Horas más tarde, el Sumo Sacerdote subió a solas a la terraza más alta del monasterio. Todo lo que abarcaba su vista era una inmensa extensión de terreno baldío y piedra caliza; él sabía que no era así, pero lo cierto era que desde aquella terraza el mundo entero parecía consistir en un desierto infinito salpicado por varias formaciones similares de diferentes alturas, compuestas, como aquella en la que él se encontraba, de arenisca, cuarcita y pizarra, y recubiertas, en contraposición a la gran meseta de la que surgían como torreones o dedos de un gigante de piedra, de mucha vegetación, árboles cuyos troncos el viento había retorcido a su antojo y plantas que no existían en ningún otro lugar.

Al poco de estar allí, su mirada se dirigió al sur. Su intuición, a la que tantas veces se había confiado, le decía que desde allí llegaría la oscuridad que anunciaba el Libro.