III

El príncipe Gerhson y el Consejero, en presencia de Luber aunque sin contar con su opinión ni pedirle permiso, se reunieron con el comandante en jefe del ejército invasor, el mismo que, a lomos de su caballo, había recibido con menosprecio a las mujeres, los niños y los ancianos que habían salido de La Ciudadela. Se había despojado de su casco, dejando al descubierto un rostro inhumano, propio de una bestia. El joven Luber creyó reconocer en él la cabeza de una de aquellas hienas que habitan los desiertos y que hasta entonces solo había visto en viejos grabados y dibujos de exploradores. Tenía una especie de hocico de piel oscura, casi negra, bajo unos ojos fríos como la misma muerte. La melena de pelo lacio, también oscura, le llegaba hasta los hombros, y, como si quisiera medio ocultarse entre el pelo de su amo, un cuervo color azabache se movía inquieto sobre el hombro izquierdo, emitiendo de tanto en tanto pequeños graznidos.

El comandante no pareció ni tan siquiera reparar en la presencia del hijo del difunto rey Krojnar, pues en todo momento sus saludos y sus palabras fueron dirigidos a los otros dos.

—Comandante Vrad —empezó el Consejero sin perder tiempo—, me temo que aún no podemos estar seguros de haber conseguido todo cuanto nos proponíamos al venir aquí. Es probable, por desgracia, que el Dragón Blanco se nos haya escapado entre las manos. Mientras no tengamos la certeza de que no haya ocurrido así, no podremos relajarnos. —Le explicó sucintamente el hallazgo de la galería subterránea que llevaba a una especie de muelle natural en la base del acantilado y luego afirmó—: Eso, junto a la ausencia del Anciano Donan, puede significar que hemos llegado tarde.

—Entiendo.

—Id en su busca y encontradlos.

—Necesitaré un barco.

—Lo sé. Ese imprevisto nos retrasará más de lo conveniente.

—Podéis conseguir uno en el poblado de Ollervo —intervino el príncipe Gerhson—. Por la costa tardaréis en llegar allí dos o tres horas.

—Si salieron, como sospecho, antes de la batalla —dijo el Consejero—, para cuando os pongáis en marcha contarán con casi un día de ventaja.

—¿Hacia dónde he de dirigirme?

—Al norte, al archipiélago de Numar —respondió el Consejero sin el menor atisbo de duda.

—¡¿Numar?! —exclamó Luber, deseoso de participar en la conversación—. Ese archipiélago ya no existe, se lo tragaron las aguas hace décadas, mucho antes de que yo naciera. Ni siquiera sale ya en los mapas. Solo los viejos lo mencionan —añadió, y pronunció la palabra «viejos» con claro desprecio, con arrogancia, como si su juventud por sí sola le diese la razón.

Los otros tres se volvieron hacia él y el comandante Vrad pareció incluso sorprenderse al verlo allí.

—Majestad —dijo el Consejero, empleando un tono nítidamente sarcástico—, sin ánimo de ofenderos, permitidme deciros que habláis como un necio. El archipiélago sigue estando donde siempre estuvo. El Concejo de la Era Dorada decidió hace mucho tiempo contar esa absurda historia de que se hundió en el océano para que a nadie se le ocurriera ir hasta allí. El archipiélago de Numar existe, y si el Anciano Donan se ha llevado consigo al Dragón Blanco, es allí hacia donde se dirige.

Luber no dijo nada más. Había percibido con toda claridad el desdén en la voz del Consejero, pero por alguna razón no conseguía reunir los ánimos suficientes para rebatirlo. Ya llegaría el momento, se dijo para sus adentros, más como excusa por su cobardía que como verdadera promesa.

—Me pondré en marcha de inmediato —anunció entonces Vrad, y el cuervo posado en su hombro graznó para secundar sus palabras.

—Comandante, si os veis obligado a hacerlo, cruzad el Umbral. Debéis encontrar al Dragón Blanco.

—Y darle muerte.

—En efecto. Confiamos en vuestro buen hacer.

—Gracias, señores. —El comandante iba a abandonar la estancia, pero de pronto recordó la presencia de Luber y se giró hacia él para realizar una reverencia a todas luces burlona—: Con su permiso, majestad.

Luber se sintió humillado, pero fue incapaz de reaccionar antes de que el soldado hubiera salido.