El alba trajo consigo una sorpresa para los vecinos de Philbeach Gardens. Los más madrugadores no se dieron cuenta, pues salieron a la calle cuando aún la luz era muy escasa y andaban más dormidos que despiertos, pero al aumentar paulatinamente la claridad y disiparse las sombras, los siguientes en salir de sus casas repararon en el extraño objeto que había en la calzada. Con las prisas, unos lo tomaron por una vulgar piedra, de gran tamaño, eso sí, y ni siquiera se preguntaron cómo había podido llegar hasta allí. Fueron tanto el señor Albert Rimington como la señora Elaine Kenny quienes finalmente se acercaron a inspeccionarla con mayor detalle y pudieron comprobar que se trataba de la cabeza de una gárgola. El corte en el cuello de la figura era casi perfecto, no como el producido por una grieta que, poco a poco, va agrandándose conforme la piedra se debilita, y suele por tanto presentar una superficie irregular. En este caso la superficie era lisa, y otro dato llamativo era que la cabeza se mantenía entera, cuando un golpe desde semejante altura debería por lógica haberla roto en multitud de pequeños pedazos. Los dos vecinos, cuya avanzada edad no había refrenado su curiosidad, alzaron la mirada hacia el conjunto de gárgolas que adornaba la parte superior de la fachada. Continuaban allí, como siempre, hermosas y terribles a la vez. La única diferencia con respecto al día anterior era que a una le faltaba la cabeza, la misma que yacía ahora a sus pies.

El señor Rimington miró a la señora Kenny, por si ella se sentía capaz de sugerir alguna explicación. Pero no. La explicación quedaba muy lejos de lo que ninguno de ellos podía atreverse a imaginar.