13
Había tenido acceso a los pensamientos de un enfermo mental y se había mareado al atisbar el precipicio que se abría a sus pies.
Estaba sentada a la sombra de un manzano, sobre la hierba, disfrutando de un maravilloso día de primavera en la campiña inglesa. Unas abejas zumbaban a su alrededor, y mariposas y mariquitas revoloteaban por el campo. Todo era tan perfecto que parecía irreal.
Pero el horror de lo que había leído le hizo esbozar una mueca de pavor.
Tim siempre se había metido con Alexander y Leon, y los había humillado y ridiculizado; había analizado sus defectos con verdadero placer y había hurgado en las heridas de quienes, en principio, eran sus mejores amigos. Había sido a veces cínico, crudo, brutal o simplemente malintencionado con ellos. Con una actitud marcada por la arrogancia, se había dedicado a sonreír con desprecio —que podía intuirse en cada una de las líneas que había escrito—, y había diseccionado el material que había desplegado ante sí. Si aún sentía algo por sus amigos, estaba claro que no era más que desprecio. Un desprecio hiriente y profundo, puro y duro, que sorprendía por la frialdad con que se manifestaba.
—No estoy segura de querer leerlo —le dijo a Evelin en cuanto ella le pasó la carpeta y se levantó para dejarla sola.
Pero Evelin había mostrado una decisión poco propia de ella, y no dejaba lugar a la réplica.
—Léelo. Al menos tú, léelo. Quiero que alguien se entere de cómo era.
—¿Ya lo has leído todo, hasta el final?
—No, pero ya tengo suficiente. Basta con leer las primeras páginas para saber cómo será el resto.
—¿Adónde vas?
—A recoger mis cosas. Hoy o mañana volveremos a Alemania, y te aseguro que no pienso regresar jamás.
—¿Aún tienes la llave? Además, la policía aún no nos deja entrar.
Para sorpresa de Jessica, Evelin, siempre tan obediente y sumisa ante las autoridades, se encogió de hombros y le respondió:
—¿Y qué? Quiero recuperar lo que me pertenece. La policía metió la pata conmigo y ahora tendrá que tratarme bien.
Se dirigió hacia la casa con pasos más decididos de lo normal, y Jessica pensó que al desenmascarar a su marido había cobrado fuerzas. La justicia que esperaba encontrar al ofrecerle aquella lectura le hacía tener más energía.
Ahora tenía claro que Tim había sido un psicópata. No se había equivocado con él, y ahora entendía a qué se debía esa desazón que sentía cada vez que él se le acercaba. Era un enfermo. Un loco obsesionado con las ideas más absurdas, un pobre chiflado poseído por la necesidad de manipular y dominar a los demás. Se tenía por un psicólogo insuperable, pero en realidad no era más que un hombre dominado por sus propias neuras, miedos y mórbidos deseos. No necesitaba amigos ni una pareja; sólo víctimas. Había formado un grupo a su alrededor y se había asegurado de que no podrían dejarlo. A esas alturas, Jessica estaba casi convencida de que Tim se había ocupado de potenciar aquella amistad tan agobiante, aunque de un modo tan sutil que apenas se había notado. Leon y Alexander habían sido los personajes perfectos para él; el alimento ideal para sus maquinaciones: Leon, dominado y reprimido por su mujer e incapaz de independizarse profesionalmente, y Alexander, quien a sus cuarenta años aún temblaba ante la figura de su padre y perdía a las mujeres que lo amaban.
Las víctimas perfectas, igual que Evelin. Personas que no lograban hacerse cargo de su propia vida. Tim se había recreado con ellos, les había salido al paso con consejos paternalistas o incluso con ayuda real, como en el caso de Leon, a quien le había prestado una importante suma de dinero, pero de la que se servía para recordarle que estaba en deuda con él. Recordó el primer día de aquellas vacaciones, cuando los vio pasear juntos por el parque. Leon hablaba apasionadamente (ahora sabía que era más bien desesperadamente) y Tim lo escuchaba en silencio y con expresión seria, sin responder con palabras tranquilizadoras o un gesto conciliador. Debió de pasarlo en grande. Quizá ni siquiera le importaba perder su dinero si la cosa seguía así.
Pero con quien más disfrutó, con quien se atrevió a llevar las cosas al límite, fue con Evelin, una joven que a duras penas empezaba a salir del martirio de una infancia y una juventud marcadas por la violencia. Ella había entrado en su vida buscando desesperadamente un nuevo camino, olvidar sus antiguos miedos y superar de una vez sus infortunios con la ayuda de Tim, pero él sólo vio a la víctima perfecta; al ser que siempre había estado esperando para alimentar su propia enfermedad y satisfacer sus peores instintos y sus más perversas inclinaciones.
Le parecía increíble que un hombre que creyera intuir una posible tendencia al suicidio en su mujer (o en cualquier otra persona) reaccionara pensando que eso era sobre todo un problema para él mismo, porque perdería a su víctima, que, con aquel último y desesperado gesto vital, se atrevería a librarse de su tiranía. Por lo visto, lo que a Tim más le preocupaba era precisamente controlar aquella última decisión. Eso le habría dado una jubilosa sensación de triunfo, una absoluta seguridad en sí mismo y la constatación de que Evelin era realmente su víctima y jamás podría librarse de él.
Le entraron arcadas de puro asco, y volvió a meter los papeles en la carpeta. Prefirió no leer el capítulo titulado «Jessica, documento V». No quería saber lo que Tim pensaba de ella. No quería tener que vomitar. Se levantó. Había estado demasiado rato mal sentada sobre la hierba y ahora le dolían los huesos. Se estiró dando un suspiro. ¿Cuánto tiempo había pasado? Miró el reloj: la una menos diez. Había estado leyendo casi una hora. No había vuelto a ver u oír a Evelin.
La casa, situada al este de donde ella se encontraba, estaba sumida en un absoluto silencio. De pronto le pareció que tenía un aspecto amenazador. Oscura y sombría. Tras las ventanas no se veía nada. No se movía ni una sombra, ni siquiera una cortina. Todo parecía vacío y abandonado.
Se preguntó por qué Evelin tardaba tanto. Le había dicho que sólo quería coger algunas cosas, ¿no? Así pues, ¿por qué no había vuelto? ¿O es que estaba ahí sentada, mirando las paredes y recordando sus experiencias en esa casa?, ¿deambulando como una sonámbula por las habitaciones, aturdida al recordar todo lo que había sucedido allí?
De pronto sintió miedo. ¿Y si Tim tenía razón? ¿Y si era cierto que Evelin quería suicidarse? Quizá llevara un tiempo dándole vueltas al asunto, sólo esperando que… ¿qué?
Jessica miró los papeles de Tim y se preguntó si era eso. Si Evelin habría esperado a tener la oportunidad de recuperar esos escritos y dárselos a leer a alguien. Quizá no quería irse de este mundo sin sacar a la luz la verdad sobre su maltratador. La gorda y chiflada de Evelin, que al final se ahorcó, se preocupó al menos de desenmascarar antes al hombre que la arrastró hacia aquel final.
Quiso correr hacia la casa, abrir la puerta de golpe, subir la escalera a toda prisa, pero sus pies no se movieron. Parecía que le hubieran salido raíces. Estaba ahí, bajo los manzanos, mirando hacia la casa y obsesionada con una imagen: Evelin colgada de alguna viga. Se había alejado de Jessica con un porte más decidido de lo normal, su voz había sonado más potente y su mirada le había parecido más clara. Todo en ella le había parecido diferente.
«Por Dios, no puedo entrar ahí —se dijo—. No puedo volver a entrar en esa casa y encontrarme con otro muerto. No lo soportaré. No puedo enfrentarme a otra pesadilla sin haber superado la primera…»
Respiró hondo e hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Estaba a punto de perder los nervios, y eso era lo peor que podía pasarle en ese momento.
«En realidad no sé si ha hecho algo irreparable —pensó—. Sólo me lo imagino. No tengo ni idea».
Por supuesto, su imaginación estaba jugándole una mala pasada. ¿Por qué daba tanta importancia a la confusa y desconcertante escritura de un psicópata muerto?
«Pero Evelin es depresiva —recordó—. Eso lo sé desde mucho tiempo. Siempre me he preocupado por ella, y no entendía por qué los demás no lo hacían».
Alzó la voz y la llamó un par de veces. No obtuvo respuesta, nada se movió. Sólo el leve crujido de las ramas de los árboles. Estaba paralizada. No lograba reunir fuerzas para moverse e ir hacia la casa. Empezó a sudar y le pareció que tenía las rodillas de gelatina. Siguió inmóvil. Ojalá no estuviera sola. Ojalá estuviera allí también Leon, o incluso Ricarda. Alguien que le diera ánimos y la ayudara a apartar los malos presentimientos…
«Vamos, cálmate —se ordenó—. Evelin está en su habitación, entretenida con sus cosas, ordenando ropa, ojeando libros, mirando fotos, y se ha olvidado de todo. Lo que tienes que hacer es ir y decirle que ya es hora de volver al pueblo».
Pero estaba sola. Allí no había nadie que pudiera tranquilizarla. Estaba tan sola como aquella mañana aciaga. Volvía a estar sola. Se pasó el dorso de la mano por la frente, perlada de sudor frío. Podría quedarse ahí y esperar a que Evelin saliera de una vez. Pero si era cierto que su amiga tenía pensado suicidarse, ella tendría que vivir para siempre con la conciencia de no haber hecho nada por ayudarla. Y no podría soportarlo.
Entonces recordó algo que le hizo contener el aliento. ¿Cómo había podido olvidarse del doctor Wilbert? La conversación que había mantenido con él se le apareció de pronto con una claridad meridiana. Estaba muy preocupado por Evelin. Le había pedido que le avisara en cuanto la soltaran. «Quiero estar preparado», le había dicho.
¿Acaso él también había pensado en la posibilidad de un suicidio?
Le entraron ganas de abofetearse. ¿Cómo podía haberse olvidado de informarle? Tenía que haberlo llamado. Quizá incluso se habría ofrecido a acompañarla a Stanbury, y ahora no estaría ahí sola y agobiada por los pensamientos más angustiosos acerca de lo que podría estar esperándola en el interior de la casa.
Rebuscó en su bolso, sacó su móvil y siguió buscando. Si tenía suerte, encontraría la tarjeta de Wilbert. Si no, se la había dejado en el escritorio de casa… Pero la encontró en un bolsillo lateral, arrugada. «Doctor Edmund Wilbert». El hombre que mejor conocía a Evelin. Mejor incluso que su propio marido. Quizá él pudiera aconsejarle qué hacer. Faltaban dos minutos para la una. A lo mejor tenía suerte y todavía no había salido a comer.
El prefijo internacional, el de Alemania, el de Múnich, y por fin el número. No comunicaba. Jessica rezó para que contestara.
—Wilbert. —Era su voz. Ella casi se atragantó de puro alivio. Suspiró en voz alta mientras él añadía—: ¿Quién es?
—Doctor Wilbert, soy Jessica Wahlberg. No sé si me recuerda. Soy…
—Por supuesto que la recuerdo. Es amiga de Evelin. ¿Qué ha pasado? —Su voz se puso tensa. Seguro que había notado que ella estaba nerviosa.
—No sé si ha pasado algo, quizá sea sólo mi imaginación, que me está jugando una mala pasada, pero… —Se sintió ridícula—. Bueno, estoy en Inglaterra; he venido a recoger a Evelin.
—¿La han soltado?
—Sí, han encontrado al verdadero culpable. Bueno, aún están buscándolo, pero ya saben quién es. Ahora Evelin está a la espera de que le devuelvan el pasaporte y…
—Señora Wahlberg…
Jessica volvió a percibir una nota de impaciencia en su voz y se apresuró a añadir:
—Sí, ya sé que prometí llamarlo en cuanto la soltaran, pero es que ha sido todo tan rápido e inesperado que… bueno, me olvidé. Pero ahora necesito su ayuda. Es muy urgente. He visto… he leído unos documentos de Tim, el marido de Evelin, en los que afirma estar convencido de que ella tiene claras tendencias suicidas. Por lo visto, él mismo los potenció durante los últimos meses de su vida. Era un hombre bastante perturbado, doctor Wilbert, pero al final resulta que va a tener razón con sus predicciones, al menos con ésta, que creo que usted comparte… —Tomó aire—. Y aquí estoy yo, y Evelin hace casi una hora que entró en la casa, y desde aquí no veo ni oigo nada, y no me atrevo a entrar y encontrarme con ella… aunque ya sé que debería hacerlo, sí, pero es que… —Dejó la frase a medias porque tuvo que volver a coger aire, y en el fondo temía que él le dijese: «Ya, bueno, ¿y qué pretende que haga yo desde Múnich?»
Sin embargo, él le preguntó:
—¿Dónde está usted exactamente?
—En Stanbury House. Vine para echar un último vistazo y por casualidad me encontré con Evelin. Ella había escondido aquí los documentos de su marido y quería recuperarlos. Me los dio para que los leyera y entró en la casa para recoger sus pertenencias. Pero de eso hace ya una eternidad y… Doctor Wilbert, Evelin ha tenido un pasado terrible. Él, es decir Tim, no dejó de atormentarla y martirizarla durante años, y no me sorprendería que ella…
Él la interrumpió. Parecía más tenso que al principio:
—¿Está usted sola con ella? ¿No hay nadie más por la zona? ¿Nadie en la casa?
—No; estamos solas, y por eso me siento tan mal. Tendría que…
—Jessica, escúcheme bien. Quiero que se vaya de allí, ¿me oye? Haga lo que le digo y no pierda el tiempo haciéndome preguntas. Aléjese de Stanbury. Márchese lo antes posible y no pare hasta estar bien lejos. ¡Dese prisa, por Dios!
Ella intentó tragar saliva. Tenía la garganta reseca y empezaron a zumbarle los oídos.
—Doctor Wilbert, qué…
—Es peligrosa, Jessica, y si yo hubiera sabido que tenían previsto soltarla… ¡Caray, jamás habría dejado que usted fuese allí! Ahora tiene que ponerse a salvo, ¿entiende lo que le digo?
—Sí —susurró. Apenas le quedaba un hilo de voz—. Doctor Wilbert…
—Ella cometió los asesinatos. No sé por qué la han soltado, pero estoy seguro de que ella es la culpable. La conozco desde hace quince años. He cometido el terrible error de no querer entrometerme en la investigación policial, y también de no advertirle a usted del peligro que corría. Pero aún estamos a tiempo. Vamos, muévase. ¡Sálvese! ¡Salga de allí! Vaya con cuidado y dese prisa. ¡Hágalo ya!