VI

En su lugar solo había unas ruinas carbonizadas desde las que todavía se alzaban finas y oscuras columnas de humo. El edificio principal y el de los establos habían quedado reducidos a un esqueleto quebrado e incompleto; el techo y casi la totalidad de las paredes se habían venido abajo. Muchos de los bloques de piedra se habían partido al caer y los escombros cubrían el suelo, salpicado también por los cristales de las ventanas.

Aunque saltaba a la vista que el incendio no era reciente, todavía había un reducido grupo de vecinos transportando cubos de agua y vertiéndolos en los distintos puntos de los que brotaba el humo.

En vez de espolear a Brisa, en cuanto la escena surgió ante sus ojos, Lyrboc tiró de las riendas y redujo la marcha del caballo. Comprendió al instante que ya era tarde y quiso absorber aquella imagen terrible con lentitud. Lo necesitaba para admitir que lo que estaba viendo era real. Sintió que los latidos de su corazón quedaban momentáneamente en suspenso, y un millar de interrogantes y de miedos penetraron con violencia en su cerebro. Le faltaba el aire. Además del temor por lo que les pudiera haber ocurrido a Rihlvia y a Cerrÿn, experimentó un fuerte sentimiento de culpa que supo que era irracional, aunque ya nunca podría desprenderse de él. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, se dijo, quizá él habría podido evitarlo de no haberse marchado a llorar su mala suerte.

A medida que se acercaba le golpeó en la nariz el olor a quemado, a brasas aún ardientes bajo los cascotes, y observó que los vecinos lo reconocían y se volvían a mirarlo. Algunos cuchichearon entre sí y otros se dirigieron a él; sin embargo, no pudo escuchar lo que decían, como si, de todos sus sentidos, solamente la vista y el olfato continuasen funcionando. Veía el desastre y olía a madera requemada y a muerte.

De pronto notó que alguien sujetaba las riendas de Brisa y lo hacía detenerse.

—Lyrboc. —Tardó una eternidad en darse cuenta de quién era: Naerma, la cocinera. Estaba pálida y ojerosa y tenía las manos y el rostro cubiertos de tizne—. Lyrboc. —Desmontó y recibió su abrazo, incapaz de responder de igual modo. La mujer rompió a llorar y necesitó varios minutos para recomponerse y volver a hablar. Mientras tanto, Lyrboc se percató de que sus propios ojos seguían secos. No le quedaban lágrimas que derramar—. Lo arrasó todo —gimió la cocinera—. El fuego…

—¿Dónde están? ¿Rihlvia, Cerrÿn? ¿Adónde han ido? —La voz de Naerma volvió a quebrarse—. ¿Están heridas?

—Rihlvia pudo salir por la ventana de su habitación y descolgarse por la pared. Se torció un tobillo y se hizo varios arañazos…

—¿Y Cerrÿn?

El rostro de la mujer se descompuso y soltó un gemido sin consuelo.

—Encontramos su cuerpo en las escaleras de la segunda planta, atrapado bajo una viga.

Lyrboc se negó a aceptar aquella noticia. Su cerebro rechazó la información. Contempló las ruinas y descubrió que buena parte de las escaleras continuaban en pie, sostenidas por milagro o por pura obstinación en el aire, como en un gesto de desafío ante la catástrofe. Eran unas escaleras que ya no llevaban a ninguna parte.

—¿Pudisteis sacarla a tiempo? ¿Está bien?

—¡Lyrboc! —gritó Naerma, zarandeándolo—. ¡Cerrÿn está muerta! No la encontramos hasta que conseguimos apagar el incendio. La viga debió de golpearla al caer sobre ella y no pudo escapar.

El muchacho se apartó de la cocinera y negó repetidamente con la cabeza.

—No es cierto.

Naerma lo sujetó y lo obligó a mirarla a los ojos. Había más gente a su alrededor, pero el muchacho no los reconocía, apenas los veía.

—Lo es, Lyrboc. Cerrÿn ha muerto.

—¿Dónde…? ¿Dónde está Rihlvia?

—Perdóname, Lyrboc —murmuró entonces la mujer, compungida—, pero creí que era cosa tuya. —El muchacho la miró, primero sin entender a qué se refería, y luego con asombro y tristeza—. No, ya sé que no lo es. Pero al principio lo pensé, por lo de Rihlvia y el hijo del duque, y quiero pedirte perdón por haber creído que tú eras capaz de algo así. —Lyrboc repitió otra vez el gesto de negación con la cabeza, ahora para indicar que no le importaba que hubiera pensado tal cosa. Se daba cuenta de que no le importaba en absoluto lo que nadie pudiera pensar de él—. Fue Mown —le reveló de pronto Naerma.

—¡Mown!

—Debió de oír lo de la boda… Ya sabes que estuvo toda su vida enamorado de Rihlvia… —Lo sabía bien. Llevaba prácticamente desde su llegada percibiendo el odio y los celos del mozo de las caballerizas, porque Mown, como el mismo Lyrboc, había querido a Rihlvia para él y lo había considerado su rival—. Uno de los huéspedes lo vio —le explicó Naerma—. El pobre diablo solo salvó a los caballos. Los soltó a todos para que salieran de los establos. Luego huyó al bosque.

—Iré a buscarlo, y si lo encuentro, lo mataré con mis propias manos.

—No. No hace falta. Ya está muerto. Apareció ayer: organizaron una partida para localizarlo y lo encontraron ahorcado en un árbol. Supongo que comprendió lo que había hecho y no pudo soportar los remordimientos. O tuvo miedo del castigo.

—Rihlvia. ¿Dónde está Rihlvia? —preguntó de nuevo Lyrboc.

—Se quedó en mi casa la primera noche, pero ayer se marchó.

—¿Adónde?

—Al palacio del duque.