9
Jessica llamó al doctor Wilbert la mañana del lunes, y él le dio hora para el día siguiente. En cuanto le informó de que era amiga de Evelin Burkhard y necesitaba urgentemente hablar con alguien que la conociera, él se mostró interesado y dispuesto a colaborar.
—Evelin está metida en un buen lío —le dijo.
—Lo sé. Me llamó desde Inglaterra —respondió él.
—Quiero ayudarla, pero tengo la sensación de que hay una parte de su vida que desconozco por completo.
—Supongo que sabrá que debo mantener el secreto profesional, ¿no?
—Sí, lo sé, pero en este momento usted es la única persona a la que puedo dirigirme.
—Hoy tengo que ir a Hamburgo a dictar una conferencia, pero volveré esta misma noche. ¿Quiere que quedemos mañana? ¿Qué tal a primera hora? Digamos ¿las nueve?
Estaba muy comprometido con sus pacientes, eso saltaba a la vista. Le interesaba ver a Jessica lo antes posible.
Wilbert tenía su consulta en pleno centro de Schwabing, en el primer piso de una casa adosada. Jessica tuvo que pasar un estresante cuarto de hora buscando un sitio donde aparcar, y al final lo dejó en zona prohibida, pero ya le daba igual. Tuvo que andar un trecho y al final llegó a la cita tarde y sin aliento. El doctor al parecer ya contaba con eso.
—Ya sé, ya sé, no encontró aparcamiento —dijo, a modo de saludo. Le tendió la mano y añadió—: Soy el doctor Wilbert.
—Jessica Wahlberg.
—Entre, por favor.
Pasaron por una pequeña sala de espera con varios cuadros en las paredes y aire muy acogedor. Todo lo contrario que el despacho, decorado al más puro estilo minimalista: un escritorio de cristal y cromo, dos sillones de cuero negro y un único cuadro en la pared, una imagen abstracta de color rojo que a Jessica la hizo pensar en un falo, aunque se guardó mucho de mencionarlo.
Wilbert le ofreció asiento en uno de los sillones y él se sentó en el otro, frente a ella. Era un hombre corpulento y de pelo canoso cuyo aspecto infundía respeto. Aparentaba unos cincuenta y pocos años. Imaginó que Evelin debía de sentirse muy protegida con él. La invitó a hablar y al mirarla pareció prometerle que con su ayuda lograría solucionar todos sus problemas.
De pronto, Jessica se sintió muy cercana a Evelin. Su amiga había ido a aquella consulta una vez por semana, y seguro que su vida giraba en torno a aquel sofá. Allí había buscado ayuda y probablemente la había obtenido, además de atreverse a tener esperanzas. Había hablado de todo lo que le preocupaba: de lo mucho que anhelaba un hijo, de los problemas que le acarreaba su sobrepeso, de la monotonía de su vida… ¿Quizá también de su matrimonio y de que se había convertido en un infierno?
—Doctor Wilbert —empezó, yendo al grano—, sé que mi visita lo pone en una situación comprometida, pero es que Evelin está en Inglaterra, en la cárcel, acusada de asesinato, y quiero ayudarla en todo lo posible. ¿Sabe usted lo que ha sucedido?
Él asintió.
—A grandes rasgos. Me enteré por los periódicos, pero lo terrible era que no daban ningún nombre. Evidentemente, Evelin me había hablado en varias ocasiones de Stanbury y de la casa en que pasaba todas las vacaciones con un grupo de amigos, así que me preocupé mucho al leer el nombre del pueblo y saber que las víctimas eran alemanes que pasaban varias temporadas al año en aquel lugar. Pero ya sabe usted cómo somos los humanos: siempre pensamos que las desgracias no pueden pasarnos a nosotros, así que me convencí de que sólo era una casualidad. Sin embargo, Evelin no se presentó a su visita en abril, y entonces empecé a preocuparme de verdad. Dos o tres días después de aquella visita a la que no acudió logró una autorización para telefonearme. Entre sollozos y con gran nerviosismo, me explicó todo lo ocurrido. Lo único que pude entender era que estaba en la cárcel bajo sospecha de haber matado a cinco personas. Como podrá imaginarse, no hago otra cosa que pensar en ella.
Jessica pensó que era un hombre encantador y dio gracias por haberlo encontrado. Evelin no era para él una simple paciente, un caso más. No sólo le interesaba el dinero que podía ganar con ella, también quería colaborar en resolver su actual encrucijada. Parecía muy interesado en la difícil situación de Evelin.
—No quieren dejarla libre por miedo a que se fugue —le dijo.
—Hum, claro, es extranjera. Pero dígame —se inclinó hacia delante—, ¿pertenece usted a su grupo de amigos?
Jessica se preguntó qué le habría contado Evelin. Seguramente Wilbert habría llegado a la conclusión de que se trataba de una pandilla de neuróticos.
—Sí —admitió—. Mejor dicho, pertenecía. Han muerto dos niñas y tres adultos. Entre ellos mi marido.
—Lo lamento.
—Gracias —dijo, y apartó los ojos. Al expresarle sus condolencias, Wilbert le había dirigido, seguro que por simple deformación profesional, aquella mirada de psiquiatra que ella no soportaba en Tim—. Quiero ayudar a Evelin —añadió sin mirarlo—. Y por la memoria de mi marido, quiero encontrar al culpable y asegurarme de que paga por su horrendo crimen.
—¿Está segura de que Evelin es inocente?
—Sí.
Él asintió lentamente.
—Me gustaría saber algo que tampoco entendí al hablar con ella: ¿por qué la han inculpado? ¿Por qué la han detenido?
—Fue la única que salió con vida de aquel horror. Los demás no estábamos allí en el momento que ocurrió, aunque en realidad ninguno de los tres tenemos una coartada sólida. Pero encontraron sus huellas en el arma homicida, y manchas de sangre de todos los muertos en su ropa. Ella los encontró e intentó reanimarlos. Pero también tenía en su ropa sangre de… de mi marido, y de una de las niñas, aunque Evelin afirma que ni siquiera los vio.
—¿Y cómo se explica eso?
—Sufría un shock. —Le contó cómo y dónde la había encontrado aquel día, y añadió—: Yo no soy psicóloga, doctor, pero me parece que hemos de ser muy escépticos con todo lo que Evelin dijo durante las horas, incluso los días, posteriores a los asesinatos. A mí me parece que, dado el horror que vivió, es normal que haya olvidado muchas cosas. Además, Evelin reconoce que podría haber visto el arma en algún lugar de la casa, haberla cogido y lanzado a la terraza, que es donde la policía la encontró. Ella ni siquiera lo recuerda. ¿A usted no le parece normal?
Wilbert la había escuchado con sumo interés.
—¿Se le ocurre algún motivo por el que Evelin quisiera negar que también vio a esas dos víctimas, es decir, a su marido y la niña? Si negarlo hace recaer sospechas sobre ella, cabe pensar que (en caso de que realmente fuera culpable) habría sido más inteligente por su parte nombrarlos también, ¿no cree?
—Desde luego, y ése es uno de los motivos por los que creo en su inocencia. Una mujer que tiene suficiente sangre fría para matar a cuatro personas, entre ellas dos niñas, ha de tener también suficiente autocontrol para hacer desaparecer el arma o al menos limpiar sus huellas dactilares. Además, seguro que no mentiría a sabiendas, porque sabría que en su ropa encontrarían sangre de esas dos víctimas. No, la cosa no tiene sentido.
—Al parecer para la policía sí.
—Ellos creen que está loca. Dicen que entró en una especie de trance y que probablemente nunca recuerde qué hizo ni a quiénes o a cuántos mató.
—Hum.
—Por eso necesito su ayuda. Usted es su psicólogo. Nadie puede saber mejor que usted si esa idea es posible.
En lugar de responder, él le hizo una pregunta que no esperaba:
—Su marido, quiero decir el de Evelin, ¿está también entre los muertos?
—Sí. ¿Por qué?
—Me parece un dato relevante. Teniendo en cuenta que se duda de Evelin, es importante saber que la persona más allegada a ella se cuenta entre las víctimas.
Jessica tomó aire.
—El marido de Evelin… Mire, hay otra cuestión a la que la policía concede mucha importancia.
—¿Sí?
—Poco antes de los asesinatos, Evelin estuvo en el jardín y allí coincidió con un… conocido. Parece que charlaron un rato. Él asegura que Evelin estaba absorta en sus pensamientos, muy deprimida. Dijo literalmente que «su desesperación era tan palpable como un muro de piedra».
—Ya —dijo el psicólogo, más para sí que para Jessica—. Es cierto, Evelin estaba desesperada. Terriblemente desesperada.
—Y al parecer en aquel momento apareció Tim, su marido, y la llamó a gritos. Y a ella le entró pánico. Phillip, el conocido en cuestión, dijo que le hizo pensar en un animalillo asustado que tiembla al ver a su peor enemigo. A partir de ahí la policía ha llegado a la conclusión de que Tim llevaba años maltratando a su esposa, física y psicológicamente. Por lo visto es cierto, y también que todos lo sabían menos yo. He aquí un motivo para matar a su marido y caer después en un estado de locura que la llevó a acabar con los demás ¿Qué opina usted?
Wilbert reflexionó unos instantes. Luego dijo:
—Así pues, hay suficientes indicios para creer que Evelin es la autora del crimen. De lo que no estoy tan seguro es de si bastarán para condenarla… No me haga caso, no entiendo mucho de leyes. Dígame, ¿Evelin tiene un buen abogado?
—Creo que sí. Escuche, doctor, Evelin es su paciente, usted tiene que saber si lo de su marido es cierto o no.
—No puedo revelar nada de lo que Evelin me comentaba durante sus sesiones, señora Wahlberg, le ruego lo comprenda.
—¿Conocía usted a Tim Burkhard? Al fin y al cabo eran colegas, ¿no?
—Sí, lo conocía. Coincidimos en algunos cursos y seminarios.
—¿Y bien? ¿Qué impresión le causaba?
—Para serle franco, me parecía un fanfarrón. Un fantasma. Era psiquiatra pero se moría por ser una especie de gurú, ¿me explico? Y no sólo potenciaba esa imagen con su apelmazada barba y sus eternas y horribles sandalias sin calcetines, sino también con sus gestos, miradas, palabras y expresiones. Le gustaba mirar a la gente de un modo extremadamente sugestivo, pero a mí sólo me provocaba rechazo. Creo que despreciaba a sus pacientes y se consideraba a sí mismo una suerte de ser superior. Supongo que los más débiles lo admiraban. En mi opinión, eso era lo que precisamente buscaba: sentirse idolatrado. Le importaba un comino ayudar a los demás o no.
Eso mismo pensaba Jessica. Comprendía muy bien a qué se refería Wilbert.
De todos modos, suspiró descorazonada. Aquel hombre no podría ayudarla. Supiera lo que supiese acerca de Evelin, su profesión le impedía revelarlo, y su mirada resultaba tan impenetrable que no había modo de averiguar qué estaba pensando. Lo único útil que había logrado eran las tajantes opiniones del doctor sobre Tim.
«Quizá ésa ha sido su manera de responderme», pensó de pronto.
Se levantó y se pasó la mano por el vientre, que casi no se le notaba. Quien no conociera su estado jamás pensaría que estaba embarazada, pero al doctor Wilbert, que también se había levantado, aquel gesto no le pasó inadvertido y asintió como si comprendiera. La miró pensativo.
—Acaba de pasar usted por una experiencia traumática —dijo—, y la enfoca con un sorprendente distanciamiento, casi sin emoción. No reprima su dolor demasiado tiempo, señora Wahlberg, no es bueno para usted ni para su bebé.
Sin saber por qué, Jessica se sinceró con él.
—No puedo llorar —reconoció—. Desde que pasó todo no he podido llorar ni una sola vez. Ni siquiera pude hacerlo en el entierro de mi marido.
—¿Y le gustaría? —No lo sé. Quizá sea sólo que… que creo que debo hacerlo.
—¿Ha pensado alguna vez en ponerse en manos de un especialista? ¿De someterse a tratamiento psicológico?
Jessica sonrió involuntariamente, y él alzó las manos.
—No, por favor, ya tengo más pacientes de los que quisiera —sonrió—. No estaba pensando en mí. Tengo colegas especializados en víctimas de crímenes.
—Pero yo…
Él la interrumpió, sabedor de lo que Jessica iba a decir.
—Usted también es una víctima —le aseguró—. El hecho de que siga con vida y su cuerpo no haya sufrido daño no cambia las cosas. Unas personas muy cercanas a usted han sido brutalmente asesinadas, entre ellas su marido; le aseguro que esto también supone una agresión a su propia vida, y le aconsejo que no le reste importancia, porque la tiene, y mucha. Usted ha cambiado, y continuará haciéndolo. Tiene que enfrentarse a ello.
A ella le vino una frase a la cabeza que, aunque más que trillada, le pareció perfecta para ese momento:
—Todo a su debido tiempo.
—De acuerdo —respondió él, pero insistió—. El único problema es reconocer cuándo ha llegado el debido tiempo.
Jessica le tendió la mano y dijo:
—Le agradezco que me haya recibido.
—Me temo que no he podido ayudarla mucho —respondió él, y la miró con preocupación—. Y tampoco a Evelin. Es asombroso. La vida toma a veces derroteros de lo más…
«Tal vez preferiría que fuéramos Leon o yo los que estuviéramos entre rejas bajo sospecha —pensó Jessica—. Evelin ya ha sufrido demasiadas injusticias en su vida. Pero ¿no es siempre así? ¿Acaso no es verdad que las desgracias nunca vienen solas?»
—Le ruego que me informe de todo lo que vaya sucediéndole a Evelin —pidió él—. Quiero estar preparado. Ya tiene usted mi número, ¿no?
—Sí. Y descuide, le informaré puntualmente. —Hurgó en su bolso, sacó una tarjeta de visita y se la entregó—. Aquí tiene todos los números en que puede encontrarme. El de casa, el de la consulta y el móvil. Si se le ocurre algo que quiera decirme, o, mejor dicho, que pueda decirme, llámeme, por favor.
—Lo haré.
La acompañó a la salida, pasando por la sala de espera, y le abrió la puerta. Antes de salir, Jessica le hizo una última pregunta:
—¿Cree usted que Evelin podría haber cometido semejante atrocidad? Contésteme, por favor.
—Cualquier persona puede llegar a cometer una atrocidad —respondió él.
* * *
Eran más de las nueve y media cuando Jessica se encontró de nuevo en la calle. Ni siquiera había desayunado. Por suerte hacía varios días que no tenía mareos ni náuseas, así que podía ir a una cafetería sin temor a encontrarse mal. Era un día soleado y se prometía bastante caluroso. No tardó en encontrar una cafetería con terraza en la acera. Se sentó, pidió un café y dos cruasanes, se reclinó en la silla y cerró los ojos. El sol le daba justo en la cara, el cuello y el vientre. Se sintió como un gato estirado en un muro a pleno sol.
Se preguntó cómo iba a seguir con su vida.
Algún día tendría que volver a trabajar. Había invertido mucho tiempo, dinero y esfuerzos en sacar su consulta adelante. Adoraba su profesión, que de hecho había sido siempre el motor de su vida. Costaba mucho conseguir una clientela, y en cambio era muy fácil perderla. Si dejaba pasar todo el verano sin hacer nada, a la vuelta se encontraría con la consulta vacía, y más teniendo en cuenta que a finales de septiembre tendría que volver a cerrar una temporada por el nacimiento del bebé. Quizá podría encontrar algún sustituto para esa época…
También tenía que decidir de una vez si quería seguir viviendo en la casa de Alexander. Siempre la llamaba así, «la casa de Alexander», como si ella fuese una invitada. La invitada de un muerto. El otro día había recomendado a Leon que hiciera borrón y cuenta nueva en su vida. Quizá ella debiera hacer lo propio.
—Su desayuno —dijo una voz, y ella abrió los ojos, sobresaltada. Una joven le sirvió la taza de café y una cestita con los cruasanes—. Estamos teniendo un mes de mayo maravilloso, ¿eh? —dijo la camarera.
—Maravilloso —asintió Jessica. Pero ¿qué iba a decir? ¿A quién le importaba cómo se sentía en realidad? «No te compadezcas, o conseguirás que las cosas vayan aún peor», se dijo.
Mientras daba los primeros sorbos de café, con cuidado porque estaba ardiendo, pensó que ya no podría hacer mucho más por Evelin. El doctor Wilbert, el único que conocía los secretos íntimos de su amiga, estaba obligado por el secreto profesional. En realidad quizá tampoco sabía nada relevante, porque en ese caso seguramente se lo habría dicho. «Quién sabe —pensó—, quizá ahora intente ponerse en contacto con Evelin y le pida permiso para facilitar alguna información. En tal caso, seguro que me llamará y podremos dar algún paso más».
«Tengo que pensar en mi propia vida —se recordó—. Quizá el doctor Wilbert tenía razón en lo de enfrentarme a los acontecimientos que han sacudido mi vida. Me dedico a pensar en Evelin para no tener que asumirme a mí misma. Creo a pies juntillas en la inocencia de Evelin y en que el asesino es un absoluto desconocido. Así pues, ¿por qué no confío en las investigaciones de la policía inglesa? Seguro que pronto dejarán libre a Evelin sin que yo tenga que hacer nada».
Tenía que aflojar el ritmo. No podía seguir jugando a los detectives. ¿De qué le serviría? Hasta el momento sólo había logrado una cosa: oír de boca de su suegro que Alexander nunca la había amado. Fantástico. Ahora tendría que vivir con la incertidumbre de que eso fuera cierto. No había conseguido demostrar que Evelin era inocente, y en cambio se sentía más insegura con respecto a la figura de su marido.
Bueno, al menos también había llegado a entenderlo un poco más. Ahora la pregunta era si valía la pena entenderlo todo… y a todos. Quizá sólo estaba intentando conocer mejor a Alexander, y a Evelin y los demás, porque en el fondo no quería tener que conocerse mejor a sí misma.
Se dio cuenta de que había perdido el apetito, claro indicio de la tensión que estaba acumulando en su interior. Apartó los cruasanes, como si al hacerlo pudiera librarse también de los pensamientos molestos. Decidió invertir sus energías en otra cosa. Era martes. Podía abrir su consulta la semana siguiente. Nada se lo impedía. Pero antes visitaría a Leon. Se lo había prometido. Tenía que ver su piso nuevo y apoyarlo en su nueva etapa. Recordó su encuentro del domingo anterior, cuando él se quedó hasta altas horas sentado en los escalones de la terraza, emborrachándose cada vez más. En cierto momento ella llamó a un taxi para que se lo llevaran, porque vio que Leon no podría conducir. Debió de levantarse pronto al día siguiente y llevarse el coche sin hacer ruido, mientras ella dormía, porque cuando salió de su casa a las nueve de la mañana para dar un paseo con Barney, el vehículo ya no estaba allá. También recordó haberle preguntado por aquel amigo del internado.
«Ah, te refieres a Marc —dijo Leon—. Madre mía, hace siglos que no pensaba en él. ¡Marc! No estuvo mucho tiempo con nosotros. Repitió octavo dos veces y entonces tuvo que abandonar la escuela. Le perdimos el rastro». Había sido una explicación normal y razonable, nada rebuscada y fácil de creer. Sin embargo, antes incluso de que Leon abriese la boca, ella había tenido la sensación de que no le diría la verdad. Parpadeó al elevar la vista al sol y se preguntó por qué. Quizá se lo había imaginado. Aquel día estaba muy cansada, física y mentalmente, a raíz del desagradable encuentro con el padre de Alexander, y cuando estamos hechos polvo es muy fácil ver fantasmas.
Pero había algo en su expresión. Sólo había durado una fracción de segundo, pero ella le pareció un atisbo de horror, como si estuviera metiéndose en algo en lo que no debiera.
«¡Caray, acabo de decidir que no pensaría más en estas cosas y ya estoy otra vez!», se reprochó, y sacudió la cabeza.
Dejó el dinero del desayuno en la mesa y se marchó.
Iría a buscar a Barney y luego irían a la consulta, donde empezaría a ordenarlo todo. Si quería abrir la semana siguiente, tenía mucho que hacer. Demasiado para ponerse a hurgar en el pasado.