XVI
Francis roncaba como un poseso y alguno más de sus compañeros lo secundaba, pero por lo demás reinaba el silencio cuando los cuatro miembros del Club Chatterton, como espectros, se levantaron y caminaron de puntillas hacia la puerta del dormitorio. Martin acercó el oído a la puerta antes de abrirla y los otros le siguieron al pasillo, completamente a oscuras. Arlen los esperaba ya al otro lado, resguardada en las sombras de un rincón. Salieron al rellano; solo abajo parecía haber algo de claridad: el resto del edificio estaba envuelto en penumbra.
Geoffrey se adelantó y subió el primer tramo de escaleras; al llegar arriba les hizo una seña para que se uniesen a él. Repitieron la misma dinámica en los tres tramos que los separaban del despacho del director: solo cuando Geoffrey se aseguraba de que no había nadie, los otros cuatro subían, intentando evitar así que los pillasen a los cinco a la vez. Si Geoffrey era sorprendido, los demás podrían escurrirse en las sombras y él diría que había bajado a beber agua y que se había despistado al volver al dormitorio. Era una excusa débil y probablemente no colase, pero mejor eso que tener que explicar qué hacía allí el grupo entero.
Ahora ya estaban frente a la puerta del despacho. En aquella última planta del inmueble solamente había dos puertas, la de la oficina del director y la de un almacén en el que nunca habían estado y que, por lo que ellos sabían, bien podía estar vacío o abarrotado de trastos viejos e inservibles.
—No hay luz dentro, se vería por debajo de la puerta —dijo Nicholas.
—Es más de medianoche; Rogers estará durmiendo, como todos —repuso James.
—Yo creo que anoche no durmió.
—Con más razón entonces, estará cansadísimo. Es bastante mayor para trasnochar.
No hizo falta que los demás asintieran. Ya en alguna ocasión habían discutido sobre la edad del director sin llegar a ponerse de acuerdo.
Como habían imaginado, la puerta estaba cerrada. Geoffrey se hizo a un lado para dejar paso a Martin, cuya maña para abrir puertas era uno de los secretos mejor guardados del Club Chatterton. Tras poco más de un minuto inclinado sobre la cerradura se escuchó una especie de clic y Martin dejó escapar una risa de satisfacción.
—Eres un genio.
—Adelante —repuso el chico, invitándolos a entrar con un gesto exagerado.
El despacho era una estancia amplia y profunda, con dos mesas de madera noble situadas formando una gran L y un grupo de sillones al fondo, delante de una cristalera que iba de pared a pared, varias estanterías desbordadas de libros y un par de armarios de doble hoja.
James buscó el interruptor y lo pulsó.
—¿Qué haces? ¡Apágala!
—Vale, vale, perdón. Lo he hecho sin pensar.
—Venga, démonos prisa. Si nos descubren…
Fueron directos a las mesas, cubiertas por un desorden de papeles que no cuadraba con la personalidad y las costumbres del director.
—¿Entendéis algo de todo esto? —preguntó Martin, ojeando un mapa que ocupaba una de las mesas casi por entero.
—Déjame ver eso. —Geoffrey se agachó para verlo con más detalle. La escasa luz que penetraba desde el exterior dificultaba la lectura de lo que había escrito—. Fíjate, no es una copia, es… original. Mira este borrón de aquí, parece que la tinta se corrió. ¿Qué lugar es este?
—Puede que sea la finca del Jorobado —sugirió Nicholas.
—No, esto es otra cosa… Es un lugar enorme. Mirad cuántos nombres: esto de aquí debe de ser una gran cordillera de montañas…, y aquí hay otra…
—¡Pchsss! He oído algo —murmuró James—. Hay que salir de aquí.
Alguien subía por las escaleras.
Justo cuando iba a volverse, Arlen vio algo que captó su atención: en la esquina más alejada de la segunda mesa, la que formaba la base de la L, había un libro de tapas de cuero marrón con un lazo que servía para cerrarlo. El hecho de que no estuviera atado demostraba que lo habían consultado hacía poco. Sin detenerse a pensarlo dos veces, alargó un brazo para cogerlo y se lo guardó rápidamente entre la ropa.
Los chicos se abalanzaron hacia la salida, pero ya era tarde. Las pisadas del director y de su acompañante no se habían escuchado hasta que habían alcanzado el último rellano, y al llegar allí ya habían visto ambos la puerta abierta. Los muchachos aparecieron de golpe, tropezando unos con otros y rezando por que la puerta del almacén contiguo no estuviera cerrada con llave y les diera tiempo a esconderse en él. Al ver las dos figuras delante de ellos se quedaron inmóviles: sus pies se clavaron al suelo y, uno detrás de otro, tragaron saliva cuando se dieron cuenta de que era el Jorobado quien acompañaba al profesor.
La mirada del director pareció irradiar una luz propia al posarse en el grupo. Su comportamiento hacia ellos y sus decisiones cuando había sido necesario solventar algún conflicto siempre habían sido justos y honestos, y ahora los cinco miembros del Club Chatterton, más que haber sido descubiertos, lamentaban haber traicionado su confianza.
—Muchachos, ¿puede saberse por qué no estáis durmiendo y, sobre todo, qué hacéis aquí? —les preguntó, deteniendo la mirada especialmente en Arlen, que cerraba el grupo de excursionistas nocturnos.
Ninguno de ellos fue capaz de contestar, así que el director pasó a su lado y entró en su despacho, caminando hasta las mesas en L y echando un vistazo rápido a lo que había sobre ellas. Arlen sintió que su corazón iba a estallar de un momento a otro, en cuanto el profesor echase en falta el libro y los interrogase sobre su paradero, pero, por el momento, no pareció haberlo notado.
—¿Cuánto tiempo habéis estado aquí?
—Apenas dos minutos… —respondió Martin justo antes de que Geoffrey diera un paso al frente.
—Es culpa mía, señor Rogers.
—Explícamelo entonces, Geoffrey. Todos sabéis que mi despacho es zona privada. —Mientras hablaba, había cogido el mapa y lo había enrollado cuidadosamente. Después lo metió en un cartucho de cartón—. ¿Qué habéis venido a buscar aquí?
Geoffrey no acertó a decir nada. Sentía los ojos del Jorobado fijos en él.
—Con permiso, señor Rogers —dijo James.
—¿Sí, James?
—Hemos venido a tratar de encontrar una explicación.
—¿Una explicación? ¿A qué?
James encogió los hombros.
—A lo que está pasando.
—¿Y la habéis encontrado?
—No, señor.
—Bien. —Ante la vista de todos, el director intercambió una fugaz mirada con el Jorobado—. Volved a la cama. Y mañana, en cuanto terminéis el desayuno, venid otra vez a mi despacho. Nuestro visitante y yo tenemos que mantener ahora una reunión a solas.
El Jorobado había permanecido todo el tiempo bajo el marco de la puerta, y entonces se dirigió hasta el fondo de la estancia para sentarse en uno de los sillones, dirigiéndole a Geoffrey una última mirada al pasar junto a él.
—Señor Rogers…
—Hablaremos mañana, Geoffrey, no ahora. Marchaos. En cuanto a ti, Arlen, si has sido capaz de salir sin despertar a tus padres, procura hacer lo mismo ahora.
—Sí, señor director.
Los guio hasta la puerta, posando una mano sobre el hombro de Nicholas y la otra sobre el de James, y cerró tras ellos.
Antes de entrar en su dormitorio, los chicos se sentaron en los peldaños de la escalera, a la altura de la cuarta planta.
—La hemos hecho buena —murmuró James.
—Sí —coincidió Arlen.
Los demás la miraron a través de la penumbra que los envolvía. Era la única que no se había sentado. Con la escasez de luz, su cabello no parecía rojizo sino negro.
Se quedaron en silencio unos minutos, con la vana esperanza de que ese silencio fuera a facilitarles la respuesta a la incógnita que los mortificaba.
—Yo voy a volver a mi cuarto —dijo Arlen. Había estado a punto de contarles que había cogido aquel libro, pero finalmente había decidido no hacerlo. Ignoraba si tenía alguna importancia. Quería examinarlo a solas, y, dependiendo de lo que hubiera en su interior, se lo comunicaría al día siguiente o se las ingeniaría para devolverlo a su sitio sin involucrarlos a ellos—. Mañana mis padres se enterarán, así que voy a dormir un poco antes de tener que soportar la bronca. —Se acercó a Geoffrey y le removió cariñosamente el pelo—. Tranquilo, en unas horas sabremos por fin de qué va todo esto. —El chico asintió con los labios fruncidos—. Buenas noches.
—Buenas noches, Arlen.
—¿Os habéis dado cuenta? —preguntó Nicholas cuando la chica hubo desaparecido escaleras abajo—. Rogers no estaba enfadado…
—Es verdad. Me parece que estaba demasiado cansado como para enfadarse —opinó James.
—A mí me parece que estaba apenado —los corrigió Martin—. Está claro que sucede algo raro. No sé si tiene que ver contigo o no, Geoffrey, pero pasa algo y es importante, seguro.
—¡Por supuesto que tiene que ver conmigo! —explotó Geoffrey, apenas controlando el volumen al que hablaba—. ¿Es que no habéis visto cómo el Jorobado me miraba todo el rato?
—Sí. ¿Y qué hace él aquí a estas horas?
—Quizá mañana lo sepamos por fin —respondió Nicholas.
—No. Yo no estaré aquí por la mañana —dijo de pronto Geoffrey, bajando esta vez la voz hasta convertirla en un susurro.
—¿Cómo?
—Me voy. No pienso quedarme para que mañana a primera hora el señor Rogers me diga que ese tipo… tan extraño y siniestro me ha adoptado. Voy a coger mis cosas y me largo.
—Tranquilo, Geoff. Espera a mañana.
—No, James, ya os lo he dicho antes, puede que mañana sea muy tarde.
No les dio oportunidad de protestar más o de intentar convencerlo, pues se metió inmediatamente en el dormitorio, donde el murmullo de ronquidos proseguía inalterado, y fue hasta su cama guiándose de memoria en la oscuridad casi absoluta. Debajo había un cajón donde guardaba todas sus pertenencias, que se reducían a unas cuantas mudas de ropa. Metía varias de ellas en una bolsa cuando los otros tres llegaron a su lado.
—Espera, Geoff —susurró Martin.
—No vais a convencerme: no quiero irme a vivir con el Jorobado.
—Vale, pero espéranos, ¿no? Si hay que irse, nos vamos todos. Nos vamos contigo.
Geoffrey se volvió hacia sus amigos, agradeciendo que la falta de luz no les permitiese distinguir las lágrimas que repentinamente habían hecho acto de presencia en sus ojos.
—Los cuatro juntos, siempre —apostilló Nicholas—. Los juramentos de sangre no se rompen, Geoff.
—¿Y Arlen? Ella forma parte del Club.
—Pero ella tiene aquí a sus padres. Es mejor que no la pongamos en el compromiso de decidir entre ellos y nosotros, no sería justo.
—No nos perdonará —aseguró James.
—Puede que no, pero… —empezó Geoffrey, sin saber cómo terminar la frase.
—Sí, es mejor para ella —sentenció Martin, que, como todos los demás, estaba secretamente enamorado de Arlen. Era preferible pensar que le hacían un favor a su amiga dejándola atrás.