III
—¿Qué hora es? —preguntó Nicholas, incapaz de separar los párpados.
—Temprano todavía —respondió su hermano Martin.
Al otro lado de las ventanas la luz turbia del alba se abría camino sobre la ciudad. Por lo general, a esa hora todos los internos del Orfanato Chatterton ya estaban en marcha, inmersos en alguna de las clases matinales, pero aquel día era domingo y se les permitía remolonear un poco.
Con la vista aún nublada, Nicholas vio que tras su hermano estaban también James y Geoffrey, mientras que el resto de los chicos dormía.
—Venga, levántate y ven.
—¿Adónde?
—¡Pchsss, calla, que vas a despertar a los demás!
Casi tuvieron que tirar de él para que se espabilara y se pusiera en pie. Entonces los cuatro caminaron en absoluto silencio hasta el rincón más alejado del largo dormitorio.
—¿Qué vamos a hacer?
—El juramento, ¿no te acuerdas?
—¡Ah, claro! —disimuló Nicholas, que había olvidado por completo todo lo que habían hablado la tarde anterior sobre realizar un juramento.
Martin echó un vistazo hacia atrás para cerciorarse de que ninguno de los otros chicos se había despertado y luego sacó un objeto pequeño del bolsillo de su pijama.
—¿Listos? —preguntó.
Los otros tres asintieron en silencio, sin poder apartar la mirada de la navaja.
—Pues venga, abrid —dijo, e indicó una puerta que daba a un cuarto contiguo, donde se encontraba un pequeño almacén.
Solo cuando cerraron de nuevo tras ellos se dieron cuenta de que no estaban solos.
—¡Arlen! —exclamaron casi al unísono al ver a la muchacha pelirroja sentada sobre una de las mesas arrinconadas en un lateral de la estancia. Ella les devolvía la mirada con una sonrisa divertida, como si hubiera estado aguardándolos—. ¿Qué haces aquí?
—Yo también quiero entrar.
Arlen era la única chica del Orfanato Chatterton, y la única, además, que no era huérfana. Era hija del profesor Thürp y de la profesora Brown. Tenía catorce años y unos hermosos ojos almendrados color miel que producían escalofríos a todos los chicos sobre los que se posaban. Todos querían ver en aquellas miradas más de lo que realmente había. Siendo como era la única chica de su edad que convivía y compartía las clases de los internos, no era de extrañar que fuese la protagonista de los sueños secretos de los muchachos. Arlen era consciente de ello, imposible no serlo, pero se esforzaba en ser una más del grupo, participando en cuantos juegos se celebraban en el patio trasero, ya fueran deportivos o de habilidad o fortaleza física. A veces, sin embargo, se recluía en sí misma y se apartaba, sumergiéndose en su propio mundo, consciente de que por mucho que lo intentase, los demás seguirían considerándola diferente.
—¿Entrar… dónde? —le preguntó James.
—En vuestro club —contestó ella con total naturalidad.
Los chicos se miraron entre molestos y sorprendidos. Se suponía que aquello era un secreto, que nadie más sabía nada al respecto…
—¿Qué sabes tú de eso, Arlen? —la interrogó Geoffrey.
—Os oí hablar el otro día, en la biblioteca —explicó ella—, y desde entonces no os he perdido de vista. Quiero formar parte de ese club vuestro. Y sé, porque os escuché decirlo ayer, que planeáis realizar un juramento, ¿verdad?
Se quedaron sin palabras. Arlen tenía la capacidad de aparecer cuando nadie lo esperaba y de descubrir cosas sin que nadie se explicase cómo. Por ser hija de los profesores Thürp y Brown, tenía una mayor libertad de movimientos y conocía el edificio y sus rincones ocultos mejor que nadie. Más de una vez la habían sorprendido espiándolos, del mismo modo que ella también los había descubierto a ellos haciendo lo mismo en varias ocasiones, como si a un tiempo se repeliesen y se buscasen.
—El club es algo que no te incumbe, Arlen —dijo Martin.
—Pero quiero que me incumba. Quiero formar parte de ese club.
Los chicos volvieron a mirarse, indecisos. En realidad, que ella quisiera estar en su grupo les producía una cierta alegría que no querían confesar, pero el Club Chatterton nacía con ánimo de ser un club secreto y no habían imaginado la posibilidad de abrirle sus puertas a nadie tan pronto, por mucho que la candidata fuera Arlen.
La chica se bajó de la mesa y se apoyó con aire despreocupado contra el borde.
—Os doy mi palabra de que guardaré todos los secretos que sea necesario… si me aceptáis. Si no —añadió con una sonrisa maliciosa que formó un par de diminutos hoyuelos en la comisura de sus labios—, no puedo prometer que no vaya a escapárseme algo en el momento más inoportuno.
—¡Eso es un sucio chantaje! —protestó Nicholas.
—No es la mejor forma de pedirnos que te aceptemos —corroboró Martin.
—¡Oh, vamos, Martin! Sabéis que no diré nada. ¡Solo quiero que me aceptéis! Si no lo hacéis, no os traicionaré, ya sabéis que no lo haré. Nunca le he contado ninguno de vuestros secretos a nadie, ni a mis padres. Y os aseguro que conozco unos cuantos. Pero si no me queréis en el club, no me queráis para nada. —Se hizo un silencio, y Arlen, con una evidente mueca de enfado, se dirigió a la puerta.
—Espera —dijo Geoffrey después de intercambiar una veloz mirada con los demás—. Una cosa, Arlen. El club no es un juego más, no es una broma de la que vayamos a cansarnos. El Club Chatterton existirá siempre, mientras nosotros estemos vivos.
—Por mí, perfecto.
—Si entras ahora, no podrás echarte atrás —le advirtió Nicholas, muy dado a aquel tipo de frases.
—No lo haré —replicó ella, ahora con una sonrisa asomando en los labios—. Si me aceptáis, no me echaré atrás. Nunca.
—El Club Chatterton estará siempre por delante de todo lo demás —afirmó Geoffrey, y Arlen, en respuesta, asintió.
—Está bien —dijo al fin Martin—. Seremos cinco en lugar de cuatro. ¿Todos de acuerdo? —Los otros asintieron. Si iban a ser cinco, nadie mejor que Arlen—. Bien. Extended los brazos y mostradme las palmas de las manos.
—¿La has limpiado bien? —preguntó James.
—Con alcohol, no he encontrado otra cosa. Mírala, está casi reluciente —respondió Martin, abriendo la navaja y enseñándoles el filo—. Vamos, no pasa nada. ¿Quién será el primero?
Se produjo un momento de duda. Excepto Arlen, puesto que acababa de unirse a ellos, todos habían estado de acuerdo en llevar a cabo aquel juramento sugerido por Martin, pero la visión de la navaja había provocado ciertos recelos.
—¿Por qué en la palma? ¿No es mejor en un dedo? —inquirió Arlen.
—Acordamos que haríamos el corte en la palma y luego todos nos estrecharíamos las manos para que la sangre se mezclase de verdad. Un dedo no sangra lo suficiente —explicó Martin.
Después de unos segundos, fue él mismo quien se ofreció voluntario. Abrió la mano izquierda con la palma hacia arriba y pasó por su superficie el filo de la pequeña navaja, en horizontal, de lado a lado. Solo sus labios mostraron una ligera reacción, contrayéndose, pero parecía que no había apretado lo necesario o que el acero no estaba lo suficientemente afilado, porque en un principio no ocurrió nada. Justo después, una finísima línea roja apareció en su piel.
—¿Veis? Ni siquiera duele.
A continuación, Geoffrey extendió un brazo hacia Martin, y Nicholas y James hicieron lo propio. Arlen los imitó con gesto firme. Uno a uno, Martin fue realizando con cuidado los cuatro cortes y, una vez hubo terminado, los cinco juntaron las manos, mezclando su sangre. Luego, sin saber muy bien por qué, todos se echaron a reír.
—Ahora estamos unidos, chicos —dijo James, sintiendo cómo el entusiasmo recorría todo su cuerpo.
—Hermanos de sangre —añadió Nicholas. Él era el más pequeño del grupo, con trece años; los otros tres chicos le sacaban dos. En cierto modo, eso a menudo le había hecho sentirse algo desplazado, pues no podía evitar pensar que tanto James como Geoffrey eran en realidad amigos de Martin, y él «simplemente» su hermano pequeño. Por otra parte, los tiempos en que no se atrevía a despegarse de su hermano mayor formaban ya parte del pasado, y Geoffrey y James habían demostrado en más de una ocasión que su sentimiento de amistad hacia él no tenía nada que ver con el hecho de que él y Martin fueran hermanos.
—Chicos —dijo Martin, con voz solemne—, con esto que acabamos de hacer juramos no fallarnos nunca los unos a los otros, apoyarnos siempre, defendernos y permanecer juntos.
—¡Como los mosqueteros! —exclamó James, alzando sin querer la voz—. Uno para todos y todos para uno.
—Sangre con sangre. Ningún miembro del Club Chatterton se sentirá solo. Los demás siempre estarán ahí para evitarlo.
—Siempre —subrayó Geoffrey—. Nuestra amistad estará por encima de todo.
Solo entonces se separaron, y los cinco, guiados por el mismo acto reflejo, contemplaron la palma de sus respectivas manos, embadurnada de aquel líquido rojo intenso.