CAPÍTULO OCHO

Seattle, veintiocho días antes

Mis dos parientes preferidos se llamaban Amy e Ivy, tenían seis años, el cabello pelirrojo y un rostro saturado de pecas doradas que adoraba besar. En cuanto abrieron la puerta de la casa de Helen, se colgaron de mi cuello como dos monitos, y comenzaron a chillar frases inteligibles de las que sólo atisbé palabras sueltas: “parque de atracciones”, “regalos” y “chuches”.

Primero besé el rostro de Amy, quien a diferencia de su hermana, tenía el cabello repleto de tirabuzones naranjas; y luego besé el rostro de Ivy, quien compartía el cabello liso de su madre.

Se supone que no debéis abrir la puerta a ningún extraño ─las sermoneé.

Pero tú no eres ningún extraño ─me contradijo la pequeña Amy.

¿Y si lo fuera? ─insistí.

Pero no lo eres ─respondió Ivy, y comenzó a rebuscar en mis bolsillos, con toda probabilidad buscando algún regalo.

Escuché los inconfundibles pasos de Helen acercarse a la entrada. Helen tenía una manera de caminar muy propia. Había sido bailarina de ballet profesional, y tras quedarse embarazada, se vio obligada a dimitir, si es que acaso se podía dimitir voluntariamente, y montar su propia escuela de danza clásica. Por ello, siempre iba correteando de un lado para otro en zapatillas de ballet, con ese cuerpo de gacela que la naturaleza le había otorgado, y el baile le había ayudado a mantener con el paso de los años.

Helen era la mayor de las tres, y rondaba la cuarentena. Siendo la hermana mayor, siempre estaba dispuesta a ofrecer concejos que nadie le pedía, pero lo cierto era que tenía una mentalidad liberal y un carácter algo atolondrado. De las tres, estoy segura de que yo era la más centrada y seria. Y así me iba.

Buenos días, Tesoro ─me saludó Helen.

Plantó un beso en cada una de mis mejillas, y me rodeó entre sus brazos cálidos y delgados. Helen siempre olía a azucar glass y masa de galletas, supongo que debido a su afición por la repostería y la comida casera.

La pequeña Ivy encontró el escondrijo de mi abrigo en el que guardaba las piruletas, y cogiendo la suya y la de su hermana, se marchó corriendo con Amy lloriqueando tras sus pasos. Helen les soltó un grito que las puso firmes, y me obligó a seguirla hacia la cocina, en la que estaba horneando su famoso pastel de calabaza.

Las estás malcriando ─se quejó.

Me encogí de hombros, y probé una de las galletas que todavía estaban calientes, y que reposaban sobre una bandeja de horno colocada sobre la encimera.

Soy su única tía. Estoy en todo mi derecho.

Pamela...─me sermoneó ella.

Se sentó a mi lado, y antes de decir lo que tenía que decir, echó un vistazo hacia la puerta, supuse que para evitar que nuestra hermana nos pillara in fraganti.

No quiero que hables así de Olivia ─me pidió. Parecía incómoda.

¿De qué manera? ─pregunté con deliberación, como si no la hubiera entendido.

Como si no existiera.

De verdad, parece que no existe ─al ver que me miraba con gesto grave, añadí con una sonrisa─: vamos Helen, no me mires así. Ya sabes a lo que me refiero. Ella va y viene cuando le apetece, y en todas las ocasiones, nos busca porque necesita algo. Es interesada, pero es nuestra hermana. Yo finjo que la quiero, tú la amas de verdad, y así nos va bien.

Helen se metió una galleta entera en la boca, como si no quisiera escucharme. En realidad, lo que no deseaba era atender a razones. Mi hermana era la clase de persona que tendía a pensar bien de todo el mundo, y le costaba asimilar que una de nosotras tres fuera una rematada egoísta. Por eso la adoraba. Era la mejor de las tres, y su buen corazón siempre me había enorgullecido.

Estoy preocupada por ella. Esto no es como el resto de ocasiones. Dios Santo, su marido está en la cárcel acusado de un horrible asesinato, y ella se niega a hablar del tema. Por supuesto, no es como si yo le hubiera preguntado. No estoy segura de querer saber nada al respecto.

No estás segura, pero pareces intrigada ─apunté, llevándome otra galleta a la boca.

Desde luego que estoy intrigada. Mi hermana está casada con un asesino.

Mírale el lado positivo. Al menos no nos invitó a la boda.

¡Pamela! ─se horrorizó, ante mi cinismo─. De verdad, cuando Olivia me dijo que ibas a defender a su marido, puse el grito en el cielo. No puedo creer que seas capaz de defender a un hombre como ese. Todas las pruebas apuntan en su contra.

Yo tampoco. ¿Te puedes creer que no van a pagarme? Honestamente, debo de ser una persona horrible.

Helen se dio cuenta de que estaba utilizando el sarcasmo, y supongo que su alma cándida no estaba preparada para ello, por lo que torció el gesto, y sostuvo mis manos entre las suyas.

¿Por qué lo haces? Si como dices, ni siquiera la quieres... ¿Por qué exponerte a defender un caso semejante?

¿Por qué? ─pregunté perpleja. Para mí era evidente─: porque es mi hermana.

Helen me dedicó una mirada cargada de pesar.

Eres una buena persona, aunque te empeñes en creer lo contrario.

¿Lo creo yo, o lo creen los demás? ─repliqué, sin perder la sonrisa.

Ella se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza, como si quisiera sermonearme. El gesto se ganó una profunda carcajada por mi parte y al final, Helen desistió en su empeño de convertirme en una persona con una ética respetable. De repente, su rostro se transformó en la determinación más absoluta.

Dime una cosa, ¿Tú crees que...?

Su pregunta fue interrumpida por la aparición de Olivia, quien se detuvo frente a la cocina, y nos contempló con cierto recelo. Estaba segura de que había descubierto que estábamos hablando de ella. En realidad, eso no hablaba demasiado bien acerca de su perspicacia. Cualquiera en su lugar lo habría descubierto, dadas las circunstancias.

Siento interrumpiros. Sólo venía a servirme un vaso de agua.

Si Helen adivinó el doble sentido de las palabras de nuestra hermana, no hizo nada por ponerlo en evidencia. Se levantó de golpe, y acercándose con premura a Olivia, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia nosotras. La obligó a sentarse a mi lado, justo entre medio de las dos.

No has interrumpido nada, y me alegro de tenerte aquí. Es la primera vez en mucho tiempo que estamos las tres juntas.

Aprovechando que estaban las dos juntas y ocupadas, me levanté con la excusa de ir al baño, y en cuanto las perdí de vista, subí en silencio a la segunda planta y me dirigí a la habitación de invitados, en la que supuse que Helen había alojado a Olivia. No me equivoqué, y las pocas pertenencias de Olivia yacían dobladas sobre la cama. Por supuesto que habían sido las delicadas manos de Helen las que habían obrado el milagro. A Olivia le gustaba desordenar, en particular la vida de la gente. Todo lo demás, a ella le sobraba.

Reconozco que el hecho de que hubiera decidido alojarse en casa de Helen había sembrado en mí la semilla del rencor, pero eso era otra historia.

Estaba en la habitación de Olivia para encontrar la americana a la que David había hecho referencia, y no tenía la intención de hacérselo saber a mi hermana. Respecto a mi trabajo, tenía la firme convicción de que nada estaba bien hecho hasta que lo hacía por mí misma, así que informar a Olivia acerca de las pesquisas de la investigación no tenía sentido, y con ello sólo conseguiría entorpecer los trámites.

Luego estaba eso otro. Tenía la sospecha de que alguien andaba tras mis pasos debido al caso de David O´connor, y pudiera ser que mi conciencia me impidiera poner en peligro a mi hermana, a pesar de que era ella quien me había colocado en este aprieto.

Abrí la puerta del armario con la esperanza de encontrar la dichosa americana. Con suerte, ese mismo día podría dar por zanjado el asunto, si es que daba la casualidad de que Olivia tuviera entre sus pertenencias la americana de su marido. De hecho, en el armario sólo encontré dos prendas masculinas. Unos pantalones que constataban lo que yo ya sabía: el marido de mi hermana tenía un pésimo gusto para vestir, al igual que ella; y una americana de color azul oscuro. La bajé de la percha, y rebusqué sin pudor dentro de los bolsillos sin encontrar la llave. Entonces, recordé que David mencionó que se encontraba escondida en el interior del forro, por lo que rasgué la zona de la etiqueta, e hice un agujero apenas imperceptible. Rocé el frío metal y alcancé la llave con los dedos. Luego, me guardé la llave en el bolsillo y volví a dejar la americana dentro del armario. Al abrir la puerta de la habitación, me encontré con las miradas curiosas de mi sobrinas.

¿Qué hacías en la habitación de la tía Olivia? ─preguntó Ivy. De las dos, ella era la más dominante, y siempre llevaba a su hermana de la mano, dispuesta a hacerla partícipe de todas sus trastadas.

Técnicamente, esta no es la habitación de la tía Olivia ─la corregí, para así quitármelas de encima.

Eran encantadoras, además de ser muy pesadas.

Entonces...¿Qué haces en la habitación de invitados en la que duerme la tía Olivia? ─se corrigió a sí misma.

E incisivas, lo cual era enteramente culpa mía si tenía en cuenta que las había enseñado a tener una curiosidad persistente por todo lo desconocido.

Es un secreto, ¿Me lo guardáis? Nadie debe saber que he estado ahí dentro.

Amy frunció el entrecejo, como si no me entendiera.

¿Cómo vamos a guardarte el secreto si no sabemos cual es el secreto? ─replicó.

Eh... ─me quedé pensativa, y era tremendo que no pudiera ofrecerle una respuesta inteligente a una pequeña aunque espabilada niña de seis años, así que le dije─: vamos a hacer un trato. Si no le decís a nadie que me habéis visto aquí dentro, os prometo que este fin de semana os llevaré al parque de atracciones.

Eso nos lo prometiste hace dos semanas ─me recordó Ivy.

Bueno, pero si contáis mi secreto, no os llevaré al parque de atracciones.

¡Pero eso no es justo, tía Pamela! ─protestó la pequeña, y lo hizo con tanta pasión que me provocó una risilla.

Me agaché hasta estar a su altura, y le toqué la punta de la nariz para que me prestase atención.

Ivy, puede que tu madre no te lo haya dicho, pero en esta vida hay dos clases de personas: las que hacen lo que es justo, y no consiguen lo que quieren; y las que saben que hacer lo que es justo a veces no significa hacer lo correcto, y por eso siempre se salen con la suya.

Mi sobrina frunció el entrecejo.

Pues no lo entiendo.

Me empecé a reír, y las llevé de la mano hacia su cuarto de juegos. Antes de marcharme, la pequeña Amy me agarró con su manita el pantalón para detenerme. La miré un tanto impaciente, pero le dediqué una sonrisa que quería decirlo todo, o al menos lo significaba. Las adoraba.

No me gusta la tía Olivia. Tú siempre serás mi tita preferida ─gimoteó, y parecía aterrada de que yo pensara lo contrario.

Debo admitir que me sentí vencedora, lo cual era grotesco. Me hubiera quedado a gusto aprovechándome de la inocencia infantil de mi sobrina para hacerla creer que no debía querer a mi hermana, pero como yo no era así, me esforcé por regañarla.

Pues muy mal, Amy. A las tías se las quiere a todas igual, como a las sobrinas.

Les dí un beso a cada una, y les prometí que este fin de semana las llevaría al parque de atracciones. Antes de bajar las escaleras, no me pasó desapercibido el rostro consternado de la pequeña Amy. Era tan sensible como su madre, y tal vez Ivy con su desparpajo, se pareciera más a mí. La verdad; no estaba bien tener ese tipo de pensamientos. Eran mis sobrinas, no mis hijas, aunque yo me empeñara en sentirlas siempre como propias.

Al bajar las escaleras, me topé de bruces con el gesto sombrío de Olivia. Parecía aturdida de encontrarme en ese lugar, y de hecho, fue lo primero que me dijo cuando me detuve frente a ella.

Pensé que estabas en el cuarto de baño ─comentó recelosa.

Sí, pero he aprovechado para despedirme de las niñas antes de marcharme.

¿Ya te vas? Helen quiere que te quedes con nosotras a almorzar. Está entusiasmada con la idea de tenernos a las tres juntas ─si había entusiasmo en la voz de Olivia, lo disimulaba bastante bien.

En otra ocasión ─concedí, y le di un beso en la mejilla antes de marcharme.

Olivia asintió, y por primera vez, me percaté de que su expresión vislumbraba algo de pesar. Antes de que abriera la puerta para marcharme, su voz grave me detuvo.

¿De verdad que no estás enfada conmigo? ─insistió, parecía afectada de que así fuera.

Claro que no ─respondí, dedicándole una última mirada antes de marcharme.

***

Más de cuatro mil kilómetros separaban La ciudad Esmeralda de “El Distrito de Columbia”, más conocido como Washington Dc. Por suerte, tener una eficiente ayudante personal que te encontraba billetes de precios desorbitados a última hora te ahorraba varios días de trayecto en coche. Así que tras varias horas de viaje en avión, mi remarcado miedo a las alturas, y mi hombro como almohada de una mujer que olía a comida de perros ─literal─, no tenía fuerzas para soportar las reticencias de aquella empleada de banca, quien se negaba a permitirme el acceso a la caja de seguridad de David O´connor.

Lo lamento, Señorita Blume, pero nuestra política de seguridad es estricta al respecto. Debe ser el Señor O´connor quien venga a recoger la caja de seguridad.

Me resultó que la situación era como la ley de Murphy, o aquel destino que siempre me llevaba a elegir a la cajera de supermercado más inútil de todos los Estados Unidos. Fulminé a aquella petarda con la mirada, y le extendí la autorización que el propio David O´connor me había firmado, escrita de su puño y letra. Junto a ella, estaba el documento de identidad oficial de David O´connor.

Precisamente, había sido previsora con la idea de no tener ningún problema al respecto, pero ni por esas me libraba de la ineptitud de algunas personas.

Sí... esto está muy bien. Pero la política de seguridad de nuestro banco es tajante en este sentido. El señor O´connor contrató la caja de seguridad de mayor nivel, y eso lleva anexo una serie de garantías.

¡Garantías, gracias a Dios! Mi cliente se enfrenta a la pena de muerte, y gracias a sus puñeteras garantías no podrá acceder a la caja de seguridad del banco.

Si viniera él en persona...

Por supuesto. Ahora mismo se lo hago saber al Alcaide del FDC1 ─siseé irónicamente.

En ese caso, siempre puede rellenar nuestro modelo de formulario. Si lo trae el próximo día con la autorización del señor O´connor, no habrá ningún problema.

Apoyé los codos en el escritorio, y me masajeé las sienes con los dedos. Sentí que la cabeza me iba a explotar, y que la ira me consumía con lentitud.

A ver si lo he entendido... ¿Me va a hacer recorrer cuatro mil kilómetros de vuelta para rellenar un maldito papel?

Los labios de Abigail Brewster, que así se llamaba la susodicha según rezaba la plaquita que colgaba de su blusa, temblaron antes de responder con indecisión.

Esto... sí.

¿Sí? ─repliqué anonada, como si no la hubiera oído.

Lo cierto es que la había escuchado a la perfección.

Si el Señor O´connor se presenta en la sucursal, le aseguro que no habrá ningún problema.

¿Es usted sorda o estúpida? ─exploté.

El murmullo del gentío que había a mi espalda me indicó que los clientes del banco se estaban empezando a impacientar por mi tardanza, y algunos nos dedicaron miradas curiosas. En mi mente, fantaseé con la idea de armar un gran escándalo, pero sabía de sobra que no ganaría nada con perder los nervios, por lo que, cuando un empleado de rango superior se acercó hacia mí con la consabida pregunta de:

¿Hay algún problema?

Respondí sin dudar.

Por supuesto que lo tengo, pero usted puede solucionarlo en un segundo. Mi cliente solicita tener acceso a su caja de seguridad, y me ha autorizado para ello. En una hora tengo que coger un vuelo hacia Seattle, y voy a perderlo por su culpa. Además, dentro de la caja hay una prueba crucial que podría sacarlo de la cárcel, y si se niegan a colaborar, emprenderé acciones legales contra el banco. Sobra decir que están contraviniendo el derecho a la libertad de mi defendido, y que en la política de su banco no existe ninguna información al respecto acerca de rellenar formulario alguno. En fin, ¿Tengo o no tengo un problema?

Cinco minutos más tarde, salí del Washington Federal con una sonrisa de oreja a oreja, y el contenido de la caja de seguridad de David O´connor dentro del bolso. No me había atrevido a ojearla en el interior del banco, pero estaba deseando quedarme a solas para paliar mi curiosidad. Algo me decía que, dentro de aquella bolsa de plástico que había recogido, se encontraba una prueba crucial que cambiaría el sentido de la investigación. O eso esperaba.

Desde luego, lo que no preví fue encontrarme en mitad de la calle con Jack Fisher, siempre dispuesto a aparecer en el momento más inoportuno. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo en Washington, y ni siquiera debía importarme, pero por supuesto que sentí una inminente curiosidad.

Él pareció tan perplejo como yo de encontrarme en aquel lugar. Estaba esperando un taxi, y en cuanto uno se detuvo frente a la acera, le dijo algo al taxista y se acercó hacia donde yo me encontraba.

Qué podía decir de él a estas alturas...; tan atractivo como siempre y con ese remarcado aspecto sexual de fóllame ahora, se metió las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza hacia un lado para contemplarme con una curiosidad que no se esforzó en disimular, lo que consiguió ponerme nerviosa. Un hombre no debería tener ese tipo de mirada: entre hambrienta y oscura, provocativa y cargada de intenciones lujuriosas que me desvestirían con un leve pestañeo.

Vaya sorpresa, Pamela. Te hacía en Seattle ─había cierto tono burlesco en su voz que consiguió mortificarme.

Pese a todo, le miré los labios. Una boca ancha plantada alrededor de un vello facial que me haría cosquillas si lo besaba. Una boca que deseaba pero me estaba prohibida, por supuesto.

Lo mismo te digo ─respondí, y me hice a un lado para continuar mi camino─. Si me disculpas, tengo que marcharme. Tengo un poco de prisa.

¿A dónde vas que no puedes pararte ni cinco minutos a charlar? Cualquiera diría que te afecta hablar conmigo ─me provocó.

Eh...más quisieras, pero no. No obstante, las distracciones indeseadas las evito siempre que puedo. Me vienen fatal para el tránsito intestinal, tú ya me entiendes.

Tensó la mandíbula ante mi respuesta, y pareció tan cabreado que se hizo a un lado para apartarse de mí y concederme el paso.

Ve con cuidado, Pamela. Quizá tenga que ponerte un detective privado con vistas a nuestro divorcio. Últimamente no sé por donde para mi mujercita... ─me soltó, para ofenderme.

No me ofendió, pero consiguió irritarme, lo cual también había buscado con sus palabras.

A tu favor, tengo que decir que sé de sobra que no quieres nada de mí, y que dices eso porque te encanta molestarme. Con el divorcio solo te llevarás un absurdo trámite judicial. Por tanto, que te aproveche.

Hice el amago de marcharme, pero él volvió a cortarme el paso. Agobiada, alcé la barbilla para mirarlo a los ojos, y lo que encontré me provocó un temblor de piernas. Dio un paso hacia mí, y me observó con intensidad, y sus ojos cargados de una intensión peligrosa que no le había visto antes.

Eso de que no quiero nada de ti es mentira ─anunció, y lo odié por decir esas cosas.

¿Y qué quieres de mi? ─lo que intentó ser una réplica, se convirtió en un delirio patético y exigente.

De ti lo quiero todo.

Me agarró por los brazos y me acercó a su boca. Antes de que pudiera reaccionar, sus labios encontraron los míos, y me besó sin pedir permiso. Ni siquiera me resistí. Al principio, confundida y desprevenida por la sorpresa, me quedé pasmada y quieta. Sus manos me acercaron a su cuerpo, que exudaba un calor reconfortante, magnético y en el que no me importó perderme. Luego, me mordió el labio inferior para obligarme a ser partícipe de un beso más intenso, y no se conformó sólo con ello. Lo tomó todo, tal y como había jurado querer.

Su lengua danzó con la mía, y su cuerpo se apretó contra el mío. Dejé escapar un poco de aire, y ahí no pude más. Mandé al diablo la reticencia, el recelo y todo mi autocontrol. Me dejé llevar por el deseo, allí en mitad de la calle, y sentí que sus manos me agarraban con fuerza, como si no estuviera dispuesto a aceptar que yo pudiera alejarme de él. Sinceramente, en aquel momento no estaba dispuesta a ir a ningún lado.

Todo lo que tú me des ─declaró sobre mis labios, y volvió a besarme.

Agarró mis nalgas y me presionó contra su erección. ¡Allí, en mitad de la calle! Solté un grito imbuída por la... agradable sorpresa, y me dejé besar hasta que todo se convirtió en algo tórrido, primitivo y difícil de controlar. Besaba con hambre y urgencia, evidenciando un deseo que nos consumía a ambos. Besaba mejor de lo que siempre había imaginado. Me atontaba, me drogaba, me hacía desear más... muchísimo más.

Me agarré a sus antebrazos, para tenerlo más cerca. Entonces, la voz tosca del taxista rompió aquel momento que ambos sabíamos que no era perpetuo, pero que quisimos creer que era para siempre. Al menos yo lo había vivido así.

¿Se va a montar en el taxi o no? ─exigió saber el taxista, cabreado ante la pública muestra de cariño.

Supuse que a sus ojos no éramos más que otra pareja de tortolitos. Una pareja de tortolitos que se metía mano en mitad de la calle pero que no había compartido una miserable e íntima escena de cama en toda su vida pese a llevar varios meses casados.

De un empujón, aparté a Jack de mí y recobré la conciencia sobre mi cuerpo. La conciencia y el maldito sentido común del que me había privado al besarme sin pedir permiso. Le dediqué una mirada gélida, y me colgué el bolso al hombro, como si con ello pudiera recobrar parte de mi orgullo, que había sido devastado por sus besos.

Supongo que tras el beso llegó el arrepentimiento ─adivinó, mofándose.

No me vuelvas a besar ─le espeté, con los dientes apretados.

Eso se dice antes ─me soltó con suficiencia.

Antes tenía mi boca cubierta por tus asquerosos labios ─respondí furiosa. Lo de asquerosos era mentira.

Pues a mí me ha dado la impresión de que querías otro ─replicó, refiriéndose al beso.

Puse cara de sopor, y le dediqué un gesto con la cabeza para que se echara a un lado y dejara de cortarme el paso, pero todo lo que hizo fue abrir la puerta del taxi, y señalar que me metiera dentro.

¿A dónde vas? Podemos compartir un taxi.

Al aeropuerto, pero prefiero ir en mi propio taxi. Eso de compartir no forma parte de mi estilo.

Hizo como que bostezaba, afligido por el aburrimiento que le causaba mi reticencia.

Yo también voy al aeropuerto. Anda, sube ─me indicó, y se echó a un lado con caballerosidad, al tiempo que me sujetaba la puerta. Al final asentí, y él añadió─: prometo no volver a besarte, a no ser que tú me lo pidas.

En el taxi no nos dirigimos la palabra, y llegamos tan apurados de tiempo al aeropuerto, que tuvimos que echar a correr para poder realizar el embarque. Sin darnos cuenta, o al menos así me lo pareció a mí, él me agarró de la mano y me arrastró consigo hacia la zona en la que teníamos que chequear los billetes. En cuanto llegamos hacia la puerta de embarque, nos miramos las manos entrelazadas y las soltamos con brusquedad. Es decir, fui yo quien la soltó como si el contacto de la suya me produjera una quemadura de segundo grado, pues él se dedicó a acariciar la palma de mi mano con sus dedos hábiles, en un movimiento lento, estudiado y deliberado que fue directo a mi sexo. Al percatarme de su sonrisa burlona, me aparté de él y apreté los labios con fastidio. Jamás cambiaría, y me pregunté en silencio qué clase de placer obtenía en molestarme. Puede que para él aquel beso que me había dado hacía unos minutos no fuera más que un juego, pero a mí me afectaba de una forma terrorífica, y no estaba dispuesta a dejarme embaucar por un hombre que parecía disfrutar con ello.

Como siempre que me veía en la obligación de volar, y lo evitaba todo lo que podía, un sudor frío empezó a recorrerme las sienes, y el cabello se me pegó a la frente. Sabía que tenía el rostro pálido, los labios temblorosos, y las palmas de las manos sudadas. No podía evitarlo, y por desgracia, no me había traído orfidal, medicamento que no me servía para nada, pero que si no lo tomaba, psicológicamente me mermaba hasta convertirme en un ser patético con tendencia a la histeria.

¿Te encuentras bien? ─se preocupó Jack. Sólo le había bastado echar un vistazo a mi cara para percatarse de que algo no iba bien.

Me voy a montar en un aparato que vuela a una altura de doce mil metros del suelo. Por supuesto que no estoy bien.

Parpadeó extrañado, como si mi declaración lo hubiera tomado por sorpresa.

¿Te dan miedo las alturas?

Miedo, pánico, terror. Llámalo como quieras. No estaré tranquila hasta que vuelva a tener mis pies en tierra firme.

Jack me pasó un brazo alrededor de los hombros. Sabía que lo hacía para que me sintiera tranquila, pero aquel gesto sólo consiguió el efecto contrario. Aún así, no me aparté de él, pues no quería parecer más histérica de lo que ya estaba.

El avión es el medio de transporte más seguro ─me explicó, como si yo no lo supiera.

¿Cuántas veces te crees que me han soltado esa chorrada? Y adivina: no me hace sentir mejor.

Puso las manos en alto, y se separó de mí un tanto ofendido.

Sólo pretendía animarte ─se defendió.

Pues no lo haces. Para ti es fácil, porque no sientes lo mismo que yo.

De repente, me vinieron a la mente imágenes borrosas de aquel día en en Space Needle. Gritos, empujones y un sonido seco que me heló las entrañas. Me abracé a mi misma, y apoyé la cabeza en la pared, con la intención de sacar fuera aquel recuerdo tan doloroso. Había necesitado años de pastillas para conciliar el sueño, y a día de hoy, no estaba segura de haberlo superado.

¿Puedo preguntar por qué tienes miedo a las alturas? ─sugirió Jack.

Negué con la cabeza, y abrí los ojos sin la intención de mirarlo. Sólo dos personas conocían el porqué; una de ellas era mi hermana Helen, y la otra mi madre. La primera me había animado en varias ocasiones a acudir a terapia, a lo que yo me negaba; y la segunda, lo estaba pasando lo suficiente mal como para no molestarla con un problema que le aseguré que ya estaba superado.

Le extendí mi billete a la azafata con mano temblorosa, y me fijé en el billete de Jack, que era de primera clase. Alcé una ceja con diversión, para relajar el ambiente.

No sabía que un fiscal ganara tanto dinero ─me burlé a propósito.

Soy previsor. Me lo puedo permitir si compro los billetes con antelación ─explicó, restándole importancia.

¿A qué has venido a Washington, Jack? ─le pregunté de repente, presa de la curiosidad.

¿Por qué tienes miedo a las alturas, Pamela? ─contraatacó él.

Apreté la mandíbula y me giré hacia otro lado, con la intención de ignorarlo hasta que pudiera acceder al avión. Sentí que él se inclinaba hacia mí, y noté su respiración cálida sobre mi nuca, hasta que sus labios rozaron el lóbulo de mi oreja en un toque suave y provocador.

He venido a visitar a mi familia, no hace falta que te pongas celosa ─susurró con fanfarronería.

Quería provocarme, y lo consiguió, pues tan pronto la azafata indicó que ya podíamos entrar al avión, caminé de prisa y lo perdí de vista sin ni siquiera despedirme.

Coloqué mi bolso debajo del asiento, y apoyé la cabeza en el respaldo del asiento en un intento por relajarme, pero de poco servía. Todo me molestaba. Desde la charla incesante del hombre que tenía a mi lado, hasta el respaldo del asiento delantero de la gigantesca mujer que tenía en frente, quien había tomado como objetivo de viaje aplastarme las rodillas.

Cerré los ojos y suspiré, pero el parloteo de mi compañero de viaje me ponía de los nervios.

Así que tiene miedo a las alturas... ─me evaluó. Detestaba que un extraño me evaluara, y ni siquiera estreché su mano cuando me la ofreció, que se quedó colgando en el aire. Pero ni con esas pilló la indirecta, y continuó como si nada─. Mi prima Rita también tenía miedo a volar, y lo superó con una terapia de hipnosis. Debería probarlo, al fin y al cabo, no es necesario que lo pase mal. ¿No sabe que el avión es el medio de transporte más seguro? Debería saberlo. Desde Seattle a Washington apenas se tardan unas horas. Antes, mi prima Rita hacía el trayecto en coche, ¿Se lo puede creer? ¡En coche! Por suerte, ahora es una mujer nueva, y...

Oiga, me importa un comino su prima Rita ─lo corté, sin educación alguna.

El hombre apretó los labios, ofendido por mi respuesta. No volvió a dirigirme la palabra. Qué alivio.

Clavé las uñas en el reposamanos del asiento, y me castañetearon los dientes cuando el avión empezó a moverse por la pista de aterrizaje. De repente, una azafata se acercó hacia mí, y me habló al oído. Escuché que tenían un asiento para mí en primera clase, y no lo dudé. Cogí mi bolso y me levanté para seguirla. Cuando llegué a primera clase, me percaté de que Jack se levantaba para dejarme libre el asiento que antes ocupaba.

Doscientos veinte centímetros de separación, asiento reclinable de ciento ochenta grados y bebidas gratis. Si no superas tu miedo a las alturas, me doy por vencido ─bromeó, sin perder la sonrisa.

Observé con desconcierto el asiento que había dejado vacío, y luego lo miré a él.

No... puedo aceptarlo... no sería justo. Has pagado por ese asiento ─me negué, aunque lo cierto era que estaba deseando hacer uso del mismo.

Y te lo cedo ─resolvió sin más. Pasó por mi lado, y me rozó el hombro─. Que tengas un buen viaje, Pamela.

Antes de que se perdiera tras la cortina de la clase turista, esbocé una sonrisa y le dije:

Pero no te pienso hacer ningún favor por esto ─repliqué, para provocarlo.

Eso ya lo veremos ─me guiñó un ojo, y desapareció tras la cortina.

Me recliné en el asiento, y disfruté de un vuelo plagado de turbulencias, los pies en alto y bebidas gratis durante todo el trayecto. He de admitir que, si bien viajar en primera clase no había apaciguado mi miedo a las alturas, el gesto de Jack me había sacado una sonrisa que perpetuó en mis labios durante el tiempo en el que duró el vuelo. Y qué diantres, me sentía más cómoda viajando en clase alta.

A la salida del avión, me reencontré con Jack, quien me estaba esperando con las manos metidas en los bolsillos y una sonrisa ancha. Me encantaba su manera de sonreír, porque cuando lo hacía, se formaban unas arrugas muy atractivas en las comisuras de sus labios, y los ojos le destellaban con motitas azuladas que no hacían más que evidenciar su mirada cautivadora e intensa. Me saludó con la mano para que lo viera, a pesar de que su imponente figura no me había pasado desapercibida. De hecho, dudaba que pudiera ignorarlo con deliberación.

Me acerqué a él, de mejor humor que de costumbre, y compartimos un taxi sin mediar más palabra que la del breve y animado saludo que nos dirigimos. Jack le ofreció mi dirección al taxista, y supuse que estaba dispuesto a acompañarme hasta mi casa.

¿Te han arreglado la alarma? ─se interesó. Su tono desprendía una ligera preocupación, como si en realidad le importara mi seguridad.

He tenido demasiado lío, y con el viaje de última hora, no he parado por casa en todo el día. Supongo que mañana vendrán a arreglarla.

Deberías dormir acompañada ─sugirió, y lo decía en serio.

Puse los ojos en blanco, y prácticamente me reí en su cara.

¿Acompañada por ti? Fíjate que ni siquiera lo había pensado. Pareces la clase de hombre que sabe hacer pasar un buen rato a las chicas, ¿No? ─puse la afirmación en duda, haciendo uso de la ironía.

Desde el asiento delantero, el taxista carraspeó incómodo por tener que escuchar aquella conversación.

Entre otras cosas, Pamela. Me halaga que tengas tan buena opinión de mí. Se nota que estás deseando probar lo que yo no te he ofrecido ─replicó muy sereno, aunque se notaba la tensión que emanaba su mandíbula─. Por desgracia para ti, hoy tengo una cita, y no puedo hacer uso de esa hospitalidad que no tienes, pero te empeñarás en fingir ─luego se puso serio, y añadió─: pero insisto, deberías dormir acompañada.

Me había quedado pasmada en mitad de su charla, justo al mencionar la palabra cita. Noté como se me congelaba el entusiasmo, y un incómodo ramalazo de celos me azotó todo el cuerpo. De repente, me oí preguntar:

¿Se puede saber con quién tienes una cita?

Jack se recostó en el asiento, relajó los hombros, colocó el pie izquierdo sobre su rodilla derecha, y en aquella actitud chulesca y encantada de sí mismo, respondió:

Pues no. Además, ¿A ti qué te importa?

A mí ni me importa ni me deja de importar. Eres insoportable, y sólo quería que lo supieras.

Sentí que la rabia me consumía por dentro y se apoderaba de mí, pero no quise que él lo notara, así que giré la cabeza y centré la vista en la ventanilla. Mi mente bullía de celosa curiosidad, y sólo podía pensar en el hecho de que Jack tenía una cita. No tenía ni idea del género, y quizá viviera más feliz en la inopia, pero la verdad es que me fastidiaba que él pudiera estar rehaciendo su vida con otras mujeres cuando yo ni siquiera podía pensar en otro hombre, al menos no de esa manera.

Sentí ganas de golpearlo, pero me contuve. No era sensato, y yo me consideraba una mujer sensata. Por tanto, lo sensato era que nos divorciáramos, cuanto antes. Puede que para él no fuera más que un juego, pero a mí estaba empezando a pasarme factura. Me dolía tener conciencia de que compartía su vida con otras mujeres, y teniendo en cuenta que lo único que nos unía era un papel, mi reacción carecía de todo fundamento.

Quiero los papeles del divorcio, y los quiero ya ─le espeté de buenas a primera.

El taxi había girado la esquina de mi calle, y faltaban pocos segundos para que nos separásemos. Sabía que comportarme de una manera tan huraña sólo me ponía en evidencia, pero ya me daba igual. Quería los papeles del divorcio. Tal vez, necesitaba los papeles del divorcio para conservar la independencia que tanto disfrutaba, y sobre todo, mi corazón a salvo.

No deberías quedarte sola. ¿Por qué no llamas a alguien de tu familia para que te haga compañía?─sugirió, como si no me hubiera escuchado.

Pásame el número de tu abogada por correo. Yo trataré con ella.

Lo oí resoplar.

¿Me has oído? No deberías estar en esa casa hasta que no cambies el sistema de seguridad.

Me negué a mirarlo, pese a que sabía que tenía toda la razón. Lo cierto era que me había quedado petrificada al escuchar la palabra cita, así que sus consejos, por muy sabios y cargados de buena intención que fueran, podían irse al infierno.

¿Sabes cuál es tu jodido problema? ─espetó de repente, tomándome por sorpresa. Me agarró del brazo y de un tirón me obligó a mirarlo a la cara─. Que siempre estás a la defensiva.

Me revolví para zafarme de su agarre, pero él me sostuvo por ambos brazos y me apretó contra su pecho. En un segundo, su boca capturó la mía pese a que me quejé y traté de morderlo. Pero no importaba lo que hiciera, pues mi cuerpo era como un imán que siempre terminaba anclándose al suyo.

Siempre... a la defensiva ─masculló jadeando contra mis labios, sin apenas separarse de mi boca─. Pero mis besos no los rechazas, pese a todo.

Dejó de agarrarme y se separó de mí, mirándome a la cara con una expresión apremiante que me descolocó. Todavía agitada, conseguí abrir la puerta del taxi.

Buenas noches ─me despedí con frialdad.

Caminé con premura hacia la entrada de mi casa, a pesar de que él no me siguió. No tenía por qué hacerlo, pero una parte de mí se sintió decepcionada, y anheló que fuera en mi búsqueda. No obstante, lo oí gritar mi nombre, exigiéndome que me diera la vuelta.

¡Pamela!

Su voz grave, exigente y autoritaria fue lo último que escuché antes de dar un portazo y meterme dentro de la casa.

Lo primero que hice fue descalzarme los tacones de una patada, y liberar mi cabello de aquel moño tan apretado. Después, saqué la bolsa de plástico del bolso y la coloqué sobre la mesita auxiliar de la sala de estar. Necesitaba combustible para procesar lo que iba a descubrir dentro de aquella bolsa, pues sospechaba que sería algo que daría un giro de trescientos sesenta grados a la investigación. Por ello, abrí una cerveza negra de la marca Guiness, y aquello me hizo sentir más cercana a mis raíces irlandesas. En realidad, había nacido en un pueblecito destartalado de Luisiana, y mi familia se mudó a Seattle cuando yo tenía ocho años, pero mi corazón siempre había sido irlandés. Lo supe aquel verano en el que, con cinco años, mi madre nos llevó a visitar a nuestros abuelos maternos. Aquella granja de puertas oxidadas, vegetación frondosa y paz perpetua me enamoró. Era tan distinta a todo lo que conocía y creía desear, tan hogareña, simple y carente de artificios, que al llegar sentí que era mi verdadero hogar. Desde entonces, pasaba todos los veranos en Cork, la ciudad en la que vivían mis abuelos. Para mis hermanas, aquellas visitas a la granja suponían una obligación, pero para mí eran todo lo contrario, así que cuando mi madre dejó de enviarnos a Irlanda al cumplir los dieciséis años, yo fui la única de mi familia que continuó visitando a mis abuelos.

Sabía que la relación entre mis abuelos y mi madre no era bucólica, y sospechaba que se debía al hecho de que ella los abandonó siendo una adolescente, al enamorarse de un financiero londinense quince años mayor que ella. Mi madre nunca hablaba de su propia historia, supongo que porque lo consideraba un error del pasado, y a nosotras nos contó la historia abreviada: por circunstancias de dinero y trabajo, acabó en Estados Unidos y conoció al que fue nuestro padre. Tuvieron una relación estable y repleta de amor, hasta que...

Sacudí la cabeza y cerré los ojos. Al abrirlos de nuevo, suspiré y traté de no pensar en ello. La muerte de mi padre no era el mejor recuerdo de todos los que atesoraba en la memoria, y aunque habían transcurrido cinco años, lo cierto es que las terribles circunstancias en las que acaeció me habían impedido superarlo.

Me recosté sobre el diván y tomé un largo trago de cerveza antes de sumergirme en el universo de David O´connor. La bolsa de plástico contenía algunas fotografías, un arrugado papel escrito a mano y una cinta de dvd. Lo primero que hice fue ojear una a una las fotografías. Supuse que provenían de la cámara de David, pero lo que más llamó mi atención es que en todas ellas aparecía la difunta Jessica Smith. Me resultó carente de fundamento que David quisiera parecer un psicópata ante mis ojos, así que me esforcé en estudiarlas con mayor detenimiento para encontrarles otro sentido, y descubrí que en algunas de ellas aparecía otra mujer. Según la fecha de las fotografías, habían sido tomadas dos días antes de la muerte de Jessica, y en ellas aparecía yendo al supermercado, sacando a pasear a su perro y, en una de ellas, que fue la que más me llamó la atención, con aquella chica joven y rubia a la que agarraba del brazo como si no quisiera dejarla escapar. Me dio la impresión de que aquella imagen había captado una discusión.

Releí las notas escritas a manos, que sólo exhibían dos palabras sueltas: Mystic 108.

Si David quería que me convirtiera en una especie de detective a lo Hércules Poirot, se había equivocado de persona. O tal vez no, pues he de admitir que con aquel misticismo se había apoderado de mi curiosidad.

Había una misteriosa chica junto a Jessica dos días antes de su muerte, y un par de palabras garabateadas en un folio que a mí no me decían nada. Presa de la curiosidad, metí el vídeo dentro del dvd y me senté a visionar el contenido. La imagen no era nítida, con toda probabilidad grabada con una cámara o teléfono móvil de baja calidad. La imagen estaba clavada en el centro, por la estabilidad, supuse que fijada por un trípode. Había una cama sin sábanas, y eso era todo. Sostuve la cara entre mis manos, y acerqué el rostro a la pantalla con interés. Pasaron segundos en los que no sucedió nada, y de repente, la imagen cambió, y visualicé a una mujer atada de pies y manos sobre el colchón. Un hombre con una máscara de un grotesco payaso aparecía a su lado, y el rostro de aquella mujer estaba cubierto de lágrimas y pánico. Empecé a sentirme mal, y supe que no debería ver eso, pero estaba eclipsada por la imagen. Aquel ser repugnante acarició el cuerpo de la mujer, pero no fue una caricia cariñosa ni erótica, sino algo frío que auguraba las peores intenciones. Otro hombre apareció de espaldas, y no llevaba máscara, pero por la postura me fui imposible vislumbrarle el rostro. Estaba desnudo, y en su espalda se mostraba un símbolo tatuado. Me levanté para quitar el vídeo, pues ya creía haber visto más de lo necesario. Cuánto me equivocaba. De repente, aquel hombre se tumbó sobre la mujer, y comenzó a acariciar su cuerpo con lascivia. Me llevé las manos a la boca al visualizar el destello del cuchillo que el hombre de la máscara portaba en su mano, y antes de que lo hundiera en el cuerpo de aquella desdichada, apagué el dvd y me dejé caer sobre el diván. Estaba horrorizada y al borde de un ataque de nervios, por lo que traté de serenarme.

No sabía por qué David me había obligado a ser partícipe de un crimen tan atroz, pero lo que era seguro es que la forma en la que aquella mujer había sido asesinada se asemejaba a la muerte de Jessica. Con crueldad, un arma blanca y mientras la víctima mantenía sexo.

De frente ─susurré aquellas palabras en voz alta, en la soledad de mi sala de estar.

Ante aquella revelación, el rostro se me iluminó y subí a toda prisa las escaleras de la casa para cerciorarme de lo que ya había descubierto. Abrí el informe policial acerca de la muerte de Jessica Smith, y tras comprobar las heridas que tenía David, entendí que él no la había asesinado.

David O´connor era inocente y su vida estaba en mis manos.