Que se supiera, nunca nadie que se hubiera aventurado en el Gran Sur había regresado. Hasta ese momento.
I
Faltaba aún para que amaneciera cuando Elykham, el Sumo Sacerdote, abrió los ojos. Cada día se encontraba más cansado, pero muy pocas veces había dejado de asistir al espectáculo de ver nacer el nuevo día. Desde la altura donde estaba situado el monasterio, en la cima de un risco aislado en medio de una explanada desértica, la aparición del sol era digna de contemplar. A pesar de lo que pudiera pensarse, jamás se repetía. Los ojos expertos de Elykham eran capaces de encontrar las pequeñas diferencias que lo convertían en algo siempre nuevo y único.
Sin necesidad de ninguna luz, el sacerdote se aseó y se vistió. Justo cuando se disponía a abrir la puerta, dieron unos golpes en ella. Al otro lado estaba Elkver, un sacerdote anciano y encorvado por el peso de los años; sostenía en la mano izquierda una lámpara de aceite que proyectaba hacia su rostro una luminosidad ocre y fantasmal. Sus ojos, hinchados y subrayados por profundas ojeras, buscaron apresurados los de Elykham.
—Buenos días.
—Hay una nueva página escrita en el Libro —dijo atropelladamente el recién llegado con una voz que desvelaba su turbación.
El Sumo Sacerdote guardó silencio mientras la noticia calaba hasta lo más profundo de su ser. Tal vez, pensó, esa sería una de las contadas ocasiones en las que no podría presenciar el lento y mágico proceso del amanecer.
—Vayamos a leerla —decidió al fin.
Ambos se encaminaron hacia la sala donde se guardaba el Libro. Para llegar hasta ella fue necesario descender varios tramos de escaleras labradas en la roca viva y dejar atrás pasillos que se entrelazaban unos con otros formando una suerte de laberinto en el que cualquier visitante se perdería. Ellos, sin embargo, podían recorrerlo a ciegas. La sala era una circunferencia perfecta, de paredes lisas por completo, sin la menor imperfección. Solo había dos entradas, situadas frente a frente, de forma que a la misma distancia de ambas se hallaba una columna de un metro de altura. Sobre ella se encontraba el Libro, abierto por la última página escrita. El día anterior la otra página visible permanecía en blanco; ahora, por el contrario, como había dicho Elkver, había algo en ella.
El Sumo Sacerdote se aproximó hasta que sus ojos pudieron leer lo escrito. Era una sola palabra, pero los caracteres que la componían ocupaban la página entera.