V
Los cuatro muchachos del Club Chatterton estaban encerrados en la sala de estudio, preparando el examen de Historia que el director Rogers les había advertido que tendrían en unos días. Había varias mesas más ocupadas por alumnos, igualmente concentrados en sus apuntes. Todos levantaron la mirada cuando se abrió la puerta y entró Arlen, cargada con un par de libros y una libreta. Geoffrey notó que sus mejillas de piel lechosa se sonrojaban más que las de ningún otro y se hundió a toda prisa en el libro que estaba consultando.
—Hola.
—Hola, Arlen —respondió un coro de voces.
Ya hacía tiempo que Arlen era consciente de que levantaba pasiones entre todos sus compañeros. No solo era la única chica —si se exceptuaba a las cuatro mujeres que trabajaban en la institución, dos como profesoras y otras dos como cocineras (de las que también más de uno se había enamorado platónicamente)—, sino que, además, era muy atractiva, aunque pareciera empeñada en negarlo, o al menos en disimularlo, pues solía vestir ropa que le quedaba una o dos tallas grandes y que ocultaba las redondeces que ya habían surgido en su cuerpo. Su rostro, sin embargo, no tenía forma de cambiarlo, ni tampoco su cabellera de suaves tonos rojizos, ni la nubecilla de pecas que coronaba su nariz y sus pómulos, ni la sonrisa que brotaba de manera repentina en sus labios, ni aquel brillo color miel que despedían sus ojos almendrados. Pese a que sabía que su presencia se convertía en centro de atención allá donde iba, ella se esforzaba por que la tratasen como a cualquier otro, y qué mejor manera que desvivirse en las clases de esgrima y de lucha, y ser tan alborotadora como el que más cuando se terciase.
Más de uno la siguió discretamente con la mirada mientras zigzagueaba entre las mesas hasta llegar a la que ocupaban James, Geoffrey, Martin y Nicholas.
—¿Me hacéis un hueco?
—Ehhh… Sí, claro —respondió Geoffrey observando la superficie de la mesa, por completo cubierta de papeles y libros abiertos.
Arlen dejó los dos libros que llevaba encima de unos apuntes sin pararse a pensar de quién eran y cogió una silla libre de la mesa más cercana.
—¿Cómo llevas la Revolución Francesa? —le preguntó James.
—Bueno, sé que a alguno que otro le cortaron la cabeza… —respondió con visible desinterés—: Mirad, me he hecho un esquema para estudiar mejor —añadió, y les tendió la libreta, abierta por la primera hoja.
Los chicos la miraron sin comprender, pero enseguida se dieron cuenta de que lo que les estaba mostrando no era ninguna clase de esquema, sino una enigmática nota garabateada con urgencia:
Se miraron unos a otros y luego los cuatro volvieron a posar sus ojos sobre los de Arlen. El resto de los presentes en la sala de estudio había vuelto a concentrarse en sus respectivos apuntes, aunque aún había quien desviaba la mirada hacia la recién llegada para admirarla con embobado detenimiento.
Como los cuatro se quedaron perplejos y ninguno se movió, Arlen les hizo un gesto apremiante y se levantó para salir, provocando una nueva oleada de cabezas que se alzaron, giros de cuello y miradas mal disimuladas.
—¿Qué? —preguntó James cuando el Club estuvo otra vez al completo fuera de la sala de estudio.
—Sí, ¿qué ocurre, Arlen?
La muchacha se mordió el labio antes de responder:
—Eso me gustaría saber a mí. No sé qué es, pero está pasando algo: mis padres están muy preocupados, y todos los demás profesores también.
—¿Y qué esperas? —le espetó Nicholas—. Inglaterra está en guerra, el mundo entero está en guerra.
—Claro —apuntó Martin.
—Claro, ya, pero… —balbuceó Arlen, quien, como los demás, murmuraba para que nadie pudiera oír nada.
—¿Qué?
—Ya os he dicho que no lo sé. Mis padres se quedan despiertos todas las noches hasta muy tarde y hablan en susurros, pero anoche conseguí escuchar una de las frases que pronunció mi padre. —Los otros cuatro la miraron impacientes—. No hace otra cosa que mirar por la ventana, como si vigilase o esperase la llegada de alguien.
—Los alemanes podrían decidirse a bombardear Londres en cualquier momento…
—Sí, Nicholas, de acuerdo —aceptó Arlen—, pero no creo que sea eso. O sí, tal vez… No estoy segura, pero tengo la impresión de que es algo más.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Que se acerca el día de volver a luchar.
Se produjo un intercambio de miradas de incertidumbre.
—¿El profesor Thürp…? ¿Tu padre…? —tartamudeó Nicholas, sin decidir qué quería preguntar exactamente.
Su hermano cogió entonces el testigo:
—¿Tu padre ha sido soldado?
—No que yo sepa. Siempre he creído que había sido profesor toda su vida.
—Desde luego, es un experto en la esgrima —comentó James.
—Sí —confirmó Geoffrey—, pero en la guerra contra Alemania no se utilizan espadas.
—Solo lo decía porque puede que su experiencia en el manejo de todo tipo de espadas sea una prueba de que sí fue soldado en el pasado. Puede que en la academia militar…
—No creo que en las academias militares de hoy día pierdan el tiempo enseñando cómo utilizar un arma que los soldados ya nunca emplearán a la hora de combatir.
—A nosotros sí nos enseñan.
—Pero ¡nosotros no estamos en una academia militar, James! A nosotros nos enseñan esgrima como una forma de conocimiento y de autocontrol. Y de respeto al rival.
Esas eran las palabras del director, que Geoffrey y todos los demás conocían a la perfección de tanto oírlas repetidas en boca del viejo profesor.
—Dejad de discutir —les pidió Arlen—. Lo cierto es que no sé a qué se refería mi padre con eso de volver a luchar, pero no creo que se refiriera a pelear contra los alemanes. Cuando mira por la ventana con esa actitud de estar vigilando, no es el cielo lo que observa, sino la calle, y desde luego los alemanes no vendrán por ahí. Y no es al único que he visto asomándose a cualquier ventana para controlar el exterior.
—Ahora que lo dices —intervino Martin—, la señora Ingham se pasó toda la clase de ayer mirando hacia fuera.
—Exacto.
—Es verdad.
—Bien —dijo Geoffrey—, aceptemos que ocurre algo, que los profesores están nerviosos por algo…, por algo más que la guerra con Alemania. ¿Cómo vamos a averiguar de qué se trata?
Después de unos segundos de silencio, James ofreció la respuesta:
—Observándolos con atención a todos ellos, vigilándolos, y vigilando también el exterior por si descubrimos algo.
Arlen asintió con la cabeza.
—Yo intentaré escuchar las conversaciones nocturnas de mis padres por si vuelven a hablar del tema.
—¿Y si les preguntas directamente? —sugirió Nicholas.
—Los adultos nunca comparten sus preocupaciones, Nicholas. Se las guardan para ellos como si fueran tesoros.