CAPÍTULO DIECIOCHO
Seattle, veinticuatro días antes
Eran las dos de la madrugada y no podía conciliar el sueño, como de costumbre, pero por las razones equivocadas. Seguía pensando en Jack, en aquella llave que me esperaba y en lo que significaba. Me removía constantemente dentro de las sábanas, exigiéndome a mí misma que abriera aquella puerta que permanecía cerrada porque a mí me daba la gana.
Y el anillo... aquel anillo en forma de dado que él había guardado durante todo este tiempo me quemaba sobre la piel del dedo anular.
Me dejé vencer por el cansancio y los acontecimientos de aquella noche, pero tuve un sueño de lo más extraño. Fue como un recuerdo que había vivido para luego enterrar en la memoria. Estaba en la misma cama del hotel en la que había despertado unos meses atrás, con el anillo de casada en el dedo anular y el cuerpo de Jack pegado al mío.
No estaba borracha, pero es como si toda mi conciencia se hubiera ido al garete. Estaba medio desnuda sobre la cama, mientras escuchaba el sonido de la ducha en la habitación de al lado. La tristeza y las ganas de compañía se habían apoderado de mí, dejando el resto atrás. Y todo había sucedido por un balcón demasiado alto que me trajo un montón de recuerdos indeseados. Entonces, había salido al pasillo presa de la histeria, donde me encontré con Jack por casualidad.
En su habitación, me bebí una botellita de whisky que encontré en el minibar. Todavía me ardía la garganta cuando serví dos copas con las que lo esperé tendida en la cama. Él salió del cuarto de baño con una toalla blanca rodeándole la cintura, el pecho húmedo y los ojos oscurecidos fijos en mi cuerpo.
─Por Dios, Pamela. ¿Qué haces? ─se alteró. Su voz sonó ronca, pese a todo. Se encaminó hacia el minibar y descubrió la botella vacía─. Dime que no estás borracha.
─Todavía no ─admití, y me eché a llorar.
Resultaba tan patética que me reconfortó que él me acogiera entre sus brazos susurrándome palabras tranquilizadoras al oído, en vez de rehuirme.
─Cálmate y cuéntame lo que te pasa ─trató de tranquilizarme.
Y se lo conté todo. Le narré la muerte de mi padre en mis propios brazos, el posterior pánico a las alturas y la razón por la que me había encontrado en aquel estado. Jack me pidió que dejara de beber, pero para entonces el alcohol ya me había hecho el suficiente efecto, y mis caricias lo invitaron a probar la primera copa.
Me desperté de golpe. No recordaba más, pero eso fue suficiente.
A toda prisa, me puse un abrigo encima del pijama, cogí las llaves del coche y salí de casa para ir a buscarlo. Miré el reloj y maldije que fueran las tres y media de la mañana, por lo que conduje rápido, con toda la premura que antes no había creído necesaria.
Frente a su puerta, ni siquiera dudé en buscar la llave, que estaba en el lugar que me había prometido. Abrí la puerta y me encontré con la oscuridad, por lo que me encaminé hacia su dormitorio, me quité el abrigo, lo arrojé al suelo y lo encontré dormido sobre la cama.
Apreté los labios, hice acopio de valor y me introduje dentro de las sábanas con el corazón acelerado. Le acaricié el cabello con temor de despertarlo y la certeza de no saber lo que decir cuando él me encontrara a la mañana siguiente tendida a su lado, pues no tenía la intención de marcharme. Esta vez no. Quería creer que no.
Solté un grito cuando se dio la vuelta y me atrapó con su cuerpo sobre el mío. Apenas podía ver su rostro en la oscuridad, pero intuía sus ojos brillantes y sus labios curvados en una sonrisa que deseé besar; atrapar con mis labios para que se hiciera eterna sobre los míos.
─Sabía que vendrías ─su voz grave me acarició los labios, hasta descender en una caricia ardiente por mi cuello.
─He venido a verte para hablar del caso O´connor ─repliqué haciéndome la digna.
─Y te metes en mi cama.... ─introdujo las manos por dentro de mi ropa hasta acariciarme el vientre─. En pijama...
─Aquí se está muy bien ─admití.
─Ya... y yo estaba despierto porque no te estaba esperando ─acercó sus labios a los míos para besarme─. Ven aquí.
Y fui. Me dejé besar, y lo besé porque lo necesitaba. Rodeé su cintura con mis piernas, sentí la erección que me recibía y jadeé, hasta que tuve tanto miedo que me separé de él, pese a que apenas me soltó.
─Tengo que irme ─lo dije más para mí que para él.
─¿Tienes que irte? ─me apretó bajo su cuerpo, torturándome con cada nueva caricia.
─No, pero voy a marcharme de todos modos.
Me mordisqueó los labios hasta que deseé que continuara. Sólo entonces se detuvo.
─Al menos déjame intentar convencerte de que te quedes por esta noche.
─No puedo..., no te costaría hacerlo.
Me apretó contra él.
─Quiero que te quedes ─declaró, y supe que era verdad.
─No es una cuestión de querer, Jack.
─Quiero besarte.
Y me besó.
Me separé de él medio aturdida por estar en la cama con él, no querer marcharme pero decir aquellas palabras tan incoherentes.
─No digas esas cosas cuando sabes que soy incapaz de detenerte ─reclamé asustada.
─Quiero que te quedes esta noche... y todas las demás.
Dejó besos en mis mejillas, sobre los párpados, en la punta de la nariz y sobre mis labios. Besos que me demostraron que yo también era merecedora de amor. Que estaba allí, y que sólo tenía que quedarme junto a él si quería recibirlo.
─No te vayas ─me pidió, apoyando su cabeza sobre la mía.
─Eres tú el que se irá. Todo el mundo lo hace.
─Mírame ─ordenó, colocando las manos a cada lado de mi cabeza─. ¿Tengo pinta de querer ir a algún lado?
No, desde luego que no.
Lo creí porque sabía que me estaba diciendo la verdad, pero sobre todo, lo creí porque necesitaba creer en él, en nosotros y en mí. Fue entonces cuando supe que yo tampoco iría a ningún lado. Mi sitio estaba allí, junto a él, bajo su cuerpo, al menos en aquel instante.
Sabía que íbamos a hacer el amor porque lo deseaba del mismo modo que podía sentir su deseo quemándome la piel. Sus manos me desnudaron lentamente, acariciando cada tramo de piel con devoción. Si se había propuesto hacerme sentir como una diosa, por Dios que lo estaba consiguiendo.
Se sujetó a mis caderas, inclinó su cuerpo sobre el mío y me besó la clavícula, el hombro, los pechos...
Cerré los ojos, entreabrí los labios y dejé escapar todo el aire que estaba conteniendo.
─Si hago algo que no te guste, dímelo. Quiero que esta sea la noche de bodas que no pude darte ─mordisqueó el lóbulo de mi oreja para susurrar─: una que sí puedas recordar.
─Todo lo que haces me gusta ─admití con voz queda.
Apresó mis manos para llevarlas hacia su pecho, donde un vello caliente y suave me invitaba a acariciarlo hasta hacerlo arder como él me hacía arder a mí.
─Entonces tócame..., aunque te lo tenga que pedir mil veces ─exigió con la voz ronca.
Sólo una fue necesaria, pues mis manos cobraron vida propia y dejaron los reparos a un lado. Examiné su cuerpo sin timidez; con hambre. Recorrí su pecho, la espalda ancha y el abdomen que se pegaba al mío. Acaricié su erección hasta que lo noté jadear, y me enloqueció reconocer mi nombre en sus labios.
Sus manos se perdieron en el interior de mis muslos; se alejaron, regresaron, me torturaron hasta que perdí la conciencia porque no sabía lo que estaba haciendo conmigo. Me oí a mí misma pidiéndole que no parara, a pesar de que él no tenía intención de detenerse.
Me dio la vuelta colocándome de cara sobre el colchón, situó un brazo sobre mi espalda y me acarició todo el cuerpo con los labios, llenándome de besos hasta que creí que no había ninguna parte de mi anatomía que no hubiera sido besada. Entonces, todo se volvió más duro y exigente.
Me agarró del abdomen para alzarme hacia su boca, sostuvo mis nalgas y enterró la boca sobre mi sexo en aquella postura que me hizo sentir desnuda, desinhibida y avergonzada a la vez, hasta que aquella lengua cálida provocó que no me importara.
El calor de sus labios se traspasó a todo mi cuerpo, hasta que me sentí tan laxa que me dejé ir en un orgasmo que culminó sobre su boca. Pero no acabó, pues yo misma necesitaba más y él no estaba dispuesto a conformarse con eso, lo que me enloqueció.
Me dí la vuelta, se colocó sobre mí y me separó los muslos con una pierna. Sentí que se colocaba el preservativo sobre el pene erecto, por lo que acaricié sus testículos hasta que él me apartó la mano, gruñó y se enterró de un empellón en mi interior. Grité, arqueé la espalda para tenerlo más cerca y me abracé a su cuerpo.
─Estás hecha para mí ─sus palabras mostraban una devoción que me enloqueció─. Eres un desafío que estoy dispuesto a ganar, cariño. Merece la pena luchar contra tu resistencia. Siempre lo supe.
─Jack...
Encontró mi boca y silenció mis palabras. Sus embestidas me catapultaban a un lugar de no retorno mientras besaba mis labios. Sus manos agarradas a mis caderas eran el ancla perfecta. Una explosión de energía me invadió cuando comenzó a susurrar cosas lascivas. Palabras que me hicieron arder y por las que no sentí ninguna vergüenza. Entonces inclinó la cabeza y me miró a los ojos con algo que consiguió asustarme.
─Eres todo lo que siempre he buscado ─musitó. Aquella declaración provocó que temblara.
Le puse un dedo en los labios, pero me estremecí.
─Sshhhh ─le pedí emocionada─. Conseguirás que me enamore de ti.
Le brillaron los ojos con algo desconocido.
─Asusta un poco, ¿Verdad?
Preferí no preguntarle el qué, pero tampoco fue necesario. Intuía el motivo y prefería desconocerlo por el momento.
Jack se movió sobre mí, con movimientos lentos, pausados y muy estudiados. En la habitación sólo se escuchaba la fricción de nuestros cuerpos, las respiraciones mezcladas y los jadeos sin contener. Susurré su nombre, gritó el mío y me dejé llevar, hasta que él terminó con un último movimiento que se enterró dentro de mí.
Se separó de mí por obligación, pero volvió a mi lado en cuanto se quitó el preservativo. Apoyé la cabeza sobre su pecho sin decir nada, me apretujó con un brazo mientras con el otro me tapó la espalda con la sábana. Exhalé un suspiro que dijo demasiado, demostrando que me sentía completa, exhausta y que no tenía intención de irme a ningún lado.
Durante un largo rato, nos mantuvimos en silencio sin decir nada que pudiera estropearlo. Noté que él tenía los ojos abiertos y que sonreía, y me gustó que lo hiciera. Estaba feliz, no se esforzaba en ocultarlo.
Tenía la mano enredada en mi cabello, como si hubiera descubierto la octava maravilla y se negara a abandonarla. Le arañé el pecho con las uñas para captar su atención, por lo que inclinó el rostro hacia el mío, me dedicó una sonrisa que pude ver por las primeras luces que se colaban por la ventana y capturó mi boca.
─Lo hablaremos mañana ─sentencié, porque tenía miedo de decir algo que pudiera estropearlo.
Arrugó la frente y me apretó más contra él.
─No tenemos nada de qué hablar, Pamela.
─¿Ah, no? ─lo contradije divertida.
─Ya lo hemos decidido, y merece la pena.
La merecía...oh, por supuesto que la merecía.
Sentí una emoción desconocida en el pecho, bostecé y me acurruqué contra él.
─Sí... ─le di la razón, antes de quedarme dormida.
***
Desperté con mi cuerpo enredado con el suyo, y me gustó.
Era la primera vez en mi vida que despertaba junto a un hombre, pues mis relaciones se habían basado en esporádicos y estudiados revolcones en alguna habitación de hotel donde no era necesario el nombre ni las despedidas forzadas.
Pero aquello era distinto, por mucho que no llevara el típico anillo de casada. Estaba junto a un hombre magnífico que parecía sentir auténtica devoción por mí. Todavía tenía que averiguar el porqué, pero ante la ignorancia, había decidido disfrutarlo mientras durara. Es más, no quería que acabara nunca.
Tumbada de lado, el brazo de Jack rodeaba mi vientre acercándome hacia la erección que palpitaba contra mis muslos. Esbocé una sonrisa al descubrirlo tan predispuesto por la mañana, salí de su abrazo con cuidado de no despertarlo y me coloqué una camisa suya que encontré en el armario, pues no tenía nada más que ponerme.
Sorprendida, miré de reojo el pijama que había en el suelo. Luego me mordí los labios, regresé al colchón y contemplé a Jack en toda su gloria. Dormido, con aquella sonrisa plácida en los labios, los mechones de cabello rubio esparcidos sobre la frente y los músculos relajados. Le acaricié la frente, lo besé sin poder contenerme y me marché hacia la cocina antes de echarle un último vistazo.
En la cocina preparé café mientras él seguía durmiendo a pierna suelta, ajeno a todo mi trasiego matutino. Me alucinaba que fuéramos tan distintos, y al mismo tiempo nos complementáramos tan bien.
Estaba sentada en el taburete con una taza de café recién hecho en la mano cuando él apareció desnudo de la cabeza a los pies, por lo que estuve a punto de atragantarme de la impresión. Tenía que ir acostumbrándome a aquel cuerpo que carecía de pudor alguno, pero por ahora, era incapaz de despegar los ojos de su pene.
─Buenos días, dormilón ─lo saludé.
Con mucho esfuerzo, alcé los ojos desde aquella parte de su anatomía que sabía utilizar tan bien hasta su rostro, que me recibió con una sonrisilla presuntuosa.
─¿Dónde están los huevos, el bacon y las tostadas? ─exigió.
Su estómago rugió con hambre.
─Recién levantada solo desayuno una taza de café.
Me miró de soslayo, como si creyera que lo que acababa de decir fuese una majadería.
─¿Para mantener este cuerpo que me vuelve loco? ─intuyó.
Se colocó detrás mía para besarme el hombro, lo que me produjo un escalofrío muy placentero.
─Tomo café, salgo a correr, me doy una ducha y entonces desayuno. Pero nada de huevos ni bacon frito. Cereales integrales, zumo de naranja y algún lácteo, aunque hoy he hecho una excepción
─lo informé.
Asintió como si estuviera almacenando toda la información.
─Es bueno hacer excepciones de vez en cuando ─soltó con descaro, mordisqueándome el hombro
─. Me temo que somos muy distintos, pero pienso aprenderme todas tus rutinas porque vamos a tener que acostumbrarnos el uno al otro.
─Yo duermo en mi casa ─sentencié.
Pareció muy ofendido.
─Eso ya lo veremos, cariño ─me contradijo.
─No creas que una noche va a...
Me puso el dedo en la boca para callarme.
─Debería comprarte un anillo en condiciones, y no ese estrafalario anillo con un dado de las Vegas que me devolviste en un sobre.
Me reí al recordarlo, pero a él no le hizo ninguna gracia, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta lo mal que me había comportado en aquella ocasión.
─No me voy a oponer a eso. Si quieres regalarme joyas, unos zapatos o un bolso... ─le propuse bromeando.
Jack comenzó a hacerme cosquillas mientras que yo trataba de defenderme en vano, y no me soltó hasta que tuve un ataque de risa que desencadenó en un hipo muy molesto. Me tapé la boca abochornada mientras que él se partía de risa.
─¿Hay algo más que deba saber?
Le respondí sin vacilar.
─Soy la clase de mujer que necesita su espacio, pero tengo pensado acostumbrarme a esto
─nos señalé a ambos al no encontrar la palabra que definiera lo que teníamos, pues un matrimonio al uso no éramos─. Sólo necesito tiempo...
─Y yo soy la clase de hombre que te dará espacio, tiempo..., pese a que sé que no lo necesitas.
Lo fulminé con la mirada.
─Qué sabrás tú.
─Lo suficiente, cariño. Eres mía y yo soy tuyo, pero aún no has querido darte cuenta.
Me estremecí ante aquella confesión, aparté la mirada y lo observé de reojo, hasta que me encontré con el reloj que había colgado sobre la pared de la cocina. Dí un respingo y me puse en pie.
─¡Voy a llegar tarde a mi cita con la fiscal Graham! ─me alteré.
─¿Con Vicky?
Cómo me fastidió que la llamara por su nombre de pila..., fue como recibir una patada en el estómago.
─Vicky ─lo imité con retintín.
Al segundo me arrepentí de mi comportamiento de quinceañera celosa sin justificación, pero a él pareció hacerle bastante gracia.
─Te compadezco. Sé que no os lleváis nada bien.
Arqueé las cejas.
─Oh... por favor. No hace falta que finjas. Sé que sois muy amigos ─le espeté, molesta de que así fuera.
Por todos era sabido que Jack y Victoria mantenían una buena amistad basada en lo que yo prefería creer que era el trabajo en común. En fin, para mi salud era más sano obviar las miraditas cargadas de intenciones que ella le lanzaba, así como los patéticos halagos que intentaban conquistarlo.
¡Aquella petarda ni siquiera sabía que él era mi marido!
Muy mal por mi parte, pues era yo quien se había esforzado en llevar aquel tema con la mayor discreción posible.
Jack comenzó a explicarme las virtudes de tener como aliada a una persona con la tenacidad de Victoria Graham, explicación que yo recibí de mala gana con una cara de perro que lo obligó a tragarse sus comentarios bien intencionados pero mal recibidos por mi parte.
─Ya tengo suficiente con estar casada con un fiscal. ¡Gracias!
─Je, je.
Lo oí preparar el desayuno mientras yo me apuraba en buscar las zapatillas de andar por casa que me habían llevado hasta allí, pero al contemplar mi patético aspecto en el espejo del cuarto de baño, corrí a robarle unas botas que me quedaban grandes y me llegaban a la mitad del muslo. De aquella guisa, salí pitando de su casa ante su mirada atónita.
Al salir a la calle, corrí directa hacia el coche y me encerré dentro antes de que alguien pudiera sorprenderme sin aquellos trajes de dos piezas que denotaban el aspecto de la mujer de negocios segura de sí misma que tanto me empeñaba en proclamar. Pese al tráfico matutino, no tardé más de diez minutos en cruzar Pioneer Square y plantarme en el barrio de Queen Anne. Poco me importaron los pitidos e insultos que recibí del resto de conductores, pues las reglas de circulación eran algo que me resultaba secundario cuando tenía tanta prisa como en aquel momento, pues si quería convencer a Victoria Graham de que suavizara los cargos, de poco me serviría llegar tarde a aquella cita que había estado retrasando por necesidad, y no por los motivos equivocados y personales que ella suponía.
Mientras me daba una ducha rápida y buscaba algo que ponerme, cavilé sobre mis opciones, y al final, comprendí que lo más sensato era contarle la verdad. Es decir, la verdad de lo que a mí me diera la gana, porque no estaba dispuesta a comprometer el caso y la vida de David apostándolo todo a la ambiciosa Victoria Graham.
Pero necesitaba que ella suavizara los cargos, pues si empezaba el juicio sin la petición de la pena capital, tenía más posibilidades de granjearme la opinión favorable del jurado. Sobre todo, teniendo en cuenta que a estas alturas tenía muchas corazonadas y ninguna prueba exculpatoria, salvo la versión de una vecina que de poco me servía, pues decía haber visto a una mujer merodeando por los alrededores pero desconocía lo sucedido en el interior de la vivienda.
Me vestí con un traje de dos piezas en color azul marino, y por si acaso, me hice con el informe del caso O´connor y aquel cd que todavía se hallaba en mi poder, pues intuía que debía dejarlo a buen reguardo por si alguien volvía a intentar entrar en mi casa.
Llegué a la fiscalía de Seattle, pero no me encontré con Jack, por lo que supuse que estaría en un juicio. No obstante, me crucé con la momia de lo que en su día había sido Stella Martin, quien con toda seguridad por las influencias de su marido, seguía siendo la fiscal del distrito. Aquel era un puesto merecido por Jack. Y no es que el hecho de ser su esposa ─estado civil que por otra parte aceptaba de buen grado ahora─ me nublara el juicio, sino que él era el fiscal con mayor número de victorias y casos resueltos. Tenía un futuro prometedor, por lo que no entendía porque no cogía las riendas de la fiscalía a la que buena falta le hacía un hombre como él, dispuesto a ganar ante las abogadas como yo.
Aunque ahora que comenzaba a conocerlo, entendía que Jack estaba por encima de la ambición. Tenía verdadera vocación y su objetivo era el de hacer justicia en el lado más cercano de las víctimas, por lo que los apretones de mano y el trabajo de despacho no le interesaban lo más mínimo.
Me henchí de orgullo al darme cuenta de la clase de hombre con el que me había casado. Era una persona íntegra, inteligente, atractiva y muy especial.
En esas estaba cuando divisé la puerta del despacho de la fiscal Graham y la sonrisa se me borró de un plumazo. Apreté el puño para golpear la puerta con los nudillos, pero su voz chillona me gritó que pasara desde el interior del minúsculo despacho cargado de documentos y polvo que poco tenía que ver con mi despacho de muebles de diseño y espacios abiertos.
He de admitirlo; me relamí de placer.
─Buenos días, Victoria.
Le extendí la mano por encima del escritorio y ella me correspondió con un apretón corto. Durante unos segundos, nos batimos con la mirada hasta que ella me invitó a sentarme sobre la desvencijada silla con un movimiento de cabeza.
Sin dilación, lo que agradecí bastante, me pasó el informe de pruebas colocándolo sobre el escritorio. Lo releí por encima y conté los suficientes cargos imputados a mi cliente como para marearme de golpe. Tuve que asimilar que aquella mujer me odiaba lo bastante como para imputar tenencia ilicita de armas por una navajita atada a un llavero que tan solo podría utilizarse para pelar una mandarina.
─Asesinato con premeditación y ensañamiento, agresión, abuso de fuerza, tenencia ilícita de armas y allanamiento de morada ─leí con voz monótona─. ¿Hay algo más que se me haya pasado por alto?
Victoria me dedicó una mirada fulminante.
─¿Lo de tenencia ilícita de armas y el allanamiento de morada es simplemente para fastidiarme o porque de verdad eres tan estúpida para creer que cualquier jurado del mundo aceptaría esos cargos? ─insistí, malhumorada por el hecho de que se jugara la vida de un hombre por una rivalidad personal.
─Si yo fuera tú, me preocuparía por el cargo más importante ─replicó, humedeciéndose los labios con maldad─. Ahí tienes el acuerdo de declaración de culpabilidad3. La cadena perpetua no es nada comparado con la inyección letal, y estoy siendo demasiado benévola.
─No va a firmarlo ─repliqué, devolviéndole aquel papel.
─No tienes nada que hacer. ¿Por qué no?
─Porque es inocente ─respondí sin alterarme.
Victoria soltó una carcajada que estuvo a punto de provocarme una úlcera de estómago. Pese a que sentí ganas de estrangularla con aquel ridículo mecanismo de bolitas plateadas que se golpeaban entre sí, aguanté su ataque de risa con estoicidad para retomar la conversación en cuanto cerró la maldita boca.
─Quiero que no pidas la pena capital.
Parpadeó asombrada por mi petición.
─¿Y por qué no iba a hacerlo?
─Porque es inocente. Tengo pruebas que lo demuestran, y será mejor que rectifiques antes de que te deje con el culo al aire.
─¿La versión de una vecina aburrida que dice haber visto merodeando a alguien por los alrededores? Por favor..., Pamela..., debes de estar muy desesperada para tenerlo en cuenta ─me alteré al comprobar que ya se había enterado de mis pesquisas, por lo que estuve segura de que aquel caso no solo le resultaba la ocasión perfecta para vencerme, sino para promover aquel ascenso que tanto deseaba y que no se merecía.
Mala señal, por tanto.
─Puedo conseguir mucho más. Te lo aseguro ─apoyé los codos sobre el escritorio y clavé mis ojos en su rostro moreno─. No te tomes esto como algo personal. La vida de un hombre merece más respeto, sobre todo de alguien que dice tener vocación por su trabajo.
Victoria apretó los labios, me ofreció una mirada cargada de odio y se echó hacia atrás sobre el respaldo de su asiento. Si hubiera podido asesinarme con la mirada, lo habría hecho. Las dos sabíamos que yo había acertado de pleno, pues a Victoria poco le importaba la inocencia de un desconocido si con ello podía trepar hasta el lugar que creía merecerse. Era la clase de persona que hacía apología de la justicia, reclamaba penas más altas para los violadores pero tenía pocos escrúpulos para alcanzar sus metas.
─¿La fulana de la abogacía pretender darme lecciones de moral? ─se burló con desprecio.
Mantuve la calma, pues no era la primera vez que un compañero de profesión me dedicaba insultos que me importaban una mierda.
─No eres más que una pija sin escrúpulos que defiende a putillas y maleantes. No te atrevas a ponerte a mi altura, porque tu sitio está en los polígonos, junto con toda esa calaña que te da de comer y te paga tu preciosa mansión victoriana de la que tanto alardeas ─escupió aquellas palabras destilando rencor y algo muy cercano a la envidia.
─¿Has terminado? ─pregunté con frialdad.
Por más que lo intentara, no iba a conseguir nada de ella, pero al menos sabía que me enfrentaba a una mente obcecada a la que me sería fácil pillar por sorpresa, ya que ni siquiera se había planteado la posibilidad de que David O´connor fuera inocente. Sencillamente no entraba en sus planes.
─No, no he terminado ─continuó, con el rostro arrebolado por la ira─. Te crees mejor que nadie pero no eres más que la esposa que Jack Fisher jamás querrá mostrar en público. No es de extrañar, si yo fuera él, también querría divorciarme de ti sin que nadie se enterara.
Se me tensó todo el cuerpo al escuchar aquella declaración que me pilló desprevenida. No tenía ni idea de cómo se había enterado, pero confiaba lo suficiente en Jack como para saber que él no se lo había contado, pues hace unos meses, le exigí que tuviera una discreción a la que no estaba obligado por lo mal que lo había tratado, pero que él respetó pese a todo.
─Debe de gustarte lo suficiente como para rebuscar en su expediente laboral ─supuse, y al contemplar su expresión, me di cuenta de que había acertado.
En su empeño por conquistar a Jack, la fiscal Graham había espiado su expediente, en el que Jack había incluido su estado civil. Me deleité ante la cara que hubo de poner Victoria cuando vio aquel dato que tuvo que enfurecerla. Con toda seguridad, había maldecido y gritado mi nombre hasta que le resultó insoportable.
─Eres un error que va a solucionar en breve. He hablado con su hermana y me ha contado que Jack está deseando librarse de ti.
Fue hablar de Lorraine, y la conversación comenzó a resultarme demasiado desagradable. Sabía de sobra que estaba mintiendo, no en lo relativo a la charla con Lorraine, pues me intuía lo obsesiva que podía llegar a ser Victoria Graham cuando se empeñaba en conseguir algo, pero estaba segura de que Jack jamás me habría catalogado como un error. Podía haber tenido la intención de divorciarse, pero no iba a culparlo por ello. Yo misma había tenido aquella intención, pero el hombre con el que había compartido la cama la noche anterior me demostró que estaba dispuesto a luchar por mí.
─No hables de lo que no tienes ni idea ─le advertí.
Me incorporé para marcharme antes de explotar, pues sabía que mi paciencia tenía un límite que terminaba justo donde se aireaban mis temas personales.
─Cualquiera que te conozca sabe que Jack Fisher no es más que otra victoria que te llevas.
Curioso que me acusara de la ambición que yo le catalogaba a ella.
─Pero tranquila. Es mejor que tú, hacéis una pareja horrible y nadie en su sano juicio querría estar casada con una mujer que saca de la cárcel a los criminales que él intenta encarcelar ─soltó con veneno.
Me colgué el bolso al hombro antes de decir:
─Eres tan pésima persona como abogada.
─Y tu eres la clase de mujer a la que Jack Fisher jamás podría amar.
Algo desconocido se apoderó de mi cuando tiré al suelo de un manotazo el cuenco de cristal repleto de caramelos que había sobre el escritorio, que se partió en pedazos al estrellarse contra el pavimento. Incluso Victoria se quedó patidifusa ante un gesto tan impropio de mí.
No sabía lo que me había pasado, pero por favor... que no volviera a repetirse.
Todavía estaba excitada por la situación cuando apreté los puños, ella se inclinó hacia atrás aterrada y me largué de su despacho dando un portazo que resonó en todo el edificio. Varios trabajadores se me quedaron mirando de reojo mientras descendía por las escaleras con las orejas echando humo y la certeza de que Jack Fisher era mi punto débil, aquel que nadie debía tocar si no quería vérselas con la fiera que ardía en mi interior.
Estuve dándole vueltas a lo mío con Jack incluso mientras le susurraba instrucciones a Linda, quien sentada a mi lado en la sala, temblando como un flan ante su primer juicio, hizo la exposición inicial con un alarde de carisma que me sorprendió, provocando las interposiciones del fiscal de turno, a quien el juez calló denegando cada una de sus protestas. Yo la observaba con orgullo, pese a que el blandengue que tenía a mi lado me reclamaba en voz baja el motivo por el que había permitido que aquella chiquilla recién licenciada llevara su caso en vez de yo.
─Cierra el pico ─le espeté.
Lo hice con tanto ahínco que tensó los labios y resopló. Transformé mi mueca amenazadora en una sonrisa cargada de orgullo cuando Linda volvió para sentarse a mi lado con los ojos brillantes de emoción. He de reconocer que yo también estaba emocionada, pues pervivía en mí un orgullo desconocido porque mi pupila acababa de demostrarme que había aprendido de la mejor, o sea; yo. De hecho, no me cupo la menor duda de que algún día ─ojalá que para cuando yo me hubiera retirado─, me superaría como todo alumno aventajado que terminaba por superar a su maestro.
─¿Qué tal lo he hecho? ─preguntó con entusiasmo.
─Has estado genial ─concedí, dándole una palmada en la espalda─. Pero no te confíes. Un juicio es la guerra, y esto no se acaba hasta que el jurado te da la razón.
Sabía que el juicio estaba ganado, pero no quería que le sucediera como a mí hacía diez años, cuando en mi primer juicio, me creí tanto aquello de ser la mejor de la promoción que me dí de bruces con la realidad cuando perdí estrepitosamente. Ahora sabía que aquello era lo mejor que podía haberme pasado, y de hecho me reía de mí misma al reconocer a la jovencita ilusa y cargada de aspiraciones que era con veintidós años. La mujer de treinta y dos en la que me había convertido estaba en el terreno profesional que se había marcado como meta, y ese vacío sentimental que siempre había sentido, aquella carencia que pensé que jamás será paliada, estaba difuminándose en los brazos del hombre que jamás hubiera considerado en serio.
Jack Fisher.
Tan distinto.
Tan real.
Para mí.
Había oscurecido cuando salí de mi despacho tras arreglar todo el papeleo pendiente. Debido al caso O´connor, que me tenía absorbida por completo, había dejado de lado el resto de casos sin detenerme a pensar en los clientes enfurecidos que me atiborraron la línea telefónica de llamadas apremiantes.
El teléfono volvió a sonar justo cuando salía por la puerta, y estuve a punto de gritarle a Linda que desconectara el aparato, pero recordé que le había concedido el resto del día libre para que fuera a celebrar su debut con sus amigos, por lo que como la adicta al trabajo que era, descolgué el aparato y respondí.
─¿Guapita, eres tú? ─saludó una voz femenina.
Aquel apodo me llevó de regreso al club Mystic.
─Sí, estoy ahí. Pero te recuerdo que te di un plazo. Llegas tarde.
La susodicha carraspeó molesta.
─¿Quieres o no quieres mi ayuda? ─insistió de mal humor.
Me alegró tenerla justo donde la quería, por lo que hice una pausa larga para concederme importancia antes de responderle lo que para mí era obvio.
─¿Y tú, quieres o no quieres los quinientos dólares?
─No estoy para juegos, guapita. Una chica tiene que comer... ─soltó una risilla que me obligó a separar el auricular de la oreja─. Te espero en la estación de trenes del distrito industrial en media hora. Sé puntual, porque no voy a volver a llamarte. Por cierto, me llamo Maggie y es un placer hacer negocios contigo ¡Ven sola!
Antes de que pudiera ofrecerle un confirmación, me colgó el teléfono.
Acababa de citarme en las vías del tren, lo que suponía la discreción exacta con la que el tema tenía que ser tratado para evitarme problemas, por lo que a menos que tuviera alguna duda de que iba a tratar de jugármela y de que no sería capaz de hacer frente a una flacucha si intentaba asesinarme tirándome de la plataforma cuando se acercara un tren a toda velocidad, más me valía darme prisa antes de perder la única oportunidad que tenía de acceder al club Mistyc.
Al salir del inmenso edificio de oficinas en el que se encontraba mi despacho, me sorprendí al encontrarme a Jack con un ramo de flores y cara de aburrimiento, que sustituyó por una sonrisa ancha en cuanto me vio aparecer. Le brillaron aquellos ojos grises que a mí me alucinaban. Era un brillo distinto a aquella picardía que lo caracterizaba cuando intentaba atraparme bajo sus redes seductoras, pues ya lo había conseguido. En esta ocasión, iba acompañado de una sonrisa ancha con arruguitas sexys en las comisuras de los labios, que evidenciaban que ya había conseguido lo que quería, y que ahora no estaba dispuesto a dejarme escapar. Me encantó ser consciente de su postura, porque yo no quería irme a ningún lado.
¿Dónde iba a estar mejor que a su lado?
Se acercó a mí sin vacilar, a pesar de que yo me quedé con dos palmos de narices y los pies inmóviles sobre el suelo.
Era la primera vez que un hombre venía a buscarme a la salida del trabajo, y me pareció un gesto precioso que acababa de regalarme sin que yo se lo hubiera pedido.
Me saludó con un beso efusivo; cargado de una pasión que demostraba las ganas que nos teníamos el uno al otro. Me levantó del suelo, me agarré a su cuerpo y dio una vuelta conmigo en brazos, hasta que me depositó en el pavimento para darme el ramo de rosas blancas que me había comprado.
Enterré la nariz en las flores mientras él se rascaba la nuca, fingiendo que no sabía si había acertado con el regalo.
─¿Cómo has sabido que son mis preferidas? ─indagué.
Se encogió de hombros para restarle importancia.
─Tienes suerte de tener una secretaria que conoce hasta tu número de pie. Si no cobra demasiado, te la quitaré ─aseguró bromeando.
Lo golpeé con las flores, riéndome como una boba por la ocurrencia. Él me rodeó con un brazo para acercarme hacia su cuerpo en un gesto familiar que denotaba una gran cercanía, como si acaso nos conociéramos desde hacía mucho tiempo. En realidad, yo sabía que él era la persona que había estado esperando durante toda mi vida.
─A ver qué te parece; cena en un restaurante y el postre lo pones tú ─me guiñó un ojo.
Me mordí el labio, molesta porque aquella chica hubiera escogido aquel momento para estropearme los planes con Jack. Y es que todos los días no se me presentaba la oportunidad de que mi marido, y tenía que acostumbrarme a esa palabra, me sorprendiera a la salida de trabajo con una cena en un restaurante.
─Has hecho planes ─adivinó. Le restó importancia, pese a que se le agrió la expresión hasta que me consumí de ternura─. No importa, tendría que haberte avisado.
Lo cogí de la sudadera que llevaba y que le sentaba tan bien. No era posible que en el pasado, hace no demasiado, me hubiera atrevido a pensar que vestía de manera horrorosa. Aquellos vaqueros desgastados, la sonrisa de canalla y el cabello despeinado era lo que necesitaba para darle color a mi vida anodina, simple y estricta.
Las risas, las cenas informales y los momentos inesperados eran todo lo que me esperaba a su lado, y estaba deseando disfrutar de cada instante.
Lo sostuve para acercarlo a mí todo lo que fuera posible.
─Ni se te ocurra avisar, porque me encanta que me sorprendas. No me niegues ese placer ─le advertí, esbozando una media sonrisa.
Él colocó un mechón de pelo detrás de mi oreja. Al hacerlo, le brillaron los ojos con algo que supe que provocaba solo yo.
Qué me gustó ser consciente de que era yo la culpable de aquellas emociones que no se esforzaba en disimular. A mí me pasaba lo mismo, y no estaba dispuesta a ahorrarme ninguna. Las quería todas. Lo quería todo de él.
─Ya sé que la nuestra no es una relación convencional. Hemos empezado por el final, pero pretendo conquistarte si tú me dejas. Quiero hacer las cosas bien porque estoy convencido de que nunca es tarde cuando algo merece la pena ─entonces, cuando supuse que ya no podía ser más perfecto, añadió─: eres tú quien merece la pena. Joder que si la mereces. Ya sé que no te pedí que te casaras conmigo, y que tienes todo el derecho a exigir el divorcio, pero si no mencionas más esa maldita palabra, prometo que haré que las cosas funcionen.
Temblé un poquito por sus palabras.
─Lo sé.
Inclinó la cabeza hacia la mía, pero no me besó. Parecía molesto consigo mismo por algo que yo era incapaz de desentrañar.
─No hubo anillo, ni flores, ni fotos, ni siquiera un ridículo vídeo de recuerdo; pero habrá otras cosas. En esa escueta nota que me enviaste explicabas que...
─Oh, la nota.
Me avergonzaba tanto ser la autora de aquella nota tan mezquina que fui incapaz de mirarlo a la cara. Básicamente, junto al anillo de boda y los papeles del divorcio le adjunté un pos it en el que lo acusaba de haberme regalado la boda que siempre querría olvidar.
No podía ser cierto que él se culpara de haberme arrebatado la boda que jamás tendría cuando me estaba regalando la confianza en mí y la emoción de ser amada que tanto estaba disfrutando; la misma que había ansiado durante todos estos años. Eso sí que merecía la pena.
─Esa boda de la que te hablé puede irse al cuerno ─le aseguré, y él sonrió agradecido─. Lo importante es el hombre con el que me casé, y no tengo la intención de cambiarlo. Porque me encanta.
─¿Te encanta? ─preguntó ilusionado.
Supe que necesitaba oírlo otra vez, por lo que no me importó regalarle los oídos.
─Me encantas, y mucho.
─Entonces vente conmigo a cenar y manda al carajo el trabajo. Al menos por una vez ─exigió.
─Buen intento ─repliqué, sin conceder la tregua─. Pero una chica con acceso al club me ha llamado, y no voy a perder la oportunidad de relacionarme con el único contacto que tengo con ese club.
─Ni se te ocurra hacer ninguna locura ─me ordenó.
Qué sentimiento tan dichoso el de saber que le importabas de esa manera a alguien.
─De hecho, te vienes conmigo ─le pedí.
─Por supuesto que voy contigo, y vamos en mi coche ─exigió, molesto porque lo pusiera en duda.
Rehusé discutir, y acepté dejar mi coche aparcado en la calle, pero cuando hizo el intento de sentarse en el asiento del conductor, le arrebaté las llaves, granjeándome una mirada alarmante. Parecía verdaderamente aterrado de que una mujer condujera su coche.
─Trátalo con cuidado ─suplicó, empezando a hiperventilar.
─¡Es un coche!
─Sí, mi coche.
Antes de iniciar el camino, lo miré a los ojos.
─¿Qué hay de la grabadora? ¿Funciona? Con su contenido, podríamos cambiar el curso de la investigación.
─Está rota, y te recuerdo que es culpa tuya por haberte hecho la valiente ─me echó en cara.
Resoplé.
─De no haberme hecho la valiente, no habríamos escuchado aquella conversación tan reveladora, ni habríamos descubierto que Norman Strasser está metido en el ajo.
No pudo contradecirme, por lo que optó por hacer como si no me hubiera escuchado.
─No obstante, puede que la cinta se haya salvado. Se la he dejado a un amigo de confianza para que intente recuperarla.
Le apreté la mano en un gesto de sincero agradecimiento.
─En ese caso, solo nos queda rezar para que lo consiga.
En cuanto arranqué el motor, le expliqué que tenía que quedarse dentro del vehículo para que aquella chica no lo viera, pues había insistido en que acudiera sola a nuestra cita. Tras una discusión acalorada en la que se negó en rotundo, le aseguré que detendría el coche en mitad de la calzada y me iría andando sin que pudiera evitarlo, por lo que terminó renfunfuñando en voz baja con los brazos cruzados sobre el regazo y cara de pocos amigos.
─Eres imposible ─se lamentó, en cuanto aparqué a unos metros de la estación. Me apretó las manos antes de que me apeara del vehículo─. Pamela, ten cuidado.
─Lo tendré ─le aseguré para tranquilizarlo.
─Quiero decir que grites si las cosas se ponen feas. Estaré allí antes de que alguien te ponga la mano encima.
─Sólo es una chica...
─Nadie te pone la mano encima ─reptó sus dedos hacia el interior de mi muslo─. Excepto yo... y si tú me dejas.
Me reí ante aquella ocurrencia, y tuve que taparme la boca antes de encaminarme hacia la estación, donde la oscuridad de la noche se había tragado a las pocas personas que pululaban por allí. Hacía un frío insoportable que me calaba hasta los huesos, y la niebla espesa me impedía ver con claridad más allá de unos metros. Cuando me volví para echar un vistazo a mi espalda, me quedé pasmada al ver que Jack intentaba camuflarse tras un árbol. Le siseé que regresara al coche, pero se hizo el sordo apremiándome a que continuara mi camino, lo que hice de mala gana.
Estuve a punto de chocarme con el cuerpecillo de aquella chica, quien me apartó de malhumor en cuanto me tuvo cerca.
─¡Eh, guapita, estaba segura de que te alegrarías de verme!
─Algo así.
Estudió mi atuendo de arriba a abajo, repasando mi abrigo con detalles de pelo suave en los puños y el cuello que parecían fascinarla.
─Es bonito ─admitió.
─¿Entonces vas a ayudarme? ─perdí la paciencia.
─Quiero dos mil dólares y ese abrigo por lo que voy a contarte ─exigió sin vacilar.
He de reconocer que su descaro me dejó con dos palmos de narices.
─Dos mil quinientos, y ni se te ocurra volver a mirar mi abrigo ─le advertí, porque era de mi abuela y le tenía muchísimo cariño.
─Yo no puedo entrar a ese club. Lo he intentado miles de veces, pero no me permiten la entrada. Para mí sería genial tener un techo bajo el que trabajar. Aguantar a mi chulo y la humedad de Seattle no es agradable.
─¿Y por qué no te dejan entrar?
─No soy la única ─replicó, enfurecida porque pusiera en duda su reputación─. Ahí solo entran rusas, eslovacas, colombianas..., se ve que les gustan las extranjeras más que el producto nacional.
Me resultó muy sórdido la libertad con la que hablaba del tema, pues en vez de personas, parecía que trataba de embutidos y jamones.
─¿Quiénes son sus clientes?
─Hombres con muchísimo dinero, guapita. Tu abriguito se quedaría en pañales ante esos cochazos que solo se ven por la puerta de atrás. Pero no pienso contarte nada más. Primero quiero mi dinero ─extendió la mano con apremio, como si yo fuera la clase de persona que llevaba dos mil quinientos dólares en el bolsillo ─. ¡Mi dinero!
Ni siquiera me inmuté ante su histeria.
─¿Y qué recibo yo a cambio, Maggie? ─le pregunté muy calmada.
─Tengo una compañera que acaba de empezar a trabajar en ese club. Consiguió el trabajo a través de un tal Tyler... o algo así. Es Colombiana y llegó al país hará un par de meses, por lo que necesita el dinero ─luego se apresuró a añadir─: lo suyo va aparte.
─Mañana tendrás tu dinero. Tráela ante mí y te pagaré tu parte.
─Y el abrigo ─sentenció.
Me quedé callada, a pesar de que al día siguiente pensaba acudir a nuestra cita con otro abrigo distinto. Antes de que se marchara, creí que podría serme de más utilidad. Me costaba dos mil quinientos dólares, así que puestos a pedir...
─¿Conoces a esta chica? ─le pregunté, mostrándole la foto en la que Jessica y la desconocida rubia aparecían discutiendo.
Se puso lívida de inmediato.
─A la morena no la conozco, pero la rubia no es trigo limpio. Estuvo a punto de abofetearme en medio de la calle porque no quise cederle mi sitio. Es peligrosa ─me advirtió. Me pareció que estaba realmente asustada.
─¿Sabes dónde puedo encontrarla?
─En la calle, como a todas ─rehusó decírmelo, con toda seguridad porque desconfiaba de mi lealtad.
Le extendí un fajo de billetes que llevaba en el bolsillo que se apresuró a retirar de mi mano.
─Suele estar en la esquina del Club Petalos. A esta hora, ya debería de estar allí.
Me despedí de ella apresurándome hacia el coche, donde le resumí a Jack lo que acababa de averiguar, así como las tendencias violentas que presuponía hacia aquella completa desconocida. Esta vez, Jack me arrebató las llaves del coche sin concederme un minuto para reaccionar. Hubiera sido gracioso reparar en nuestros temperamentos tan parecidos sobre aquello de querer llevar la razón en cualquier circunstancia, de no ser porque estaba muy angustiada suponiendo lo que me iba a encontrar.
Nada.
Aquella chica no estaba allí, y empecé a creer que mi dinero se había disipado en vano.
─Esperaremos una hora ─concedió él, y yo estuve de acuerdo en que, a aquellas alturas de la noche, era un tiempo más que prudencial para que se presentara.
A los veinte minutos, me empezó a rugir el estómago, por lo que Jack se bajó del vehículo y caminó un par de manzanas para regresar con dos perritos calientes y un par de refrescos que recibí hincándole el diente con voracidad. Hasta que no me terminé aquella cena improvisada, no aproveché aquel momento de intimidad para hacerle la pregunta que me tanto me rondaba la cabeza desde la noche anterior.
─¿Por qué no me dijiste que sabías lo que le sucedió a mi padre? ─él me miró en silencio, por lo que continué─. Me preguntaste sobre la razón de mi pánico a las alturas, pero ya lo sabías.
Lo observé expectante, presa de la curiosidad. Se había quitado la sudadera, quedándose con una fina camiseta de algodón blanca de manga corta que se pegaba a su cuerpo bien trabajado. La tela se estrechaba sobre los musculosos biceps que tenía relajados sobre el asiento. Era guapo. Peor aún. Gozaba de la clase de atractivo que te impulsaría a girarte en mitad de la calle para echarle un vistazo.
─Porque cuando me lo contaste estabas aterrorizada, y lo hiciste porque tenías la necesidad de desahogarte con alguien. Podría haber sido cualquier persona, pero fui yo quien te encontró en el pasillo de aquel hotel ─suspiró, como si le costara un gran esfuerzo decir sus siguientes palabras─. Luego nos emborrachamos. Tú porque lo necesitabas, y yo porque estaba acojonado de tenerte medio desnuda en aquella cama y no ser capaz de contenerme. A la mañana siguiente no recordabas nada de lo que me habías dicho, y yo recordaba lo suficiente para saber que no me habías elegido a mí para contarme algo que te hace tanto daño. No tenía derecho a saberlo, por lo que esperé que algún día fueras tú quien te decidieras a contármelo otra vez..., sobria. Aquel día en el aeropuerto, te pregunté porque me gustabas mucho. Pero eso ya lo sabes.
Me alucinó la suerte que tenía de contar con un hombre tan considerado. Era íntegro, reservado y estaba para mí.
─Yo en tu lugar no sé lo que habría hecho ─admití, pues lo admiraba.
─Desnudarme y meterme mano, porque te vuelvo loca.
Antes de que le soltara una de las mías, capturó mi boca para callarme con un beso que me supo a gloria. Acarició mis labios con su lengua, hasta que me hizo olvidarme de todo, catapultándome a una espiral de deseo desenfrenado que me impulsaba a desearlo en aquel coche aparcado en mitad de la calle. Porque yo era como barro húmedo moldeado entre sus manos a su antojo. Entonces, si lo sabía, que hiciera conmigo lo que le diera la gana...
Se separó de mí, giró la cara cuando yo aún estaba atontada por el beso y señaló a la chica que acababa de llegar.
─Creo que es ella. La chica de la foto.
Salimos del vehículo al mismo tiempo, caminamos a paso rápido hacia ella, y le grité que se quedara donde estaba. Grasso error, pues echó a correr como una condenada, mientras yo intentaba alcanzarla con aquellos tacones que me hicieron trastabillar en el suelo. Le grité a Jack que la persiguiera y que no se detuviera a ayudarme.
Intenté incorporarme, pero me llevé una desagradable sorpresa al percatarme de que el tacón de mi zapato había quedado encajado en el hueco de un sumidero. Estaba tirada en la calle en una postura poco digna cuando mi teléfono móvil vibró dentro del bolsillo de mi pantalón, por lo que me descalcé el pie, descolgué el auricular y respondí a Roberto.
─Vas a tener que conseguirme un visado para la hermana de mi madre ─ante aquella declaración, sonreí y pude respirar tranquila─. La chica de la foto se llama Sasha Ivanenko, y acabo de enviarte la localización de donde vive en un mensaje de texto. ¿No me das las gracias?
─Te debo una ─respondí encantada.
Colgué el teléfono en cuanto divisé que Jack regresaba con los brazos en jarra y el gesto ensombrecido. Era evidente que el hecho de que una mujer hubiera escapado de su carrera le afectaba a esa hombría de la que tanto presumía.
─¿Qué pasa, en la fiscalía no os enseñan a correr? ─me burlé, para distender la tensión.
─Qué graciosa ─siseó.
Troté a la pata coja hasta el coche, donde me subí con el tacón roto en la mano.
─No podrías aguantar mi ritmo en una carrera ni aunque entrenaras durante todo un año ─se defendió con orgullo.
─Si quieres pedirme una cita, sólo tienes que hacerlo con educación ─repliqué, para sacarlo de sus casillas.
Él arrancó el coche sin dedicarme una sola mirada, pues estaba ocupado al centrar la vista en la calzada. Sabía que era un conductor excepcional que seguía con escrupulosa formalidad las normas de circulación, así que me estiré sobre el sillón mientras lo contemplaba a mi antojo.
─No necesito pedirte una cita porque eres mi esposa ─gruñó, soltando aquellas dos últimas palabras con gravedad.
─Una esposa que hoy duerme en su casa. Atrévete a contradecirme.
No lo hizo. Condujo directo hacia a mi casa sin decir una sola palabra, pese a que ambos sabíamos que estaba enfadado. En el mundo de Jack Fisher todo era ordenado, calmado y circulaba a su antojo. En el mío también.
En cuanto detuvo el coche frente a mi puerta, ladeó la cabeza para mirarme mientras el motor seguía ronroneando.
─No voy a contradecirte, porque te encanta que te abrace por las noches pero eres tan orgullosa que prefieres dormir con tu maldito gato para darme alguna clase de lección que a mí no me interesa ─apretó las manos en torno al volante─. No soy la clase de hombre que da órdenes a la mujer con la que me he casado, pero espero un poco de atención por tu parte.
─Quería añadir que te quedaras en mi casa a dormir ─finalicé, pues estaba muy molesta por la opinión que tenía sobre mí como esposa.
─Buenas noches, Pamela ─se despidió con frialdad, dando por zanjada la conversación.
Me bajé del vehículo con la intención de dar un portazo, pero no lo hice. Antes de cerrar con suavidad, recapacité y me apoyé sobre la ventanilla bajada para insistir por última vez. No era de las que daban el brazo a torcer, pero se merecía un poco de consideración teniendo en cuenta lo atento que había sido conmigo durante toda la noche.
─No seas orgulloso, estoy deseando dormir contigo. En mi casa hay una cama que te está esperando ─él me miró de soslayo, como si se lo estuviera pensando─. Y alguien que quiere que le calientes las sábanas.
No hizo falta más, pues se bajó del vehículo con un ímpetu que me dejó sin palabras. Me arrastró hacia la entrada entre caricias y besos que me dejaron drogada, abrió la puerta sin que me hubiera percatado de que me había arrebatado las llaves y me condujo hacia la planta de arriba.
Nos quitamos la ropa el uno al otro, o más bien nos la arrancamos con prisa, como si no tuviéramos el resto de la noche para hacer lo que ambos estábamos necesitando. De pronto, todos los meses que estuvimos separados me resultaron inadmisibles y carentes de todo fundamento.
¿Por qué diablos no habíamos hecho esto antes si me gustaba tanto?
─Qué tonta he sido... ─murmuré en voz alta sin poder contenerme.
Él asintió dándome la razón mientras me sacaba la blusa por la cabeza.
Quedé desnuda ante sus ojos, pero tuve la sensación de que no era la ropa lo único que me quitaba. Las manos de Jack me arrastraron hacia la ducha, donde nuestros cuerpos resbaladizos por el agua se unieron hasta confundirse con el vapor que empañaba los cristales. Sus dedos se agarraron a mi cabello húmedo; tiraron de mi cabeza hacia atrás hasta exponer mi garganta ante su boca. Me mordió y me besó hasta que me flaquearon las fuerzas y me agaché para darle el placer que estaba deseando.
En mi boca, su miembro se volvió duro y húmedo. Alcé la cabeza con una mirada arrogante, para contemplar su rostro expuesto. Con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa por lo que le estaba regalando, me pareció la visión más erótica y masculina que había visto en toda mi vida. Me la grabé a fuego en la piel mientras mi lengua lo volvía loco.
Jack gruñó mi nombre entre jadeo y jadeo hasta que no pudo más. Me sostuvo por los hombros, me alzó con facilidad para colocarme a su altura y me abrió los muslos. Se introdujo muy lentamente en mi interior, mientras susurraba contra mis labios que me haría cosas. Qué cosas.
Me encantaba oírlas y me avergonzaba recordarlas, pero asentí apresándolo entre mis brazos para acercarlo hacia mí. Mencionó algo acerca de un preservativo que a mí me trajo sin cuidado, y le advertí que ni se le ocurriera salir de mi interior.
Sus envites me completaban, me volvían loca y eran todo lo que quería en aquel momento. Probablemente en muchos más.
Agarró mis pechos en un deje primitivo que me enloqueció, aparté las manos para demostrarle que en aquel momento era suya y que podía hacer conmigo lo que le diera la gana. Y aceptó, hundiendo la cabeza en mis pechos como si hubiera encontrado un lugar en el que se sentía muy cómodo. Una sonrisa perversa se asentó en sus labios cuando una de sus manos agarró mis muñecas para apresarlas por encima de mi cabeza.
Su boca besó mis pechos, los mordió...¡Los mordió como no imaginaba que se podían morder para provocar tanto placer!
Volvió a besarlos, a amarlos con su lengua hasta que le rogué que no se detuviera, pese a que sabía que no iba a detenerse.
─No tienes ni idea de cuántas veces imaginé que te hacía esto... ─admitió en voz alta.
─¡Muchas! ─grité.
Él asintió, me situó contra la pared de la ducha hasta que su torso se apretó contra mis pechos y volvió a besarme. El agua caliente acariciaba nuestros cuerpos, el vello de su pecho me arañaba provocándome un placer desconocido que me cosquilleaba todo el cuerpo.
─Ahora estoy seguro de que olvidé aquella noche en ese hotel porque era demasiado buena como para vivir sabiendo que eras mía y que no me permitías tocarte.
─Tócame ahora ─le exigí.
Y lo hizo...
Me tocó como nadie lo había hecho antes. Invadió aquella parte tan íntima de mi anatomía al tiempo que su miembro me catapultaba al éxtasis. No pudo más, ni yo tampoco. Se dejó ir dentro de mí, sujetándome por las caderas y soltando un grito gutural que yo atrapé con un beso largo. Cuando nos separamos, ambos sabíamos lo que acabábamos de hacer, y no nos importaba.
Fui incapaz de contar las veces que lo hicimos como animales. En la ducha, en el suelo del cuarto de baño y hasta llegar a la cama. Me sobraban las sábanas porque sabía que su cuerpo era la mejor manta. Descansé sobre su pecho, me acurruqué contra su cuerpo y le acaricié el abdomen por pura codicia. Tenía más miedo del que había sentido en toda mi vida, porque me aterrorizaba que algo tan bueno se acabara para darme de bruces con la realidad.
Hablamos durante horas, en las que él me narró sus años en la universidad en los que se calificó como un pringado. Sinceramente, fue algo que a mí me costó creer, pero lo dijo con tal vehemencia que tuve que hacer un esfuerzo por imaginar al Jack flacucho pero lleno de energía con el que él se identificaba por aquella etapa. Me habló de su familia y de un padre senador al que admiraba muchísimo. Me contó que tenía unos sobrinos que poco tenían que ver con aquella cuñada que tanto me desagrada y a la que él llamaba cariñosamente nana. Nos quedamos en silencio durante un rato al percatarnos de que habíamos cometido una locura que podía solucionarse a los nueve meses. Pero bendita locura...
─Cuando mi padre murió, creí que sería incapaz de confiar en otra persona ─le confesé a media voz.
Me costaba hablar de ese tema sin que un estremecimiento helado se asentara en todo mi cuerpo. Jamás lo había abordado con tanta naturalidad con nadie, y pocas personas sabían lo sucedido en la cima del Space Needle.
─Pero empiezas a confiar en mí ─lo dijo porque era la verdad y ambos lo sabíamos.
─Sí ─me incliné sobre su pecho para mirarlo a los ojos─. Mi padre era la persona más importante de mi vida. Siempre tuve la sensación de que era el único que podía mirarme y sentir algo de orgullo, así que cuando murió, una parte de él se fue conmigo. Le dio un ataque al corazón mientras intentaba defender a una mujer porque su marido estaba amenazando con golpearla delante de todo el mundo. Cuando murió, mi hermana y mi madre eran incapaces de mirarme a la cara sin sentir que yo era la clase de persona que defendía a criminales como los que habían matado a mi padre.
Estaba atento a lo que le contaba, sin apenas pestañear.
─¿Alguna vez se lo has contado? ─sugirió con suavidad.
Sacudí la cabeza mientras me borraba una lágrima que discurría por mi mejilla.
─Vivía en Washington, pero tras lo sucedido me mudé a Seattle para estar más cerca de ellas. Quería que entendieran que las amaba, pero en el fondo, supongo que solo quería demostrar que yo no había tenido la culpa de lo sucedido.
─No la tuviste.
─¿No? ─lo contradije con una mirada dolorosa para contarle aquello que había sido incapaz de decirle a nadie. Aquel secreto silenciado bajo miradas que intuían lo sucedido, pero jamás se habían atrevido a preguntármelo a la cara─. Antes de que mi padre tuviera la discusión con aquel hombre, era yo quien había discutido con él. Me exigió que no defendiera a un tipo que había dejado en la ruina a uno de sus mejores amigos, pero yo fui incapaz de escucharlo porque sentía que aquel era mi trabajo. Maldita sea, todavía sigo sintiéndolo. Si no lo hacía yo, sería otro quien llevaría aquel caso. Sencillamente mi padre quería que no fuera yo. Cuando murió, estaba tan arrepentida que me negué a llevar aquel caso, a pesar de que sabía que era demasiado tarde. Siempre he creído que fui yo la que le provocó el infarto, pero nunca me he atrevido a mencionarlo en voz alta, aunque mi familia lo intuya y se lo calle.
Jack se quedó en silencio, por lo que sentí que me estaba juzgando, pese a que no era de extrañar. Mi propia familia continuaba haciéndolo, e incluso yo era incapaz de conciliar el sueño por las noches porque aquello seguía pesando en mi conciencia.
─¿Sabes qué es lo peor? ─Jack me contempló imperturbable─. Que me he casado con un hombre tan íntegro como mi padre, porque pienso que sino pude convencerlo a él necesito convencerte a ti de que no soy la hija de puta por la que todos me toman.
─No vuelvas a decir eso, Pamela ─me censuró.
Me senté sobre la cama y él hizo lo mismo. Sabía que lo que acababa de decirle carecía de toda justificación, pero en aquel momento era incapaz de disculparme. Había desnudado mi mayor temor hacia otra persona sin recibir un abrazo ni el consuelo que tanto requería. Por una vez, necesitaba escuchar que era perdonada por los errores del pasado.
─Solo eres una abogada, Pamela. Haces tu trabajo ─dijo al fin.
Se incorporó para pegarse a mi cuerpo, pero se mantuvo inerte a mi espalda, empeñado en mantener las distancias. Por mucho que quisiera creerlo, tenía la sensación de que me decía aquello como un consuelo que no sólo servía para mí, sino también para él. Éramos dos personas muy distintas que estaban casadas por error e intentaban hacer funcionar su matrimonio. Se suponía que yo era la clase de mujer en la que Jack no debería fijarse. Esa persona que estaba al otro lado de la balanza de la justicia. Si esto era difícil para mí, no quería ni imaginar lo contradictorio que podía resultar para él.
No; no me daba la gana presuponer que Jack estaba manteniendo una lucha interna consigo mismo porque estar casado conmigo; o peor aún, querer estar casado conmigo le provocaba un quebradero de cabeza.
─Son las reglas de un juego que ya conocemos. No te culpes por hacer un trabajo que es necesario. Los abogados como tú existís para demostrar al mundo que la justicia está por encima de la venganza y el ojo por ojo.
Qué pensamiento tan básico y deprimente.
─No me digas que ahora me admiras, porque no te lo crees ni tú
─No podría haberme casado con una mujer a la que no admiro ─me contradijo muy tranquilo.
─Te casaste conmigo porque estabas borracho y no sabías lo que hacías ─le dije, sintiendo la necesidad de atacarlo.
Me agarró la cara para que lo mirara a los ojos, encontrando en ellos una profunda desesperación. Si estaba desesperado por hacerme entender que debíamos estar juntos, lo estaba consiguiendo.
─Déjalo ya, Joder. Autocompadecerte no es uno de tus encantos, y ambos lo sabemos ─me echó a la cara.
─A lo mejor me importa mucho lo que pienses de mí ─musité.
─Sería la primera vez.
Parecía muy asombrado.
─Puede ser.
Me cogió de los hombros con una violencia que me asustó.
─Ni se te ocurra cambiar por mí. No es algo que esté dispuesto a pedirte.
Me resultó tan disparatado lo que acababa de decirme que ladeé una sonrisa sardónica.
─Sabes que no lo haría, por eso me asusta pensar que un día recapacites.
─Recapacité la primera vez que te vi y supe que eras para mí. Había decidido que el trabajo sería mi mayor ambición cuando cambié de opinión al descubrir que había cosas que merecían más la pena. Una casa, niños, un hogar... tú.
Apenas fui consciente de que me incliné hacia él para tenerlo más cerca. Mucho más, porque me gustaba estar a su lado.
─Mentiroso.
─En absoluto.
─¿Por qué yo? ─exigí saber, a pesar de que estaba encantada de que así fuera.
─No tengo una respuesta lógica para esa pregunta, pero eres tú y con eso me basta ─fue tan rotundo que me desinflé.
Su determinación me conquistaba, era imposible negarlo.
─¿Nunca ha existido otra mujer? ─quise saber, porque no sabía nada de él y me daba miedo lo que podía encontrar si hurgaba en un pasado que no me pertenecía.
─Una vez estuve comprometido, pero se rompió.
¿Comprometido?
Me imaginé a la mujer con la que pudo tener una relación tan estrecha como para cavilar un matrimonio, y sentí unos celos horribles que me oprimieron las costillas hasta provocarme un malestar general que se apoderó de todo mi cuerpo. Unos celos injustificados, pero que hacían daño por mucho que tratara de ignorarlos.
─Prefiero no saberlo.
─No sé lo que estás pensando, pero no era tan importante para mí como lo eres tú.
Una sensación de alivio borró el malestar, pese a que los celos pervivieron.
─¿Y por qué no?
─Porque si lo hubiera sido me habría casado con ella.
─Juegas con ventaja debido a un hecho que pasó ajeno a nuestra voluntad.
Sus ojos se oscurecieron en una clara amenaza.
─Mi voluntad actual es la de ser tu marido. Lo demás me trae sin cuidado.
─¿Incluso la opinión de tu familia?
─¿Estás casada conmigo o con mi hermana? ─me contradijo agotado.
Lo abracé porque me sobraron las palabras.
─Quiero que conozcas a mis padres.
Tensé mis brazos alrededor de su cuerpo, y quise decirle que no. Que sus padres, su familia y hasta su puñetera hermana no eran de mi incumbencia, pero por alguna extraña razón fui incapaz de hacerlo.
─Te aprovechas porque sabes que en este momento estoy tan sensible que soy incapaz de decirte que no.
─¿Eso es un sí?
Asentí con palpable reticencia.
─Les vas a gustar ─declaró muy seguro, y yo no estuve de acuerdo.
─Eso no lo sabes.
─Lo sé porque a mí me gustas.