IV

La única forma de entrar en el palacio de Lauq Rhun era escalar el peñasco sobre el que se asentaba, algo que solo se le ocurriría a un loco. No es que Lyrboc lo fuera, pero su estado anímico y las emociones a las que había estado sometido en aquellos últimos días no le permitían pensar racionalmente. De hecho, no podía recordar ningún momento del trayecto hasta allí; todo el viaje desde las ruinas de la posada estaba, en su cabeza, envuelto en una espesa niebla, como un sueño que se aleja y se desvanece al despertar por mucho que se intente retener en la memoria.

Desmontó en la orilla del lago y observó el palacio en lo alto, incrustado en el cielo nocturno. No tenía la menor idea de qué hora era, pero desde allí parecía que la única luz que había en el edificio era la de la luna.

Se quitó la capa y envolvió en ella el cinto y la espada, bulto que dejó detrás de una de las enormes piedras de la Senda de los Gigantes, oculto entre unos arbustos. Se quedó con una daga como única arma.

Volvió junto a Brisa y le acarició el morro; el caballo agachó la cabeza hacia él, agradeciendo los mimos.

—Escucha, Brisa —le susurró Lyrboc con el mismo tono que emplearía para dirigirse al mejor de sus amigos—, no sé cuánto tardaré en volver… si es que acaso lo consigo. No sé cómo terminará esta noche. —Hizo una pausa, porque notó que la voz estaba a punto de fallarle—. Eres libre, Brisa. Vete si quieres. No puedo pedirte que te quedes aquí esperándome, porque…, sinceramente, no creo que pueda volver.

El animal movió la cabeza hacia él, como si pretendiera decirle algo a su modo, como si entendiera cada una de sus palabras.

Lyrboc suspiró y se apartó de Brisa. Sintió que regresaba la cordura y, con ella, el miedo por lo que se disponía a hacer, y supo que si no lo hacía ya, su parte racional no le permitiría llevar a cabo aquella locura.

—Vuelve a Tae Rhun, Brisa. Vete. No me esperes.

El caballo emitió un suave relincho y avanzó hacia él, pero Lyrboc se dio la vuelta y entró con paso resuelto en el lago. No quiso mirar atrás, porque sentía que en aquel momento Brisa era su único punto de amarre a la razón. El agua, oscura como brea, no estaba demasiado fría, pues durante todo el día anterior el sol había caído a plomo. Sin embargo, la sensación de no poder distinguir nada bajo la superficie era sobrecogedora.

Avanzó caminando hasta que el agua le cubrió por el pecho y comenzó a nadar. Le pareció oír relinchar a Brisa, pero tampoco entonces quiso volverse. El caballo sabría apañárselas solo, se dijo. Esperaría allí un tiempo, estaba seguro de ello, y luego se marcharía por puro instinto.

Le vino a la mente el recuerdo de su excursión a aquel mismo lugar años atrás, en lo que ahora le parecía otra vida. Creyó incluso escuchar la risa de Rihlvia, vio su rostro sonriente que, de pronto, se transformó en otro distinto, asustado, temeroso… Su huida. Comprendió que aquel infantil amago de beso era el punto exacto donde se había originado lo que estaba ocurriendo en aquel preciso instante, a pesar del tiempo que había entremedias. Si él no hubiera querido besarla, Rihlvia no habría salido huyendo a lomos de Lux, no se habría caído del caballo y Lyrboc nunca habría conocido a Rebber ni habría sabido de su poder para curar, por lo que no habría recurrido a él para sanar también al duque, y este no habría decidido realizar la propuesta de matrimonio entre su hijo y Rihlvia; por tanto, Mown no habría provocado el incendio que había destruido la Posada de la Estrella y Cerrÿn no habría muerto.

Pensar en la muerte de Cerrÿn le hizo aumentar el ritmo de las brazadas. Quería escapar de aquella realidad, quería un imposible. Quería volver el tiempo atrás, que Cerrÿn siguiera viva, que Rihlvia continuase siendo la niña que lo había recibido con los brazos abiertos y que se colaba en su cuarto cuando a él le atormentaba alguna pesadilla… O, al menos, retrasarlo tan solo unos días, lo suficiente para cambiar sus propios actos, para no dejarlas solas a merced del fuego.

Se concentró en cambiar la dirección de sus pensamientos, en pensar en otra cosa, o mejor, en no pensar en nada, pero no lo consiguió.

Tardó más de media hora en cruzar a nado el lago. La pared vertical del risco surgía allí del agua y desaparecía en la oscuridad. Lyrboc tuvo que agarrarse a una roca y descansar durante un buen rato, consciente de que aún le quedaba por delante la parte más ardua. Le dolían los brazos y las piernas, pero no pensó ni por un momento en echarse atrás, aunque dudaba que realmente pudiera escalar hasta el palacio.

Cuando hubo recuperado las fuerzas, se aseguró de que la daga seguía en su sitio, recorrió la escasa distancia que aún lo separaba de la pared y buscó en su superficie los primeros asideros para las manos. Después localizó puntos de apoyo para los pies y dio inicio al ascenso.

El principio fue muy difícil, pero tras los primeros metros encontró mayor número de salientes y raíces a los que agarrarse y la escalada resultó algo más sencilla. Miró hacia abajo y descubrió que en cuestión de pocos minutos la superficie del lago ya parecía estar muy lejos. Fuera como fuera, al mirar hacia arriba ni siquiera pudo distinguir el lugar donde terminaba el peñasco y comenzaba el palacio.

En varias ocasiones sus dedos resbalaron y le faltó poco para caer, pero continuó escalando sin descanso, a pesar de que le dolían todos los músculos del cuerpo. En algunos puntos, las piedras que sobresalían de la pared eran tan afiladas que le cortaban a través de la ropa en el pecho, el vientre y los muslos.

Se detuvo en un par de ocasiones para descansar unos segundos, aferrado a una roca. Le empezaban a faltar de nuevo las fuerzas, y en un momento dado los dedos de su mano derecha no encontraron agarre suficiente y estuvo a punto de precipitarse al vacío. Su cuerpo buscó la pared para adherirse a ella, y durante un instante de pánico su brazo izquierdo sostuvo el peso de todo su cuerpo, mientras la otra mano continuaba buscando de manera desesperada un saliente.

Encontró una raíz y se aferró a ella con toda su alma, pero finalmente cedió y Lyrboc se descolgó casi medio metro, seguro ya de que se precipitaría al abismo. Sin embargo, la raíz no llegó a soltarse del todo, como si la tierra en la que se hundía no quisiera dejarla ir. El muchacho buscó con urgencia otro lugar más firme al que sujetarse. Cuando por fin lo encontró, se mantuvo casi un minuto en aquella posición, calmando el ritmo de su respiración y superando el miedo que se había apoderado de él.

Luego reanudó el ascenso.

Perdió la noción del tiempo. Siguió subiendo por inercia, porque, llegado a aquel punto, descender era más complicado que ascender. Aunque había intentado evitarlo, las dudas empezaron a asaltarlo cuando de pronto sintió un cambio: sus manos ya no tocaban la roca pura, sino los sillares que componían el muro exterior del palacio. El espacio existente entre ellos le permitió continuar escalando. A nadie se le había ocurrido que alguien pudiera llevar a cabo una locura como aquella: el precipicio era considerado seguridad más que suficiente, así que la vigilancia en ese lado se limitaba a las rondas regulares de los vigías, pero todos ellos observaban las colinas y los bosques cercanos con más desidia que atención, sin dedicar ni un segundo a la posibilidad de que un intruso estuviese escalando el peñasco.

Unos metros más arriba vio una pequeña balaustrada que sobresalía de la pared, directamente sobre el abismo. Hizo un último esfuerzo y llegó hasta ella; se agarró a la primera de las columnas, tallada con la forma de una ninfa oronda y sonriente, y se subió a pulso para inspeccionar el balcón. Estaba vacío. Más allá, una puerta de doble hoja ocultaba lo que supuso un cuarto de la servidumbre, por su situación en las profundidades del palacio. Escuchó con atención, pero aparte del viento ningún ruido llegó a sus oídos. Balanceó las piernas en el abismo hasta poder apoyarlas en la parte inferior de la balaustrada y se aupó para a continuación saltar al interior de la pequeña terraza.

Se tumbó en el suelo y durante varios minutos permaneció allí, inmóvil, intentando recuperar el aliento y frotándose las manos. Tenía las yemas de los dedos peladas y le dolían todas las articulaciones del cuerpo. Cerró los ojos. Sentía cómo su corazón bombeaba la sangre y cómo esta recorría sus venas.

Allí tumbado, a pesar de la satisfacción por la hazaña que acababa de realizar, comprendió que todavía no había conseguido sortear el último de los escollos. ¿Cómo iba a encontrar a Rihlvia allí dentro? ¿Cómo iba a lograr no ser descubierto por la guardia del duque?

No dejó, no obstante, que esas dudas lo amilanaran. Había llegado hasta allí y no pensaba rendirse. Se puso en pie y acercó el oído a la puerta, aunque no pudo oír nada. Sacó la daga y probó fortuna con la cerradura, pero esta se negaba a ceder. Miró hacia arriba y vio otras terrazas de similar tamaño, que sobresalían del muro a intervalos regulares, pero lo lógico era que en todas ellas hubiera puertas cerradas a cal y canto, como aquella que tenía delante. Volvió a concentrarse en la cerradura y, tras varios minutos de intentos vanos, sintió que se apoderaba de él la rabia y lanzó una fuerte patada contra la puerta. Enseguida se dio cuenta de lo que había hecho y contuvo la respiración. Si había alguien al otro lado…

Sus temores se confirmaron cuando, por debajo de la puerta, detectó el resplandor vacilante de una luz. Retrocedió hasta la barandilla y miró hacia abajo, pero descolgarse por allí suponía ponerse en una situación claramente vulnerable. Además, no había tiempo…, ya oía la llave en la cerradura… Su ingenuidad había hecho que lo descubrieran.

Empuñó con la mano derecha la daga y se dispuso a hacer frente a la guardia.