I
A lomos de Brisa y de Lux, Rihlvia y Lyrboc cabalgaron hacia el sur desde primera hora de la mañana para llegar al Lago de la Luna Oscura antes del mediodía. Lyrboc había cumplido los doce años y su «prima» tenía ya catorce, aunque en realidad ambos parecían de la misma edad. Lyrboc era alto y los músculos de sus piernas y sus brazos se habían fortalecido a causa de los entrenamientos.
Cerrÿn les había dado el día libre, pero no tenía la menor idea de que habían decidido ir tan lejos. De lo contrario, a buen seguro se lo habría prohibido.
Después de galopar a través de espesos bosques y por abruptos senderos entre las montañas, los dos muchachos llegaron a una amplia explanada en la que Lyrboc detuvo su montura. Ante él se alzaban hileras de piedras gigantescas, bloques enormes que flanqueaban el camino por el que avanzaban, colocados en un prodigioso equilibrio sobre el terreno. Aunque no todas las rocas eran iguales, muchas superaban los tres metros de altura. Algunas estaban coronadas por otro bloque más pequeño, colocado horizontalmente sobre ellas. En un primer momento, Lyrboc pensó que estaban dispuestas de forma equidistante a ambos lados del camino, pero enseguida se dio cuenta de que había otras, reunidas en pequeños conjuntos circulares, algunas amontonadas, otras caídas, rotas en pedazos.
—¿Qué es esto? —balbuceó.
—La Senda de los Gigantes —contestó Rihlvia, disfrutando tanto del panorama como de la incredulidad que mostraba el semblante de Lyrboc ante todo cuanto veía. La misma que ella había sentido al ver por primera vez aquel lugar, años atrás.
—Hay cientos de piedras —murmuró el chico, mirando a uno y otro lado.
La explanada ocupaba una gran extensión de terreno; habían llegado a ella desde el norte; al este y al oeste surgían, a lo lejos, dos montañas que parecían cortadas a pico, y al sur la planicie continuaba en un declive apenas perceptible.
—Miles, creo yo.
—Pero… ¿quién las ha puesto aquí? ¿Quién ha podido mover rocas tan grandes?
—Por eso llaman así a este lugar. Solo los gigantes pueden haber movido rocas de ese tamaño.
Lyrboc chasqueó la lengua.
—¡Gigantes! Los gigantes solo son…
—¿Lo mismo que la Hermandad Oscura? —repuso Rihlvia con ironía.
El muchacho refunfuñó y tiró de las riendas de Brisa para que girase en círculo mientras él miraba estupefacto las rocas que lo rodeaban.
No creía en gigantes. Su padre le había dicho que eran, al igual que los duendes y las hadas y al contrario que los dragones, criaturas de cuento. Criaturas imaginarias. Pero si no era cosa de gigantes, ¿cómo podía explicarse lo que le mostraban sus ojos? ¿Qué extraños artilugios mecánicos habían sido necesarios para que unos hombres movieran semejantes monolitos?
—¿Qué significado tienen?
—No lo sé. Nadie lo sabe.
—Pero deben tener algún significado —insistió Lyrboc—. Quienquiera que las haya puesto aquí, no puede haberlo hecho simplemente porque sí. Quieren decir algo. Son demasiadas, y supondría un esfuerzo inimaginable traerlas y colocarlas.
—Mi madre las llamó «lágrimas de los dioses».
Lyrboc sintió que le faltaba el aliento. Era cierto. La forma de las rocas recordaba la de las lágrimas. O la de las gotas de rocío. Pero en su fuero interno estaba convencido de que escondían un significado oculto.
—¿Qué hay ahí delante?
—El lago. Desde aquí, las piedras parecen marcar el camino hacia la orilla norte. ¡Vamos! —exclamó, y espoleó a Lux para que partiera al galope. Lyrboc hizo lo mismo con Brisa y siguió a Rihlvia, que guio a su caballo fuera del sendero y zigzagueó entre los monolitos, girando el cuello cada pocos metros para ver si su amigo le daba alcance—. ¡No podrás ganarme!
—Hablas demasiado —le gritó Lyrboc, y le dio un par de fuertes palmadas a Brisa para que fuera más rápido, pero cuando dejó atrás uno de los conjuntos de rocas que más parecían haber sufrido el paso del tiempo (algunas de las que lo formaban estaban caídas y rotas, y las demás no daban la impresión de poder aguantar mucho más en posición vertical), tiró bruscamente de las riendas para detenerse. Ya tenían delante mismo, a no más de cincuenta metros, la superficie azul oscuro del lago, que despedía destellos brillantes al recibir la luz directa del sol; sin embargo, lo que le impactó fue lo que había más allá, en el extremo opuesto—. ¡¿Qué…?!
No consiguió terminar la frase. La imagen que tenía ante sí era tan hermosa, tan arrebatadora, que no podía encontrar palabras adecuadas. Si donde ellos estaban la llamada Senda de los Gigantes se transformaba en una playa de pedregal y arena oscura, más allá lo que había era la pared vertical y cubierta de vegetación de un acantilado, que culminaba en un risco de una altura tal que sucima quedaba parcialmente oculta por nubes algodonosas. No obstante, sí podía apreciarse el muro almenadoe inmaculadamente blanco de un palacio y diversas torres de tejados rojos que parecían estar suspendidas en el vacío.
Al percatarse de lo que había captado la atención de Lyrboc, Rihlvia regresó junto a él. Tenía el rostro encendido por la emoción y el esfuerzo de la carrera.
—¡Te lo dije! ¿Recuerdas? —casi gritó—. ¿Verdad que es precioso?
—¿Qué es?
—El palacio de los duques de Lauq Rhun. Son los dueños de todas estas tierras.
—Es… —murmuró el muchacho, otra vez falto de palabras.
—Increíble, lo sé.
El viento que soplaba en lo alto arrastraba consigo las nubes, que pese a ser pocas parecían tener vida propia y querer concentrarse en torno al palacio. Se enganchaban a las torres y se deshilachaban al ser empujadas por las corrientes de aire, dejando a la vista nuevos trozos del palacio y tapando otros. Lyrboc no sabía decir cuánto tiempo llevaba mirando, cuando de repente quedó visible la mayor torre de todas, una que surgía en el mismo centro del palacio y ascendía hacia el cielo. Ascendía… y ascendía… como si pretendiera desafiar a los dioses. Jamás había visto una torre de semejante altura.
—¿La ves? Desde allí arriba puede contemplarse el mundo entero, o eso dicen. La construyeron para vigilar todas estas montañas, pero la hicieron tan alta que se puede vigilar cualquier rincón del mundo.
Lyrboc supuso que eran simples habladurías, que por mucho que se dijera no podía existir un lugar desde el quese divisara el mundo entero. Sin embargo, en el interior de su pecho aún infantil se encendió la llama de la esperanza: ¿y si fuera posible ver desde allí La Ciudadela de Olkrann? ¿Y si pudiera ver a sus padres? Meneó la cabeza para deshacerse de aquella idea, que se le antojaba absurda.
—El duque pertenece a uno de los linajes más antiguos que se conocen —comentó Rihlvia, ajena a sus pensamientos—. Y también uno de los más ricos. Hay quien dice que uno de sus antepasados encontró el tesoro de Wolrhun.
Lyrboc se volvió a mirarla. Aquella historia le sonaba, ya había oído hablar antes de aquel tesoro, pero ¿dónde? Su entrecejo se arrugó mientras se esforzaba en recordar, y Rihlvia, al verlo tan concentrado, no pudo evitar reírse.
—¿Qué haces?
—Alguien me habló de ese tesoro, pero no puedo acordarme de… ¡La Hermandad! —exclamó de pronto—. ¡Fueron ellos! Terbol, creo, o puede que Brandul. Me dijeron que ese tesoro, el del reino de Wolrhun, estaba escondido bajo el Lago de Lehm.
—Eso dice la leyenda, sí —corroboró Rihlvia—. Pero resulta que si consultas cualquier mapa del reino, no encontrarás ningún lago con ese nombre.
Lyrboc la miró sin comprender.
—¿Se ha secado? —le preguntó, pues había oído decir que en ocasiones ocurría eso con los lagos pequeños.
—No. El Lago de Lehm es este que tenemos delante, no ha desaparecido, simplemente le han cambiado el nombre. El abuelo del actual duque de Lauq Rhun decidió llamarlo Lago de la Luna Oscura. Parece que visto desde arriba, desde el palacio, el lago tiene forma precisamente de media luna, y el agua es muy oscura, ya lo ves. Es por ese cambio de nombre por lo que muchos creen que aquel viejo duque había encontrado el tesoro. Su esperanza era que con el tiempo nadie recordase las habladurías de que todo ese oro estaba escondido bajo este lago. A fin de cuentas, nadie sabe si la leyenda es cierta, ni tampoco si, en caso de serlo, es verdad que el duque lo encontró.
—Pero apuesto a que a los reyes de Wolrhun no les agradó oír eso.
Rihlvia negó con la cabeza.
—¿Conoces la historia del tesoro?
—No, lo único que he oído es que se contaba que estaba bajo el lago. Antes de eso, ni siquiera sabía que existiera. —Al trote habían llegado hasta la orilla. Rihlvia desmontó y se descalzó para meter los pies en el agua y comprobar la temperatura—. ¿Cómo está? —le preguntó Lyrboc, y se apresuró a imitarla, sujetando por las riendas a Brisa.
—Fría —respondió la muchacha con una risita, cuando Lyrboc ya lo había comprobado en sus propias carnes.
Algunas de las rocas de la Senda de los Gigantes se adentraban en el agua formando un pequeño semicírculo. El paisaje, con aquellas piedras enormes, el lago de agua oscura, los vertiginosos acantilados a derecha e izquierda y, rematándolo todo, el palacio que en aquel preciso instante parecía flotar sobre las nubes, resultaba sobrecogedor. Ninguno de los dos podía dejar de mirar a su alrededor, admirando cada nuevo detalle que descubrían.
—Cuéntamela —le pidió Lyrboc. Rihlvia lo miró con gesto de incomprensión—. La historia del tesoro —aclaró el chico.
—De acuerdo. Te la cuento mientras comemos algo: ¿no tienes hambre?
Salió del agua y buscó donde sentarse. Luego cogió una de las bolsas de tela que llevaban y sacó una hogaza de pan, un par de trozos de queso y un frasco de miel.
—Antes de que empieces, ¿cómo es que tú conoces la historia, siendo de Nemeghram?
—Recuerda que solo nací en Nemeghram; soy más de aquí que de allí… La familia real de Wolrhun y la familia de los duques de Lauq Rhun se repudian desde hace generaciones, pero, al mismo tiempo, siempre se han necesitado para conservar su respectivo poder. Digamos que Fanha probablemente no sería reina de no haber contado con el apoyo del duque, y este, aunque su título es de duque, ejerce más bien de rey en sus dominios. Fanha le deja hacer a su antojo y nunca interviene en los asuntos del duque. En las Montañas Verdes y en el Lago de la Luna Oscura no hay más ley que la del duque de Lauq Rhun. Que yo sepa, la reina Fanha nunca se ha acercado por aquí, ni tampoco lo hicieron su padre ni su abuelo. El duque actual y sus más inmediatos antepasados se han conformado con mantener sus territorios intactos casi como un reino independiente dentro de Wolrhun, pero no siempre fue así. Me contaron que en una ocasión, hace varios siglos, el entonces duque deLauq Rhun quiso apropiarse del trono y la corona de Wolrhun.
—Guerra —musitó Lyrboc—. Hubo una guerra, como en Olkrann.
—No exactamente —repuso Rihlvia—. No llegó a haber batalla alguna, aunque sí estuvo a punto. Una noche desapareció el tesoro de Wolrhun, que se guardaba en una cámara del palacio real en Namo Rhun; dicen que consistía en varios arcones llenos de monedas de oro y joyas. Y desapareció también la corona dorada que hasta entonces siempre había lucido el rey sobre su cabeza, y una lanza bañada en oro con la que, según la leyenda, Klaëm había dado muerte a un león del desierto. Todo desapareció como por arte de magia, sin que nadie viera a los ladrones.
—¿Y por qué entonces el rey sospechó del duque?
—Porque en aquellos tiempos el duque de Lauq Rhun tenía a su servicio a Nagraem, una especie de hechicero sobre el que corrían todo tipo de rumores, desde que era capaz de respirar bajo el agua o caminar por encima del fuego hasta…
Rihlvia alargó la pausa exageradamente. Resultaba obvio que no solo disfrutaba escuchando historias, sino también contándolas ella misma.
—¿Hasta… qué? —se impacientó Lyrboc.
—Hasta que dominaba el arte de amaestrar dragones.
Lyrboc no se dio cuenta de que sus ojos estaban tan abiertos como su propia boca. Sabía que antiguamente los dragones habían poblado el mundo, y que en algunas épocas habían sido muy numerosos, pero nunca había oído decir que ningún hombre los hubiera domesticado. Lo único que él había escuchado eran historias sobre el terror que los dragones despertaban en los hombres, no que hubieran llegado a convivir en armonía.
Rihlvia se echó a reír con tanta fuerza que pareció que se le fuera a romper la garganta.
—¡Qué cara has puesto! —exclamó entre carcajadas—. Aunque supongo que yo puse una muy parecida la primera vez que oí esta historia.
—Es mentira, ¿verdad? Es imposible que nadie…
—Es lo que dicen —comentó Rihlvia, repentinamente seria otra vez—. Y lo he oído contar más de una vez y más de dos. Que aquel hombre, Nagraem, conocía el lenguaje secreto de los dragones y tenía a un par de ellos bajo su tutela, porque los había recogido cuando eran crías y les había enseñado a obedecer sus órdenes, como otros hacen con los perros, con los caballos, con los cuervos o incluso con las águilas.
—Sigue —le pidió Lyrboc.
—Al rey le habían llegado noticias de la existencia de Nagraem y de la presencia de un par de dragones en el palacio de Lauq Rhun. Mandó que se montara vigilancia por si los dragones salían de las tierras del duque, pero daba la impresión de que nunca lo hacían… Hasta el día en que todo su tesoro fue robado. Como te he dicho antes, en el palacio real de Wolrhun nadie vio a quien se llevó el tesoro, pero muchos afirmaron haber visto un par de dragones sobrevolando el lugar.
—Y el rey pensó que el duque, o su hechicero, habían enviado a los dragones para robar el tesoro.
—Eso es. Así que mandó a todo su ejército hacia aquí para recuperarlo.
—Especialmente la corona, supongo.
—Claro, era la corona que habían llevado todos sus antepasados…
—Pero dices que no llegaron a luchar.
—No. El ejército real y el del duque se encontraron frente a frente, no muy lejos de aquí, pero antes de entrar en combate el duque claudicó, le dio su palabra al rey de que continuaba estando bajo sus órdenes y le ofreció la posibilidad de registrar todo su palacio, de arriba abajo. El monarca y sus hombres lo hicieron, aunque no encontraron nada. Sin embargo, no quedó satisfecho con eso. Temía que el tesoro estuviera escondido, y que si retiraba a su ejército, tarde o temprano el duque podría intentar comprar los servicios de miles de mercenarios y arrebatarle el trono. Además, temía a los dragones de Nagraem, que durante todo el tiempo que el rey permaneció en el palacio del duque volaron en círculos más allá de las nubes, como aves carroñeras que hubieran visto a un moribundo. Y tenía miedo también del propio hechicero, pues le parecía más sabio y poderoso que cualquier otro que hubiera conocido. Así que le exigió al duque un sacrificio.
—¿Cuál?
—El rey habló a solas con el duque y luego este le comunicó a Nagraem la orden del soberano: los dragones debían marcharse del reino y no volver.
—¿Y el hechicero lo permitió?
—Sí. Tal vez confiaba en poder reunirse con ellos más tarde, o puede que tuviera miedo de no obedecer al rey. Los llamó en su extraño lenguaje y los dos dragones descendieron hacia él, pero cuando estaban lo suficientemente cerca, en todas las torres del palacio aparecieron decenas de arqueros que los hirieron mortalmente con flechas envenenadas. —Lyrboc estaba otra vez boquiabierto, pero ahora Rihlvia no se rio; ella misma estaba completamente absorta en su relato. Sus palabras despertaban en la imaginación de ambos la escena de los arqueros y los dos dragones sorprendidos a traición—. Uno se desplomó en el patio de palacio, casi a los pies de Nagraem, que no podía creer lo que veía y fue incapaz de reaccionar; el otro aleteó para tratar de huir, pero cayó por el precipicio y su cuerpo se hundió en el lago. El hechicero se giró, con la cara descompuesta, hacia el duque y hacia el rey, pero antes de que pudiera hacer nada, varios soldados lo apresaron. El sacrificio que el rey había exigido era doble: quería eliminar a los dragones y a Nagraem. Solo así aceptaría las disculpas del duque. Este, por razones que quizá solo él sabía, le siguió el juego.
—Seguramente pensó que merecía la pena sacrificar a su siervo con tal de conservar su poder sobre sus territorios —apuntó Lyrboc.
—O simplemente quería ganar tiempo si en realidad era él quien había ordenado robar el tesoro. Supongo que nunca podremos conocer las verdaderas razones que lo llevaron a hacer lo que hizo. El rey no quiso perder el menor tiempo en dar muerte a Nagraem, pues, como hechicero que era, no había celda ni mazmorra en la que pudiera ser encerrado por mucho tiempo. Dio la orden de que le cortasen la cabeza allí mismo.
»La primera vez que oí esta historia, terminaba en este punto, con la muerte de Nagraem. Pero el segundo hombre al que escuché contarla añadió que el hechicero tuvo tiempo de proferir a gritos una maldición. Dijo que ningún rey de Wolrhun volvería a lucir sobre su cabeza la verdadera corona, que nadie recuperaría el tesoro, y que siacaso alguien lo encontraba, los dragones regresarían desde los confines de la tierra para destruir el reino de Wolrhun.
—Al rey se le debió de helar la sangre en las venas.
—¿Y qué me dices del duque? Imagina que fuera él quien orquestó el robo del tesoro y que sabía dónde estaba escondido: ¿iba a atreverse a recuperarlo después de escuchar la maldición del hechicero? Él conocía a Nagraem, sabía de lo que era capaz. Seguro que todas sus esperanzas se vinieron abajo de golpe al oír aquello.
—Eso si era culpable del robo.
Rihlvia asintió.
—Puede que realmente fuera inocente, sí.
—¿Tú qué opinas? —la interrogó Lyrboc.
—Yo pienso que el robo del tesoro fue cosa de Nagraem —contestó Rihlvia—. Pero que el duque le pidió que lo hiciera.
—¿Y realmente crees que las amenazas de alguien que sabe que va a morir pudieron atemorizar al duque hasta el punto de dejar que el tesoro permaneciera escondido para siempre?
—No eran las amenazas de cualquiera, recuerda, sino de un poderoso hechicero, y no consistían en que se le pondría el pelo verde o le saldría un sarpullido, sino en la llegada de los dragones y la aniquilación total del reino. ¿Para qué esforzarse en adueñarse del trono si su reino sería destruido poco después? Era mejor olvidarse de sus sueños de grandeza y conformarse con retener su título de duque.
Lyrboc consideró aquella posibilidad.
—Puede que tengas razón.
—De todas maneras, existe otra alternativa.
—¿Y cuál es?
—Que al enterarse de que el ejército del rey se dirigía hacia su palacio, el duque le pidiera a Nagraem que ocultara el tesoro y este no tuviera después ocasión de decirle dónde lo había escondido. O desconfiara de él y le diera una localización falsa.
—Esa opción me gusta más. Me parece más creíble.
—Sí, por eso siempre ha habido muchas habladurías que aseguraban que se encuentra en el fondo del lago, o en una caverna debajo de él, o enterrado entre las raíces de una encina milenaria que Nagraem protegió con un hechizo, o en cientos de lugares distintos. Ningún rey de Wolrhun ni ningún duque de Lauq Rhun lo han buscado desde que el hechicero pronunció la maldición, al menos oficialmente, pero sí ha habido muchos que lo han buscado para su propio beneficio.
—Gente que no da crédito a las maldiciones.
—Y a la que no le importa demasiado si todo este reino es arrasado por dragones enfurecidos.
—Entonces, ¿la reina Fanha no lleva corona?
—Sí lleva, por supuesto. Pero es una burda imitación de la original.
—Una corona al fin y al cabo.
—Dicen que la reina daría lo que fuera por recuperar la verdadera, la que usaron sus antepasados más antiguos. Si pudiera estar segura de que al hacerlo el cielo no fuera a llenarse de dragones que escupieran fuego sobre su reino, claro.
—Es una buena historia, Rihlvia.
—Aunque no crees que sea cierta, ¿no?
Lyrboc no contestó. Se echó hacia atrás y se recostó sobre la arena. Alzó la mirada y durante un momento fantaseó con la imagen de un par de dragones revoloteando en torno a las torres del palacio. Le hubiese gustado creer que aquella historia era cierta, pero resultaba muy difícil. Cuando giró el cuello para volver a mirar a Rihlvia, esta se había puesto en pie y se estaba desvistiendo.
—¿Qué haces?
—No he venido hasta aquí para quedarme mirando el agua. ¿Tú sí?
Sin darle tiempo a que respondiera, una vez se quedó solo con el camisón interior, Rihlvia echó a correr hacia el agua y, tras unas cuantas zancadas, cuando le cubría por la cintura, se zambulló y desapareció bajo la superficie para reaparecer varios metros más allá.
—Está loca —dijo Lyrboc para sí mismo, aunque inmediatamente empezó también él a quitarse la ropa. No pensaba dejar que aquella locura la hiciera ella sola.
A pesar de que el sol brillaba con fuerza en lo alto, el agua estaba tan fría que el primer contacto dolía, como si millares de diminutas agujas le perforasen la piel. Con el movimiento continuo, no obstante, enseguida su cuerpo se acostumbró al cambio de temperatura. Se lanzó en una persecución a nado de su amiga, pero ella tenía mayor soltura, y cuando creía que la iba a alcanzar, se sumergía y lo esquivaba buceando.
El juego duró un buen rato, hasta que Lyrboc decidió perseguirla también bajo el agua. El lago era tan oscuro que Rihlvia no podía verlo a menos que también ella se sumergiese y siempre que no hubiera más de dos metros entre ambos. Finalmente, Lyrboc la sujetó por un tobillo y tiró de ella hacia abajo. Luego emergieron y estallaron en carcajadas, tan juntos que sus cuerpos se rozaban bajo el agua. Lyrboc la miró y dejó de reírse. Teniéndola tan cerca, tan próxima, percibió su temblor y notó que en su pecho su corazón latía como un corcel desbocado. Justo en ese momento, Rihlvia le propinó un empujón y se apartó de él.
—Quien llegue antes a la orilla gana —gritó.
Sin embargo, el muchacho no se movió. Sin darse cuenta, con el juego se habían alejado bastante del punto donde habían estado almorzando. Rihlvia se percató de que Lyrboc no la seguía y se detuvo.
—¿Qué pasa?
El chico se limitó a hacer una mueca de desinterés mientras se giraba para mirar el risco sobre el que se hallaba el palacio de los duques de Lauq Rhun y después miraba hacia abajo, aunque la oscuridad impenetrable del agua no le permitía ver ni tan siquiera sus pies.
Rihlvia regresó braceando hacia él.
—¿Qué?
—Acabo de caer en la cuenta de que, si la historia que me has contado es cierta, puede que ahora mismo estemos nadando por encima del esqueleto del dragón que cayó al lago herido de muerte.
Rihlvia miró hacia abajo y sintió que todo su cuerpo se estremecía.
—O por encima del tesoro de Wolrhun. Si el agua no fuese tan oscura, tal vez veríamos todo ese oro brillando allí abajo.
—Sí. ¿Y sabes otra cosa? —dijo Lyrboc.
—¿Qué?
—Que el primero que llegue a la orilla gana —respondió, y comenzó a nadar con todas sus fuerzas.
Rihlvia intentó darle alcance, pero no lo logró. Lyrboc ganó la carrera por apenas un par de segundos de ventaja. Luego los dos se tumbaron boca arriba sobre la arena, con los pies aún bañados por el agua, respirando entrecortadamente.
—Tramposo —protestó ella medio en broma.
—Solo te he pagado con tu misma moneda. No te quejes por que te haya ganado con tus propias jugarretas. ¿Cuál es mi premio?
—Otro trozo de queso. Sírvete tú mismo.
Allí tumbados, con los ojos cerrados, Lyrboc hizo una pregunta cuya respuesta llevaba mucho tiempo deseando saber:
—¿Quién hirió a tu madre, Rihlvia?
—¿Qué?
—La cicatriz que tiene en la cara…, ¿quién se la hizo? —Abrió los ojos y miró a su amiga, que también los había abierto, pero ella no le miraba a él, sino al cielo. Aunque lo más probable era que en ese momento estuviese viendo el rostro hermoso de su madre, cruzado por aquella horrible cicatriz.
—Fue mi padre —respondió en voz baja, tras unos segundos—. Mi madre no quería decírmelo… Se lo pregunté un montón de veces, pero siempre me contestaba que era cosa del pasado, que ya no tenía importancia… Hasta que un día no le pregunté quién se lo había hecho, sino si había sido mi padre, si por eso nos habíamos marchado de Nemeghram. Y se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo que sí.
Hubo un momento de silencio: Lyrboc no quiso preguntar nada más porque intuía que Rihlvia no querría seguir profundizando en el tema, aunque fue ella la que continuó hablando poco después.
—Mi padre no soportaba que otros hombres alabasen la belleza de mi madre, era muy celoso y tenía miedo de que alguno pretendiese conquistarla. Bebía mucho y perdía la cabeza. Un día se emborrachó y la golpeó, aunque ella ya estaba embarazada de mí… Luego cogió el puñal y le rajó la cara para que nadie volviera a fijarse en su belleza. —Rihlvia interrumpió su relato para concentrarse en contener las lágrimas que pugnaban por salir—. Ese día mi madre decidió marcharse, pero le faltaban solo unas semanas para dar a luz y esperó a que yo naciera. ¿Entiendes ahora lo que te he dicho alguna vez sobre tu padre, Lyrboc? Tú lo conociste y tienes buenos recuerdos de él. Yo nunca conocí al mío…, y lo que sé de él no me gusta.
Lyrboc, arrepentido por haber hecho la pregunta, buscó una de las manos de su amiga y la apretó con ternura.
A la hora de secar su ropa interior les sobrevino un sentimiento de timidez en el que ninguno de los dos se había parado a pensar hasta entonces. De pronto se dieron cuenta de que ya no eran dos niños pequeños, y no querían desnudarse por completo delante del otro. No hicieron falta palabras para llegar al acuerdo tácito de colocarse cada uno en un lado de una de las rocas gigantes. Se despojaron de las prendas mojadas y se vistieron con las otras; luego colocaron la ropa interior extendida sobre unas piedras con la esperanza de que el sol no tardase en secarla.
A medida que avanzaba el día, Lyrboc se sentía más intranquilo. Intentó no dejarse dominar por aquel creciente estado de nervios, pero le resultó imposible, pues tenía enfrente mismo la razón de todo ello. El cabello mojado de Rihlvia enmarcando su rostro ovalado; su preciosa sonrisa, que no hacía otra cosa que aparecer una y mil veces en sus labios, a cada instante; sus ojos turbios que por momentos parecían querer teñirse del azul oscuro del lago… Se sorprendió a sí mismo diciendo incoherencias en más de una ocasión, dejando frases a medias y contestando con monosílabos a las preguntas que Rihlvia le hacía.
Comieron bien pasado ya el mediodía y se tumbaron sobre un manto de hierba a la sombra de una roca para descansar y dejar que Brisa y Lux repusieran fuerzas antes de emprender el camino de vuelta. La siesta, en lugar de calmar a Lyrboc, lo alteró todavía más. Cerró los ojos, pero la respiración acompasada de Rihlvia sonaba cerca, demasiado cerca, se confundía con la suya… Después ocurrió. Lyrboc se dejó llevar por un impulso, creyó que sería imperdonable perder una oportunidad como aquella, que el día había sido magnífico y que no había mejor forma de marcarlo en su recuerdo que con el que sería su primer beso. Llevaba desde antes de comer reuniendo ánimos. Ya había estado a punto de hacerlo en un par de ocasiones, e incluso había pensado que Rihlvia lo invitaba con la mirada a dárselo, pero le había faltado el valor. Hasta que por fin se decidió.
La sujetó por los hombros y la atrajo hacia él. Rihlvia no reaccionó, lo que a Lyrboc le hizo pensar que llevaba rato esperando a que diera el paso. La besó en los labios…, pero entonces Rihlvia se apartó, pálida, y retrocedió unos pasos, negando con la cabeza. Lyrboc solo acertó a murmurar su nombre: «Rihlvia… Rihlvia…».
Ella parecía profundamente asustada y Lyrboc lamentó con toda su alma lo que acababa de hacer.
—Rihlvia…
Pero ella no le escuchaba. Se dio la vuelta y echó a correr hacia Lux, montó y la espoleó para partir al galope.
Lyrboc se quedó contemplándola con los pies clavados en el suelo, arrepentido y sin saber cómo reaccionar. Estaba seguro de que incluso los habitantes del palacio de los duques de Lauq Rhun, allá en lo alto, podían escuchar cómo su corazón se partía en miles de pedazos. Fue Brisa, al acercársele y mirarlo como si estuviera invitándolo a montar, la que lo hizo salir de su ensimismamiento. Recogió a toda prisa las bolsas en las que habían llevado la comida y metió en ellas la ropa interior, montó y dio comienzo a la persecución.
Gritó varias veces llamando a Rihlvia, pero ni siquiera podía verla. Lux y ella se habían alejado tanto que su voz se quedaba a mitad de camino. Pasó entonces a gritarle a su montura, animándola a galopar más deprisa.
Minutos después empezó a temer que Rihlvia hubiera cogido una dirección diferente, pues a pesar de la velocidad con la que avanzaba a lomos de Brisa, en ningún momento había conseguido distinguir la figura de la chica en la lejanía.
Algo más tarde decidió aflojar la marcha y darse por vencido. El caballo no tenía la culpa de lo que había ocurrido y no quería extenuarlo. Lo hizo detenerse junto a un riachuelo que se internaba en un bosquecillo de coníferas y le permitió beber antes de continuar, ya al trote, intentando convencerse a sí mismo de que resultaría más sencillo hablar con Rihlvia cuando se hubiera calmado. Se adentró en la arboleda siguiendo el curso del riachuelo y luego lo vadeó para seguir hacia el norte. Confiaba en ser capaz de encontrar el camino de regreso a Tae Rhun sin dificultad, aunque nunca hasta entonces había necesitado hacerlo; siempre, desde que se había instalado en la posada, si había salido de la ciudad lo había hecho con Rihlvia o con Cerrÿn.
Avanzaba por un sendero apenas visible entre la vegetación. De tanto en tanto se distinguían los trazos dejados en la tierra por las ruedas de algún carromato, pero empezaba a dudar que fuera por allí por donde habían pasado aquella mañana. Del bosque brotaban todo tipo de sonidos: el viento entre las ramas, el aleteo inesperado de algún ave, crujidos de origen insospechado, un lamento distante pero amenazador.
Llevaba consigo una pequeña espada, regalo de Cerrÿn, pero no podía evitar sentirse inquieto. Miraba a su alrededor constantemente, descubriendo sombras siniestras que tras una segunda mirada resultaban ser simples productos de la luz de la tarde al colarse por los espacios libres que había entre las copas de los árboles.
Al doblar un recodo se encontró de repente ante Lux, parado en mitad del sendero, con el cuello estirado hacia el suelo. Al principio solo vio al caballo, pero enseguida se dio cuenta de que tras él había algo más.
—¡Rihlvia! —exclamó, aunque no obtuvo respuesta. Lux levantó la cabeza y los miró. Al acercarse, Lyrboc vio que el cuerpo menudo de su amiga estaba tumbado boca arriba en el suelo y que a su lado había alguien, de rodillas y encorvado sobre ella. Sintió un escalofrío—. ¡Ehh! —chilló, pero, fuera quien fuera, no se movió. La figura, envuelta en un manto sucio y raído, parecía muy grande, pese a su postura. Una capucha le ocultaba la cabeza. En realidad, de su cuerpo solo resultaban visibles las manos, colocadas las dos sobre la frente de Rihlvia. Sin duda, debía de haber oído la llegada de Lyrboc, pero no hizo el menor movimiento—. ¿Qué ha pasado? —preguntó el muchacho, asustado al ver a Rihlvia tan quieta—. ¿Qué estás haciendo? —Como el otro parecía ignorarlo, desmontó enrabietado y desenvainó la espada—. ¡Te estoy hablando! —gritó, desafiante—. ¡¿Qué haces?!
El desconocido continuó en la misma posición, sin moverse ni dar muestras de haberlo escuchado, por lo que el chico avanzó hasta él y colocó el filo del arma delante mismo de su rostro. El otro siguió impasible. Lyrboc vio que sus dedos estaban manchados de la sangre que manaba de una brecha en la frente de Rihlvia.
—¿Es amiga tuya? —inquirió de pronto una voz.
Lyrboc buscó su origen y descubrió otra figura, a apenas un par de metros de distancia, apoyada en el tronco de un árbol, con los brazos cruzados delante del pecho. Llevaba encima un manto de similar aspecto al otro, pero se había quitado la capucha, dejando a la vista un rostro juvenil aunque adornado con una barba algo descuidada y una melena morena que le llegaba hasta los hombros. Llevaba una espada al cinto, pero no parecía querer empuñarla, como si se sintiera dueño de la situación.
—Sí —respondió Lyrboc.
—Pues no interrumpas a mi hermano.
Pese a que Lyrboc aún dudó unos instantes, acabó por bajar la espada, aunque no la devolvió a su vaina.
—¿Qué ha ocurrido?
—La niña se asustó al vernos. O su caballo, más bien. Yal caer se golpeó con una de esas piedras.
Lyrboc miró las rocas diseminadas a su alrededor y localizó una con una gran mancha de sangre.
—¿Y qué está haciendo él?
—Salvarla.
—¿Salvarla? ¿Cómo?
Lo único que Lyrboc veía hacer al desconocido era apretar las palmas de sus manos contra la herida abierta en la cabeza de Rihlvia. Se agachó junto a él y contempló su rostro en las profundidades de la capucha. Su expresión era de concentración. Se notaba una clara semejanza con el del otro, pero las facciones de este parecían de algún modo distorsionadas, y el tamaño de su cuerpo, juzgando a simple vista y pese a que estaba agachado, debía casi de doblar al de su hermano.
Lyrboc se volvió otra vez hacia el que estaba de pie.
—Explícamelo, por favor. ¿Qué hace?
El de la barba carraspeó y se inclinó a su lado. Daba la impresión de que la escena, pese a su dramatismo, no lo afectaba lo más mínimo. Probablemente había vivido ya muchas escenas parecidas.
—Verás, mi hermano está tan concentrado que ni siquiera sabe que tú estás aquí. Tampoco le importa que yo esté, aunque eso sí lo sabe. No nos oye, no escucha nada de lo que decimos. Puedes insultarle, que no le molestará. Yo a veces lo he hecho —dijo con una sonrisa pícara—. Lo único que en este momento le interesa es tu amiga.
—Pero ¿cómo pretende curarla?
—Las manos de mi hermano son especiales, digámoslo así. —Siguió la dirección de la mirada de Lyrboc y se rio—. No es que sean bonitas, no he dicho eso, pero son especiales. Puede hacer cosas con ellas. No me preguntes por qué. Puede curar a la gente si él quiere. La herida que se ha hecho tu amiga es grande, ha tenido la mala fortuna de caer justo encima de una piedra.
—No está muerta, ¿verdad?
—No, no lo está. Pero si mi hermano no le corta la hemorragia, entonces sí podría morir. Y te garantizo que el dolor de cabeza le durará varios días, aunque mejor un dolor de cabeza, por molesto que sea, que convertirse en un festín para los gusanos, ¿no crees?
Lyrboc se quedó en silencio. De manera inesperada se encontraba a sí mismo dependiendo de aquellos dos desconocidos. El sentimiento de culpabilidad lo dominaba por completo. Si no hubiera sido tan estúpido de darle aquel beso, ella no habría huido tan apresuradamente y no estaría ahora allí tendida, inconsciente y más muerta que viva.
—Lo siento. Te pido disculpas —dijo—. Pensé que erais ladrones.
El barbudo arqueó una ceja.
—Yo no he dicho que no lo seamos.
Lyrboc giró el cuello para mirarlo, pero el otro levantó las manos con las palmas abiertas y sonrió.
—Era una broma. No somos ladrones. Pero, de todos modos, no pienses que ladrón y asesino es lo mismo. He conocido a unos cuantos ladrones que son personas encantadoras. La aparición de tu amiga nos ha cogido por sorpresa. Surgió entre los árboles a una velocidad endiablada, ¿a qué jugabais?
En ese momento, su hermano emitió un largo y ronco gruñido que terminó convertido en un suspiro. Parpadeóy, poco a poco, sus ojos parecieron enfocarse. Apartó las manos y las retiró de la cabeza de Rihlvia, donde se apreciaba un gran corte y un hematoma que cubría casi toda la frente. Lo que atrajo la atención de Lyrboc fue que el corte estaba cerrado y la sangre que lo bordeaba estabaseca.
—¿Cómo diablos lo has hecho?
—Déjalo. Necesitará varios minutos para reponerse. —Como si obedeciera a su hermano, el grandullón se dejó caer hacia atrás con un resoplido. Las palmas de sus manos estaban impregnadas de sangre—. Él no sabe cómo lo hace, solamente sabe que puede hacerlo.
—¿Es un brujo?
El otro refunfuñó.
—Al final tendré que enfadarme contigo: primero nos llamas ladrones y luego, brujos: ¿has pensado ya qué insulto vendrá después?
—Solo un brujo podría hacer lo que tu hermano ha hecho.
—Si tú lo dices…
—¿Ahora ella está bien?
—Lo estará cuando despierte —intervino por fin el grandullón, cuya voz sonaba agotada, exhausta.
—¿Puedes explicarme qué has hecho exactamente? —le preguntó Lyrboc.
—Ya te ha dicho mi hermano que no lo sé. Mis manos curan, siempre lo han hecho, punto.
—¿Adónde os dirigís? —inquirió el otro con la clara intención de cambiar de tema.
—A Tae Rhun.
—¿Vivís allí?
—Sí. ¿Y vosotros?
El barbudo abrió los brazos en un gesto que parecía querer abarcar todo lo que los rodeaba.
—Somos ladrones, brujos y reyes de este bosque —contestó con tono burlón.
—No tengo dinero, ¿cómo puedo agradeceros lo que habéis hecho? ¿Cómo puedo pagaros?
—¿De qué nos serviría tu dinero en este bosque? Vete tranquilo. Mi hermano hace este tipo de cosas y nunca pone precio.
Lyrboc tragó saliva.
—Entonces, quedo en deuda con vosotros. Os doy mi palabra. Si algún día puedo hacer algo por vosotros…
Los dos hermanos se miraron, entre perplejos y divertidos. Tenían delante a un crío que les hablaba como si fuera un hombre hecho y derecho.
—No lo olvidaremos, chico —dijo el barbudo, queriendo dar el tema por zanjado.
Al poco, Rihlvia comenzó a despertar. Lo hizo despacio, sin tomar conciencia de dónde se encontraba. El dolor de cabeza era insoportable, tanto que le impedía abrir los ojos por entero: solo podía separar los párpados ligeramente, apenas lo suficiente para que la luz cada vez más débil del atardecer penetrase en sus pupilas. Supo que no estaba en su habitación, pues la luz le llegaba teñida de verde y rojo, el color de las hojas que alcanzaba a ver por encima de ella. Abrió la boca, pero de ella únicamente salió un quejido.
Percibió una sombra que se inclinaba sobre ella.
—Rihlvia, ¿me oyes? —Aunque la voz la alcanzó desde muy lejos, reconoció a su dueño. Intentó decir su nombre, y de nuevo solo emitió un gemido—. ¿Rihlvia? —El grandullón volvió a acercarse y a colocar las manos en la posición inicial. Todo el cuerpo de la joven se estremeció—. ¡La estás asustando! —exclamó Lyrboc.
—La está curando —dijo el otro, y tiró de él para que dejase espacio a su hermano.
Rihlvia cerró otra vez los ojos y fue calmándose a medida que notaba una confortable sensación de calor creciendo en su interior. Cuando, minutos más tarde, los abrió por fin, su expresión era más distendida, ya que el dolor había menguado. Seguía estando allí, pero al menos era más llevadero.
—¿Qué…?
—Te has caído del caballo —le explicó Lyrboc—, aunque pronto estarás bien.
—Es preferible que no le hagas hablar —terció el grandullón al tiempo que se ponía en pie. Su hermano hizo lo mismo.
—Todavía os queda un buen trecho para llegar a Tae Rhun, así que será mejor que os vayáis cuanto antes. Llévala a ella contigo, para que no vuelva a caerse si se desvanece. ¿Podrás?
Lyrboc dijo que sí. Por muy incómodo que fuera, y por muy lento que resultase el viaje, no quedaba más remedio. Dentro de poco, Cerrÿn comenzaría a preguntarse dónde se habían metido.
Ató las riendas de Brisa a las de Lux y se volvió hacia los dos hermanos:
—¿Me ayudáis a levantarla?
El grandullón se bastó solo para coger el cuerpo de Rihlvia y alzarla hasta que pudo sentarse sobre el caballo. Lyrboc montó tras ella y la apoyó contra su pecho para que pudiera descansar.
—Me llamo Lyrboc —dijo—. Sé que ahora mismo no puedo hacer nada por vosotros, pero si algún día necesitáis mi ayuda, buscadme en la Posada de la Estrella, en Tae Rhun. —Los hermanos sonrieron—. Ya sé que ahora solo veis a un crío de doce años, pero seré un gran guerrero.
—De acuerdo, si algún día necesitamos a un guerrero, iremos a buscarte.
Aunque Lyrboc percibió claramente el tono entre divertido y burlón, ni pudo ni quiso enfadarse. Aquellos dos desconocidos acababan de salvar a Rihlvia y estaba en deuda con ellos.
—¿Cómo os llamáis?
—Yo me llamo Neft —respondió el de la barba—, y mi hermano, Rebber.
—Márchate ya, pronto caerá la noche —dijo el tal Rebber.
—Adiós. Y gracias una vez más —añadió, y espoleó al caballo y partió en un ligero trote.
Cuando, unos segundos más tarde, se volvió para mirar atrás, los dos hermanos habían desaparecido entre la maleza.
La noche se había extendido sobre las montañas y en Tae Rhun únicamente brillaban unas pocas luces cuando llegaron. Los huéspedes de la posada se habían retirado a dormir y Cerrÿn esperaba impaciente, vigilando a través de la ventana el camino por el que los muchachos debían aparecer. Rihlvia había dormitado durante todo el trayecto, más espabilada por momentos pero incapaz de hablar con sentido. Lo único que salía de su boca eran incoherencias y quejidos lastimeros. A Lyrboc le dolía la espalda y sentía los brazos agarrotados porque no había podido cambiar de postura al tener a Rihlvia apoyada contra él.
En cuanto los vio, Cerrÿn salió corriendo a recibirlos. Su cara mostraba su preocupación.
—¿Dónde os habíais metido? —gritó con voz de alarma—. ¿Y qué ha pasado?
Sin dar tiempo a que Lyrboc le respondiera, cogió en brazos el cuerpo de su hija y cargó con ella hacia el interior.
Lyrboc llevó a los caballos al establo y los abasteció de heno y alfalfa para que recobraran fuerzas. Luego regresó a la carrera al edificio principal.
Cerrÿn había llevado a Rihlvia a su dormitorio y la había acostado en la cama, y cuando el muchacho entró le estaba limpiando la sangre seca de la frente con un trapo húmedo.
—Explícame lo que estoy viendo, Lyrboc. ¿Qué es lo que ha ocurrido?
Lyrboc así lo hizo, sin guardarse nada, comenzando por el beso. Cerrÿn arqueó las cejas y se dio la vuelta para mirarlo un instante, pero no dijo nada. Esperó a que terminase sin interrumpirlo.
—Lo siento —dijo al fin el chico.
—Que se cayera no fue culpa tuya. Dices que se asustó al encontrarse con esos dos hombres.
—Pero si yo no la hubiera besado…
Cerrÿn hizo una mueca como para quitarle importancia.
—Te agradezco que seas tan sincero. Otros no habrían confesado que querían besar a la hija de quien les da techo y comida. ¿Qué he de hacer ahora contigo?
Lyrboc notó que palidecía y se le erizaba la piel. Temió que Cerrÿn, aunque la expresión de su rostro no lo transmitía, estuviera realmente enfadada por lo que había sucedido y no quisiera tenerlo más tiempo allí. De pronto, le asaltó el miedo a volver a quedarse solo, a volver a dormir a la intemperie, a tener que marcharse otra vez…
—Nunca más la besaré… —balbuceó—. Te lo prometo. —Delante de sus narices, Cerrÿn estalló en una carcajada—. ¿De qué te estás riendo?
—De tu cara de susto. Lyrboc, nunca hagas una promesa que ni quieres ni piensas cumplir. —El muchacho no pudo replicar. No tenía palabras—. Ve a tu cuarto. Yo pasaré la noche con Rihlvia, por si se despierta.
Lyrboc fue a la puerta, pero no salió. En vez de eso, se volvió y miró a su amiga, que yacía dormida en el lecho.
—Estará bien, ¿verdad? —preguntó.
Cerrÿn contempló a su hija y le acarició una mejilla con exquisito cuidado. Asintió.
—Ese hombre, sea quien sea, ha hecho un gran trabajo.
—¿Cómo puede haberlo hecho? ¿Cómo le ha cerrado la herida?
—Una vez, cuando era pequeña, oí hablar de una mujer cuyas manos también poseían ese poder. Curaba a la gente solo con tocarla, absorbía el mal que los afligía y era capaz de detener hemorragias y cicatrizar pequeñas heridas. La gente la temía y al mismo tiempo acudía a ella para pedirle ayuda. Ha sido una verdadera suerte que ese hombre tuviera el mismo poder.
Lyrboc asintió y se despidió murmurando «Buenas noches».
A la mañana siguiente, Rihlvia despertó con un fuerte dolor de cabeza, aunque tenía la mente despejada y hablaba con normalidad. Su ojo izquierdo, justo debajo de la herida, estaba enrojecido y le lloraba sin que pudiera evitarlo, pero, aparte de eso, su aspecto presentaba una clara mejoría. Su madre le sirvió una infusión de menta y la riñó por haber ido tan lejos sin haberle pedido permiso.
—No se te ocurra volver a hacerlo o te mantendré recluida en casa como a las princesas de los cuentos. —Luego le revolvió el cabello con cariño y la besó con cuidado en la frente—. Hoy no quiero que te levantes. Lyrboc se encargará de tus tareas en la taberna. Me ha contado lo que pasó.
Rihlvia se sonrojó y bajó los ojos para no ver la mirada de su madre.
—Está arrepentido. Me ha prometido que nunca volverá a besarte.
Las mejillas de Rihlvia parecieron a punto de prender.
—¿Te ha contado eso?
—Tendrías que haber visto su cara. Estaba asustado, pero aun así tuvo el valor de contármelo todo. Está desayunando abajo, le diré que venga a verte.
—No sé si quiero verle, mamá.
Cerrÿn frunció el ceño y acercó su rostro al de Rihlvia.
—¿Desde cuándo mi hija se ha convertido en una niña tonta? —replicó, y sin decir nada más, se levantó y salió de la habitación.
Diez minutos más tarde, Lyrboc llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio y Rihlvia le dio permiso para que entrase.
—¿Cómo estás?
—Mejor, gracias a ti.
—No, yo no hice nada. Fue Rebber.
—Mi madre me lo ha contado, yo no recuerdo lo que pasó. Solo que vi a dos hombres de repente delante de mí y que me asusté.
—Uno de ellos se llama Rebber y te curó con las manos.
Rihlvia asintió.
—¿Quieres saber una cosa? —dijo tras una pausa—. Me preguntaba cuándo lo harías.
—¿El qué?
—Besarme.
—Perdóname.
—Estás perdonado. No sé por qué reaccioné así.
—Anoche le prometí a tu madre que nunca más volvería a besarte.
Rihlvia se echó a reír, y la risa hizo aflorar el dolor que todavía sentía en la cabeza. Se llevó una mano a la herida y cerró los ojos. Lyrboc esperó a que dijese algo, a que lo animase a incumplir aquella promesa, pero no lo hizo. Pasaron varios minutos en silencio y, finalmente, creyó llegado el momento de irse.
—Te dejo sola para que descanses.
Rihlvia asintió y se encogió en la cama, aún con los ojos cerrados. Lyrboc la contempló un instante y luego salió, con un nudo en el estómago y una sensación de profundo vacío en el pecho.