II

Lyrboc sobrevivió a la caída, pero la altura era tal, que impactar contra el agua fue como chocar contra un grueso muro de piedra. El dolor fue tan tremendo que todo el aire salió de golpe de sus pulmones, y mientras su cuerpo se hundía más y más, sentía que no podía respirar, que se ahogaba sin remisión, que el muro de piedra se cerraba en torno a él, engulléndolo. La superficie se alejaba y él seguía hundiéndose, notando una presión insoportable en el pecho, convencido de que todos sus huesos iban a quebrarse… Sin embargo, no tuvo miedo. El dolor del impacto y la falta de aire le nublaban la mente y estaba a punto de perder el conocimiento. Notaba todas aquellas sensaciones: el agua cubriéndolo y envolviéndolo como un ser vivo que no quisiera soltarlo; el dolor, tan inmenso que ni siquiera podía describirlo; la ausencia de aire…; pero al mismo tiempo sentía todo aquello como si fuera algo ajeno, como si fuera otro el que estaba a un paso de la muerte.

De pronto, en un fogonazo de consciencia, comprendió que era él quien iba a morir si no hacía algo por evitarlo. Ya no descendía, la inercia de la caída había cesado, pero el ascenso era demasiado lento. A ese ritmo no aguantaría sin respirar. Intentó mover los brazos para propulsarse, pero al principio no respondieron. Luego, sus extremidades empezaron a obedecer. Se dirigió hacia el resplandor tenue de la luna sobre su cabeza y segundos después emergió en la superficie.

Tosió y boqueó para absorber aire y, poco a poco, sus pulmones volvieron a funcionar. Sin embargo, fueron necesarios varios minutos para que recuperase la calma. Todavía no estaba a salvo; no había perecido en la caída, ni se había ahogado, pero mientras continuase en el agua sería presa fácil para los hombres del duque, que imaginó que iniciarían inmediatamente su búsqueda. Miró hacia lo alto, aunque desde donde estaba no pudo distinguir el palacio, solo la pared vertical de roca que parecía sostener el cielo.

La playa donde se había separado de Brisa estaba muy lejos, y lo lógico era que los soldados fueran hacia allí, por lo que nadó en otra dirección, hacia uno de los laterales del lago, donde había escarpados barrancos y altas montañas que caían a pico directamente sobre el agua.

Cada brazada producía una punzada de dolor en músculos que ni siquiera sabía que existían, pero no podía detenerse. Si se paraba, ya no tendría fuerzas para empezar de nuevo a nadar.

Supuso que a esas horas la guardia de palacio ya habría despertado al duque y este estaría dando órdenes a diestro y siniestro para que localizasen su cuerpo, si estaba muerto, o lo capturasen, si seguía con vida. Por fortuna, pensó, el lago era muy grande y lo más probable era que los soldados buscasen el cadáver de un ahogado y no a alguien nadando hacia la zona más abrupta.

Unos treinta minutos después llegó a un grupo de rocas que sobresalían del agua, cubiertas de musgo. Sus energías eran para entonces muy escasas, y se agotaron por completo al tener que escalar de nuevo, ahora una veintena de metros de pared sobre la que se extendía una pequeña planicie alfombrada de hierba y una arboleda. Una vez arriba, se quedó tumbado boca abajo y procuró reponerse, recuperar unas pocas fuerzas que le permitieran seguir huyendo.

Contra su voluntad, sus párpados se cerraron. Ni siquiera tuvo conciencia de ello.

Los abrió bruscamente, sobresaltado por la idea de no saber cuánto tiempo los había tenido cerrados. Contuvo la respiración y escuchó, sin oír más ruido que el de la brisa en las ramas de los árboles cercanos. Giró el cuello y miró hacia el lago; a lo lejos vio un par de luces amarillentas que se movían muy despacio sobre la superficie: dos pequeñas embarcaciones con varios hombres a bordo. La negrura de la noche y de la propia agua jugaría a su favor, pues la dificultad de encontrar su cuerpo no tenía por qué levantar sospechas.

Lyrboc se incorporó y corrió encorvado hacia el grupo de árboles. Desde allí no le quedaba más opción que seguir subiendo, aunque ya no necesitó escalar, dado que la elevación del terreno se suavizaba ligeramente. Además de la oscuridad, también los arbustos y los árboles, cada vez más frondosos, se aliaban con él.

Llegó a un punto en el que por fin podía emprender el descenso por el lado opuesto de una de aquellas escarpadas colinas, pero no lo hizo. Consideró que sería más sencillo ocultarse cuanto más elevado y accidentado fuera el terreno. Así que continuó ascendiendo, ya sin las urgencias de antes.

Cuando disponía de buena visibilidad sobre el lago, comprobaba que las luces de las dos embarcaciones seguían allí, y cuando por fin apareció en su campo de visión la playa donde había dejado a Brisa, también vio las minúsculas luces de varias antorchas. Deseó que el caballo le hubiera hecho caso y se hubiera marchado, pero en el fondo estaba convencido de que los soldados del duque lo habrían encontrado en el mismo lugar donde él lo había dejado. Quiso creer que quizá de ese modo Brisa acabase de nuevo reunida con Rihlvia en el palacio de Lauq Rhun.

En un momento dado, se dio cuenta de repente de que no avanzaba solo entre árboles, sino también entre un conjunto de piedras enormes clavadas en el suelo, idénticas a las de la Senda de los Gigantes. Dispuestas a ambos lados, formaban claramente un camino que llevaba a la cima. Algunas eran tan altas como los propios árboles, otras no habían aguantado el paso de los siglos y el efecto de las lluvias y se habían desplomado, quedando en parte cubiertas por la vegetación. Lyrboc miró hacia abajo, pero la oscuridad y el bosque no le permitieron ver si aquel sendero llegaba a unirse con el conjunto que había en la playa.

Continuó el ascenso, ahora empujado por nuevos ánimos y por una creciente curiosidad. A medida que se acercaba a la cima, las rocas estaban más juntas y los árboles eran cada vez menos numerosos. Los últimos metros, pese al agotamiento, los realizó a la carrera, ayudándose con las manos allí donde el terreno era más empinado.

Arriba, la montaña terminaba en una extensión de tierra llana y pelada, de reducidas dimensiones, y el sendero se abría para formar un círculo perfecto de once rocas, con una sola entrada. Sobre cada una de aquellas rocas había otras, estas colocadas en horizontal de manera que los extremos se tocaban. Y en el centro mismo del círculo, Lyrboc vio una piedra más, totalmente lisa, con forma de rueda tumbada, sobre un pequeño pedestal de unos diez centímetros de altura.

Giró sobre sí mismo para observar con detalle todo aquel lugar, enigmático y algo siniestro, tan fascinado que por un instante olvidó que estaba en peligro. El conjunto debía tener algún significado oculto, alguna razón de ser; quienquiera que hubiese colocado allí todas aquellas rocas lo había hecho por algo. Era obvio, pero ¿por qué, exactamente?

Avanzó hasta la piedra circular que descansaba sobre el pedestal y la rodeó, intentando buscarle un sentido, encontrar en ella una marca, cualquier cosa, pero la oscuridad era aún demasiada. Se le ocurrió que quizá fuera una especie de altar sobre el que se hubiera celebrado algún tipo de sacrificios.

Fue luego al punto más alejado de la entrada del círculo y oteó el exterior. Desde allí se divisaba parte de la playa, donde todavía se distinguían antorchas moviéndose de un lado a otro, y también una gran extensión del lago. Le dio la impresión de que una de las embarcaciones regresaba hacia la playa y supuso que los soldados comenzarían pronto a buscarlo por los alrededores. Si tenían a Brisa, sabían que no disponía de montura, con lo que no podría haberse alejado. Pensó que había hecho bien al dirigirse hacia lo alto de las montañas, pues la lógica decía que cualquiera que quisiera huir haría precisamente lo contrario. Con algo de suerte, los hombres de Nompton no subirían hasta allí. Como fuera, desde aquel punto tenía buena visibilidad, y la tendría aún mejor cuando saliera el sol. Los vería llegar y tendría tiempo de decidir. Todavía tenía la daga consigo.

Se sentó con la espalda contra una de las piedras y echó la cabeza hacia atrás. Tal vez aquella fuese su última noche en el mundo, pero necesitaba un poco de descanso. Tenía el corazón roto, el pulso acelerado y el cuerpo dolorido.

Quedaba poco para el amanecer, que ya comenzaba a presentirse en el cielo, y pensó que como mínimo hasta que eso ocurriera estaría a salvo. Ocupó la siguiente hora, tras confirmar que las antorchas seguían visibles en la playa, en pensar qué haría a partir de entonces, si acaso lograba escapar del cerco. Definitivamente, tendría que dejar atrás Tae Rhun, la posada donde había crecido, el recuerdo de Cerrÿn… y a Rihlvia. También a ella tenía que dejarla atrás. ¿Qué hacer? ¿Adónde podía dirigirse? Se le ocurrió marchar en busca de Zerbo y los demás, pero ¿cómo hacerlo? ¿Ir al Gran Sur era realmente una opción razonable? No podía olvidar que de allí había llegado el ejército que había conquistado Olkrann y había destruido a su familia.

No había alcanzado ninguna conclusión que lo convenciera cuando cayó en la cuenta de que la oscuridad empezaba a replegarse, retrocediendo ante el empuje, pausado pero firme, de la luz del nuevo día. Sin poder dejar de lado todas sus preocupaciones, decidió concentrarse en el espectáculo que ofrecía el amanecer: la superficie del lago fue cambiando de color, del tono negro del alquitrán a un verde muy oscuro; con las copas de los árboles ocurrió algo similar, pero en ellas fueron incontables los distintos colores que surgieron. Las rocas y la tierra también parecieron transformarse, y en el palacio del duque, semioculto ahora por nubes como la primera vez que lo había visto, los cristales de las ventanas emitían destellos que debían de ser visiblesdesde kilómetros de distancia. El sol asomaba detrás de una cordillera en el horizonte y Lyrboc vio cómo las sombras que proyectaban las piedras del círculo cambiaban lentamente de posición y tamaño. El silencio también comenzó a deshacerse, los animales del bosque fueron despertándose y los pájaros más madrugadores alzaron el vuelo.

Con la claridad creciente el círculo parecía menos siniestro, pero no menos enigmático. Se percató de que, por la posición de las rocas horizontales, la piedra circular del centro permanecía todavía en sombra. En ese mismo instante, un rayo de sol se coló por la abertura que marcaba el sendero por el que el propio Lyrboc había llegado hasta allí, e incidió justo sobre ella, iluminándola y apartando la penumbra que la cubría… Y, entonces, la piedra brilló de una manera inusitada, pareció encenderse, como si en su interior existiera alguna fuente de luz propia.

Maravillado, Lyrboc se puso en pie y no pudo resistir la tentación de acercarse. ¿Qué clase de piedra era aquella? El brillo, tan inesperado como fugaz, comenzaba a languidecer cuando llegó junto a la piedra y sus ojos le mostraron el secreto que había permanecido allí durante años, décadas y siglos. La luz del sol dibujaba en la superficie de la piedra un diminuto grabado en el que se podía ver aquella misma montaña, el sendero, el círculo en la cima y, en lugar de aquella piedra circular, una escalera que descendía por el interior de la montaña…

Enseguida, a aquel primer rayo de sol se unieron otros, y con el exceso de luz el extraño grabado desapareció. Lyrboc parpadeó y se inclinó sobre la piedra, pero resultaba del todo imposible distinguir ya el menor rastro del dibujo. Ahora parecía que la piedra fuera completamente lisa, sin imperfección alguna.

La emoción se apoderó de él, haciéndole olvidar el miedo a ser atrapado por los soldados. Según lo que acababa de ver, allí mismo, debajo de sus pies, había una escalera que penetraba en la montaña. Adónde pudiera llevar era una incógnita, pero tal vez fuera su única oportunidad, su vía de escape. Se arrodilló y examinó el pedestal sobre el que reposaba la piedra circular. Tenía tan solo unos cuantos centímetros menos de diámetro. Sintió que su corazón estaba a punto de estallar por la tensión y miró hacia atrás por encima de un hombro para cerciorarse de que aún no lo habían descubierto. Probó a empujar con las manos, pero la piedra no cedió. Se ayudó con el hombro, clavando los pies en el suelo y utilizando todas sus reservas de fuerza, y entonces sí, la piedra se movió hacia un lado. Primero un poco, apenas nada, pero luego más y más, pues en su base había una suerte de raíles que se deslizaban sobre el pedestal. En cuestión de minutos quedó a la vista un pozo en cuyas paredes de roca alguien había labrado unos toscos peldaños que se perdían en la oscuridad impenetrable un par de metros más abajo. La inclinación no permitía que los rayos del sol llegasen allí.

Con la respiración alterada, Lyrboc se enfrentó a un nuevo dilema. Bajar hacia lo desconocido o quedarse donde estaba, esperando a que los soldados del duque se decidieran a inspeccionar aquella zona. Lo único que lo frenaba para lanzarse escaleras abajo era que no disponía de luz alguna. Por lo demás, la decisión parecía clara. Dudó unos pocos segundos más y luego puso el pie derecho en el primer escalón.

Una vez tuvo todo el cuerpo dentro, probó a mover la piedra en sentido contrario y esta, aunque con esfuerzo, regresó a su posición original. La oscuridad lo envolvió por completo, y con ella, un frío sobrecogedor.

Se pegó a la pared y comenzó a bajar, tanteando cada peldaño antes de poner todo su peso sobre él.

El descenso le resultó interminable. Era imposible hacerse una idea de la distancia recorrida cuando por fin llegó a lo que parecía el final de la escalera. Allí el frío era gélido, tanto que acuchillaba la piel. Buscó con la punta de los pies, pero el suelo era llano, sin nuevos escalones que continuaran bajando. Pasó entonces a examinar la pared valiéndose de las manos, y halló una abertura de al menos metro y medio de ancho y quizá dos de alto.

Adentrarse por allí a oscuras sería un desafío propio de locos. Podrían surgir a su paso agujeros en los que podía caerse, o bifurcaciones que no vería y que provocarían que se extraviase para siempre. Consideró la posibilidad de quedarse sentado en el último peldaño, dejar que pasara el tiempo y regresar a la cima de la montaña con la esperanza de que los soldados hubieran dejado ya de buscarlo. Sí, aquello podía ser lo más razonable. Retrocedió un par de pasos, tanteando con cuidado en los pies de la escalera, pero antes de llegar oyó algo que lo hizo detenerse en seco: un sonido acompasado, constante, que procedía del interior del pasadizo. Pasos. Alguien, o algo, se aproximaba.

Se dio la vuelta y miró en aquella dirección.

A lo lejos…,

al fondo…,

en la oscuridad…,

brotó una luz.