CAPÍTULO DIEZ
Seattle, veintisiete días antes
Nunca se me había dado bien dibujar, pero me esforcé lo suficiente en reproducir aquel símbolo con trazos certeros y de pulso firme. Al terminar, observé satisfecha el trozo de papel, y lo guardé dentro de mi bolso, al tiempo que apagaba la pantalla del televisor, y borraba de mi mente la imagen congelada de aquella espalda bronceada y masculina con el símbolo tatuado.
Todavía sentía los vellos de punta y un malestar permanente que me recorría todo el cuerpo. Lo primero que hice al despertarme aquella mañana fue bucear en Internet para encontrar algún dato certero que aportara algo de luz a aquel vídeo tan siniestro. De hecho, sabía lo que tenía que buscar.
Snuff movie.
Las palabras continuaban martilleando mi cerebro, advirtiéndome que sería mejor optar por la opción fácil y repudiar la defensa de O´connor antes de meterme en un buen lío. Sin embargo, el caso me tenía absorbida. Un ansía inusitada de justicia se había apoderado de mí tras contemplar el vídeo en el que asesinaban a aquella chica joven, y sentía que si no actuaba nadie metería a sus asesinos en la cárcel. Con toda probabilidad, David se pudriría entre rejas durante años hasta que le llegara su fin.
Una simple y escueta búsqueda en Internet me informó de que mis sospechas eran auténticas. En cierta ocasión, había escuchado testimonios difusos acerca de vídeos en los que se grababan asesinatos reales. En un curso de psicología criminal en el que me había inscrito voluntariamente en la universidad para mejorar la calificación de una asignatura en la que conseguí un aprobado, el profesor trató acerca de la existencia no demostrada de unas películas en las que se grababan asesinatos reales.
Tras teclear la frase: “películas con asesinatos reales”, el buscador me redirigió a un término denominado “película o vídeo snuff”. Recordé el término snuff como la palabra con la que aquel profesor al que ahora me arrepentía de no haber prestado demasiada atención se había dirigido a ese tipo de fotomontajes.
Buceé por Internet para hacerme a la idea de lo que era un vídeo snuff. En todos los resultados, se referían a dichas películas como la existencia no comprobada de asesinatos, violaciones y otra clase de torturas y crímenes reales con la finalidad de distribuirlas para su comercialización. Desechando el dato de la comercialización, un par de sanguinarios habían grabado el asesinato real de una chica.
Se me pusieron los vellos de punta ante la existencia de algo tan macabro que había llegado a ver con mis propios ojos.
En una hora, tenía que asistir a un juicio, por lo que para no perder tiempo, telefoneé a Frank Palmer, el hombre al que solía acudir cuando tenía que investigar sobre los antecedentes penales, la vida turbia o los secretos inconfesables de la acusación. Frank era un hombre al que no le importaba sacar a la luz infidelidades, robos en el trabajo y delitos menores por los que la vida de una persona podía estropearse. Se excusaba en aquel lema que le evitaba cualquier cargo de conciencia: “ellos han cometido un error, que se lo hubieran pensando antes”
─¿Algo con lo que trabajar? ─preguntó su voz ronca de fumador activo.
─Sí, y lo necesito en unas horas. Me corre bastante prisa.
─En ese caso, no perdamos más tiempo. ¿De qué se trata?
─Lo primero es un símbolo. Lo he dibujado a mano y te lo he enviado por correo, pero supongo que eso bastará. No lo había visto antes, y no he encontrado nada en Internet. Y lo segundo es una palabra: Mistyc 108. No tengo ni idea de a lo que se refiere, ¿Te suena de algo?
─En absoluto, pero déjame que haga algunas preguntas.
─No es necesario que te pida la mayor discreción posible, ¿Verdad?
Frank soltó una risotada. Nos conocíamos desde hacía varios años, y he de admitir que gracias a sus pesquisas había ganado la mayoría de mis juicios. Lo consideraba un buen amigo, a pesar de que su ética era cuestionable y me tiraba los tejos siempre que tenía oportunidad.
─Tú pagas, y yo mantengo la boca cerrada. Te llamo en cuanto averigüe algo. Y ahora viene lo importante, ¿Cuándo nos tomamos un café, pelirroja?
Le colgué el teléfono y lo guardé dentro del bolso. Antes de salir de casa, me acordé de introducir la clave del nuevo sistema de alarma que había contratado, y que me habían instalado aquella mañana. De todas formas, no me quedé tranquila hasta que cerré la puerta con llave, e incluso cuando me metí en el coche y arranqué, eché un último vistazo a la fachada de la casa antes de darme por vencida. Definitivamente, no iba a encontrar a nadie merodeando por los alrededores.
─Te estás convirtiendo en una paranoica ─me recriminé en voz alta.
De repente, me vino a la mente aquel duro reproche que le hice meses atrás a mi madre. Desde entonces, y a pesar de que vivíamos en la misma ciudad, no me había vuelto a telefonear, ni yo le hice ninguna visita, a pesar de los continuas peticiones de Helen para que me deshiciera de ese orgullo que me impedía ver las cosas desde el prisma del sentido común, o eso es lo que ella creía.
Tras la muerte de mi padre, mi madre se volvió una mujer sobreprotectora con todos los de su alrededor, y celosa de su privacidad. No permitía que se le hicieran visitas pasadas las seis de la tarde, jamás salía sola a la calle, y había contratado un servicio de compra a domicilio, pues se negaba a ir al supermercado. Tenía pánico a salir de casa, y se había comprado un aparato de alarma con el que dormía bajo la almohada. Su terapeuta lo denominaba “agorafobia”, pero yo prefería llamarlo idiota. Al terapeuta, por supuesto.
Sacudí la cabeza y apreté los labios. Lo último en lo que quería pensar en este momento era en la salud mental de mi madre, y por mal que estuviera afirmarlo, lo cierto es que tenía cosas más importantes sobre las que meditar.
Mamá se había convertido en una histérica desmedida, a pesar de que ella se empeñara en fingir que eran los demás quienes tenían un problema, y Helen le restara importancia con su indiferencia y su alegría desmedida.
¿Qué por qué lo sabía yo? Porque desde que mi padre había fallecido en mis brazos cubiertos de la sangre de la culpabilidad, cada día se convirtió en una lucha interna por poner un pie en la calle y esforzarme para que nadie notara mi debilidad. Sentía pánico en cada esquina, y no estaba dispuesta a que el miedo a ser atacada se apoderada otra vez de mí.
Aparqué en la plaza de garaje reservada a la fiscal Victoria Graham, aquella aborrecible mujer que estaba empeñada en encontrar motivos suficientes para odiarme. Dada su insistencia, sería conveniente que yo le otorgara unos cuantos.
El edificio de la corte municipal de Seattle era un cuadrado gris y acristalado desde el que pude vislumbrar la figura de Jack Fisher, con su impecable traje oscuro y su maletín en la mano derecha. En el momento en el que lo vi, la expresión se me agrió, e hice un esfuerzo para pasar por su lado de manera inadvertida. Era evidente que no se me había olvidado nuestro encuentro de la noche anterior, y el hecho de que me hubiera besado para luego mencionar que tenía una cita ─y que no era conmigo─ suponía un ultraje que no estaba dispuesta a olvidar.
─Buenos días, Pamela ─me saludó.
Al escuchar mi nombre, me tensé como un gato acorralado contra la pared. Fingí mirar mi reloj de muñeca como si tuviera mucha prisa, a pesar de que me sobraban varios minutos, y le ofrecí un vistazo apurado cargado de fingido desinterés.
─Buenos días, indeseado esposo.
Ensanchó una sonrisa, y se pasó la mano por la barba de dos días, como si aquello lo divirtiera en exceso.
─¿Qué pasa, haciendo justicia?
Se mordió el labio al tiempo que me dedicaba una mirada burlona. Su deliberado intento de molestarme no dio resultado, e incliné la cabeza para observarlo con aire jactancioso.
─Llámalo como quieras. Me pagan por destruir a patéticos fiscales como tú, ¿Qué te parece?
─Lo que me parece es que deberías cambiar de sistema de alarma ─le ofrecí una mirada gélida para que se detuviera, y no fuera a decir lo próximo que sabía que iba a decir. Obviamente, no sirvió de nada. Me miró con fuego y hambre en los ojos, y haciendo gala de aquella sonrisa ladeada, soltó ─: porque si no lo haces, cualquiera podría colarse en tu casa y hacerte compañía bajo las sábanas, incluso un marido en proceso de divorcio, ¿No te parece?
Dí un paso hacia él con los puños apretados.
─No te atreverías... ─siseé, y me rechinaron los dientes.
Para mi pasmo, él puso un dedo sobre mis labios y añadió:
─Sssshhh... sé que lo estás deseando, pero ¿No querrás montar un escándalo, cariño?
Antes de que pudiera replicar o hacer algo inteligente, él ya se había marchado, dejándome con la palabra en la boca, los ojos muy abiertos y los pies plantados en el suelo. Siendo sincera, podría decirse que se había quedado conmigo.
Caminé con premura hacia el pasillo en el que sabía que Molly me estaba esperando. Para mí era Molly, aquella jovencita que conocí hacía cinco años, cuando tan sólo contaba con dieciséis, y una madre drogadicta que no se dignaba a ocuparse de ella. Todavía no lograba comprender la razón por la que me había empeñado en sacar a Molly de la vida turbia, pero supuse que se debía al hecho de que saber que no tenía una familia que la amparara me tocaba la fibra sensible. Así que hasta que cumplió la mayoría de edad, yo me había convertido en su tutora legal. Administré los bienes que su padre le había legado antes de morir, y me encargué de que terminara el instituto y consiguiera un empleo en una cafetería cercana.
Pero ahora que Molly había cumplido la mayoría de edad, quizá influenciada por sus genes corrompidos, estaba empezando a coquetear con las drogas. También había llegado a mis oídos, gracias a las relaciones que mi trabajo me granjeaba, que en los barrios bajos se la llamaba Bamby o Xena. Si fuera un poquito más inocente, habría pensado que se trataba de una entusiasta de Disney y las princesas guerreras.
Molly me saludó desde el interior de su capucha. Era una joven de cabello lacio y oscuro, piel pálida y aspecto infantil que se empeñaba en desvirtuar con maquillaje oscuro y cuero apretado. En aquella ocasión, sin embargo, llevaba una falda de tul, unas zapatillas con cordones, calentadores de rayas y una sudadera gris que le tapaba el rostro. Temblaba de la cabeza a los pies, y escondía el rostro entre las rodillas.
Me coloqué a su lado y le acaricié la espalda. Me producía más dolor del que estaba dispuesta a admitir verla en aquel estado tan lamentable, pero ahora que Molly tenía acceso a su propio dinero para despilfarrarlo como le viniera en gana, no podía ayudarla si ella no me lo permitía.
─¿Eh Pam, tienes un pitillo? ─su voz aterciopelada me saludó desde el interior de la capucha.
De un tirón, la saqué de su escondite y la zarandeé.
─He traído ropa decente y jabón de cara. ¿No pensarás ver al juez con la cara pintarrajeada y el aspecto de una putilla de quince años? ─la increpé, pues sabía que era la única forma de que me hiciera caso.
─¿Qué hay de malo en mi aspecto? ─se sulfuró, al tiempo que intentaba volver a esconderse dentro de la enorme sudadera.
─Nada, a menos que quieras que el juez Marshall te meta en la cárcel. Ahora tienes veintiún años, y te han pillado con droga en el bolsillo.
Aquellas palabras la asustaron, y sacó la cabeza para mirarme con temor.
─Pero tú eres la mejor abogada Pam...todo el mundo lo sabe...
─Eso cuéntaselo al juez Marshall. Su hijo murió el año pasado de una sobredosis. Si yo fuera él, me encantaría darte un escarmiento.
La agarré del brazo y la llevé hasta el servicio, donde le lavé la cara con agua y jabón, y la ayudé a vestirse con unos vaqueros y una blusa de color rosado que le otorgaban el aspecto de una chica decente y ordinaria del norte de los Estados Unidos. La miré satisfecha, y me dí la enhorabuena a mí misma por mi gran trabajo. La intención de que pareciera una jovencita desvalida y puritana no iba a tragársela nadie, así que le desabroché el primer botón de la blusa y le coloreé las mejillas con colorete rosado.
─Tú déjame hablar a mí ─le ordené, antes de entrar a la sala.
─¿Y yo qué hago?
─Mantener la boca cerrada, y mirar a los ojos al fiscal cuando te haga alguna pregunta. No niegues la acusación, pero sé lo suficiente lista para mostrarte arrepentida. Es la primera vez que te drogas.
Hice ademán de entrar, pero Molly tironeó con nerviosismo de la manga de mi camisa.
─Pero eso es mentira...
─Pero ellos no lo saben ─le dije, y era tan obvio, que la arrastré conmigo y le pedí que se sentara a mi lado.
Antes de sentarme, le ofrecí la mano al fiscal Mattew Smith, y le susurré al oído que no fuera muy duro con mi chica. Él se encogió de hombros, como si aquello no importara, pero yo sabía que lo tenía justo donde quería.
Solicité el internamiento en un centro de desintoxicación, y aseguré que la vida de mi defendida corría peligro en la cárcel. Expuse que su madre tenía antecedentes por drogadicción, e inventé que Molly se la había encontrado por casualidad hacía un par de semanas. Al no estar preparada, intentó paliar su dolor con las drogas, y estaba muy arrepentida. Releí el informe de la trabajadora social, en el que se alegaba que la madre de Molly la golpeaba y se drogaba en su presencia cuando ella era menor de edad, y le tendí al juez una declaración firmada de la madre de Molly en la que afirmaba haber visitado a su hija la noche antes de que la policía interceptara a Molly en un callejón. Linda había conseguido aquella declaración pagándole cincuenta dólares.
El amor de una madre no tiene precio...
A la salida del juicio, Molly seguía observándome con la bocabierta. Puede que a sus veintiún años se sintiera de vuelta de todo, pero lo cierto es que aún le quedaba mucho por aprender. Le agarré la mano, y le hice prometer que pasaría varios meses desintoxicándose en aquel centro. Ella me hizo jurar que yo iría a visitarla, lo cual era innecesario.
─Has mentido por mí...
─Molly, ¿Pero qué dices? ─fingí que me horrorizaba ─. Tu madre ha firmado esa declaración. En lo que a mí respecta, yo creo en su palabra.
Al fin y al cabo, una mentira se convierte en una verdad siempre que estés dispuesto a admitir que es cierta.
Molly se encogió de hombros, a pesar de que seguía reacia a meterme en problemas por su tendencia autodestructiva. Como no me fiaba de ella, telefoneé a Roberto, un grandullón mexicano que me hacía las veces de guardaespaldas cuando la cosa se ponía fea. Al verlo llegar, Molly puso cara de fastidio, pero no se atrevió a cuestionar mi decisión. Sabía que no existía discusión posible respecto a su internamiento, y de todas formas, era lo mejor para ella.
Le estreché la mano a Roberto, y él me correspondió con un beso en la mejilla. Me estaba muy agradecido, pues le había conseguido un permiso de residencia a su anciana madre, que vivía en México. Él prefería ignorar de qué artimañas me había valido para traer a su madre, y yo me hacía la ciega ante sus negocios y trapicheos varios. Roberto era una persona respetada en los barrios bajos, y eso me servía de mucho.
─Que haga la maleta y se mude a mi casa. No te separes de ella hasta que yo llegue ─le ofrecí las llaves de mi casa, que él aceptó sin dudar. En esta vida, uno elegía en quien confiar, y yo había decidido fiarme de Roberto, un tipo oscuro pero leal.
Entonces, recordé la fotografía que llevaba en el bolso, y agradecí el hecho de estar “tan bien relacionada”. Sin pensármelo dos veces, le mostré la fotografía, y su rostro se ensombreció. Estaba segura de que el asesinato de Jessica Smith había llegado a oídos de todo el mundo, y no me equivocaba en pensar de esa manera.
─¿La conoces? ─le pregunté.
─Todo el mundo la conoce. Lo que le ha pasado a esa chica es horrible ─se lamentó, e hizo ademán de devolverme la fotografía.
Negué con la cabeza, y le señalé la chica rubia y desgarbada que aparecía junto a Jessica. Él entrecerró los ojos, y se encogió de hombros.
─A esta sí que no la conozco, pero por la zona en la que está tomada la fotografía, supongo que es una prostituta.
Mi intuición no me había fallado, y algo me decía que conseguiría más información útil preguntando por mí misma que exigiéndole conocer la verdad al pusilánime de David O´connor.
─Averigua quién es, pero no menciones que soy yo quien la busca. Si puedes, concerta una cita con ella.
─Lo intentaré, y tiraré de mis contactos, pero debes entender que Seattle es una ciudad enorme.
─Con un poco de suerte, incluso puede que tu tía abuela esté aquí para la próxima Pascua, ¿No es una buena noticia? ─lo tenté con mis palabras. Él me dedicó una mirada guasona, y asintió con determinación ─. ¿Qué tal está tu madre? Dile que no me he olvidado de su invitación, y recuérdale que tiene que darme su receta de su famoso pastel de zanahoria.
─Lupita es una mujer difícil, tanto como tú. No cuentes con ello ─me guiñó un ojo, y agarró a Molly de la mano para que no se le escapara ─. Le diré que has preguntado por ella. Se alegrará de saberlo.
Me quedé parada viéndolos marchar, y no fue hasta entonces que me moví para acercarme a la fuente que había en el pasillo y tomar un trago de agua. Siempre bajaba por las escaleras, pero aquella mañana me sentía tan exhausta por los acontecimientos sucedidos, a pesar de que apenas era medio día, que decidí coger el ascensor. Al percatarme de la persona que entraba conmigo, maldije para mis adentros, y pulsé el botón de la primera planta, haciendo un gran esfuerzo por ignorarlo.
Él tenía aquel aspecto de: "conseguiré que grites y me pidas que no pare siempre que me digas lo bueno que estoy". Alto, magnético, de cuerpo duro, y con aquella sonrisilla engreída que demostraba lo encantado que estaba de conocerse. ¡Dios santo, cuánto lo odiaba!
Quizá odiar no fuera el término adecuado para referirme a Jack Fisher, pero en este momento se acercaba peligrosamente al sentimiento que anidaba en mi interior. Jamás me habría considero a mí misma una persona volátil, pero él conseguía avivar el fuego que creía inexistente en mi interior.
─Hola ─me saludó.
Él tenía la vista fija en mí, pero yo clavaba la mirada en el espejo, como si acaso con aquel gesto pudiera poner un poco de distancia entre nosotros. Estar con Jack en un habitáculo de dimensiones ridículas no era idóneo para mi salud, y poco a poco sentía como hiperventilaba y la piel me ardía por la emoción. Agradecí el hecho de ser una mentirosa consumada para tener la habilidad de enmascarar lo que él me hacía sentir bajo una expresión de frialdad, pero a pesar de que me esforzaba con todas mis fuerzas, podía sentir sus ojos grises clavados en mi rostro, estudiándome con intensidad.
─Me han dicho que has hecho una actuación magistral ahí dentro ─soltó de repente, con mordacidad.
Sabía a lo que él se refería, pero de repente, el hecho de que él tomara por costumbre creer lo peor de mí no me resultó tan reconfortante. De hecho, me ofendió muchísimo.
─Yo preferiría llamarlo hacer justicia ─respondí circunspecta.
─El lugar de una drogadicta es la cárcel, Pamela.
Su intento de sermonearme produjo en mí el efecto contrario, y me llené de una rabia inmediata y difícil de controlar. Al contemplarlo de aquella manera, él abrió mucho los ojos, como si estuviera desconcertado, y no tuviera ni idea de lo que acaba de hacer. Jack ignoraba que Molly era más que una cliente para mí, y había cometido un grave error al juzgarla de aquella manera. Jamás se lo perdonaría.
─Qué fácil es hablar escudado en una lengua versada en Yale y una papá senador que te pagó los estudios, ¿Cierto? ─lo ataqué, emocionada por como había hablado de Molly.
─¿Perdón? ─me miró preso de la confusión, y sacudió la cabeza. Entonces entrecerró los ojos, y al ver mi expresión agitada, asintió con los labios apretados ─. No sabía que esa chiquilla te importara tanto─. se excusó, con las manos metidas en los bolsillos.
Lo fulminé con la mirada.
─Entre otras cosas.
─¿A qué te refieres? ─exigió saber.
Sacó las manos de los bolsillos de su pantalón, y colocó la palmas de las manos sobre el cristal del ascensor, encerrándome bajo su cuerpo. Mi cabeza estaba atrapada entre sus brazos fuertes, y por un instante, sentí la necesidad de que se disculpara y me hiciera sentir mejor con sus propias manos. Sacudí aquella idea absurda de mi cabeza, e intenté apartarlo de mí, pero al ver que no se movía, alcé la barbilla y lo miré a los ojos, con rabia.
─No sabes nada de mí ─lo acusé, y demostré sin intención lo mucho que aquello me afligía.
─Pues cuéntamelo todo ─decidió con voz grave.
Sus labios aprisionaron los míos, y su cuerpo me apretó contra la pared. Jadeamos dentro de aquel ascensor, sentí su manos deslizándose por mi cuerpo, apretándome contra sí y mostrándome la urgencia que había en sus pantalones. Solté un gemido de sorpresa y deseo, y me excité cuando sus manos pasearon por mi vientre hasta descender sobre mis glúteos. Su boca mordió la mía, en un beso delirante, furioso y violento que demostró lo mucho que nos deseábamos y lo peligroso que podía llegar a ser.
Deslizó sus labios por mi cuello, y yo no pude contener mis ganas de hundir los dedos en su cabello, justo en el comienzo de su nuca. Aquel gesto pareció avivarlo, y capturó el lóbulo de mi oreja con sus dientes, al tiempo que me separaba los muslos y rodeaba su cintura con una de mis piernas. Sus caricias se hicieron más profundas, y sus dedos comenzaron un camino ascendente desde la rodilla a aquella parte de mi anatomía que estaba deseosa de explotar entre sus manos.
─Lo quiero todo de ti ─me aseguró en un susurro contra mi oído.
No sabía si era la forma que tenía de tocarme, o las cosas que me decía, pero el caso es que yo también lo quería todo de él. Más aún; lo ansiaba, lo exigía y lo necesitaba.
Asentí presa del descontrol y la desesperación, y lo abracé contra mi cuerpo. Aquello era una locura, dejarme llevar en un ascensor era irracional, pero estaba sucediendo y no estaba dispuesta a detenerme.
─Todo... maldita sea ─susurró contra mi oído. De repente, me agarró de las caderas y me dio la vuelta. De cara al espejo del ascensor, fui consciente de que los cristales estaban empañados debido a nuestras respiraciones jadeantes. Empecé a derretirme cuando su mano se adentró en el interior de la presilla de mi falda y recorrió la fina tela de mi ropa interior con dedos hábiles. Con la otra mano libre, tiró de mi cabello hacia atrás y me soltó un beso brusco, casi doloroso, sobre la nuca─. ¿Lo sientes, Pamela? ¡Todo!
Ladeé la cabeza para encontrar su boca, y aspiré una fragancia masculina y única. Advertía mi sexo húmedo mientras deliraba de placer gracias a sus caricias. Deseaba que estuviera en todo mi cuerpo. Que lo recorriera hasta hacerme enloquecer de placer. Pero entonces, el zumbido de mi teléfono móvil nos separó de inmediato, y él me observó con una mezcla de consternación y arrepentimiento, lo que me impulsó a descolgar el teléfono y apartarme de él.
─Pamela, ¿Tienes un segundo? ─la voz de Linda titubeó.
─¿De qué se trata? ─respondí, sin dejar de mirar a Jack, quien me devolvía la mirada.
─La abogada de Jack Fisher ha llamado al despacho hace unos minutos. Me ha dicho que ya tenía preparados los papeles del divorcio, y que sólo tienes que firmarlos ─sentí que me congelaba por dentro, y le dediqué a Jack una mirada cargada de resentimiento. No podía creer que hubiera jugado conmigo de aquella manera, ni que yo fuera tan estúpida para entrar en su juego. ¡Por el amor de Dios, aquel receptáculo olía a sexo! Las puertas del ascensor se abrieron, pero ninguno de los dos se movió ─. Pamela, ¿Estás ahí?
Colgué el teléfono, y salí del ascensor sin volver a mirar a Jack. Sentí que caminaba detrás mía, y su voz me llamó una sola vez. No quería armar un espectáculo dentro del edificio, por lo que me apresuré hacia la salida para así dejarle las cosas claras sin que nadie nos oyera.
Jack debía tener una imagen equivocada de mí si creía que era la clase de mujer con la que podía jugar a sus antojo. Pamela Blume no era una persona de la que reírse, e iba a demostrárselo. Tenía que hacerlo. Sentía esa necesidad. Se había burlado de mí, y con toda probabilidad, en su interior estaría disfrutando ante la expectativa de llevarse a la cama a la fría Pamela, aquella mujer a la que todos los fiscales criticaban en sus reuniones.
Estaba tan cabreada, pero sobre todo, me sentía tan herida, que no fui consciente de mis propios pasos acelerados, y presa de la furia que no era capaz de contener, me tropecé con mis propios pies y caí de bruces en el suelo. El contenido de mi bolso se esparció por el abrillantado pavimento, y la falda se me levantó hasta el muslo. Abochornada, hice el intento de levantarme al tiempo que visualizaba frente a mí el rostro burlón de la mujer más desagradable que había tenido el gusto de conocer en toda mi vida. Victoria Graham pasó por el lado de mi bolso y pisó con sus afilados tacones, y con evidente intención, las gafas de sol que me había comprado hacía un par de días.
El hecho de hacer el ridículo dentro de los juzgados de Seattle no me molestó tanto como que fuera Victoria la persona que me lo restregara en las narices. Esbozó una fingida expresión compungida, y recogió las gafas rotas entre sus dedos, para luego ofrecérmela con un gesto despectivo. Se las arrebaté con violencia, y la miré con evidente desprecio. No era la clase de persona que se esforzaba en disimular una simpatía que no sentía.
─Cuánto lo siento, las he pisado sin querer ─se disculpó. Sonrió con cinismo, y se echó hacia atrás aquella ridícula melenita azabache que le sentaba tan mal a su redondo rostro. Llevaba los labios pintados de un rojo carmesí que destacaba su tono moreno, y a pesar de que era una mujer atractiva, a mí me resultó de lo más desagradable. Sobraba decir que era incapaz de ser objetiva con ella─. Aunque para lo que te sirven, puede que te haya hecho un favor. Resulta que has aparcado en mi plaza de garaje. No me digas que tu sueldo no te es suficiente para comprarte unas nuevas gafas...
─¿Tienes plaza de garaje? ─fingí que me sorprendía, y ella puso cara de indignación.
─Lo sabes de sobra, y ahora, si me disculpas, tengo un poco de prisa ─me eché a un lado para dejarla pasar, al tiempo que ella fracasaba en su intento de aniquilarme con la mirada ─. Por cierto, he llamado dos veces a tu despacho, y tu asistente se niega a darme cita. Debes de ser una persona muy ocupada, ¿A quién tengo que llamar, al presidente de los Estados Unidos? ─se mofó.
Me encogí de hombros, y le dediqué una sonrisa helada.
─Te llamaré cuando tenga un minuto para ti.
─¡Pero quién te crees que eres! ─estalló, perdiendo la compostura.
─Querida Victoria, no te sulfures. Si tantas ganas tienes de reunirte conmigo, la semana que viene te haré un hueco en mi apretada agenda ─le hice saber, para sacarla de sus casillas. Y luego añadí─: estoy segura de que sigues acostumbrada.
─¿A qué?
─A perder. Es como montar en bicicleta, nunca se olvida.
Me dí la vuelta para marcharme, dejándola con la palabra en la boca y la expresión aireada. No me dio tiempo a caminar más que un par de pasos cuando Jack me interrumpió para ofrecerme mi bolso. Mientras discutía con Victoria, él se había dedicado a recoger todo el contenido esparcido por el suelo. Le haría falta más que una buena intención para calmar mi ira, y así se lo hice saber, pues le arrebaté el bolso de un manotazo, al tiempo que me encamina con premura hacia la salida. Acababa de discutir con Victoria Graham, y hace unos minutos, nuestro tórrido encuentro en el ascensor se interrumpió por la llamada de Linda, en la que me informaba de la intención de Jack de finalizar nuestro matrimonio. No estaba en condiciones de discutir, y me conocía lo suficiente a mí misma como para apresurar el paso y evitar cualquier tipo de confrontación. Pero eso no evitó que Jack me alcanzara en un par de zancadas, obligándome a detenerme.
─¿Se puede saber qué demonios te pasa? Primero me besas y luego te escapas de mí como si quisieras olvidar lo sucedido ─me recriminó.
No pude evitarlo. Me volví hacia él como un toro enfurecido.
─¿Qué es lo que te pasa a ti, Jack Fisher? Me acorralas en el ascensor, vuelves a besarme sin pedir permiso y... resulta que acabo de enterarme de que te has decidido a firmar el divorcio.
Lo de que estuve a punto de correrme con sus manos me lo pasé por alto.
Me miró como si nada, y ninguna expresión reveladora acudió a su rostro. En ese momento, habría preferido que fingiera estar sorprendido, o incluso afligido, pero encontrar aquella serenidad en su cara fue como una bofetada a mi orgullo.
De repente, se inclinó hacia mí y me habló mirándome los labios.
─No te pido permiso porque es obvio que lo estás deseando ─soltó, con una chulería que me tocó la fibra sensible.
Dí un paso hacia atrás, y deseé decir algo ingenioso en aquella situación. No lo hice. Apreté los labios y lo miré con los ojos entrecerrados antes de darme la vuelta y continuar mi camino. Ni me siguió, ni yo quise que lo hiciera, pero antes de estar lo suficiente lejos como para que le fuera imposible oírme, le dije:
─Mañana concertaré una cita con tu abogada.
Al llegar frente al coche, estaba tan nerviosa que las llaves se me cayeron al suelo. Maldije en voz alta, y me agaché para recogerlas entre mis dedos temblorosos. Había imaginado cómo acababa mi historia con Jack, y en todas mis visiones, ninguna era como ésta. Con el orgullo pisoteado, un orgasmo interrumpido, aquella sonrisita de superioridad suya y mi incapacidad para abrir la puerta del coche. Estaba deseando echarme a llorar, pero era incapaz de volcar una lágrima. Me vanagloriaba de ser una mujer fuerte, y podía contar con los dedos de las manos las veces en las que había arrancado a llorar, pero aquel día quise romper mis propias reglas para asegurarme a mí misma que no era la mujer calculadora y glacial por la que todos me tomaban. Evidentemente, no fui capaz de soltar ni una sola lágrima.
Dí un respingo al notar una mano cálida sobre mi hombro, y desde la ventanilla del coche atisbé el rostro contrito de Jack. Dada su capacidad para sobresaltarme en los peores momentos, iba a tener que llamarlo Jack el inoportuno.
─Tenemos que hablar ─no fue una orden, pero aquella petición grave y exigente lo pareció.
Negué con la cabeza, y lo miré a través del cristal. Mis ojos encontraron los suyos, y atisbé las líneas duras de su mandíbula. No debía ser él quien estuviera tenso, pero así lo parecía.
─Tú y yo jamás hablamos, en todo caso discutimos.
─Vamos a romper nuestras propias reglas ─sugirió, y su mano se deslizó hacia mi brazo.
Sentí calor, y a pesar de que era una simple frase, atisbé el cariz sexual de sus palabras.
─No tengo nada de lo que hablar contigo ─sentencié, incapaz de romper esas supuestas reglas que teníamos.
Percibí que él suspiraba con hastío e inclinaba la cabeza hacia abajo, como si se negara a volver a intentarlo. De todos modos, su mano siguió justo ahí, sobre mi brazo, y su cuerpo se apretó contra el mío. Tenía que decirle que se detuviera, pero por alguna extraña razón, no lo hice. Me sentía bien a su lado, siempre y cuando mantuviera la boca cerrada.
Sacó algo del bolsillo. Era un folio con algo dibujado. Lo colocó sobre la ventanilla del coche, y vislumbré el símbolo que yo misma había trazado con mis propias manos. Jack Fisher era un experto en llevarse la situación a su terreno, y yo una estúpida, así de simple.
─Entonces hablemos de esto ─dijo, señalando el papel.
***
Estaba sentada en una cafetería cualquiera, y el lugar podría haberme pasado desapercibido de no ser por quien estaba sentado frente a mí. Ni siquiera la lluvia que observaba desde la ventana apaciguaba mi preferencia por salir al exterior y escapar de él. No es que me sintiera particularmente más incómoda en su presencia que en otras ocasiones, pero había sido consciente de su expresión al contemplar el dibujo, y fuera lo que fuese que conociera al respecto, no me agradaba la idea de mezclar a Jack en este asunto.
─¿Tu madre no te enseñó a no hurgar en el bolso de una dama? ─me atreví a preguntar.
No era buena idea hablar de la suegra de una de aquella manera, pero lo hice de todos modos.
─¿Eres una dama, Pamela? ─replicó él. Al percatarse de la cara que puse, sonrío y tomó un sorbo de su cerveza ─. No te pongas así; sólo es una pregunta.
─Tú jamás preguntas; presupones.
─Será porque no me das otra opción.
Me mordí el labio movida por la resignación. Era imposible que él y yo llegásemos a algún punto en común, si es que acaso yo lo deseara de ese modo.
─¿Y qué presupones ahora, Jack? ─lo reté, a pesar de que sabía que no debía entrar en su juego.
─Presupongo que mis palabras te han afectado. Estás enfadada.
─Qué listo eres.
─Soy observador. No me queda otra, ¿No? ─insinuó.
Me miró a los ojos con cierto brillo revelador, y yo apreté los labios. No me gustaba su tono imprudente, ni la indirecta que acababa de lanzarme, a pesar de que una parte de mí, con toda seguridad muy estúpida, se sintiera intrigada.
─Observa todo lo que quieras y saca tus propias conclusiones ─le espeté.
Estaba cansada de él, y de lo desconcertante que podía llegar a ser. Me levanté para marcharme, y porque sabía que era mejor así, pero a él no le costó agarrarme la mano para obligarme a volver a sentarme.
─Eso hago, y tu cara me dice que estás deseando quedarte aquí sentada, conmigo ─me sorprendió que aquella frase pudiera cobrar un sentido tan profundo y deliciosamente perverso con aquella palabra que lo incluía a él. Sus ojos me recorrieron el rostro, incitándome a que lo contradijera, pero no lo hice ─. Bien, porque no soy la clase de hombre que te pediría dos veces que te quedaras.
Me ofendió tanto que dijera aquello, que tuve la necesidad de ningunearlo con mi respuesta.
─La única razón que me mantiene a tu lado es mi insaciable curiosidad ─le dediqué una sonrisa gélida y comedida que quería evidenciar mis palabras─. He visto tu expresión al mirar ese símbolo, y exijo una respuesta.
─¿Nunca te has preguntado por qué no quería divorciarme de ti? ─contrarrestó, y tuvo el efecto deseado, porque me dejó perpleja que abordara el tema con esa naturalidad.
Sacudí la cabeza y no fui capaz de mirarlo a los ojos. No quería hablar de ese tema, pues me ponía muy nerviosa. De hecho, jamás habíamos hablado de las razones, de aquella noche..., y de sólo pensar en lo que él tenía que decirme, se me venía el mundo encima. Definitivamente prefería seguir viviendo en la inopia.
─Eso no es...no estábamos hablando de...
─Pues ya va siendo hora ─decidió, con una seguridad que me hizo entrar en pánico.
¿Hablar de qué? ¿De aquella noche? No lo habíamos hecho antes, y no iba a suceder ahora. No quería saber...no quería ni imaginar que él sí pudiera recordar lo sucedido.
Hice el ademán de marcharme, pero él me sujetó las muñecas para que no lo hiciera.
─Se suponía que no ibas a pedirme dos veces que me quedará...─le recordé.
─No te lo estoy pidiendo ─me hizo saber, sin soltar mis muñecas.
─Estás mal de la cabeza.
Me miró a mí.
─Puede ser.
No me gustó lo que aquello significaba, ni que me incluyera en aquella respuesta.
─A estas alturas, no tiene ningún sentido─ le hice saber.
─De hecho, tiene mucho sentido ─me contradijo.
─No me importa en absoluto lo que pasó aquella maldita noche.
─Yo diría que te importa demasiado.
─Ni siquiera lo recuerdo. Así lo harías...
Me soltó las manos con brusquedad, y esta vez pareció estar muy cabreado.
─Eso tampoco habla bien de ti.
─Al parecer, nada de lo que digo o hago habla bien de mí ─enarqué una ceja, retándolo a que me contradijera, pero no lo hizo.
Se limitó a observarme durante una larga pausa que se me hizo eterna. Luego sonrío, y supe que aquella sonrisa no auguraba nada bueno.
─¿Tanto miedo te da lo que tenga que decirte?
Solté una carcajada seca e iracunda.
─Tienes una gran opinión de ti mismo, Jack. Siempre piensas que me afectas más de lo que estoy dispuesta a admitir.
─Me lo has quitado de la boca ─respondió con descaro.
─¿Sabes por qué no quiero conocer lo que tengas que decirme?
Apoyó las manos sobre su rostro y me prestó poca atención. Parecía aburrido.
─Sorpréndeme.
─Porque no recuerdo nada de lo que sucedió aquella noche. Ni siquiera recuerdo haberte visto en aquel hotel, y desde luego, no tengo ni idea de cómo llegó aquel anillo a mi dedo.
─Yo tengo una ligera idea ─aludió con mordacidad.
Hice como si no lo hubiera escuchado.
─Lo cierto es...que no me interesa nada de lo que tengas que contarme ─le mentí, y me esforcé en pensar que había sonado convincente─. Lo que pasó en aquella habitación no lo sé, y es mejor así. No quiero recordarlo.
Apretó el gesto, y aquello pareció molestarlo durante unos breves segundos, hasta que volvió a adoptar su pose comedida y distante. No dejaba de observarme, de una manera que me intimidaba, y que por supuesto yo no le hice saber.
─Es una pena...─se levantó para marcharse, pero ahora fui yo quien lo retuvo al agarrarlo por el puño de su camisa. Él ni siquiera me prestó atención─. Confiaba en que tú me aclararas algunas cosas. Al fin y al acabo, no me acuerdo de nada.
─¿De nada? ─soné horrorizada, y así lo estaba.
No podía creer que aquella noche hubiera significado tan poco para él. Nuestras caricias ─si es que las hubo─ relegadas al olvido. Convertidas en un polvo de una noche. Uno mediocre y abandonado a la indiferencia.
Era yo la que confiaba en que él tuviera la certeza de lo sucedido, y en cierto modo, mi subconsciente me pedía que le exigiera explicaciones. Una serie de preguntas que debían formularse acerca de lo sucedido ¿Cómo llegamos hasta allí? ¿En qué momento de la noche estuve lo suficiente borracha para casarme contigo? ¿De verdad nos habíamos acostado? ¿Qué tal estuve?
─Hay algunas cosas...─admitió, pero no pareció interesado en hacérmelas saber.
Me levanté dispuesta a seguirlo. De ningún modo iba a dejarlo escapar.
─¿Qué cosas? Cuéntamelas ─exigí con una ansiedad palpable.
Se apartó de mí para anudarse los botones de su abrigo con destreza, y fui incapaz de no fijarme en sus manos. Tenía unas manos grandes y de dedos largos. Con toda seguridad, la clase de manos que podrían hacerme pasar un buen rato. Es decir, la clase de rato que yo no lograba recordar.
─Hace un minuto no querías hablar del tema ─me recordó, y me fastidió que él fuera tan orgulloso.
─Creía que tú lo recordabas todo, y me pareció innecesario que me recordases que hicimos el ridículo.
Me miró con desapego, al tiempo que se echaba la bufanda al cuello.
─En todo caso, serías tú quien hizo el ridículo. Seguro que yo me lo pasé muy bien, o eso espero.
─Eres un hombre muy desagradable cuanto te lo propones ─le espeté, y perdí la poca paciencia que solía tener reservada para él.
Me largué del local sin darle tiempo a replicarme, pero me sentí muy aliviada al escuchar que me llamaba por mi nombre, con toda seguridad para pedirme perdón. Hasta una persona como Jack sabía que me debía una disculpa. Entonces, me fijé en que sujetaba mi bufanda en una mano, y sonrió al percatarse de mi expresión decepcionada. En dos pasos, llegó hacia mí y me echó la bufanda al cuello, rozándome la piel con las puntas de sus dedos.
─Puedo ser muchas cosas, Pamela. La cuestión es si quieres descubrirlas.
Me abrigué con la bufanda, y me negué a mirarlo.
─Yo también puedo ser muchas cosas, y te aseguro que no te conviene conocerlas todas.
Pero no me moví. Por alguna incomprensible razón, seguía con los pies plantados en el suelo, esperando a que él me dijera algo que me hiciera cambiar de parecer. No lo hizo, pero apoyó una mano sobre mi hombro, como si quisiera detenerme, o se negara a aceptar que iba a marcharme.
─Oye Jack...
Ni yo sabía lo que iba a decir, ni él parecía tener deseos de escucharlo, pues me sostuvo por los hombros y me interrumpió con sus próximas palabras.
─Antes te hice una pregunta, pero no me respondiste. Te pregunté si nunca te habías cuestionado la razón por la que no quería divorciarme de ti. Te la vuelvo a repetir ahora, Pamela. ¿No sientes curiosidad?
─Por supuesto que siento curiosidad. Eres un enigma, Jack. Pero la curiosidad mató al gato, y yo soy una mujer muy prudente.
─La prudencia no sirve para nada ─replicó, y me devoró con la mirada.
─Eso es otra manera de verlo ─musité.
─Déjame que te cuente todo lo que sé.
─¿Y luego qué?
─Luego quiero que me expliques por qué tienes un dibujo del símbolo del sadomasoquismo entre los archivos del caso O´connor.
***
El ático de Jack era un conjunto de espacios amplios, mobiliario moderno y ventanas por todas partes. Desde la espectacular cristalera del salón podía visualizar el Space Needle, y no es que no me impresionara, pero aquella altura, y sobre todo el hecho de tener constancia de ella, era lo peor para mi vértigo descontrolado y mis dolorosos recuerdos.
Me quedé paralizada frente a la cocina, y sentí como el corazón me latía desbocado dentro del pecho, mientras un zumbido incómodo me martilleaba las sienes, de las que corría un reguero de frío sudor. Suspiré y me llevé las manos al rostro, en un intento por tranquilizarme a mí misma.
─¿Te importaría correr las cortinas? ─le pedí, con un hilillo de voz.
Asintió con cierta preocupación, recorrió el salón con velocidad y corrió las cortinas. Luego me echó una mirada curiosa y apremiante. Era evidente que mi pánico a las alturas lo desconcertaba, y por su expresión, supuse que mi actitud le resultaría ridícula.
─Se me había olvidado que tenías miedo a las alturas.
En mi fuero interno, quise creer que Jack vivía en aquel lugar tan alto sólo para fastidiarme. Obviamente era mentira, pero me sentía mejor si podía encontrarle todos los defectos posibles. Una lista de desventajas lo suficiente descorazonadora para persuadirme de que Jack no era tan atractivo como a mí me resultaba, y por ende, un hombre que no me convenía.
─Todo estará bien siempre y cuando no descorras las cortinas ─le advertí.
─Pero estamos a doce pisos de altura ─me contradijo, y tuve la sensación de que esta vez lo hacía para aterrorizarme.
─¿Lo dices para tranquilizarme? ─espeté de mal humor.
─Sólo quería señalar lo irracional que resulta que no tengas miedo a las alturas si no puedes ver a que distancia se encuentran tus pies del suelo, que por cierto, es mucha. Todo está en la mente, Pamela. Deberías superarlo.
Entrecerré los ojos y lo observé con inquina.
─¿Por qué siempre tienes que criticarlo todo? ─repliqué con amargura. Solté un hondo suspiro, y a él pareció sorprenderlo que sus continuas replicas me hastiaran hasta tal punto ─. ¡Hasta mis miedos tienes que juzgarlos! Eres insoportable, Jack Fisher.
Soltó una carcajada, y se pasó la mano por el cabello en un gesto que me resultó demasiado masculino para soportar. Se le marcaron unos hoyuelos a cada lado de la mejilla, que le otorgaban un punto descarado y sexy a aquella pose impasible que él se empeñaba en aparentar al asistir a los juzgados. No obstante, intuía que tras aquella apariencia se encontraba una actitud desenfadada que disfrutaba de la vida, y mucho me temía que de las mujeres.
─No sabía que mi opinión te importara tanto ─aludió, y me provocó que rodara los ojos hacia el techo, pidiendo algo de clemencia. Era un experto en otorgar a mis palabras el significado que más le convenía ─. Y estoy seguro de que no eres una mujer a la que le gusta que le digan lo que quiere oír.
─En este momento me gustaría que te callaras. Si sirve de algo...
Sacudió la cabeza, como si yo no llevara razón, o acaso no me hubiera escuchado. De pronto, se levantó de golpe y caminó hacia donde me encontraba. Mi instinto me hizo apoyarme sobre la encimera de la cocina con la intención de mantener las distancias, lo cual no fue necesario. Jack pasó por mi lado, y apenas me rozó el hombro. Abrió un cajón del que sacó dos copas de cristal y una botella de whisky que rehusé probar, así que se encogió de hombros y se sirvió una copa. Se la llevó a los labios en un movimiento lento y estudiado, y fui incapaz de ignorar la gota de alcohol que resbaló por su labio inferior. Sentí envidia, calor y ansiedad. No podía ser la gota que acariciara su labio, pero lo estaba deseando...
─Así que dime, ¿Qué es lo que quieres oír? ─me susurró al oído, mientras sus labios acariciaron el lóbulo de mi oreja.
Dí un respingo y quise apartarme de él, pero todo lo que conseguí fue apretarme contra la encimera de madera. No recordaba que él se hubiera colocado tras mi espalda, pero ahora lo tenía pegado a mi cuerpo, tan cercano y excitante que sentí que todo lo que había a nuestro alrededor se esfumaba.
─No quiero oír nada en particular ─musité, haciéndome la digna. Me giré para tenerlo de frente, y su boca rozó mi mejilla en una caricia ardiente que me dejó sin respiración. Sabía que el acercamiento era culpa mía, pero no pude evitar sentirme aturdida y molesta, apartarlo de un empujón y actuar con cierta torpeza. A pesar de que mis manos golpearon contra su pecho, sus pies se mantuvieron anclados al suelo, como si disfrutara retándome ─. Y aléjate de mí.
─¿Te molesta que esté tan cerca?
─No me molestaría si fuese yo quien te hubiera pedido que te pegaras a mí como una lapa ─respondí, mostrando un desprecio que era falso.
─Ya, claro.
Se apartó de mí con la expresión agriada, y de pronto su rostro se convirtió en una máscara gélida y sin emoción alguna. Se bebió la copa de un trago y la dejó sobre el fregadero sin dirigirme una sola mirada. Como si no estuviera allí con él, se desprendió de la americana y la dejó sobre una silla.
Sabía que mis palabras lo habían ofendido, pero Jack era lo suficiente educado como para no echarme a patadas de su apartamento, y demasiado descarado para ignorarme con aquella despreocupación.
El perfil de su mandíbula denotaba tensión, y el ceño fruncido sobre los ojos grises y concentrados en ninguna parte. Sus labios curvados en una media sonrisa desabrida que no auguraba nada bueno, y aquel cabello rubio ceniza corto sobre las sienes, y de mechones espesos y largos en la parte superior, despeinados a conciencia y que le otorgaban un punto insolente a su varonil presencia. Mantenía la barba de un par de días que sobre el rostro pálido evidenciaba una actitud atrevida y sugerente, de esas que prometían pasar un buen rato.
Dejé escapar el aire con los labios entreabiertos, y pensé en lo fácil que sería despertar todas las mañanas a su lado, con las manos enredadas en su cabello y sus brazos fuertes y cálidos rodeándome la cintura. Al fin y al cabo tenía todo el derecho del mundo a tomarme esas libertades, pues era mi marido.
¿Por qué él? ¿Por qué un hombre como Jack Fisher?
Una complicación mujeriega, censuradora y al otro lado de la ley era la peor de las opciones.
Se había sentado en el sillón, si es que aquello podía denominarse de tal forma. En realidad, se había espatarrado de cualquier manera, y lucía con los pies sobre la mesa y las manos detrás de la cabeza, relajado pero a la vez inflexible.
Hice acopio de buena voluntad, y con la paciencia que creía inexistente, me senté a su lado y lo miré a los ojos. Él me devolvió la mirada, con cierta curiosidad y una ceja enarcada. Parecía significar: “tú dirás, pero que sea rápido”.
─¿Qué es lo que recuerdas... de aquella noche? ─abordé el tema sin dilación. Estaba segura de que tomar la iniciativa era la mejor decisión, pero tan pronto como él asintió, me sentí débil y avergonzada.
Jack cambió de postura. Se giró hacia mí y colocó el pie izquierdo sobre la rodilla derecha. Me observó durante un instante que se me hizo eterno, y al final los ojos se le incendiaron de emoción.
─Aquella noche estabas preciosa.
─No es necesario que me cuentes cómo iba vestida. Lo recuerdo perfectamente ─repliqué, pues no iba a permitirle que continuara con su juego.
─No me estaba refiriendo a tu ropa, porque te recuerdo desnuda ─apuntó, y se me arrebolaron las mejillas.
Tragué el nudo que se me había hecho en la garganta, y al mirarlo a los ojos, me percaté de que se le habían oscurecido. Tenía esa mirada peligrosa, ardiente y desmedida que tanto me asustaba. Yo opté por mostrarme cautelosa y continuar con mi interrogatorio.
─¿En qué momento de la noche nos vimos?
Antes de responderme a aquella pregunta, se lo pensó durante un tiempo, como si acaso supiera que lo siguiente que dijese no fuera a gustarme. De hecho, yo sabía que no me iba a ser agradable.
─Recuerdo que te encontré por casualidad mientras volvía a mi habitación. Estabas llorando y era evidente que no estabas en tu mejor momento. Me sorprendió encontrarte en aquel estado, y te pregunté cuál era el número de tu habitación. No quisiste decírmelo, y me besaste.
¡Qué lo besé!
Perdí el habla, y agradecí que Jack no se burlara de mí. Me ardieron las mejillas y el pulso me martilleó en las sienes, como si quisiera censurarme por un comportamiento tan impropio de mí.
Yo no iba llorando por los pasillos, pero sobre todo, jamás besaba a hombres como Jack Fisher, por muy seductores que fueran.
─Mientes ─gimoteé, muy bajito.
Sacudió la cabeza, y me miro haciendo gala de una seriedad que pocas veces le veía.
─No sabía qué hacer contigo, y no quería dejarte sola en el pasillo del hotel, así que te llevé a mi habitación y te pedí que te calmaras. Insististe un par de veces en que nos acostásemos, pero yo me negué. Créeme, fue bastante difícil. Sobre todo cuando regresé del cuarto de baño y te encontré desnuda en la cama, con una botella de champagne para que me uniera a tu fiesta. Todo lo que sé es que ambos acabamos borrachos y con un anillo en el dedo. Debería haberme controlado, y no me siento orgulloso de ello.
Fui incapaz de mirarlo a los ojos durante un rato, y el calor se apoderó de mi rostro. Cuando lo miré, me encontré con la desagradable situación de que él me exigía una explicación en silencio. Por supuesto, una explicación que yo era incapaz de ofrecerle, pues no recordaba nada de lo sucedido. Y en cierto modo, casi prefería que fuera así. Recordar que me había ofrecido a aquel hombre como una vulgar fulana no era algo que quisiera atesorar en mi recuerdo.
Hice acopio de valor y de una entereza que no poseía.
─¿Nos acostamos? ─exigí saber.
─No lo sé.
─Deberías haberme detenido ─le recriminé. En mi fuero interno, me sentía mejor si lo hacía a él culpable de lo sucedido, aunque por una vez fuese yo quien había errado de manera escandalosa, con una botella de champagne y las piernas abiertas.
Soltó un resoplido, como si mi reacción estuviera fuera de toda justificación.
─Te aseguro que lo intenté varias veces, pero no tengo ni idea de lo que te pasaba. Parecías estar en tus cabales pese a que habías bebido un par de copas, si es que acaso piensas que me aproveché de ti ─dijo a la defensiva.
─Yo no he dicho tal cosa ─respondí con asombro.
─Supongo que acabaríamos borrachos... y bueno, el resto ya lo sabes.
─No, no lo sé.
De repente, Jack se inclinó hacia mí, y me sostuvo la mano entre la suya. Creí que iba a besarme, pero no lo hizo. Era evidente que este no era el mejor momento para ser besada, pese a que yo lo deseara con todas mis fuerzas.
Su rostro se colocó a escasos centímetros del mío, y sus ojos me buscaron... no sabría explicar cómo, pero lo hicieron. Buscaron algo en mí que yo no supe descifrar. Una respuesta que desconocía poseer, pero que él ansiaba escuchar de mis labios. Me aterré y quise apartarme, pero no lo hice.
─No parecías tú, y me asustaste ─me hizo saber, con voz grave.
─Eso no me hace sentir mejor. Lamento lo sucedido, pero créeme si te digo que no lo recuerdo.
─Me gustaste ─confesó entre dientes.
Me horroricé ante su confesión, y una mezcla de excitación y pavor me adormiló todo el cuerpo.
─¿Cómo puedes decir eso? ─le reproché avergonzada.
─Aquella noche, cuando te encontré desnuda en mi cama, conocí a otra Pamela.
Solté una risilla nerviosa, y sentí que sus dedos me atrapaban la muñeca para no dejarme escapar.
─Por supuesto que conociste a otra Pamela, ¡Esa no era yo!
Sacudió la cabeza, y algunos mechones rebeldes le cayeron sobre la frente. Deseé apartárselos con mi mano, pero no lo hice. Me asustaba ver lo que él exigía de mí, y empezaba a comprender que en aquella habitación había dicho cosas; con toda probabilidad reflexiones que no me atrevía a pronunciar en voz alta.
─Lo eras. Asustada, despreocupada y liberada. Ojalá pudiera traerla de vuelta ─se sinceró con dulzura, y me acarició la palma de la mano con lentitud.
─Te aseguro que eso no va a suceder. Si quieres pasar un buen rato, búscate a otra.
A pesar de la violencia de mis palabras, él no se apartó de mí. Se inclinó hacia mi rostro, y cerré los ojos con anticipación. El pulso me latía frenético, y mis labios rogaban por uno de sus besos. Pero no me besó. Acercó su boca a mi oído, y susurró unas palabras roncas que me dejaron aturdida y sin aliento.
─Esa fue la mujer con la que me casé. Sólo quería que lo supieras.
Se apartó de mí y recobró su posición sobre el asiento.
Lo miré. Me miró. Nos quedamos callados, y antes de que pudiera ser consciente de que estaba perdiendo la cabeza, me arrojé a sus brazos y lo besé como si no hubiera un mañana.