28

Padre de reyes

Willen Mazo de Hierro sintió una sensación de júbilo cuando él y su escolta personal, —llamada los Diez en honor a aquellos que habían servido a Colin Diente de Piedra—, emergieron de la primera gruta natural a la gran caverna de Thorbardin. Su misión en las tierras de Ergoth oriental había tenido éxito. Sabía que aquello complacería mucho a Tera. Su deseo inmediato fue dirigirse directamente a las nuevas excavaciones hylars y verla, pero un comité de recepción lo esperaba en la vía de tracción de cable.

—Los tambores nos anunciaron tu regreso, —dijo Olim Hebilla de Oro, sonriente—. Los negocios, primero, señor dirigente. ¿Cómo fue tu visita a las tierras humanas?

—Muy bien, creo, —contestó Willen—. No sólo construirán una calzada hacia las montañas, siguiendo la ruta marcada por Cale, sino que, además, los caballeros han aceptado patrullarla en su tramo para detener las migraciones hacia el Buscador de Nubes. Lord Charon me dio su palabra y cerró el compromiso con un apretón de manos.

—¡Maravilloso! —El daewar palmeó al corpulento enano en la espalda y los dos echaron a andar por el camino costero hacia Daebardin—. He convocado reunión del consejo, —dijo—. ¿Qué me dices del comercio? ¿Hablaste de ello con los ergothianos?

—Comerciarán con grano, tintes y fibras textiles a cambio de herramientas y cristal, —anunció Willen—. No llegué a otros acuerdos, pero, si todo va bien, habrá un incremento en la variedad de productos. ¡Ah! Lord Charon está dispuesto a discutir un intercambio comercial más extenso con los grandes señores de Xak Tsaroth. Cree que eso dejaría un buen margen a su gente si sus funcionarios actuaran como agentes para mercancías tales como tejidos, repujados, cueros y ferretería. ¡Ah, y joyería! Sus palabras exactas fueron: «A esos pestilentes habitantes de ciudad les encanta cualquier cosa que reluzca, y, si no pueden robarla, entonces la compran».

—¿Hablasteis sobre armamento?

—Saben que podemos fabricar mejores armas que ellos, pero no toqué el comercio de armas. Me pareció que era un asunto que debía tratar el consejo.

El príncipe daewar miró a Willen astutamente.

—Una sabia decisión, —dijo—. Deberíamos tomarnos con calma lo de proporcionar buenas armas a los humanos, aunque podría hacerse más adelante. Cuanto más seguros estemos en Kal-Thax, con Thorbardin como nuestra fortaleza, menos tendremos que preocuparnos de que algunas de nuestras mercancías vendidas se vuelvan contra nosotros.

Atravesaron las excavaciones exteriores theiwars, y Willen se quedó sorprendido por el avance de las obras en el tiempo que había estado ausente. Se fijó en que muchos de los excavadores que estaban trabajando aquí eran daewars.

—Estamos haciendo cierto intercambio de conocimientos, —comentó Olim—. Nosotros nos ocupamos de lo que más sabemos, ellos de lo que hacen mejor, y todos salimos ganando.

Por todas partes, hasta donde alcanzaba la vista alrededor de la orilla del lago, la gran caverna bullía de actividad. A centenares y a miles, las gentes de Thorbardin trabajaban para construir ciudades y casas para todos los distintos thanes.

Pasadas las excavaciones theiwars, el pequeño grupo entró en un amplio túnel y salió a territorio kiar. Aquí, las construcciones eran distintas, más bajas y más anchas, con sólidas barricadas como murallas. Los kiars tenían sus propias ideas sobre arquitectura y su forma particular de hacer las cosas, pero aquí, también, Willen reparó en la mezcla de razas. Casi todo el trabajo de excavación estaba a cargo de daewars, mientras que los arrastres eran cosa de los theiwars, y no pocos hylars se ocupaban de la albañilería de las murallas. El lugar se estaba construyendo para los kiars, pero no había muchos kiars a la vista.

—¿Más intercambio? —preguntó Willen.

—Por supuesto, —contestó Olim con una risita—. La construcción no es el fuerte de los kiars, así que trabajan en la preparación de las grutas de cultivos mientras esto está en marcha. Tienen buena mano con los gusanos gigantes.

Cruzaron un canal por el que navegaban transbordadores tirados por tracción de cable, y entraron en una zona más iluminada. Los diseñadores hylars estaban supervisando la instalación de una galería solar de espejos para los daewars, debajo de una de las capas de cuarzo.

—Los otros jefes se reunirán con nosotros en mi salón de asambleas, —dijo Olim Hebilla de Oro—. Pero creo que antes nos vendría bien un poco de buena cerveza.

Willen empezaba a asentir con la cabeza, pero se interrumpió y se giró bruscamente para otear a través del mar subterráneo. Allí, donde la inmensa masa de «piedra viva» de la estalactita se alzaba sobre el agua, los tambores estaban hablando. Escuchó un instante; luego entregó los paquetes que llevaba al más cercano de los Diez, y agarró a Olim por el brazo.

—¡Pospón la reunión del consejo! —dijo—. ¡Tengo que ir a casa! ¿Dónde están vuestros muelles?

Con el jefe de los hylars a la cabeza y el príncipe de los daewars pisándole los talones, los dos echaron a correr, dejando a sus estupefactos escoltas mirándolos boquiabiertos mientras se alejaban.

—¿A qué viene esto? —balbució un guardia daewar.

—¡Los tambores! —sonrió un hylar—. Nuestro jefe está a punto de ser padre.

Mistral Thrax también había oído los tambores. Salió de su cubículo temporal en Daebardin y echó a andar cuesta abajo, bamboleante, hacia la orilla del mar de Urkhan; el retumbar de los ecos de la gran caverna parecía sobreponerse al sonido de los tambores, y el anciano aceleró el paso, agitando la muleta mientras corría. Las palmas de sus manos, que en una ocasión habían sido tocadas por la magia, le picaban y hormigueaban, y Mistral sentía que el saber del pasado y del futuro estaba concentrándose a su alrededor.

El hijo de Tera Sharn iba a nacer, y los tambores llamaban, y Mistral Thrax quería estar allí. Estaba naciendo un niño, y el niño era descendiente de Colin Diente de Piedra.

En el muelle debajo de la vía principal de Daebardin, Mistral Thrax se dirigió cojeando hacia donde un bote de cable estaba amarrado. El barquero, —como casi todos los barqueros que trabajaban en el tendido de cables de arrastre desde las orillas hasta la parte baja de la gran estalactita que estaba siendo excavada por los hylars—, era un theiwar de aspecto hosco. Los theiwars habían resultado ser unos expertos en el manejo de cables y tornos, y muchos, al contrario que la mayoría de los enanos de los otros clanes, sabían nadar. Consecuentemente, a menudo hacían trueque trabajando en los transportes de tracción de cables, y particularmente en el manejo de los botes transbordadores. Sus habilidades las intercambiaban por las de los daewars para que les excavaran viviendas, por las de los hylars para construirles murallas y puertas, y por materiales de las minas y forjas daergars.

Este intercambio de habilidades entre los clanes era un sistema que se había desarrollado recientemente, y gran parte de los enanos pensaba que funcionaba bastante bien, salvo por la necesidad resultante de tener que tratar con gente hacia la que la enemistad de siglos no era fácil de olvidar. Los excavadores daewars que montaban en los botes o los vehículos tirados por cable tendían a hacer caso omiso de los theiwars que los manejaban, como si no se encontraran allí. Los theiwars, por su parte, hacían cuanto estaba en su mano para que los pasajeros daewars se sintieran incómodos.

En cuanto a los daergars que distribuían cargas de minerales a los hornos y fundiciones, hacían como si no vieran a nadie, a menos que por casualidad alguien topara con ellos o estuviera en su camino. Raro era el día en que no había alguna trifulca en Thorbardin, que, en muchos casos, tenía que ser resuelta por el consejo de thanes. Ya se estaban dibujando los planos para una sala de justicia a causa del comportamiento agresivo de la gente que había venido a vivir, —más o menos junta—, en Thorbardin. Y había más gente cada día a medida que iban llegando einars del exterior para unirse a los clanes del interior de la montaña.

A la orilla del muelle, Mistral Thrax se balanceó en su muleta y saltó al interior del gran remolcador, haciendo que las aguas se agitaran y lamieran los costados del transbordador y que el theiwar que estaba a cargo del torno frunciera el ceño.

—¿Qué quieres? —preguntó el barquero con brusquedad.

—¿Qué crees tú que quiero? —replicó Mistral con igual sequedad mientras se sentaba en la popa—. Esto es un bote, y yo soy un pasajero. Quiero ir a la estalactita.

—Me alegro por ti, —dijo el theiwar—, puesto que ese es el único sitio al que va este transbordador. Aunque no merece la pena el esfuerzo, sólo para un viejo lisiado. Si voy a trabajar, bien puedo esperar a llevar una carga. —Miró con ferocidad al anciano hylar y se recostó intencionadamente contra la cubierta del mecanismo de arrastre.

—¡No pedí tu opinión sobre el rendimiento o no de un trabajo! —contestó Mistral, devolviéndole la mirada con igual intensidad—. ¡Pon en marcha ese torno!

—¿Qué me darás si te cruzo al otro lado? —inquirió el theiwar.

—¡Lo que ha de preocuparte es lo que te daré si no me llevas allí! —Mistral levantó la muleta como si fuera una porra.

El theiwar suspiró; luego soltó las amarras y agarró la manivela del torno.

—Al menos no eres un fundidor de oro daewar, —rezongó—. Detesto recibir órdenes de un daewar.

Mistral bajó la muleta al tiempo que el transbordador empezaba a moverse.

—Si no te gusta este trabajo, ¿por qué lo haces?

—Es mejor que cavar roca, —admitió el barquero—. Hay una cuadrilla de excavadores horadando una casa para mi familia y para mí en Theibardin, así que yo estoy aquí tirando de esta chalana. —Sonó una trompeta, y el barquero alzó la vista—. Oh, eso está mejor, —dijo al tiempo que giraba el torno en sentido contrario. De inmediato, el bote se detuvo y empezó a ir marcha atrás, hacia el muelle de Daebardin.

Mistral se volvió. Había gente en el embarcadero, agitando los brazos frenéticamente. Entre ellos se encontraban Willen Mazo de Hierro y Olim Hebilla de Oro, un puñado de guardias jadeantes, y un par de mujeres hylars de mediana edad que llevaban bultos de ropa. También había varias mujeres daewars, y una mujer theiwar que llevaba ollas de cobre.

Cuando el bote se aproximó al embarcadero, la multitud se adelantó.

—¡Deprisa, Chard! —gritó la mujer theiwar al barquero—. ¡Nos necesitan allí!

Aun antes de que el transbordador tocara el muelle, la gente empezó a subir a bordo, empujándose y dándose codazos para tener sitio. Los últimos en embarcar fueron el jefe de los hylars y el príncipe de los daewars.

—¡Deprisa, barquero! —apremió Willen—. ¡Ha llegado el momento!

El theiwar lo miró de hito en hito, con insolencia.

—¿El momento de qué?

En dos zancadas, Willen llegó a la proa y apartó al theiwar de un empellón. El corpulento hylar se hizo cargo de las manivelas del torno, y el transbordador surcó las aguas a través del mar del Urkhan.

—¡Tú y tus malos modos! —reprendió la mujer theiwar al barquero. Agitó las ollas de cobre en su dirección—. ¿Es que no sabes qué significa esto?

El hombre la miró sin comprender, pero luego sus ojos se abrieron como platos.

—¡Ah! ¡Este momento! —exclamó. Se acercó presuroso hacia el jefe hylar y lo ayudó con el manejo del torno, de manera que el transbordador avanzó rápidamente hacia la punta de la estalactita, en medio del lago.

Mistral Thrax frunció el ceño y se hizo un hueco entre dos de las mujeres. Las mujeres siempre lo sabían, pensó. Las mujeres, con sus paños y sus expresiones serias, las ollas de cobre para calentar agua… Probablemente lo sabían antes incluso de que los tambores sonaran en las instalaciones hylars. Había llegado el momento de que naciera un niño. Las palmas de las manos le picaban y le dolían, y el anciano se agarró a una de las cintas de refuerzo para evitar irse al agua cuando las mujeres rebulleron en sus sitios, impacientes.

—¡Deprisa! —instó una de ellas—. ¿Es que no podéis tirar más rápido?

Mascullando un juramento, Mistral Thrax empezó a dar golpecitos con la punta de la muleta en las tablas de cubierta, y luego la miró fijamente, parpadeando. Por un instante, le había dado la impresión de que la muleta brillaba, y en ese breve intervalo no había parecido ser una muleta, sino más bien un arpón…, una lanza de dos puntas. Mistral alzó los ojos. Al parecer, ninguno de los otros había advertido nada. Reparó en que otros transbordadores se acercaban desde otros muelles alrededor del gran lago, todos dirigiéndose hacia el centro.

Aproximarse a la gigantesca estalactita era como acercarse a una montaña invertida que estuviera colgada del cielo. Se trataba de una enorme y reluciente masa de piedra, redondeada en el extremo inferior, donde casi se tocaba con la pequeña isla que había debajo y que era su estalagmita gemela, emergiendo del agua. La distancia entre las dos superficies rocosas era de menos de tres metros, y ahora estaban unidas por un conducto, obra de albañilería, en cuyo interior los hylars habían instalado una cinta transportadora vertical, del tipo que Handil el Tambor había perfeccionado en Thorin. El elevador ascendía y entraba en el conducto principal, donde se habían iniciado las excavaciones y se había instalado el primer alojamiento hylar.

El bote crujió y atracó en un malecón hecho con los escombros de la excavación. Del elevador llegaron corriendo unos guardias para amarrar los cabos, y después se apartaron a un lado cuando Willen Mazo de Hierro bajó a tierra y se volvió para tender las fuertes manos hacia los otros pasajeros y ayudarlos a desembarcar.

—¿Cómo se encuentra mi esposa? —preguntó.

—Muy bien, señor, —le aseguró un guardia de las puertas—. Pero los que están con ella dicen que ya casi ha llegado el momento. El niño llegará muy pronto.

Willen se dirigió al elevador, pero las mujeres se le adelantaron en tropel.

—Espera tu turno, —le espetó una de ellas sin demasiada delicadeza—. Ahora nos necesita a nosotras más que a ti. Quítate de en medio y no estorbes.

—¡Toma! —la mujer theiwar puso las ollas de cobre en las manos del jefe de los hylars— Haz algo útil. Trae agua.

Willen le pasó las ollas a un guardia.

—Ya has oído, —le dijo—. Trae agua.

Mientras una de las plataformas elevadoras desaparecía por el conducto, llevando a las mujeres, Willen se subió a la siguiente, y Mistral Thrax entró a trompicones junto a él, agarrándose al peto de Willen para no caerse. A continuación, Olim y los otros se montaron, apelotonados, en la siguiente plataforma.

Ascendiendo por el interior del conducto, la cadena transportadora rechinó y retumbó, y los pasajeros salieron a un espacio recién horadado en la piedra, donde el trabajo de excavación ya había concluido, así como la instalación de apuntalamientos y paredes de separación. Secundados por los artesanos hylars, los excavadores daewars habían horadado un área abierta de tres metros de altura y que se extendía treinta metros en cualquier dirección desde los pozos centrales. Haciendo servir los pilares y las paredes de albañilería tanto de tabiques como de anclajes para apuntalar el techo, los hylars habían dividido este hueco en varios cubículos y espacios cerrados. La amplia excavación, en la piedra viva de la estalactita, sólo acababa de empezar, pero ya había suficiente espacio para veinte familias hylars.

En un cubículo equipado con finas alfombras y tapices daewars de vivos colores, Tera Sharn yacía en un lecho, radiante y animada. Las mujeres enanas se habían reunido a su alrededor, y los recién llegados se unieron a ellas. Cuando Willen se abrió paso entre la muchedumbre, los ojos de Tera relucieron.

—¡Willen! —exclamó—. ¡Has vuelto! ¿Qué tal te fue con los ergothianos?

—Habrá una calzada, —le respondió mientras se inclinaba para besarle los labios—. ¿Cómo estás tú?

—Espléndidamente. Todo va bien, amor mío. Nuestro niño ya…

—¡Por los dioses benditos! —rezongó una mujer daewar mientras tiraba del cinturón de Willen—. ¡Échate atrás, pedazo de bruto! Déjala respirar.

Otras se le unieron, y Willen permitió que lo apartaran tirando de él. Cuando se encontró tras la última fila del apiñado grupo, se volvió y chocó con otro enano. Era Olim Hebilla de Oro.

Más botes habían atracado, y de repente el pequeño cubículo pareció atestado de gente. Talud Tolec se encontraba allí, y también Bol Trune, apoyado en su garrote y dando la impresión de estar fuera de lugar completamente; y otros más, por todas partes.

—Lo oímos, —dijo el theiwar—, así que hemos venido. El nacimiento de un niño es…

—¡Yo os diré lo que no es! —siseó una mujer hylar mientras dirigía una mirada iracunda a los varones reunidos en el cuarto. ¡No es un espectáculo público! ¡Fuera todos!

Obedientemente, casi todos los ilustres ciudadanos de Thorbardin dejaron que las exasperadas mujeres los sacaran de la habitación a empellones. Uno de ellos, sin embargo, se quedó. Mistral Thrax se negó a salir. Se agarró a su muleta y a un tapiz y sacudió la cabeza.

—No me marcharé —insistió. Se me necesita aquí.

—Entonces, quédate a un lado y no estorbes, —le indicó una de las mujeres, que se volvió para cerrar las puertas en las narices de los demás varones.

Durante un rato, en el abarrotado cuarto hubo gran actividad de mujeres yendo y viniendo, charlando y haciendo cosas misteriosas; luego se produjo un silencio, que se rompió con el sonido de un azote y un vagido indignado.

—¡Un niño! —dijo alguien. ¡Un niño robusto y sano!

El vagido había llegado al otro lado de las puertas cerradas, que ahora se abrieron de golpe, y por ellas entró la gente en tropel de nuevo. Las profundas voces masculinas parloteaban y reían, exclamando «¡aaaahs!» y «¡oooohs!», y fuertes manos propinaron palmadas en la espalda de Willen mientras este intentaba atisbar algo entre las apiñadas mujeres. En el lecho, una Tera Sharn cansada y radiante abrazaba al bebé contra su pecho y exhibía una sonrisa gozosa.

Sin embargo, Mistral Thrax no contemplaba la escena. Las manos le dolían, el corazón le latía desaforadamente y sus ojos estaban prendidos en el vano de la puerta abierta. Allí había algo apenas visible…, algo como una bocanada de humo que crecía y se arremolinaba e iba cobrando forma en la tenue silueta de un hombre humano alto. Un par de ojos espectrales, dos negros vacíos, se abrieron, y Mistral se adelantó para hacer frente a la aparición.

—¡No! —gritó. ¡No! ¡Te lo prohíbo!

Los «ojos» empezaron a brillar con un tenebroso fulgor rojizo que se intensificó más y más.

—Te maté una vez, —dijo Mistral con voz ronca—, ¡y volveré a hacerlo!

El humo se deslizó en el aire, pero mantuvo la forma, y ahora todos los ojos de los presentes en la habitación estaban prendidos en ella mientras la gente retrocedía asustada. Un leve susurro proveniente del humo dijo:

—El niño. La descendencia. In morit deis calnaris —musitó—. Refeist ot atium…

Rugiendo un desafío, Willen Mazo de Hierro se abalanzó sobre la visión… y rebotó en ella como si hubiese chocado contra un muro. La voz susurrante vaciló sólo un momento y luego repitió:

Refeist ot atium…

Mistral Thrax levantó la muleta y la arrojó contra el humo. Dio la impresión de golpear en un escudo invisible, pero se quedó suspendida en el aire y empezó a brillar, tornándose más y más roja, y su forma cambió. La muleta se convirtió en un arpón: una lanza de doble punta en la mano de un anciano y maltrecho enano que sólo era parcialmente visible.

… ot atium —susurró el humo—. ¡Dactas ot destis!

De los relucientes «ojos» salieron disparados dos chorros de fuego, directamente hacia el bebé que Tera sostenía en sus brazos. Pero no llegaron a él. Como un imán atrayendo el hierro, la lanza en la mano de Kitlin Pescador atrajo a los fuegos, que chisporrotearon con furia en las puntas del arma, a lo largo del astil y alcanzaron al espectral enano, que pareció brillar ardiente como el sol. Absorbió la maldición, y después arremetió con la lanza al corazón del humo, y las llamas fluyeron en sentido contrario, hacia el espectro. Durante unos largos segundos, las dos figuras permanecieron inmóviles, en una pugna de fuerzas que escapaban a la comprensión. Después, la ardiente figura de Kitlin Pescador levantó el brazo libre sobre su cabeza y abrió la mano. En su palma había un medallón, una estrella de catorce puntas fundida con siete metales. Alzándose por encima de las rugientes fuerzas de fuego, la voz del fantasma enano proclamó:

—El niño se llamará Damon, y será conocido como el Padre de Reyes.

El cegador resplandor ardió un instante más y luego se consumió en una llamarada, como si nunca hubiese existido. La aparición de humo de Estero el Mago había desaparecido. El arpón había desaparecido. Kitlin Pescador había desaparecido, y un silencio estupefacto reinaba en el pequeño cuarto abarrotado.

Sonó un apagado golpe cuando algo cayó al suelo, sobre la alfombra, al pie del lecho de Tera. Willen Mazo de Hierro, que acababa de incorporarse, se agachó y recogió el objeto; lo contempló y después lo levantó para que los demás lo vieran. Era el mismo amuleto, el forjado por los thanes para sellar el acuerdo entre ellos, aquel cuyo último golpe de soldadura fue dado por el martillo de Colin Diente de Piedra.

—Padre de Reyes, —musitó Willen, tembloroso. Se volvió y miró fijamente a su esposa y a su hijo recién nacido, y después dejó el amuleto suavemente sobre la almohada, junto a ellos—. Damon, —dijo mientras rozaba la sonrosada frente del pequeño con sus fuertes y encallecidos dedos—. Damon. Padre de Reyes.

En un rincón, inadvertido, Mistral Thrax sostenía las manos abiertas ante sí y se miraba las palmas. Las marcas habían desaparecido, como si las cicatrices mágicas no hubiesen existido nunca.

—Estoy libre, —musitó el viejo enano—. Por fin estoy limpio… y libre.

Sin que nadie reparara en él, se volvió y salió cojeando del cuarto, utilizando la pica de un guardia como muleta. De repente le habían entrado unas ganas tremendas de tomarse una jarra de cerveza bien fría.