinetes tiraron de las riendas para hacer volver grupas a los caballos, y se alejaron a galope en ángulos rectos a derecha e izquierda, para girar alrededor de la horda de infantería lanzada a la carga.
Las lanzas arrojadas resonaron al chocar contra los escudos enanos, un repiqueteo de metal contra metal que levantó ecos en los despeñaderos y los distantes picos. La mayoría fueron desviadas, pero aquí y allí algunas lanzas salvaron las defensas y varios guardias daewars recularon tambaleándose, atravesados de parte a parte.
—¡Las hondas! —gritó Gema Manguito Azul.
Desde la larga línea daewar salieron disparadas mortíferas piedras impulsadas por las hondas zumbantes, pero los blancos que encontraron no fueron los hombres montados, sino que se estrellaron contra la primera línea de infantería y derribaron hombres como una guadaña siega las espigas maduras. Para entonces, los jinetes estaban lejos, rodeando a los hombres de a pie y situándose detrás de ellos para empujarlos hacia las líneas enanas.
Una andanada de piedras lanzadas por las hondas cumplió su misión, y la siguió otra, y a continuación los daewars se encontraron luchando cuerpo a cuerpo con miles de humanos vociferantes que blandían sus armas, algunos atacando ferozmente, otros simplemente intentando cruzar las líneas, lejos de los demonios montados que tenían detrás.
El frente daewar osciló por la mera fuerza del ataque. Pero aguantó minuto tras minuto, y luego empezaron a cambiar las tornas en el curso de la batalla. La línea daewar tomó la iniciativa, y cada pareja de guardias defendió y contraatacó, avanzando con cuidado sobre los cuerpos caídos de atacantes humanos… y de enanos. A medida que el frente se movía hacia adelante, la línea se arqueó y se separó, y la compañía de élite de Gema Manguito Azul, la Maza Dorada, cargó por el hueco abierto como un sólido muro movible de escudos, mazas que se descargaban con un ruido sordo y centelleantes espadas.
Veloz y mortífera, moviéndose como un solo ser, la Maza Dorada se abrió paso entre la muchedumbre de atacantes humanos, que se dispersaron llenos de pánico. Después, la fuerza de combate enana se dio media vuelta, giró y arremetió de nuevo, y volvió a repetir la maniobra mientras los daewars de la línea de defensa cargaban al frente, siguiéndoles los pasos.
Era demasiado incluso para los salteadores más feroces. No podían abrirse paso a través de las filas de escudos para atacar, no podían frenarlos a causa de las armas que arremetían fulgurantes entre las defensas para cortar y romper huesos en cada acometida, y tampoco podían lanzar su superioridad numérica en cargas vociferantes. Cada vez que se había intentado, los enanos se habían abalanzado por debajo de las armas de los humanos, más altos, y abrían brecha en las filas gritando como dementes.
Olim Hebilla de Oro y su guardia personal parecían estar en todos los frentes de batalla, atacando, repeliendo y organizando nuevas tácticas. En un torbellino de combates caóticos y arremolinados, las unidades enanas semejaban inmunes al pánico desatado a su alrededor. Con la metódica y decidida lógica enana, continuaban machacando y presionando, descargando estocadas y tajos hasta que lo que había sido un ataque en masa se convirtió en una batalla de combates aislados, con los humanos luchando ciegamente e intentando huir a todo lo largo de un frente de un kilómetro de ancho.
Olim Hebilla de Oro se encontró de repente desocupado cuando el último grupo de humanos huyó dominado por el pánico, y llamó con una seña a Gema Manguito Azul, que remató a un bárbaro, impartió rápidamente algunas órdenes a su compañía, y luego se reunió presuroso con su príncipe.
Olim había trepado a lo alto de un peñasco y estaba inspeccionando el campo de batalla. La matanza era generalizada, y algunos combates aislados todavía proseguían aquí y allí, pero el príncipe buscaba otra cosa.
—¿Dónde están los jinetes? —inquirió cuando Gema llegó al pie del peñasco.
Este echó una mirada en derredor. No había visto a la caballería desde el comienzo del combate. Trepó al lado de su príncipe. Lejos, al sur, cerca de las escarpas, compañías de daergars con sus máscaras de hierro atacaban metódicamente los grupos de humanos que habían huido en esa dirección, obligándolos a retirarse de los terrenos altos. Gema miró hacia el norte y masculló un juramento. No había nadie por aquel flanco, sólo algunas bandas de humanos perseguidas por su propia gente.
—¿Dónde están los theiwars? —siseó—. Deberían encontrarse allí, en nuestro flanco adelantado. ¡Ese lado del paso está completamente abierto!
Olim se resguardó los ojos del sol.
—¿Nos han traicionado? ¿Han dejado pasar a los forasteros, violando el Pacto de Kal-Thax?
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando surgieron gritos en las líneas más próximas, donde las parejas daewars estaban vueltas y señalaban hacia el oeste, a lo alto de la elevación.
Rebasando la cima, venían jinetes humanos, cientos de ellos, con el bárbaro de las plumas de búho a la cabeza.
Gema hizo bocina con las manos.
—¡Media vuelta! —bramó—. ¡Dad media vuelta y defendeos!
Rápidamente, la línea daewar giró ciento ochenta grados y adoptó la formación de a dos cada diez metros para hacer frente a la caballería.
Los jinetes venían a galope tendido hacia ellos, pero no como lo haría la caballería lanzada a la carga, sino que parecían estar huyendo de algo. Entonces, por encima y detrás de ellos, aparecieron guerreros theiwars sobre la cima. Había sangre en sus oscuras espadas y en sus armaduras de acero, y tras las viseras de malla se alzaba el clamor de sus gritos de guerra.
—¡Les han puesto una emboscada! —dijo Gema, boquiabierto—. ¡Esos theiwars que los dioses maldigan! ¡Han dejado pasar a esa gente entre las líneas y luego los han emboscado!
—No puedo creerlo, —retumbó Olim—. ¡Borneo Zanca Cortada es estúpido, pero no tanto!
—Vedlo con vuestros propios ojos, señor. Siguen atacando y avanzando, empujándolos.
—Empujándolos, sí —gruñó Olim—. Justo contra nuestras líneas. ¡Defensa! ¡Defensa!
—¡Redes y cables! —gritó Gema al tiempo que hacía señales. Bajó de un salto al suelo y corrió a ayudar a sus hombres.
Como una ola demoledora, los cobars cayeron sobre la estrecha línea daewar. Las piedras arrojadas por hondas tumbaron a unos cuantos, y las redes lanzadas que estaban sujetas a cables afianzados derribaron a otros pocos, pero los jinetes humanos tenían a su favor el declive de la cuesta. Descargando estocadas y tajos, atravesaron y dejaron atrás la línea daewar… y ni siquiera frenaron la velocidad. Una vez en terreno abierto, la mayoría de ellos siguió cabalgando. Por el momento, no querían saber nada de los enanos. Habían tenido más que suficiente.
Uno, sin embargo, tiró de las riendas justo debajo del peñasco en el que estaba encaramado Olim, se volvió y lanzó un grito de odio. Las plumas de búho ondeando al viento sobre su yelmo, el cabecilla cobar espoleó su montura, levantó la espada con las dos manos y cargó contra el príncipe daewar.
Dos hojas de acero centellearon a un tiempo a la luz del sol. La espada del humano se descargó sobre la cabeza de Olim y fue desviada por un escudo de hierro sostenido por un brazo que era mucho más fuerte que el de cualquier humano. La espada de Olim silbó al hacer un amplio arco lateral que alcanzó al humano en el plexo solar, justo debajo del peto. Casi lo partió en dos.
Al tiempo que Plumas de Búho se desplomaba en el suelo, moribundo, Olim se irguió y miró ceñudo la sangre en su brillante espada. Curiosamente, en ese momento se dio cuenta, —o reparó en ello de manera consciente por primera vez—, de que la sangre humana era exactamente del mismo color que la sangre enana.
En lo alto de la elevación, tan cerca que podía ver sus oscuros ojos detrás de las máscaras de malla, medio centenar de guerreros theiwars se agruparon como si fueran a huir. Mientras perseguían a los jinetes humanos, se habían separado del grueso de sus fuerzas y ahora se encontraban prácticamente en medio de las defensas daewars… demasiado cerca para su gusto.
—¡Gema! —gritó Olim al tiempo que levantaba la espada haciendo una señal de mando—. ¡Rodead a esos theiwars! ¡Capturadlos!
Gema Manguito Azul bramó unas órdenes, y unas compañías de la línea daewar se encaminaron cuesta arriba a todo correr y rodearon a los desconcertados theiwars, que dieron media vuelta para huir con el resultado de encontrarse atrapados en un círculo de espadas y escudos daewars. Gema penetró en el círculo y ordenó:
—¡Deponed las armas, theiwars! ¡Sois prisioneros!
Desde lo alto del peñasco, Olim observaba la escena con los azules ojos relucientes por la ira. Si estos theiwars se comportaban bien no se les haría daño, pero el príncipe no quería que ninguno de ellos volviera a informar a Borneo Zanca Cortada. Todavía, no.
La traición theiwar, —dejar que los humanos cruzaran la línea y después hacerlos retroceder contra los daewars—, había sido una mala jugada, pero Olim sospechaba que tras ello había algo más que la simple rabieta de Borneo Zanca Cortada, y tenía intención de descubrir qué era.