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El paso de Tharkas

Desde los costados del Fin del Cielo, Cale Ojo Verde y su compañía viraron hacia el norte y el oeste a través de cañones, entre altas paredes y vastos valles ocultos en los recovecos de las Kharolis, donde pueblos enteros de einars contemplaban boquiabiertos a esta extraña banda de exploradores encabezada por docenas de enanos montados en enormes caballos. La mayoría de la gente de estas montañas jamás había visto caballos hasta ese momento, y ninguno de ellos había visto corceles como los de la raza calnar.

Los que viajaban con ellos eran igualmente chocantes. Los hylars eran forasteros para los einars, y parecían sabios y mundanos, pero los otros eran, obviamente, daewars, a juzgar por sus barbas rubias y coloridos ropajes, e incluso había unos cuantos theiwars en el grupo, jóvenes aventureros que se habían unido a los exploradores neidars quizá más por aburrimiento que por cualquier otra razón.

Para muchos de los aislados einars era una idea extraña el que la gente de varias tribus y culturas pudiera fusionarse como un solo grupo y unirse en una causa común. También muchos estaban fascinados por el nombre que los aventureros habían adoptado para sí mismos: neidars. Habitantes de los cerros o habitantes de las colinas. Para los enanos pastoriles, orientados como todos los enanos a la comodidad de la casa y el hogar, era un nombre feraz, un nombre que hablaba de preferencias en estilos de vida. Una palabra mucho mejor que einar, que sólo significaba «no afiliado».

En cada encuentro, Cale les hablaba a los einars sobre la planeada fortaleza de Thorbardin, localizada en el interior del pico Buscador de Nubes, y extendía la invitación del consejo de thanes a aquellos que estuvieran interesados en unirse a la gran aventura, a afiliarse con cualquiera de las tribus subterráneas que los atrajera, y convertirse en parte de Thorbardin. También les dijo que, para aquellos que prefirieran quedarse en la superficie en lugar de bajo tierra, sus rebaños y cosechas alcanzarían buenos precios en Thorbardin, donde había una gran necesidad de productos tan básicos como alimentos y fibras textiles.

Cada mañana, al partir, Cale volvía la mirada hacia la gente con la que habían pasado la noche, preguntándose qué suscitaría su paso por allí. Muchos, estaba seguro, irían a ver por sí mismos lo que estaba pasando dentro del Buscador de Nubes, aunque sólo fuera por curiosidad. Algunos elegirían quedarse, unirse a los daewars o los theiwars o los daergars, formar parte de la gran empresa que era Thorbardin.

Una tarea de proporciones monumentales, la oportunidad de ser parte de algo grandioso, la ocasión de fabricar y construir, de trabajar piedra, metales, madera, de usar herramientas hasta hartarse… Todo esto sería una fuerte tentación para cualquier enano, y Cale lo comprendía. Se preguntaba cuántos miles, —o decenas de miles— de nuevos residentes tendría Thorbardin para cuando sus compañeros y él regresaran, y sólo por lo que le habían contado a la gente mientras viajaban por Kal-Thax.

Casi deseó encontrarse en las cavernas subterráneas para ver la reacción de esos einars que iban a echar una ojeada. Como poco, se quedarían pasmados. Mirarían boquiabiertos, embobados y maravillados con las nuevas ideas que les saldrían al paso por todas partes. Igual que Fulgor Pie de Cobre, que había sido daewar toda su vida, se quedó estupefacto cuando, en los primeros días de la exploración, Cale detuvo a su montura al borde del Gran Cañón y dijo en tono coloquial:

—Habrá que construir un puente que lo cruce.

Para el daewar, la idea de construir un puente sobre semejante abismo le causaba sobresalto. Claro que, históricamente, los daewars eran excavadores, no constructores. Y nunca habían visto Thoradin.

Willen Mazo de Piedra estaba de viaje por el este, estableciendo relaciones diplomáticas con los humanos de allí con la idea de construir una calzada hacia el norte. Era misión de Cale Ojo Verde y sus neidars establecer una ruta para dicha calzada. Si Willen tenía éxito, los humanos se pondrían manos a la obra enseguida, nivelando y abriendo una vía desde las llanuras del sureste de Ergoth hasta las quebradas donde empezaban las alturas de Kal-Thax. Pero no llegarían más allá del Gran Cañón. Los humanos serían incapaces de cruzar semejante barranco, de construir semejante puente. Pero los enanos sí podrían si supieran cómo hacerlo. Y los hylars, que habían sido calnars, sabían cómo.

Cale hizo un mapa en el que trazó una ruta al pie mismo del Fin del Cielo y que ascendía a través del primer paso hacia el corazón de la cordillera, en dirección noroeste. En la distancia, según el viejo saber popular daewar, existía un desfiladero en un sitio que los daewars llamaban Tharkas. Algunos de los einars que encontraron les confirmaron esta información. De hecho, algunos lo habían visto: una hendedura profunda que discurría entre paredes elevadísimas y casi inescalables. Y más allá había otras tierras, —humanas o elfas, o ambas, nadie estaba completamente seguro—, donde los refugiados de las guerras orientales podrían establecerse y construir nuevos hogares; y desde donde, en palabras de Olim Hebilla de Oro, el comercio podría fluir y desarrollarse una vez que estuvieran instalados.

Ningún humano se establecería nunca en Kal-Thax. El Pacto de los Thanes dejaba esto muy claro. Claro que, ¿por qué iban a querer los humanos establecerse en las tierras altas enanas si podían encontrar sitios adecuados para los humanos justo al otro lado?

Para Cale, como para todo el consejo de thanes, era la solución perfecta al problema de los refugiados que se amontonaban en la frontera oriental de Kal-Thax. Sólo había que construir una calzada a través de Kal-Thax y permitirles usarla. A nadie le importaba realmente que los forasteros viajaran a través de Kal-Thax, siempre y cuando cuidaran sus modales, dejaran en paz a los enanos, y no se detuvieran mucho tiempo en las montañas.

Así, los dejarían cruzar y establecerse en las tierras del otro lado. ¿A quién podía importarle eso?

El noveno día después de salir del último poblado einar, siguiendo una sinuosa ruta entre picos y riscos que iban haciéndose más altos, más abruptos y más imponentes a cada kilómetro que avanzaban hacia el norte, los exploradores llegaron a una alta y herbosa cornisa desde la que tuvieron una primera visión panorámica del paso de Tharkas. La primavera acababa de hacer acto de presencia en estas altitudes, y una tenue neblina se agarraba en las oquedades debajo de las cumbres todavía nevadas que se perdían en la azul lejanía. Pero, detrás de los picos más distantes al alcance de la vista, se alzaba un macizo colosal de picos aserrados que se encumbraba sobre las otras cumbres igual que los picos de las Kharolis orientales sobresalían por encima de las estribaciones.

Para los enanos moradores de montañas, una cumbre inaccesible era algo casi inconcebible. Como los de los hylars, los niños de las tribus de Kal-Thax aprendían a escalar tan pronto como sabían andar. Pero ahora los exploradores se quedaron paralizados por la impresión, contemplando la imponente muralla que era la frontera septentrional de Kal-Thax. Parecía extenderse de horizonte a horizonte, hasta perderse en el laberinto de picos escarpados que la flanqueaban. Sólo se interrumpía en un punto, rota por una grieta profunda y sesgada, como si una gigantesca hacha le hubiese hecho un corte en cuña.

—El paso de Tharkas, —señaló Cale, y se giró bruscamente hacia donde una voz melodiosa le respondió desde la pendiente, por encima de su posición:

—Así es como lo llaman los enanos. Nosotros le damos otro nombre, pero son pocos los enanos que pueden… o quieren pronunciarlo.

Cale y los que lo acompañaban entrecerraron los ojos y escudriñaron la boscosa ladera; hubo un movimiento allí, y los ojos de Cale se iluminaron al tiempo que levantaba la mano en un saludo.

—¡Eloeth! —exclamó—. ¡Volvemos a encontrarnos!

El enano pensó que nunca se acostumbraría al modo en que estos elfos podían aparecer y desaparecer, camuflándose y confundiéndose con el entorno. Donde un momento antes parecía no haber nadie, ahora la ladera boscosa, por encima de la cornisa, estaba llena de criaturas esbeltas y garbosas, vestidas con prendas de cuero y tejidos que tenían los colores de las tierras agrestes.

A dos de ellos los reconoció de su encuentro previo: la elfa de ojos rasgados, Eloeth, y detrás, no muy lejos de ella, el severo varón, con el cabello del color del humo, llamado Demoth. Los dos llevaban arcos, pero en tanto que el de Eloeth estaba colgado de su hombro, el de Demoth se encontraba en sus manos. Lo sostenía con aparente despreocupación, pero la flecha encajada estaba lista para apuntar y disparar.

—Cale Ojo Verde, —dijo Eloeth mientras le devolvía el saludo—. Tu compañía ha crecido desde la última vez que nos vimos. ¿Cómo les va a los hylars? Hemos sabido que encontrasteis vuestro Everbardin.

—¿Habéis sabido?

—Nos enteramos de muchas cosas, —contestó ella al tiempo que se encaramaba a un árbol partido, a corta distancia—. Por ejemplo, supimos que los enanos tañedores de tambores se habían aliado con las tribus de Kal-Thax y que ahora buscan una alianza con los humanos de Ergoth oriental.

—No es realmente una alianza. —Cale frunció el ceño—. Más bien se trata de un proyecto conjunto. Podríamos construir una calzada.

—¿A través del paso de Tharkas?

Cale volvió la vista hacia la muralla montañosa que se alzaba en la distancia.

—¿En qué otro sitio, si no? Una calzada que acabara en un punto muerto no serviría de mucho.

—¿Y sabéis lo que hay al otro lado de Tharkas?

—Otras tierras. —Se encogió de hombros—. Algún lugar donde los humanos puedan ir, y así no tendrán que molestarnos a nosotros.

Eloeth sacudió la cabeza levemente. Cale no habría sabido decir si el gesto era una sonrisa o una mueca.

—Otras tierras, desde luego que sí —dijo la elfa—. Esas «otras tierras» son el hogar de los míos. Lo ha sido desde que algunos de nosotros empezamos a distanciarnos de Silvanesti. ¿Piensas que aceptaremos a los que vosotros no permitís quedarse en Kal-Thax? Los bosques occidentales no son un vertedero donde los enanos pueden arrojar a los humanos que sobran, ¿sabes?

Cale la miró fijamente, sin saber qué decir. Ni a él ni a ningún otro se les había pasado por la cabeza que podía haber gente al otro lado de Kal-Thax tan reacia como los enanos a absorber hordas de refugiados.

—¿Y bien? —lo apremió Eloeth.

—Bueno…, hemos llegado hasta aquí para ver el paso de Tharkas. Me gustaría verlo.

—¿Y no te parece que habéis llegado mucho más lejos de los límites de vuestras propias tierras? —lo retó Demoth mientras bajaba por la pendiente para situarse al lado de Eloeth. Tras ellos, otros elfos (cientos de ellos, en apariencia) cambiaron de posición de manera sutil, respaldando el desafío.

—¡Esta es nuestra tierra! —se encrespó Mica Romperrocas, que estaba a un lado de Cale—. Nos hemos unido con el Pacto de los Thanes, y vosotros sois los intrusos aquí, no nosotros. Kal-Thax es nuestra, y Kal-Thax llega hasta el mismo paso de Tharkas.

—¿De veras? —Eloeth esbozó una sonrisa avisada—. ¿Quién lo dice?

—Olim Hebilla de Oro lo dice, —intervino Cale intentando acallar al temperamental Mica Romperrocas—. Los daewars hicieron un mapa de Kal-Thax. Las fronteras están claramente marcadas.

—Los mapas enanos son como los cerebros enanos, —masculló Demoth—. Reclaman todo y no especifican nada. Los reinos no están limitados por unas simples líneas trazadas en mapas, enano. Los reinos se extienden hasta donde llega el alcance de aquellos que los controlan, y nada más.

—Los enanos controlan el territorio comprendido desde las planicies meridionales hasta el paso de Tharkas, —explicó Cale—. Al menos, así es como se supone que tiene que ser.

—Los enanos estáis… —empezó Demoth; pero calló cuando Eloeth levantó una elegante mano.

Cale se volvió hacia Mica Romperrocas y se llevó un dedo a los labios en un gesto elocuente. Lo último que el joven neidar quería hacer en una misión de exploración era iniciar una guerra contra los elfos.

—Demoth tiene razón, —dijo Eloeth suavemente—. Hace un siglo o más que una patrulla enana no había hecho acto de presencia tan al norte. Os encontráis a ciento treinta kilómetros más allá de los límites naturales de Kal-Thax donde hay gente que vive y utiliza la tierra. Todo esto es territorio agreste, y justo al otro lado de ese paso se encuentra el bosque encantado que llamamos nuestro hogar.

—¿Y más allá?

—¿Más allá? —La elfa se encogió de hombros—. Todo tipo de lugares. Reinos humanos, en su mayoría. Ergoth occidental es el más próximo y el más extenso. ¿Por qué?

—Simple curiosidad, —le aseguró Cale—. Pero todavía me gustaría ver ese paso. ¿Alguna objeción?

—Supongo que podemos enseñároslo, —accedió Eloeth, que se puso de pie—. No habría mal alguno en que lo vieseis.

—Gracias. —Cale Ojo Verde hizo una leve inclinación en su alta silla de montar y después se volvió para lanzar otra mirada ceñuda, de advertencia, a Mica Romperrocas y los que estaban a su alrededor—. Mantened el pico cerrado, que yo me ocuparé de esto, —susurró.

—Pero estos elfos son…

—Estos elfos van a enseñarnos el paso de Tharkas. Vamos, sigámoslos.

Cale estaba sorprendido de la rapidez con que recorrieron los kilómetros que los separaban del gran paso. Siguiendo los caminos ocultos y transitadas sendas de los elfos, —la mayoría de los cuales no habría sabido que existían salvo por la presencia de muchedumbres de elfos de pies silenciosos que trotaban por delante de él—, daba la impresión de que eludían todos los sitios difíciles y viajaban sólo por las mejores rutas. El sol de Krynn seguía en el cielo cuando el grupo remontó el último repecho y entró en una hendedura inmensa, de magníficas paredes, en el macizo montañoso. A lo largo de más de un kilómetro y medio avanzaron entre rocosas paredes verticales que se perdían en las altas nieblas, y después el camino bajó en un suave ángulo… y las paredes se abrieron repentinamente.

La vista era impresionante, grandiosa. El camino descendía siguiendo vertientes naturales y se perdía en la distancia. Y más allá, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, había una enorme y boscosa meseta, una sólida alfombra de árboles reverdecidos que se alejaba ondulante hacia el horizonte. Desde la boca del paso, el bosque de los elfos parecía empezar a unos centenares de metros y continuar a partir de allí hasta el infinito.

—Maravilloso, —musitó Cale mientras desmontaba del alto lomo de Piquin para situarse de pie junto a Eloeth—. Ahí es donde vivís, ¿no?

—Ese es el lugar al que llamamos hogar, —asintió ella—. Desde donde empieza el bosque hasta donde alcanza la vista.

—Desde donde empieza el bosque… ¿Ahí abajo? —señaló Cale.

—En efecto.

Cale sonrió complacido; luego se volvió hacia sus compañeros y levantó los fornidos brazos.

—En nombre del consejo de thanes del pueblo de Kal-Thax —proclamó—, reclamo todas las tierras por las que hemos viajado hasta llegar aquí, así como el sitio en el que nos encontramos, como parte de Kal-Thax. ¡Kal-Thax se extiende hasta este punto! —Soltó la correa que sujetaba su martillo, sacó una gruesa estaca de hierro del cinturón y se arrodilló. Con un retumbante martillazo, hundió la estaca en la piedra del paso de Tharkas.

Demoth estaba a su lado y se giró velozmente hacia él, con el arco levantado en un gesto amenazador.

—¡No sigas! —exclamó el elfo—. ¿Qué estás haciendo?

Cale se puso de pie y miró al elfo con idéntica firmeza.

—He hecho lo que tú mismo has sugerido. Me he limitado a especificar lo que los mapas enanos, y los cerebros enanos, reclaman como suyo. Todo el territorio que hay a nuestras espaldas es Kal-Thax, por el derecho que me otorgan la estaca demarcadora y mi reclamación formal.

Demoth lo miró de hito en hito, con el arco todavía tensado.

—No puedes hacer eso, —dijo.

—Acabo de hacerlo, —respondió el neidar—. Y, si tienes alguna duda del alcance de quienes reclaman el reino, entonces, por favor, advierte que hemos llegado hasta aquí con vuestro consentimiento. Y, si ahora alzas ese arco contra mí, elfo, juro que te tragarás mi martillo.

—¡Demoth! —Eloeth se plantó a su lado en un instante y apartó el arco y las manos del elfo de un empellón—. ¡Déjalo estar! Sólo es una declaración de propiedad y no significa nada a menos que se ratifique y se refuerce. —Se volvió hacia Cale—. Muy inteligente, —le dijo—. Me hiciste declarar que este sitio está fuera de nuestro territorio, así que no has tomado nada que tengamos derecho a defender. Estás lleno de sorpresas, Cale Ojo Verde de los hylars.

—De Thorbardin y Kal-Thax, —corrigió él—, aunque mis amigos y yo somos más neidars que holgars.

—¿Qué?

—Es una forma de hablar. Significa que preferimos las laderas de las montañas que su interior. Pero todavía os tenemos otra sorpresa preparada, si así lo queréis. En esas alforjas hay dos barriletes de buena cerveza, y tenemos los cuartos traseros de un búfalo de montaña. Si tú y tus compañeros aceptáis compartir el fuego con nosotros esta noche, me gustaría saber cómo marchan las guerras en el este.

—Pero ¿qué pasa con el asunto de la reclamación del territorio?

—Oh, no falta nada. He hecho la reclamación sobre el terreno y con la fórmula legítima. Supongo que depende de mis líderes, y de los vuestros, reunirse en algún momento y decidir qué hacer al respecto. —Se volvió de nuevo, contemplando el extenso bosque—. ¿Dijiste que Ergoth occidental está más allá? ¿Dónde?

—Allí —la elfa señaló hacia el norte—, y al oeste de los límites del bosque.

—La nueva calzada podría ser más larga de lo que se planeaba —dijo Cale—, pero quizá también serviría a los propósitos elfos, ¿sabes?