CAPÍTULO TRES

Sanatorio Waverly Hills, Louisville, Kentucky , 6 de Marzo de 2013

Me despierto mareada y tumbada en una cama. Mi primer instinto es el de llevarme las manos hacia el vientre, lo cual resulta imposible. Estoy en la misma habitación de la primera vez, pero en esta ocasión, llevo las manos abrazadas a mi pecho con una camisa de fuerza de un blanco descolorido. Es cómico, teniendo en cuenta que en esta situación; aterrada y desprotegida como me siento, con toda probabilidad hubiera adoptado esta postura por mi propia voluntad.

El cabello se mete dentro de mis ojos, y soplo con la boca para echarlo hacia atrás. Aún me siento aturdida por el efecto del sedante, si bien estoy en el pleno uso de mi raciocino para relacionar la investigación de O´connor con la razón por la que me han encerrado en este lugar.

Con suerte Jack...

Pienso en él, y me entran unas ganas de llorar que trato de reprimir. No quiero llorar en un sitio como éste, rodeada de gente que me otorga un trato tan humillante. Atada a una camisa de fuerza, con el cabello revuelto y los ojos húmedos por las lágrimas. Con cara de desquiciada. No soy una loca, pero es difícil demostrar lo contrario en un estado tan lamentable como el que me encuentro.

Y la identificación....

Tengo familia en Irlanda, y he viajado al país en un par de ocasiones. Sé lo suficiente de Irlanda como para adivinar que la documentación que me enseñó el Doctor Moore era verdadera. Lo que no entiendo es la existencia de una tal Pamela Blume, casada y militante del partido republicano.

¿A qué están jugando conmigo? ¿Es el Doctor Moore un cómplice de este complot?

La puerta de la habitación se abre, y esta vez no retrocedo. Trato de ponerme en pie, pero me es complicado sin utilizar los brazos. Al percibir que una enfermera se acerca para ayudarme, me apoyo sobre el hombro y me levanto con gran dificultad. No pienso permitir que ninguna de ellas vuelva a tocarme.

¿Por qué me tienen atada? ─exijo saber

La enfermera es una chica joven, quizá en mitad de su veintena. No me infunde tanto temor como las otras dos enfermeras, a pesar de que comparte cierta familiaridad con Anne, la mujer del rostro sombrío. Los rasgos de su rostro son suaves y amables, y a pesar de toda esa ropa blanca que le confiere un aspecto anodino y un tanto vulgar, debo admitir que es bonita. Me agrada que me observe sin recelo, tal y como lo hace el Doctor Moore, por el que ahora no siento ninguna simpatía, pero sí grandes cantidades de rabia que me oprimen todo el cuerpo. Si lo tuviera cerca sería incapaz de reprimir las ganas de darle una paliza.

No te preocupes. Si te comportas de manera razonable, dentro de unas horas te quitarán la camisa.

Comportarme de manera razonable teniendo en cuenta las pésimas condiciones en las que me encuentro no es una opción que me seduzca.

No has respondido a mi pregunta. Eso lo sabe hasta un loco.

Ella se muerde los labios, tratando de no reírse.

La camisa de fuerza sirve para que no te autolesiones.

¿Temen que me haga daño a mí misma, o temen que le haga daño a los demás? ─la contradigo yo.

Ella se encoge de hombros, como si eso no importara.

Es la hora del almuerzo. Te aconsejo que te sientes en una de las mesas libres. A los internos no les gusta ver trastocada su rutina, y pueden creer que usted viene a quitarles su sitio.

Qué tontería. No quiero quitarle el sitio a nadie porque quiero salir de aquí ─refunfuño, antes de seguirla.

En cuanto salgo por la puerta, me quedo paralizada en medio del pasillo y niego con la cabeza. Los hay que corretean desnudos por el pasillo, mientras las enfermeras corren tras ellos tratando de vestirlos. Una mujer pega cabezazos contra la pared, y nadie parece estar interesado en decirle que puede hacerse daño. Un hombre de avanzada edad juega al ajedrez, sin piezas de ajedrez y sin contrincante.

No pienso unirme a esa panda de lunáticos ─me niego, y vuelvo a entrar a mi habitación.

Rebeca, tienes que comer, y a los internos no se les está permitido comer dentro de la habitación. Si no cumples las normas, no te quitaran la camisa de fuerza.

Doy un respingo, y me acerco a ella. Tengo los brazos dormidos y un dolor de espalda insoportable. Pese a mi lamentable estado, hay algo que me preocupa todavía más. Algo que guardo en mi interior con celo y la esperanza de que escape de este maldito lugar junto a mí.

La sigo por el pasillo, y trato de mantener la vista al frente e ignorar a las personas que se cruzan en mi camino. Algunos me observan fijamente, y me da la sensación de que quieren asesinarme. Otros me ignoran, lo cual es un alivio porque estoy intentado pasar desapercibida.

La enfermera me hace un gesto para que me siente junto a una mesa que está deshabitada, y yo tomo asiento, tranquila por tener un poco de paz y no relacionarme con ninguno de ellos. Pero alguien se acerca hacia donde estoy, y se sienta a mi lado, muy pegado a mí. Con disimulo, arrastro mi silla hacia el otro extremo, y tiemblo de la cabeza a los pies. La miro de reojo. Es una mujer. Una giganta corpulenta y de brazos enormes. Ella me mira, sonríe y arrastra su silla, volviéndose a sentar todo lo cerca que puede de mí. Extiende una mano para tocarme el cabello, y yo me inclino hacia el otro lado, horrorizada porque vaya a tocarme. Parece que mi cabello pelirrojo le llama la atención, y maldigo para mis adentros el tener un pelo tan llamativo.

Psssh... Pshhhh ─llamo a la enfermera, todo lo bajito que puedo.

Al mirarme, hago un gesto con la cabeza hacia la otra mujer, rogándole con la mirada que me la quite de encima. La enfermera sonríe complacida, y dice:

Así me gusta, que empieces a hacer amigos.

Y se marcha.

¡¿Qué?! ¡¿Qué?!

Pongo las piernas en alto para separar a la giganta de mí cuando ella intenta volver a tocarme el cabello. Pone cara de disgusto, se levanta, y me tira del pelo. Suelto un grito, y cabreada, trato de soltarle una patada desde mi asiento para que me deje tranquila, pero no atino y me caigo al suelo. No soy capaz de levantarme sin utilizar los brazos, y para mi asombro, la giganta me coge con absoluta facilidad y me sienta en la silla, como si fuera un bebé que no pudiera valerse por sí mismo.

Qué pelo tan bonito... ─lo acaricia con admiración, por lo que suelto un suspiro de agotamiento

Lo doy por imposible. Como no me está haciendo daño, trato de ignorarla, pero es complicado. Sus manazas me acarician el pelo con delicada torpeza, y su dedo se enreda en uno de mis tirabuzones, jugando con él como si fuera un muelle.

Ji, ji, ji... ¿Me puedo quedar con un trocito?

No.

Es naranja.... no.... ¡Mostaza!... no... ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!

Sus gritos me producen dolor de cabeza, y cada vez me tira un poco más fuerte. El jaleo que forma atrae a algunos internos, y para cuando quiero darme cuenta, estoy rodeada por siete personas que miran mi pelo. Sólo mi pelo. Parece que no soy yo quien les interesa, lo que me deja más tranquila.

De repente, la giganta se pone en pie y le da un empujón a uno de ellos. Un hombre alto y que me observa con codicia, lo que provoca que me estremezca de pavor.

¡Es mío, yo lo he visto primero! ─le grita, y le da otro empujón para enfatizar sus palabras.

El grupo de personas, unido al hombre de los ojos codiciosos, se dispersan aterrorizados. Lo cierto es que la giganta, con su increíble tamaño y su corpulencia, infunde miedo. Debido a ello, empiezo a mirar a la giganta con otros ojos, mientras mi mente le otorga cierta utilidad.

¿Qué está pasando aquí? ¿Tessa, por qué gritas a tus compañeros? ─la regaña la enfermera, que viene hacia donde estoy con una bandeja repleta de comida.

¡Es mío! ─exclama Tessa la giganta.

Se sienta a mi lado y me abraza de manera posesiva hasta dejarme sin respiración.

Ah... te refieres a su pelo. ¿Lo tiene muy bonito, verdad? ¿Quieres acariciarlo?

Oiga, que no soy un gato ─me defiendo, muy ofendida.

La enfermera se ríe sin perder su buen humor, y le pide a Tessa que nos deje a solas. Ante mi perplejidad, la giganta asiente con obediencia, me toca el pelo una última vez, y se marcha arrastrando los pies con alegría.

Le gustas ─me dice la enfermera, encantada de que así sea.

Creo que es de esas personas que aman su trabajo. Sorprendente, teniendo en cuenta las circunstancias.

¿Cómo te llamas?

Veronica.

Muy bien, Veronica. Ya he hecho lo que me has pedido. Ahora quítame esta camisa de fuerza ─le ordeno, como si en este lugar fuera yo quien da las instrucciones.

Ella pone cara de pesar.

Me temo que es imposible. No estoy autorizada para quitarle la camisa.

La miro con los ojos muy abiertos.

¿Y cómo pretende que coma?

Ella sostiene una cuchara en la mano, y señala una papilla poco apetecible.

Abre la boquita ─me pide, con la voz muy dulce.

No me vas a meter esa puñetera cuchara en la boca, ¿Te queda claro? ─le espeto, muy indignada.

Mis palabras le borran la sonrisa.

Pero...

Una mano masculina se coloca sobre su hombro. Es la mano del Doctor Moore, a la que desearía apuñalar con el cuchillo de plástico si me fuese posible. Lo miro con una mezcla de esperanza y rabia. Todavía no he olvidado que por su culpa me encuentro en este estado tan patético.

Tranquila Veronica, ya me encargo yo.

La enfermera asiente, se levanta, y me ofrece una última sonrisa sincera y cargada de compasión.

Me dijo que no me iba a hacer daño ─le recuerdo con resentimiento.

Le quitaré la camisa con la condición de que no se muestre violenta, ¿Entendido?

Asiento, pero no me puedo quedar callada.

Usted y yo tenemos conceptos distintos de lo que implica ser violento. En mi opinión, defenderse ante una amenaza es de ser espabilado, lo que no implica que sea una mujer dada a las confrontaciones.

El Doctor Moore me quita la camisa, por lo que muevo los brazos sintiendo la libertad de mi pequeña victoria.

¿Se sintió atacada cuando le conté la verdad?

Clavo mis ojos en los suyos. Son oscuros, y otorgan cierto brillo al rostro contrito y formal.

Usted cree saber la verdad, pero lo han engañado. Si busca información acerca de mí, la encontrará. Es evidente que no soy la única Pamela Blume que vive en Seattle. Esto sólo se trata de una equivocación.

¿Se quedará tranquila si hago lo que me pide?

Por supuesto ─le miento.

Si no es su verdadera identidad, aceptará someterse a terapia bajo mi supervisión, ¿De acuerdo?

Asiento, y el Doctor Moore se levanta para marcharse. Antes de que se aleje, le hablo con total seguridad.

Doctor Moore, no tendré que someterme a esa terapia porque le estoy diciendo la verdad.
 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO CUATRO

Seattle, treinta días antes

Estaba tomando un baño relajante tal y como a mí me gustaba. Unas gotas de esencia de lavanda, cantidades ingentes de espuma y una almohada para baño sobre la que reposar mi cabeza. El inesperado encuentro con Jack me había dejado afectada, furiosa, nerviosa, indignada, y para qué negarlo; con ganas de más.

Era un hombre imposible y difícil de prever. Desde que nos conocíamos, hacía tres años que yo me había mudado desde Washington D.C a Seattle, nuestra relación, si es que se le podía llamar de esa forma, había sufrido determinados altibajos. Tan pronto me trataba con hostilidad y aquella tendencia suya a juzgar mis principios, como se dejaba llevar por la tensión sexual no resuelta y admitía con descaro que quería llevarme a la cama, siempre haciendo uso de aquel cinismo que parecía emplear sólo para mí.

Y luego llegó la boda.

No quería pensar en ello, porque si me esforzaba, podía recordar con total nitidez el despertar tras la noche de bodas, y lo embarazoso que nos resultó a ambos. En realidad, no estoy segura de que a él le resultara algo, porque se limitó a ignorarme y dejarme marchar, como si aquello no hubiera sucedido. Y ahora se empeñaba en no admitir el divorcio, llevándonos a los juzgados para liberarnos de una unión que nunca debería haber existido.

Era un hombre desagradable, altivo y... me encantaba.

No era de extrañar. Siempre había tenido un gusto terrible, en especial por las cosas absurdas, delirantes y con altas dosis de complejidad. Jack era una gran complicación, con metro noventa de altura, cabello rubio plomizo, ojos grises y musculatura pétrea.

Metí la cabeza dentro del agua y me quedé un rato así, obligándome a dejar de pensar en él. Para ello, emergí a la superficie y agarré la carpeta con el expediente policial de O´Connor. Sentí tal conmoción al pasar las páginas, que a punto estuvo de resbalarse de mis dedos y caer al agua.

No me consideraba a mí misma una persona impresionable, y había visto las suficientes cosas sórdidas como para no alterarme por un asesinato cruel y sanguinario. Pero esto iba más allá de todo lo que yo podía soportar o defender. Era horrible, y mi cliente, el marido de mi hermana, había mentido en contraposición con los hechos reflejados en aquel informe por la policía. Tendría suerte si conseguía que él escapara de la pena capital, y aunque no estaba de acuerdo con la muerte de criminales a manos del gobierno, lo cierto era que me estaba replanteando mis propias convicciones. Aquel caso era una ofensa hacia la ética, y yo no podía ignorarlo.

Salí de la bañera con un creciente malestar. Me envolví en una suave toalla de algodón, y me sequé el pelo antes de meterme desnuda dentro de las sábanas. Fui incapaz de pegar ojo en toda la noche, y por más que me esforzaba en formar una opinión al respecto, lo cierto es que me desconcertaba la ansiedad que había vislumbrado en los ojos de David. Era la mirada de la inocencia, y yo la había percibido en otras ocasiones.

Como cada noche desde hacía tres años, terminé por sucumbir al encanto que ejercían sobre mí los somníferos, pero hacía tanto tiempo que los tomaba que solo consiguieron dejarme atontada durante el resto de la noche, por lo que me percaté de que tendría que aumentar la dosis.

Me levanté a la seis y media de la mañana, sin haber podido descansar y con la firme determinación de visitar a O´connor para hablar con él. Ya había tomado una decisión, y si él no estaba de acuerdo, siempre podía buscarse un abogado de oficio. Uno agobiado de trabajo y al que no le importara pactar con el fiscal de turno para mantenerlo de por vida en prisión, que por otro lado, era lo que se merecía.

Desayuné con tranquilidad, y me fui a correr antes de ir al trabajo. Era una actividad que me relajaba y me ayudaba a poner la mente en blanco. Volví a mi casa, me di una ducha rápida, y justo cuando iba hacia el despacho, el teléfono de casa sonó. Sólo había unas pocas personas que tuvieran el número de mi línea personal, y entre ellas se encontraba Linda.

El fiscal del caso O´connor ha llamado al despacho. Quiere concertar una cita contigo para esta mañana me informó.

Aquello era una mala señal. Si el fiscal tenía la intención de reunirse conmigo a escaso tiempo del crimen, implicaba que ya tenía claros los cargos que presentaría para el juicio, y que se había formado una opinión al respecto. Tenía que retrasar la reunión lo máximo posible hasta crear una estrategia defensiva, pero tampoco podía dejarlo estar durante demasiado tiempo.

Dile que estoy hasta arriba de trabajo, y que no podré reunirme con él hasta la semana que viene.

Ella ─me corrigió─. Se trata de Graham... y ya sabes cómo es....

Sentí que el universo entero estaba conspirando contra mí para ponerme las cosas difíciles. Victoria Graham era una de las fiscales con mayor reputación. Tenía fama de dura, hasta que la conocías y te percatabas de que Belcebú no tenía nada que hacer en comparación con ella. El objetivo de cualquier fiscal era hacer justicia. La razón de ser de Victoria Graham era encarcelar personas, fueran o no criminales. Odiaba perder, y aplastar a todos sus contrincantes le otorgaba un inmenso placer. Se podía decir que Victoria no sentía ninguna simpatía por mí. Es decir, me odiaba y no se esforzaba en ocultarlo. Cada vez que yo cogía un caso, ella intentaba por todos los medios ser la fiscal encargada de destruirme. Nunca lo había conseguido, pues yo era mejor que ella, circunstancia que ambas sabíamos por mucho que se esforzara en disimularlo bajo una hostilidad permanente hacia mi persona. Pero este caso era su oportunidad de devolvérmela, y estaba segura de que ella iba a jugar todas sus cartas, incluido el juego sucio.

Ya me has oído, Linda. Estoy demasiado ocupada, y no podré tener mi reunión con Victoria hasta dentro de una semana.

La oí soltar una risilla nada comedida. Victoria tampoco era santo de su devoción.

Oh... Victoria enloquecerá cuando le diga que te niegas a reunirte con ella hasta dentro de una semana. Pero no sé si es la mejor opción. Puede pensar que no estás preparada, y aprovecharlo en tu contra.

Sí, ella puede. Otra cosa es que vaya a servirle de algo.

A Linda le encantaba que yo fuera tan segura de mí misma. En realidad, en estos momentos se trataba de una cuestión de mera apariencia. No me sentía nada sosegada haciendo frente a Victoria y a un caso como éste, pero no debía demostrar mi debilidad en público.

También la ha telefoneado el Señor Colombini. Dice que tiene su dinero, y que está dispuesto a doblarte los honorarios si sacas al imbécil de su hijo de la cárcel. Lo de imbécil lo ha dicho él.

De acuerdo. Dile que nos vemos en el Café Umbria, en la Occidental Avenue South , dentro de unos veinte minutos.

Me despedí de Linda, y me vestí con un traje dos piezas en color azul oscuro, el pelo recogido y la cartera al hombro. Cuando llegué a Pioneer Square, el señor Colombini ya estaba esperándome sentado en una de las mesas de la soleada terraza. Se había tomado la libertad de pedir por mí, lo cual me irritó. Era un hombre acostumbrado a tenerlo todo controlado, pero no se enteraba de que en esta relación, él era mi cliente, y a pesar de lo que establecieran los formalismos, para mí existía una única verdad inquebrantable: “el cliente nunca lleva la razón, salvo que yo diga lo contrario”.

Buenos días, Señor Colombini ─me senté frente a él, y ni siquiera se quitó las gafas de sol que llevaba puestas.

Era un hombre espigado y canoso, supongo que atractivo en su cincuentena, pero me resultaba tan prepotente y desagradable que no le encontraba el encanto por ningún lado. La relación con su hijo se basaba en una constante monetaria con desapego y nulo cariño. Su padre pagaba los escarceos con la justicia de Anthony, a veces se cabreaba, decidía no pagar, y al poco tiempo se arrepentía por el qué dirán, por lo que volvía a ingresar un cheque en mi cuenta bancaria. Tanto el hijo como el padre eran tal para cual, y yo no los soportaba.

Buenos días, Señorita Blume. Hoy está preciosa.

Me alegro de que me vea con buenos ojos, Señor Colombini. Pero deje de halagarme y págueme. Ya conoce las reglas. Cobro por adelantado mis honorarios.

Con los hombres como el Señor Colombini no convenía andarse con rodeos. Todo lo que sabía de él es que se dedicaba a la exportación de coches de lujo, lo cual no era más que una tapadera para sus trapicheos ilegales, que era donde radicaba su fortuna. Yo prefería no saberlo. Él me pagaba, yo actuaba, y ahí finalizaba nuestra relación. Lo que hiciera el Señor Colombini con su vida privada no era de mi incumbencia.

El Señor Colombini asintió, y deslizó un sobre por encima de la mesa que ni siquiera me esforcé en contar. Ambos sabíamos que dentro estaba todo el dinero.

¿Qué ha hecho esta vez Anthony? ─pregunté, evidentemente aburrida.

Ya sabe cómo es ese chico. Un inepto que sólo sabe darme problemas. Le tengo dicho que si va a meterse en líos, tiene que esforzarse para que no lo pillen. Pero ni por esas.

No hay nada que sirva mejor de modelo de conducta a un hijo que los consejos de un padre ejemplar ─repliqué, y él no se atrevió a decirme nada.

Anthony robó el coche de un amigo, se dio a la fuga y lo estrelló contra una tienda de electrodomésticos.

Su hijo no trabaja, ¿Me equivoco?

Ya sabe la respuesta, señorita Blume. Si se propone dejarme en evidencia, ya estoy lo suficiente avergonzado.

Lo que quiero decir es que él no tiene forma de pagar los destrozos, y supongo que tanto el propietario del coche como el de la tienda de electrodomésticos preferirán llegar a un acuerdo privado en el que usted se comprometa a pagarles todos los desperfectos y ofrecerles una cuantiosa indemnización, en vez de tener que ir a un juicio en el que Anthony pase varios años en prisión, pero en el que no vean ni un duro.

¿Y qué hay del robo? El fiscal insistirá en presentar cargos.

Le pediré a su amigo que cambie la versión, y que diga que le prestó el coche a Anthony, pero que al verlo destrozado, se puso furioso y decidió denunciar el robo de su vehículo. En cuanto usted le regale uno de esos coches de lujo que vende, estoy segura de que no se opondrá a retirar la denuncia. Lo arreglaré todo para dentro de un par de días.

El Señor Colombini me observó encantado.

Es usted una mujer muy retorcida, señorita Blume. ¿Le he pedido alguna vez una cita?

En varias ocasiones, y hoy no será la excepción en la que yo acepte. Que pase un buen día, Señor Colombini.

Estreché la mano del señor Colombini, y dejé la bebida intacta en la mesa. Aquel día hacía bastante frío, por lo que me anudé los primeros botones del abrigo, y escondí la cabeza bajo los hombros, al tiempo que cruzaba una esquina para dirigirme hacia mi coche. No vi al hombre que corría en mi dirección con unos auriculares de música en las orejas, por lo que me tropecé contra su cuerpo. El bolso se me cayó al suelo, pero logré mantener el equilibrio al agarrarme al brazo fuerte de aquel hombre. Entonces lo olí, y supe que era él. Ningún hombre olía de esa manera.

Alcé la cabeza y me encontré con Jack Fisher, en aquella ropa de deporte que había adivinado que le sentaba tan bien. Llevaba una camiseta de algodón de manga corta, a pesar de que era invierno, que se pegaba a aquel abdomen duro y marcado. Unos pantalones elásticos y unas zapatillas de deporte. Él también corría. Estaba sudado, y eso hizo que mi libido aumentara. Tenía el cabello desordenado sobre la frente, y aquellos ojos grises que me observaban con intensidad.

Sabía que él vivía en Pioneer Square, pero nunca había tenido la desgracia, o la fortuna, de encontrármelo por la calle de aquella guisa.

Todos mis instintos se activaron al recorrer su cuerpo sudoroso y algo pálido. Instintos relacionados con el sexo, por supuesto. ¿Pues qué podía interesarme de aquel fiscal estirado y tan distinto a mí aparte de un revolcón sin compromiso? Para responder a esa pregunta, sin embargo, debía encontrar una explicación razonable para el hecho de que estábamos casados, por lo que decidí ignorarla.

Él se agachó a recoger mi bolso y me lo entregó, al tiempo que se quitaba los auriculares.

Culpa mía. Iba concentrado y no te he visto ─se disculpó, para mi agrado y sorpresa─. ¿Te he hecho daño?

Me agarró por los hombros sin pedir permiso, y me examinó de la cabeza a los pies, como si quisiera cerciorarse de que estaba en perfectas condiciones. Sentí el calor reconfortante que emanaban las palmas de sus manos, por lo que tuve que apartarme de él con cierta torpeza. Su contacto me producía una ansiedad que no lograba disimular.

No te preocupes, estoy bien.

De la música de sus auriculares intuí la voz de Bono de U2. Me encantaba aquel grupo.

He hablado con mi abogada, y cree que lo mejor será que nos reunamos antes de la vista del juicio para ponernos de acuerdo.

¿Su abogada? ¿Y quién demonios era su abogada?

Sentí una punzada de celos muy incómoda.

¿Y sobre qué se supone que tenemos que ponernos de acuerdo? ─repliqué, de instantáneo mal humor.

Él relajó la expresión, como si aquella mañana no quisiera discutir.

Sólo quiero hacer las cosas bien, Pamela ─se excusó─. Hacer las cosas bien contigo.

Me sobresaltó aquello de Hacer las cosas bien contigo, pues con Pamela Blume solo había una manera de hacer las cosas, lo que implicaba concederme la razón y seguir mis órdenes sin rechistar. Pero Jack era un hombre tan obtuso que jamás se conformaría con un divorcio de mutuo acuerdo y un si te he visto no me acuerdo. De hecho, estaba segura de ser incapaz de olvidarlo cuando deseaba volver a encontrármelo de nuevo. A poder ser en la cama, y bajo las sábanas. Estaba convencida de que aquel cuerpo sudoroso me ofrecería más placer del que había gozado en toda mi vida.

Si quieres hacer las cosas bien, concédeme el divorcio lo antes posible.

Él tensó el rostro y se aproximó hacia mí como un lobo que se relamía ante su presa. Era imponente, más alto que yo, a pesar de que yo sobresalía del metro setenta. Me observó con una sonrisa ladeada, y soltó con aire chulesco:

Por encima de mi cadáver.

Sentí ganas de abofetearlo y besarlo al mismo tiempo.

El papel de marido despechado no te sienta nada bien ─le solté, para hundirlo un poco.

Él puso expresión de no haberme escuchado, se acercó de nuevo a mí, y me habló a escasos centímetros del rostro. Su respiración caliente me acarició las pestañas, por lo que lo observé con los ojos entrecerrados, un poco atontada por el placer que me producía tenerlo tan cerca.

Te recomiendo que te busques un abogado. No es bueno mezclar las cuestiones profesionales con las personales ─dijo aquella última palabra de una manera ronca que me trastocó las entrañas.

Me sentí arder por dentro. Quise responderle algo ocurrente, pero entonces, aquella noche en las Vegas de hace tres meses me azotó la mente, y fui incapaz de pensar en otra cosa. Lo recordaba todo con total claridad.

Desperté en una enorme suite de hotel , desnuda y con un cuerpo a mi lado que me abrazaba con gran posesividad. Tuve que parpadear un par de veces para asegurarme de que lo que llevaba en el dedo anular era un anillo de matrimonio. Me desperté al borde de un ataque de nervios, y empujé aquel pesado y caliente cuerpo fuera del mío. Cuando me volví hacia el extraño, solté un grito al darme cuenta de que era Jack Fisher. Él me miró desconcertado, le echó un vistazo a mis pechos y luego volvió a mirarme a la cara. Ambos estábamos igual de desnudos y aturdidos, y no recordábamos nada de lo que había sucedido. Ni siquiera me acordaba de haber visto a Jack aquella noche en Las Vegas. Y lo último que recordaba era haber pedido una copa de mi champagne favorito. Lo que se suponía que debía ser un viaje de negocios había desembocado en una boda inesperada y con amnesia.

Me llevé la mano a la boca, para no volver a gritar. Él se levantó de la cama, y no dijo una palabra. Yo me vestí en silencio dándole la espalda, y él hizo lo mismo. Traté de quitarme del dedo anular aquel maldito anillo de matrimonio en forma de dado, pero me puse histérica al percatarme de que estaba atascado. No tuve el valor de mirarlo antes de salir por la puerta y cerrar sin hacer ruido. Tres meses más tarde, había redacto los papeles del divorcio y se los había enviado por correo junto aquel ridículo anillo símbolo de una unión que jamás debería haber existido.

¿Te encuentras bien? ─se preocupó, colocando una mano sobre mi hombro.

No me encontraré bien hasta que me divorcie de ti ─repliqué fríamente.

Te aconsejo que eso lo hables con mi abogada.

Deja ya de hacer el imbécil ─le pedí cabreada.

Él se colocó los auriculares en los oídos, dando por finalizada la conversación. Se alejó de mí, pero de pronto se detuvo y me habló sin volverse.

¿Vas a continuar con el caso de O´connor? ─lo preguntó con aquel tono suyo que intentaba mortificarme y sermonearme al mismo tiempo.

Por supuesto que sí ─respondí sin vacilar.

Jack apretó los labios, como si estuviera decepcionado. Me disgustó ver aquella expresión en su rostro, y me disgustó más que a mí me importara. Durante un rato se pensó lo que decir, pero al final, se dio media vuelta y se marchó corriendo. Me quedé un rato observándolo embobada. Corría con elegancia, y era tan atractivo de espaldas como de frente.

Qué injusta y mordaz era la vida al poner en mi camino a un hombre que estaba destinado a divorciarse de mí sin permitirme si quiera probarlo.

***

Tenía a David O´connor sentado frente a la mesa. Le temblaban los labios y un nudo se había hecho en su garganta, como si tragara con dificultad. Yo había sido incapaz de sentarme, y me pasé las manos por el cabello. De pronto, presa de la rabia, golpeé con el puño cerrado la mesa, y el vaso de papel se volcó, derramándose el agua que contenía por el lateral de la mesa, y creando la ilusión de una cascada. David observó el agua caer, y luego fijó los ojos en mí, muy asombrado.

¿Te crees que soy estúpida? ─le recriminé, mirándolo a los ojos.

Él agacho la cabeza, sabiendo a lo que me refería. Abrí la carpeta que llevaba conmigo, y cogí al azar varias fotografías del cadáver de Jessica Smith que dispuse sobre la mesa. Le señalé una de ellas, y chasqueé la lengua contra el paladar para intimidarlo a propósito. Cogí un folio en el que se detallaba el informe policial, y leí unas líneas que había subrayado con antelación a nuestra reunión:

Jessica Smith fue asesinada de frente, recibiendo veintidós puñaladas en el tórax y los brazos. Previamente, mantuvo relaciones sexuales con David O´connor, quien le asestó más de una veintena de puñaladas, produciéndole la muerte de una puñalada en el corazón

Eres un asesino, David O´connor ─le espeté con desprecio, y guardé todo el contenido dentro de la carpeta.

Hice el amago de marcharme, pero David se levantó y me agarró la muñeca preso de la desesperación.

¡Yo no la maté! ¡Te lo juro! Sí, me acostaba con Jessica, pero jamás le habría puesto una mano encima. Aquel día estábamos un poco borrachos... de hecho, tras entrar en la casa tuve que regresar al cabo de unos minutos porque nos habíamos dejado la puerta abierta. La vecina de Jessica me vio porque estaba mirando por la ventana. Tal vez alguien aprovechó el momento de descuido y entró... no lo sé.

Se llevó las manos a la cabeza, desquiciado ante la evidencia.

¿Y eso qué importa? Encontraron tus huellas en el arma homicida, y tu adn en el cuerpo de la víctima, lo que demuestra que mantuvisteis relaciones sexuales. No sólo eso, sino que además, una vecina le aseguró a la policía que no era la primera vez que te veía entrar en casa de Jessica, y que sin duda, estabais manteniendo una relación. En las uñas de Jessica se encontraron restos de tu piel...¿Quieres que continúe?

No... por favor...

Se dejó caer sobre la silla, y se llevó las manos esposadas al rostro, profiriendo en un llanto incontrolable. Suspiré, y me lo quedé mirando de pie, sin saber cómo actuar. Había jugado mis cartas, y ahora sólo debía esperar a que David se decidiera a contarme la verdad. Su verdad.

¿Por qué no me lo contaste? Deberías haberme dicho que tenías una relación paralela con Jessica.

¡Porque Olivia es tu hermana! ─exclamó él, como si fuera tan evidente.

¿Prefieres preservar tu matrimonio o salvar tu vida? ─repliqué yo.

Yo... yo quiero a tu hermana... lo de Jessica fue...

Me senté frente a él y lo miré a los ojos sin vacilar.

Las explicaciones dáselas a Olivia, no a mí. Cuando sea el juicio, ella se enterará de la verdad, y la decisión que tome al respecto no es asunto mío. Hasta entonces, dedícate a ser sincero conmigo, y puede que tengas alguna posibilidad de salvar tu vida.

¿Qué opciones tengo? ─exigió saber. Estaba tan asustado que le temblaba todo el cuerpo, y me pareció que la comparación con un niño frágil que había perdido a sus padres era la más acertada.

Decidí ser todo lo sincera que recababa la situación. Sin dar rodeos, le dije en pocas palabras lo que, con toda seguridad, le esperaría.

Si decides ir a juicio, la fiscal pedirá la pena capital. Te enfrentarás a un jurado de doce hombres y mujeres que no vacilarán en determinar el veredicto de culpable, por lo que el juez señalará la pena más alta, y morirás. Si optas por llegar a un acuerdo y decides no ir a juicio, te conseguiré la cadena perpetua.

¡La cadena perpetua! ¡No puedo estar toda la vida en prisión por un crimen que no cometí! ─estalló, y por primera vez desde que lo conocí, el hombre asustado dio paso a un desesperado arrebato de rabia.

En ese caso, será mejor que te busques otro abogado ─le aconsejé, sin perder la calma.

Él abrió mucho los ojos, como si aquello le hubiera pillado desprevenido.

No puedes dejarme sólo en esto ─me recriminó, y no me dio ninguna pena.

Por supuesto que puedo hacerlo. Cobro cinco mil dólares por adelantado. Diez mil si vamos a juicio, y veinte mil en un caso como éste. Nunca acepto un juicio que no puedo ganar, a menos que el cliente se decida a pactar. Y por si fuera poco, le has sido infiel a una hermana por la que no siento la menor simpatía, pero a la que le he estado enviando dinero dos meses al año a tu nombre, probablemente para aliviarme la conciencia. Me estás saliendo muy caro, O´connor.

No puedo creer que seas tan mala persona. Te acabo de decir que soy inocente, y no me importa ir a juicio, aunque para ello me juegue la vida.

Curioso que me lo digas tú.

¿No te importa enviar a un inocente a la cárcel?

En el supuesto caso de que creyera en tu inocencia, y de que me importara, no tendría demasiado sentido. Desconozco cómo ayudarte.

¡Déjame que te cuente la verdad! ─exigió, y quiso agarrarse a mí para que no me marchara. Pero yo fui más rápida consiguiendo levantarme de la silla antes de que me tocara.

La verdad es que morirás si vas a juicio, y no quiero que esa responsabilidad recaiga sobre mis hombros. Adiós, David.

Me acerqué a la puerta, y golpeé con los nudillos para que el guardia la abriera.

Tres, cero, dos, cinco. Washington federal. La llave está escondida en el bolsillo de la americana que me regaló Olivia por navidad ─soltó de manera apresurada.

Me quedé paralizada ante aquellas extrañas palabras, y no me moví hasta que el funcionario abrió la puerta, momento en el que salí sin mirar atrás. Quise gritarme a mí misma que apartara el caso de O´connor de mi cabeza, pero tras aquella inesperada confesión, no pude dejar de pensar a qué se refería. Me costaba entender que una persona que iba a enfrentarse a la pena de muerte, y que con toda seguridad sería declarado culpable, quisiera seguir adelante. Pero lo cierto es que había algo dentro de mí que me decía que David era inocente. Lo veía en sus ojos, y en aquella frustración que desprendía al saberse inculpado de un crimen que no había cometido. Desde luego, siempre me había dejado llevar por mi intuición, y sabía que tenía un sexto sentido para ejercer la abogacía, si bien, el caso de O´connor estaba poniendo en peligro todas mis convicciones, y sobre todo, aquella regla principal que yo había establecido para mí misma: “nunca aceptes un caso si sabes que puedes perderlo”. Un juicio es la guerra, y en la guerra, si no quieres morir haz de vencer.

Entonces, ¿Qué escondía David en aquella caja de seguridad del Washignton federal?

Con aquella pregunta me marché a mi casa. Vivía en el barrio de Queen Anne, situado en una colina y rodeado de rosales y árboles con espesas copas, porches cuidados, jardines con barbacoa y niños montando en bicicleta. Me gustaba Queen Anne, porque cuando volvía a casa después de un arduo día de trabajo, sabía que la paz me esperaba dentro de mi casa estilo reina Ana. Por ello, me espanté tanto al empujar la puerta de la entrada y descubrir que estaba abierta. Contuve un grito al observar los cajones revueltos y los muebles tirados por el suelo. Subí las escaleras hacia la segunda planta para cerciorarme de que allí también habían robado, pero al abrir el joyero que había sobre la cómoda, me lleve una sorpresa espeluznante al darme cuenta de que las joyas seguían en su sitio. Era lo único que tenía de valor en casa, pues todos mis ahorros estaban en una cuenta corriente, y mi tarjeta de crédito viajaba siempre conmigo. Quien había entrado en casa, por como había revuelto todo el mobiliario, estaba buscando algo en particular. Asustada, bajé las escaleras y llamé a Fígaro. Lo busqué por todas partes, y al no encontrarlo, me estremecí de terror y salí al jardín trasero. Tampoco estaba allí.

Traté de tranquilizarme a mí misma, pero el hecho de que le hubieran hecho daño a Fígaro, el gato que me acompañaba desde hacía siete años, me provocó una ansiedad terrible. Hice lo único lógico que podía hacer dada aquella situación. Marqué el número de la policía y le conté al agente que descolgó el teléfono que habían robado en mi casa. Estaba tan conmocionada que regresé a la entrada de mi casa y me senté en la escalinata principal. Entonces, el maullido de un gato me levantó de golpe. Fígaro estaba encaramado a la rama más alta de un árbol situado en la acera.

 

CAPÍTULO CINCO

Sanatorio Waverly Hills, Louisville, Kentucky , 7 de Marzo de 2013

El jardín del sanatorio Waverly Hills tiene unos bancos de hierro forjados pintados en blanco. Los arbustos y rosales se entremezclan con el césped bien cuidado, y un camino de piedra gris cubierto por musgo resbaladizo conduce hacia la entrada del comedor. Si no fuera por las personas vestidas con esas batas grises, ni por la enorme valla de piedra de más de siete metros, estoy segura de que este sería la clase de jardín que a mí me gustaría tener.

Por mi escaso tiempo libre, decidí optar por el césped artificial y un par de macetas decorativas para el jardín trasero de mi casa. Siempre me he prometido a mí misma que llegará el día en el que lo convierta en un verdadero jardín en el que disfrutar de una deliciosa tarde de ocio familiar, pero lo cierto es que no soy la clase de persona que disfruta las reuniones familiares, y supongo que estar encerrada en un sitio como éste altera mis prioridades.

Estoy esperando al Doctor Moore. Estoy segura de que si él investiga un poco acerca de mí, descubrirá que he sido encerrada en este sitio por error, e incluso puede que nos tomemos un café como amigos, mientras yo le aseguro que él no tiene la culpa de lo sucedido. Con toda probabilidad, alguien ha querido quitarme de en medio. Lo que descubrí en aquella caja fuerte de David O´connor fue peligroso, y a pesar de que Jack me aconsejó en varias ocasiones que me mantuviera al margen, ya fuera por mi ambición o por mi ansia de justicia, fui incapaz de alejarme del caso.

Jack.

Pienso en él, y una extraña sensación que me arrulla la conciencia se asienta en mi estómago. Las cosas entre nosotros siempre fueron difíciles. Primero, aquella absurda boda sobre la que nosotros no tuvimos nada que ver, y en realidad lo fuimos todo. Y luego, aquel divorcio que él se negaba a concederme. Al principio, no había comprendido las motivaciones que podían llevarlo a adoptar una postura tan inútil para ambos. Pero ahora lo entiendo todo, y si tan sólo pudiera estar en libertad, le diría...

Mis pensamientos son interrumpidos por alguien que se sienta a mi lado todo lo cerca que puede de mi cuerpo. Desde que desperté en este lugar, me he mantenido a una distancia prudencial de los dementes que hay aquí encerrados. Yo prefiero llamarlos locos, pero cada vez que me refiero a ellos en semejante término, el personal sanitario me dedica una mirada censuradora, al tiempo que me recuerda con un gesto silencioso que en realidad yo soy una de ellos.

El hombre que hay sentado a mi lado es ese tipo al que Tessa agredió, y que no me gusta como me mira. En este momento, agradecería que la fuerte Tessa estuviera a mi lado para protegerme. No obstante, no me amedranto, y le doy un empujón para alejarlo de mí. Es un alivio que el ser considerada una loca me otorgue plena libertad para actuar de una manera poco convencional.

¿Y tú que quieres? ─le pregunto de mala manera, perdiendo la paciencia.

El hombre de la mirada codiciosa se fija en mis pechos y se humedece los labios. Me he dado cuenta de que una bata andrajosa no va a apaciguar la curiosidad que todos sienten por mi aspecto, por lo que me desespero y me levanto para marcharme a mi habitación, en la que puedo alejarme de esas miradas que nadie se esfuerza en disimular, porque se supone que todos están locos y nadie puede censurarles por como se comportan. En ese momento, el hombre alza una mano para tocarme el pecho, y sin pensármelo, le suelto un manotazo que lo enfurece. Se abalanza hacia mí para atacarme, y por puro instinto, le doy un bofetón del que me arrepiento a los dos segundos. Yo no soy así, y cuando para mi sorpresa, se pone a llorar, lo miro con los ojos muy abiertos y sin saber qué hacer.

Varias enfermeras se acercan hacia nosotros, y al fijarse en la mejilla marcada del hombre, dirigen las miradas acusadoras hacia mí.

¿Se puede saber por qué le has pegado? La violencia entre los internos está absolutamente prohibida y castigada ─me dice una de ellas, a la que reconozco de inmediato como Anne, la mujer fuerte y que me infunde un pánico espontáneo.

Sólo me he defendido. Ha tratado de tocarme los pechos.

No es la primera vez que te comportas de manera agresiva, ¿Por qué habríamos de creerte?─replica la otra.

¡Porque es la verdad! ─exclamo alterada.

Sin mediar palabra alguna, se acercan hacia mí y me increpan con la autoridad que le conceden sus cuerpos. Como soy una chica lista, doy un paso hacia atrás por el puro instinto de defenderme, hasta que caigo en la cuenta de que mi reacción tan sólo empeoraría la situación, así como la visión peyorativa que se han formado de mí, por lo que me quedo quieta a la espera de que contemplen que no soy ninguna amenaza.

Pero en un lugar como este, las cosas no suceden tal y como yo las planeo, y veo como toda la autoridad que conservo sobre mí misma se desmorona en el instante en el que me asen de las axilas y sin ningún miramiento, me arrastran hacia el interior del edificio. Abochornada, contemplo con estupor la zapatilla que se pierde por el camino y queda olvidada en el jardín, justo al lado de mi dignidad. El hombre al que abofeteé la recoge, y ofreciéndome una mirada turbulenta y socarrona, se larga con su inesperado botín bajo el brazo.

Las enfermeras me llevan hacia mi dormitorio, y mis pies arrastran el suelo abrillantado, hasta que me sueltan de mala manera sobre el colchón, y me miran de tal forma que soy incapaz de decir nada. Hasta que no se marchan y me dejan sola, no logro recobrar la entereza. Es entonces cuando me percato de la persona que hay debajo de mi cama.

La cabeza redonda y despeinada de Tessa me hace soltar un alarido. Me abrazo las rodillas contra el pecho y me acurruco contra la pared en un gesto instintivo cargado de pánico. Luego suspiro, y me siento sobre el colchón con las rodillas flexionadas y una frustración palpable. Tessa me observa a través de unos ojos redondos abiertos de par en par. Lo único que siente por mí es curiosidad, lo cual es un alivio.

Sin mediar palabra se sienta a mi lado, y no hago nada por apartarla. Estoy demasiado hastiada, y los acontecimientos de los últimos dos días me han abotargado el cerebro. Lo único que quiero es salir de aquí, y lo que necesito es este preciso momento es que me dejen en paz.

Tessa se pega a mí todo lo que puede, y yo apoyo la cabeza en la pared, cerrando los ojos en un intento por evadirme de la realidad, o más bien pesadilla, en la que estoy inmersa. Sus dedos rechonchos juguetean con un tirabuzón que me cae sobre la frente, y hago ademán de apartarla con un aspaviento de mano. Al ver que me coloca el mechón de cabello tras la oreja, entrecierro los ojos y la observo con recelo. Ella me dedica una sonrisa dulce, y de pronto, hace algo que no me espero al colocar su cabeza sobre mi vientre y abrazarse a mí, como si quisiera infundirme ánimos.

Aquella inesperada muestra de cariño me espanta, y de todos modos no estoy preparada para ella, por lo que la aparto de un empujón, sin miramiento alguno.

No soporto que me acaricien el vientre. Por el amor de Dios, aquí no. Desprotegida y aterrada, lo único que necesito es que nos dejen en paz.

Quiero que te vayas ─le ordeno, como si acaso estuviera obligada a acatar mis órdenes.

Luego me doy cuenta de que estoy en mi habitación, y la ira me consume.

Vete ─le espeto, de mala manera.

La expresión de Tessa se convierte en un máscara de dolor, y la barbilla le tiembla cuando hace acopio de levantarse para marcharse. Camina hacia la puerta arrastrando los pies y con la cabeza gacha. Me dedica una última mirada lastimera que me esfuerzo en ignorar, y acaricia el quicio de la puerta con pesar antes de marcharse definitivamente.

Me tumbo boca arriba en el colchón, y espero a que el Doctor Moore venga a hablar conmigo para sacarme de aquí. No puedo permanecer por más tiempo en este sitio. Siento que me consumo, y no estoy segura de poder mantener la cordura durante más tiempo.

Empiezo a irritarme cuando las horas pasan y el Doctor Moore no aparece. Me levanto, y doy paseos en círculo sobre la habitación. Una enfermera viene a recordarme que estoy castigada y me es imposible salir al exterior. Por alguna extraña razón, creo que encuentra algún tipo de retorcido placer en ello.

¿Señorita Devereux? ─pregunta la monótona voz del Doctor Moore.

De nuevo ese nombre, que me envía al infierno con tan sólo nombrarlo.

Estoy segura de que la manera en la que él ha iniciado la conversación no augura nada bueno. Lo miro a los ojos, y en su rostro preveo la mala noticia que va a darme.

Como le prometí, he buscado información sobre su identidad.

Todo un detalle teniendo en cuenta que me tiene aquí encerrada por error. ¿Y bien, puedo marcharme ya? ─el hecho de hablarle en un tono semejante confiere en mí un poder inesperado.

La expresión del Doctor Moore se endurece, tal y como yo esperaba.

Señorita Devereux, en efecto hay una Pamela Blume radicada en Seattle─no logro relajarme ante la evidencia de sus palabras, pues el semblante con el que las menciona logra estremecerme. El Doctor Moore no se mueve, pero no deja de mirarme a los ojos, como si quisiera hacerme comprender lo próximo que va a decir─, Pero está casada, tiene varios hijos y no se trata de usted, Rebeca.

Miente ─ni siquiera me amedranto. Tan sólo siento como una profunda ira me consume.

Le estoy diciendo la verdad. Pero usted ya lo sabe. En algún lugar de su subconsciente, ha enterrado a Rebeca Devereux, y yo voy a demostrárselo.

No vuelva a decir ese nombre.

Un sonido estrangulado sale de mi garganta cuando él retrocede hacia la puerta, y observo el destello plateado de la llave que lleva en la mano. En ese momento, caigo en la cuenta de que va a dejarme aquí encerrada, y por primera vez desde que desperté en este lugar, soy consciente de que no voy a salir de aquí. Eso sí logra aterrorizarme.

Rebeca Devereux ─menciona la voz grave del Doctor Moore, como si quisiera fastidiarme ─, mañana empezará tu terapia.

Lo veo cerrar la puerta, y dominada por un espíritu salvaje que creía que no poseía, corro hacia él, y golpeo la puerta con los puños apretados, hasta que presa de la rabia, pataleo y araño las paredes, partiéndome una uña. Me dejo caer en el suelo, y apoyo la espalda contra la pared. Estallo en un llanto incontrolable que me sacude el cuerpo en espasmos cortos e ininterrumpidos. La herida de mi cabeza me pica, y antes de esconder el rostro entre las manos, atisbo a ver el destello de unos ojos oscuros y desprovistos de cordura. Una zapatilla asoma por debajo de la cama. Es la misma zapatilla que dejé olvidada en el jardín.

Una mano cubierta de oscuro vello hirsuto sale de debajo de la cama y se alza hacia mí. Siento el frío recorriéndome la espalda, como un centenar de arañas trepando hacia la nuca.

En ese momento, echo de menos a Tessa.