IX
Mediada la madrugada, Krojnar abandonó de nuevo la Sala de Generales. Sabía que su tiempo se acercaba a su fin y quería hablar a solas con su hijo, Luber. Dio orden a los dos guardias que custodiaban su alcoba de que lo avisaran para que se reuniera con él.
No había más luz allí que la del fuego de la chimenea y la de una lámpara de aceite colgada en la pared opuesta. Aproximó sus manos enguantadas a las llamas, aunque no tenía frío: era más un acto reflejo que una necesidad. Contemplar el fuego siempre le había ayudado a concentrarse, como si en él pudiera hallar las respuestas que de otra manera se le escapaban.
Al punto, un par de golpes sonaron en la puerta y, sin esperar permiso, su hijo entró. Era un joven corpulento que con diecisiete años aparentaba al menos veinte, e iba vestido como uno más de los soldados que defendían la fortaleza. Había algo en sus ojos y, en especial, en la perenne mueca que asomaba a sus labios, que echaba a perder el atractivo de sus rasgos.
—Padre.
—Hijo mío, ven aquí. —Krojnar levantó un brazo para acoger al muchacho, como solía hacer años atrás, pero en esta ocasión Luber no buscaba el cobijo del ala de su progenitor. No era ya un niño pequeño. Al darse cuenta, el rey se giró a mirarlo, pues creía adivinar sus tribulaciones—. Lo sé, hijo. Ojalá no tuvieras que vivir esta noche aciaga. Desearía que no tuvieras que compartir mi destino.
Lo que el rey deseaba con todas sus fuerzas era que su hijo estuviera en aquel instante a kilómetros de distancia, a salvo. Sin embargo, su alto sentido del deber para con su pueblo le había impedido hacer algo así: no podía esconder a su hijo mientras todo el reino estaba siendo conquistado a pasos agigantados. En el fondo, tenía la esperanza de que Gerhson perdonase la vida de Luber, pues tío y sobrino siempre se habían llevado relativamente bien. Mejor, desde luego, que ambos hermanos.
—No tendría por qué ser así —dijo Luber.
—¿A qué te refieres?
—Al final que pareces haber aceptado. No tiene que ser así. Esta noche no tiene por qué concluir con tu muerte, padre.
—¿Insinúas que ofrezca a nuestro enemigo mi rendición? ¿Después de que tantos hombres se hayan sacrificado por mí y por todo Olkrann? No sería justo con ellos… Lucharemos mientras nos queden fuerzas. Lucharemos, Luber.
—Pero ¡la guerra ya está perdida! Solo es cuestión de horas que derriben las defensas y alcancen el palacio.
Su padre asintió.
—Lo sé. —Y tras unos segundos, lo repitió de forma casi inaudible—: Lo sé.
Sí, la guerra estaba perdida. El dédalo de calles empedradas de la zona este era ya un campo de batalla en el que las tropas del príncipe ganaban terreno sin cesar.
—¿Entonces?
Por respuesta, el rey realizó un inesperado gesto de desinterés. Ni siquiera su propio hijo tenía noticia de lo sucedido unas horas antes, cuando el nacimiento de un niño había insuflado una remota esperanza en el corazón de Krojnar. Ahora, aun a costa de sacrificarse a sí mismo, todo su empeño se dirigía a resistir el máximo tiempo posible para que el pequeño grupo de fugitivos tuviera una mínima oportunidad.
—Ofrece un pacto, padre. Tal vez tu hermano todavía esté dispuesto a aceptarlo.
—No, no creo que él lo aceptase…, ni voy a ofrecérselo. —De repente, Luber golpeó lo primero que encontró a su alcance, una de las sillas de la alcoba, que voló por los aires y cayó al suelo con estrépito. Estaba furioso. Su padre lo miró, interrogante—. Tranquilízate.
—¡No! —gritó con rabia—. No lo entiendes, ¿verdad? Tu cabezonería ha provocado todo esto.
—¿Mi cabezonería? Luber, estás nervioso, todos lo estamos; los acontecimientos te hacen dudar, pero somos soldados…
—¡Podrías haber compartido el poder con él! Solo tenías que hacer que se sintiera importante.
—¿Crees que no lo intenté? Pero él siempre quiso más. Desde niño su madre lo convenció de que yo le había robado la corona. ¡No quiere compartir el trono, lo quiere todo para él!
—¡Pues dáselo, padre!
—No puedo hacerlo.
Fuera de sí, Luber volvió a patear la silla caída.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no? ¿Por esa absurda historia de que ni siquiera te pertenece a ti?
—Así es. Tanto tu abuelo como yo no hemos hecho otra cosa que seguir los designios de la Ley.
—¡La estúpida Ley!
—¡Ya es suficiente, Luber! —gritó el rey—. ¡Está escrito, y siempre se ha respetado lo escrito en el Libro!
—¡¿Por qué, padre?!
—¿Por qué? —repitió el monarca, asombrado por la pregunta.
—Sí, ¿por qué hemos de respetar una tradición que no creamos nosotros? ¿Por qué seguir al pie de la letra los dictámenes escritos en un libro que nadie sabe quién escribió?
Krojnar dio un par de pasos hacia él, se detuvo y regresó junto a la chimenea. Hubiera dado lo que fuera por que aquella conversación no estuviera teniendo lugar. Oír aquellas palabras en boca de su propio hijo le dolía más que una herida recién abierta.
—¿Y si el Libro fuera un fraude, y si no lo hubiera escrito más que un viejo ermitaño borracho?
El rey negó con la cabeza, comprendiendo que no importaba lo que dijera, pues iba a ser imposible hacer entrar en razón a su hijo. No aquella noche, no con la ciudad asediada, con el enemigo a las puertas.
—Recapacita, Luber. Tu reacción es lógica. El miedo te hace hablar así. Y la ambición. Te ciega la ambición, hijo mío, igual que a tu tío.
Por toda respuesta, Luber sacó de debajo de sus ropas una daga, la misma que varios años atrás su padre había ordenado al herrero que confeccionara para él.
Krojnar permaneció impertérrito, pero en su interior la visión del arma produjo un dolor indescriptible, un dolor que iba más allá de lo físico.
—¿Qué haces?
Luber no fue capaz de decir nada. En su cabeza brotaba un torrente de dudas que no le permitía pensar con claridad. Intentó controlarlas, apartarlas a un rincón. Ahora que había sacado su daga no podía volver a guardarla sin más, había dado un paso que no le permitía retroceder. No era un gesto que pudiera malinterpretarse.
—¿Me traicionas, hijo mío? ¿Has sido tú el alma de la conjura? ¿Cuánto tiempo llevas en mi contra?
—¿Y si no soy yo el traidor, padre? Siempre me permitiste creer que heredaría el trono, ¡me educaste para ser rey!
—Conoces la Ley, solo podemos ocupar el trono mientras no nazca ningún Dragón Blanco. El trono de Olkrann pertenece a la estirpe de los Dragones Blancos.
—¿Y si el Dragón Blanco, padre, no fuera merecedor del trono?
—¿Es eso lo que te atormenta? Hazte otra pregunta: ¿y si tú tampoco lo eres, hijo mío? ¿Te preocupa que el próximo Dragón Blanco no merezca el trono, o lo que te preocupa en realidad es que te lo arrebate?
El brazo de Luber temblaba cuando lo lanzó hacia delante. Fue más bien el gesto de arrojar algo que le quemase la mano. Krojnar no hizo nada por detener el golpe. Al sentir el acero penetrando en su carne, pensó que seguramente habría tenido tiempo de esquivarlo, pero su cuerpo quiso permanecer inmóvil. Su mente envió la orden de no hacer nada.
—Eso no ocurrirá, padre. ¡Jamás! —exclamó el muchacho mientras veía cómo la vida se le escapaba al rey.
Mantuvieron la mirada fija el uno en el otro, hasta que los ojos de Krojnar, tras varios segundos interminables, fueron perdiendo la visión y, por último, quedaron ciegos. Entonces su hijo retiró la mano, tan cubierta de sangre como la daga, y al apartarse, el rey se desplomó al suelo al no encontrar ya ningún apoyo que lo ayudara a mantenerse en pie.
El tiempo se detuvo por completo, o esa al menos fue la impresión que tuvo Luber. Fue incapaz de reaccionar durante varios minutos. Había sabido desde el primer momento que su padre nunca aceptaría rendirse y que, por tanto, el único final posible a aquella noche sería su muerte. Visto así, él solo había acelerado los acontecimientos, e incluso le había ahorrado el sufrimiento de ver La Ciudadela en manos del enemigo.
Su pulso estaba desbocado; tuvo que sentarse para intentar recuperar la calma, pero con la presencia tan próxima del cadáver no lo lograba. El charco de sangre en el suelo se hacía más y más grande. Se esforzó por aclarar el conflicto de sentimientos que se libraba dentro de él, y finalmente comprendió que lo más urgente era salir de allí antes de que apareciese alguno de los generales.
Dirigió un último vistazo al cuerpo que yacía a sus pies y le dio la impresión, recorrido por un escalofrío, de que los ojos todavía le miraban con un hálito de vida.
Guardó la daga y fue hacia la puerta de la habitación. Antes de abrirla, respiró hondo varias veces. ¿Y si los dos guardias apostados en el exterior de la alcoba habían oído la discusión? Tenía que alejarse de allí cuanto antes.
Abrió con fingida decisión y salió para cerrar apresuradamente a su espalda, evitando la mirada de los hombres.
—Alteza… —lo saludaron ambos.
—No molestéis a mi padre. Necesita pensar —dijo con voz temblorosa. Y se marchó hacia la boca de las escaleras.