CAPÍTULO TRECE
Sanatorio Waverly Hills, Louisville, Kentucky , 9 de Marzo de 2013
─Relájate, Rebeca. Esto no va a dolerte ─su voz suena mecánica, como si no se tratara de la primera vez que lo hace.
─Pobre de usted si me duele ─le aseguro, enseñándole una sonrisa con todos los dientes.
Me encojo sobre mí misma al sentir que la mano del Doctor Moore se alza sobre mi cuerpo; curiosa manera de demostrarle que soy una chica dura con la que no le conviene meterse. Quizá para empequeñecerme y hacer que me sienta estúpida, deja su palma sobre mi vientre y me obliga con suavidad a tenderme sobre el diván. Cierro los ojos y suspiro irritada, demostrándole cuan inútil es lo que va a intentar.
Mi apatía no es suficiente para que se dé por vencido y cese en su empeño, sino todo lo contrario, mi actitud indolente parece invitarlo a superarse a sí mismo con la intensión de hacerme ver lo equivocada que estoy. Me habla con aquel tono mecánico y grave a escasos centímetros de mi rostro. Su respiración cálida me agita las mejillas, e incómoda, abro los ojos de golpe para encontrarme de súbito con su rostro moreno.
No se puede negar, pese a todo, que el Doctor Moore es uno de aquellos atractivos maduritos en su cuarentena. Rostro moreno y apacible, ojos profundos y oscuros, primeras canas en las sienes y un cuerpo bien formado y de estatura superior a la media. Incluso he escuchado a algunas enfermeras cuchichear sobre su atractivo mientras creían que yo estaba sumida en las cavilaciones propias de una perturbada.
No obstante, lo aparto de mí con visible desagrado hasta dejarlo descolocado. El único hombre al que quiero cerca de mí se llama Jack Fisher, y tener a cualquier otro pegado a mi cuerpo me resulta una traición en toda regla.
Al Doctor Moore, mi actitud presuntuosa no debe sentarle nada bien, pues permanece inmóvil en el otro extremo de la sala, observándome con un disgusto que nunca antes le había visto.
─¿Le puedo preguntar por qué ha hecho eso?
No me pasa desapercibido que ha dejado de tutearme.
─Porque me ha dado la gana, y porque estaba demasiado cerca de mí para mi gusto. Dígame una cosa, ¿Es necesario que me toque si lo que quiere relajar es mi mente? ─le espeto con inquina.
─En realidad sí. Es una técnica que utilizo con todos mis pacientes. Si perciben que no voy a hacerles daño, logran confiar en mí. De eso se trata, y no hay una intención oculta en lo que hago ─responde con naturalidad.
Incómoda por la situación, clavo las uñas en el diván. En ningún momento he querido presuponer en voz alta que el Doctor Moore sea un degenerado, pero sin duda, mis palabras maliciosas le han granjeado aquella impresión. Pese a todo, no me disculpo. No siento la necesidad ni las ganas de hacerlo, y mi aversión hacia el Doctor Moore es natural e incontrolable debido a que me tiene aquí encerrada en contra de mi voluntad.
─No volveré a tocarla si la incomoda. Faltaría más ─asegura molesto.
─También podría dejar que me largase, Doctor ─aventuro en tono burlón.
─Señorita Devereux, creo que no me expliqué con claridad la primera vez que la vi. Está en este sitio porque atacó a una mujer inocente, y por tanto, se encuentra aquí encerrada y bajo mi tutela. Eso significa que debe acatar las reglas como cualquier otra persona del centro, ¿Me ha entendido?
─Por supuesto que lo he entendido. Estoy loca, pero no soy estúpida.
Ningún músculo de su rostro se mueve ante mi respuesta. Por mi parte, me tumbo sobre el diván y cierro los ojos con una mueca perversa en los labios. Mi mente está maquinando en contra de aquel hombre que cree que puede darme órdenes, y he decidido tararear una canción silenciosa para ignorar aquella terapia que no sirve para nada. Hasta que habla.
Es una palabra. Tan sólo seis letras que me obligan a abrir los ojos y prestarle toda mi atención. Un nombre que me transporta a aquel día en aquella farmacia.
─Maggie.
Titubeo al hablar, y no puedo evitar que mi voz suene estrangulada.
─No sé de quién me habla ─replico, mirándolo a los ojos.
─Por supuesto que lo sabe. La chica a la que atacó en un callejón oscuro y estuvo a punto de morir.
Me congelo de terror, y tengo que hacer acopio de valor para mantenerle la mirada. Desde que estoy aquí encerrada, siempre he pensado que el supuesto ataque a una mujer del que me acusaban no era más que una vil mentira. Ahora, sin embargo, que el haberme defendido de Maggie esté relacionado con mi reclusión me pone los vellos de punta.
Sólo existe una persona que conoce lo que le ha sucedido a Maggie, y ese es Jack. Lo de Maggie no fue más que un golpe forzoso ante su ataque en un callejón oscuro.
¿Cómo tiene constancia el Doctor Moore de aquellos hechos?
─No sé qué es lo que le habrán contado, pero no es verdad ─le aseguro angustiada.
En un primer momento, el hecho de ser confundida con Rebeca Devereux no hizo sino ofrecerme el ímpetu necesario para escapar de este lugar. Que la vida de Pamela y Rebeca se entremezclen, por el contrario, me estremece.
─Hace un momento ha dicho que no conocía a Maggie ─apunta, dejándome en evidencia.
─No conozco a ninguna Maggie por la que merezca estar aquí encerrada ─me justifico, sintiéndome indefensa.
─¿Quiere decir que la vida de Maggie no merece la pena?
─Me está confundiendo a propósito, y no lo voy a permitir ─replico agitada─. Maggie me atacó primero, y yo sólo me defendí.
─¿Entonces por qué no acudió a la policía? ─contraataca.
Aquella pregunta supone un duro revés a mi firmeza, que se desmorona en pocos segundos.
¿Por qué Michael Moore sabe tanto acerca de la vida de Pamela Blume si es Rebeca Devereux la que mantiene encerrada en este lugar?
─En un principio, porque estaba asustada. Me largué de allí y regresé a mi casa. Luego... luego no recuerdo nada. Alguien me golpeó la cabeza y lo siguiente que sé es que me encerraron en este maldito lugar.
─Eso no es cierto, Rebeca. A usted la detuvieron en su propia casa un día más tarde, ¿Lo recuerda?
Siento el golpe en el cráneo, y el posterior mareo. La oscuridad, el frío que cala en mis huesos y los pasos que se acercan hacia mí para alzarme entre unos brazos fuertes.
─Miente ─tiemblo de la cabeza a los pies, pero me niego a aceptar aquella realidad─. Vivo en Queen Anne, y un desconocido me golpeó en la cabeza antes de perder la conciencia.
─Vivía en una casa de Washington Dc antes de lo sucedido. Desde su ventana podía verse un camino de abetos ─trago con dificultad y asiento anonada. Sé lo que está intentando, por ello me resula tan sórdido que una parte de mí empiece a creerlo. Ha escogido el apartamento de Washington DC porque se asemeja al barrio tranquilo y rodeado de árboles en el que vivía antes de mudarme a Seattle─. ¿Qué fue lo último que vio antes de perder la conciencia?
El abeto. Por última vez, observé la espesa copa del abeto que tenía frente a casa. Me mudé a la casa de Queen Anne porque estaba cubierta de un paseo de árboles de esos que a mí tanto me gustaban.
─Váyase a la mierda ─le espeto, medio enfurecida y aterrorizada.
─Tiene un trastorno de la personalidad, señorita Devereux. Mezcla sucesos reales y sucesos de una vida que cree tener. Debe aceptarlo cuanto antes.
Me levanto de golpe y avanzo en grandes zancadas hacia la puerta.
─¡Miente, está intentando confundirme!
─Puede volver a sentarse y tomar las riendas de su vida, o puede encerrarse en su habitación y fingir que no sabe lo que está sucediendo. El mundo es un lugar injusto, ¿Pretende quedarse ahí parada sin hacer nada?
Me niego a seguir escuchándolo y salgo corriendo hacia el pasillo. A mi espalda, la voz de una enfermera gruñona me ordena que camine como lo hacen las personas normales, pero carezco de ánimo para hacerle caso. Necesito sentirme libre, creer en mí y olvidar las palabras del Doctor Moore que han logrado mermar mi convicción.
Si continúo en este lugar, terminaré por volverme loca. Estoy empezando a ser incapaz de distinguir la realidad de la ficción, y mucho me temo que acabaré por consumirme si no logro escapar de la reclusión en la que no sólo mi cuerpo, sino también mi mente, se halla postergada.
¿Cómo han fingido mi propia muerte si no tenían mi cadáver?
¿Por qué conoce el Doctor Moore la existencia de Maggie?
¿Cómo sabe tantas cosas de la vida de Pamela Blume?
La coartada que me he formado se está desmoronando, como un puzzle inconexo al que le faltan muchas piezas por encajar.
Me acaloro, por lo que tengo que dejarme caer sobre la pared para infundirme valor a mí misma. A lo lejos, distingo la silueta de Veronica, que continua ignorándome desde el día interior. En el jardín, algunos internos hacen ejercicio al aire libre al ritmo de una canción de Enya. Parecen felices, ajenos a todos, y por extraño que resulte, sin nadie que les obligue a moverse u ordenar que no lo hagan.
Entrecierro los ojos para estudiarlos de una manera distinta al recelo con el que los observaba desde que llegué a este lugar. Su cuerpo está recluido, pero su mente vaga libre. Se ríen, gritan, cantan a grito pelado sin nadie que se atreva a interrumpirlos o censurarlos. Los ignoran porque son incapaces de darles órdenes.
Me quedo en estado de shock al comprender que en cierto modo siento envidia. Porque aún recluídos en este lugar sus captores han sido incapaces de arrebatarles la libertad de ser quienes son. En este instante, cobra para mí relevancia aquella frase de Jalil Gibran que nunca terminé de comprender: Y en mi locura encontré la libertad y la seguridad que da el que no le entiendan a uno, pues quienes no comprenden esclavizan algo de nosotros.
¿Qué me quedará a mí cuando me despojen de la libertad de pensar como Pamela Blume?