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—Estaba segura de que acabarías alejándote de él, al menos por un tiempo —le dijo Lucy—. La suerte es que esta vez no podrás echarte atrás. Lo has acusado y…

—¡No lo he acusado! —saltó Geraldine—. Sólo llamé al superintendente Norman para decirle que la coartada de Phillip no era cierta. ¡Eso no es acusarlo!

—De acuerdo, pero al final nos lleva al mismo punto: Phillip jamás te lo perdonará, y te aseguro que doy gracias a Dios de que sea así. ¡Caray, Geraldine, no irás a decirme que aún sigues enamorada de él!

Estaban en el bonito piso que Geraldine tenía en Chelsea. Era una agradable tarde de primavera, casi veraniega, y habían abierto las ventanas de par en par para que corriera el aire. Estaban tomando una copa de champán, y Lucy propuso dar un paseo por el parque, o bien coger el coche y dar una vuelta por la campiña.

—Llevas encerrada en casa desde el jueves y no haces otra cosa que llorar y comerte el coco. Eso no es bueno. Vamos, salgamos a calentarnos bajo el sol.

—Ni hablar. ¡Mira qué pinta tengo!

La melena larga y brillante de Geraldine se había convertido en una maraña de pelo apagado y mal cortado que desde aquella noche aciaga no había vuelto a lavarse ni peinarse. Ni siquiera había querido darse una ducha o ponerse ropa limpia. Llevaba un camisón sudado y lleno de manchas (parecía que la escasa comida que se hubiese preparado aquellos días se le hubiera caído toda sobre la prenda de algodón claro), tenía los ojos hinchados y la piel enrojecida e irritada de tanto llorar. El día después de la pelea —«pelea» quizá no bastaba para describir lo que realmente había sucedido—, Geraldine había llamado a Lucy tras haber hablado con el superintendente. Norman le había pedido que se acercara a una comisaría londinense —él mismo le facilitó la dirección, así como el nombre de un sargento— para firmar su nueva declaración. También le había dicho que él se ocuparía de todo y se encargaría de que estuvieran esperándola.

La chica, incapaz de enfrentarse sola a todo aquello, había pedido a Lucy que la acompañase; y cuando ésta llegó a su piso no pudo reprimir un grito de horror al ver el estropicio que tenía en el pelo la que fuera una de sus mejores modelos.

—¡Dios Santo! ¿Qué te has hecho?

No le fue fácil entender la historia confusa y entrecortada que Geraldine le explicó entre sollozos, pero al final fue presa de un arrebato de rabia incontrolable.

—¡Es un asesino! ¡Un criminal! Por Dios, Geraldine, ¿se te ha ocurrido pensar en el peligro que has corrido todo este tiempo? Siempre te he dicho que ese tío no es normal, pero… joder, jamás habría pensado que…

Geraldine la interrumpió.

—No sé si… no creo que haya sido él. Me ha jurado mil veces que es inocente, y…

—Y entonces, ¿para qué necesitaba una coartada falsa? ¡Venga ya, una persona con la conciencia tranquila no necesita inventar tantas historias! No entiendo cómo pudiste acceder a ayudarlo. ¿No comprendes que ahora pueden pensar que fuiste su cómplice? Y peor aún: ¿cómo pudiste pensar seriamente en tener un futuro con alguien que se ha cargado a cinco personas? ¿En tener hijos con él? ¿Cómo…?

Geraldine había ido empequeñeciéndose bajo la avalancha de reproches con que Lucy la ametrallaba, hasta que de pronto se recompuso y le preguntó:

—¿Me acompañarás a la policía?

—Por supuesto. ¡Aunque sólo sea para asegurarme de que no te echas atrás en el último minuto! Te conozco, y no me sorprendería. ¡Por Dios! ¡Cuando pienso que yo también estuve en casa de ese monstruo!

Geraldine parecía estar en trance mientras hacía constar en acta su nueva declaración. El trámite se alargó bastante, pero ella rehusó el agua y el café que le ofrecieron. Estaba tan mareada que no se veía capaz de tomar nada.

Al menos nadie le hizo el menor reproche ni se comentó la posibilidad de que su comportamiento pudiera acarrearle problemas en el futuro. Eso sí, cuando la enviaron de vuelta a casa le dijeron que estuviese siempre localizable y dispuesta a cooperar. Lucy comprendió que aquello supondría un problema para su trabajo, aunque también estaba claro que la chica no iba a poder exhibirse durante una temporada, más que por su nuevo corte de pelo por la depresión que la embargaba y la desesperación que se escondía en sus ojos. Cuando por fin salieron de la comisaría, Lucy propuso ir a algún sitio a tomar un café y luego a la peluquería.

—Tenemos que hacer algo con tu pelo. No puede quedarse así; pero seguro que Bruno sabrá arreglarlo de algún modo.

Bruno era el peluquero homosexual que trabajaba en South Kensington Road y peinaba a la mayoría de las modelos de la agencia de Lucy.

—Te daremos un nuevo look —añadió Lucy—. Quizá hasta sea una buena idea. Ya llevas muchos años con el pelo largo y una imagen aniñada y romántica. Seguro que con un buen corte parecerás más joven y atrevida.

Pero no hubo manera de convencerla. Geraldine no quiso ir a la peluquería ni a tomar café, y al final Lucy tuvo que llevarla a casa. Al día siguiente, sábado, volvió a visitarla y la encontró de nuevo en un estado de completa apatía. Tras comprender que sus esfuerzos por convencerla de dar un paseo serían en vano, Lucy bajó a la despensa e hizo acopio de botellas de champán. El alcohol pareció animar un poco a Geraldine y la ayudó a relajarse. Al menos podía hablar de nuevo.

—¿Sabes, Lucy? —le dijo—, en el fondo estoy convencida de que Phillip no ha matado a nadie. No sabría decirte por qué, pero…

Lucy soltó un bufido.

—No lo tomes a mal, Geraldine, pero tienes que admitir que eres la persona menos indicada para juzgar a Phillip con la mínima objetividad. Ese hombre se ha pasado años tratándote como si fueras un felpudo para limpiarse los zapatos, se ha aprovechado de ti y de tus sentimientos, y tú le has permitido que te pisoteara para volver siempre arrastrándote. Como ya he intentado explicarte muchas veces, tu actitud demuestra una dependencia emocional de lo más preocupante, y para librarte de ella necesitarás ayuda profesional. Fíjate, después de lo que te ha hecho —señaló el triste cabello de Geraldine— ni siquiera eres capaz de dejar de suspirar por él. Me temo que en el fondo incluso sueñas con que vuelva a tu lado, te pida perdón y todo se arregle.

Geraldine bajó la vista. Lucy tenía razón. Daría lo que fuera por…

—Por eso puedo asegurarte que te equivocas —continuó Lucy—. Sólo crees lo que quieres creer, y no lo que pueda ser verdad. Bueno, al menos has tenido unos instantes de lucidez y llamado a ese superintendente…

—Eso no fue más que… que un gesto de venganza. Estaba aturdida, desesperada, totalmente fuera de mí… Por primera vez en mi vida tuve miedo de Phillip y… —Se mordió el labio.

—Probablemente fue la primera vez en tu vida que sentiste algo coherente por ese hombre.

—Podría haberme matado. ¿Tú crees que un chiflado o un asesino se hubiese conformado con cortarme el pelo en lugar de… de clavarme las tijeras en el pecho?

—Ni siquiera los chiflados se pasan todo el día haciendo locuras —replicó Lucy con énfasis, convencida de lo que decía, aunque sabía que no era precisamente una especialista en analizar personas de tal calaña—. Hay momentos para todo. Por lo visto, Phillip tuvo uno de sus ataques en… ¿cómo se llamaba el pueblo? Stanbury, ¿no? Durante el resto del tiempo se comportó con normalidad. Claro que si me preguntas, en mi opinión nunca fue normal. En fin, sea como fuere, la otra noche tuvo claro que matarte sólo contribuiría a empeorar las cosas. Sin embargo, necesitaba una válvula de escape para su ira, así que decidió arruinarte el pelo. Un gesto que a mí me parece bastante enfermizo, la verdad. Tanto como la recolección de artículos sobre Kevin McGowan y toda esa estúpida historia sobre su supuesto padre. Todo en ese hombre es… todo da miedo. Y cualquiera coincidiría en decirte lo mismo que yo.

—A ti nunca te gustó.

—Porque no soportaba cómo te trataba.

Geraldine miró por la ventana. Parecía un pollito desvalido y muerto de frío. Lucy, que no solía emocionarse ni dar muestras de cariño en público, sintió ganas de acunarla en sus brazos como a un bebé. No lo hizo, claro. Por vergüenza y porque quizá habría violentado a Geraldine.

—No sé qué va a ser de mí, Lucy. Es como… como si todo hubiera llegado al final. No veo esperanza ni futuro. Lamento tanto lo que he hecho… —Escondió la cara entre las manos—. No tenía que haber quemado sus papeles. No era asunto mío. En el fondo los dos hicimos lo mismo: destrozar lo que más quería el otro. Él mi pelo y yo sus papelotes. Pero la que empezó fui yo. Yo fui la primera en cruzar la línea.

—¡Vamos, son cosas que no pueden ni compararse!

—¡Sí, Lucy, te aseguro que sí! —Levantó la vista—. Vi la cara que puso al comprender lo que yo había hecho. Lo herí en lo más profundo. Me entrometí en sus asuntos, y de la peor manera. En fin, que lo estropeé todo.

Lucy quiso replicar que entre Phillip y ella no había nada que pudiera estropearse porque en realidad entre ambos no había nada, pero se mordió la lengua. ¿De qué le serviría hablar si ella no la escuchaba?

—¡Y para colmo he acudido a la policía! ¡Nunca me perdonará, nunca!

«Volvemos al principio —pensó Lucy, agotada—. Otra vez».

—Estoy segura de que es inocente. Sé que no tiene nada que ver con ese horrible crimen. Pero lo acusarán de homicidio por culpa de lo de la coartada…

—Tendrá un juicio. Vivimos en una sociedad con leyes. Si es inocente (cosa que dudo) se demostrará. De modo que no tiene nada que temer.

—Vamos, Lucy, no sería la primera vez que un inocente va a dar con sus huesos en la cárcel por culpa de simples indicios, y se pasa allí años, incluso décadas, hasta que se lo exculpa. ¿Cómo puedes creer que las leyes y los jueces son infalibles?

—Está bien, pero si es inocente, ¿por qué inventó una coartada? ¿Y por qué ha huido ahora? No, Geraldine, debes dejar de reprocharte cosas continuamente, y más si están relacionadas con él. Phillip Bowen nunca estuvo enamorado de ti. Nunca pensó en un futuro contigo. Para serte aún más clara: ¡se la traías floja! ¿Lo pillas o no?

Lucy se levantó. Estaba nerviosa e indignada, y de pronto sintió que estaba hasta la coronilla de todo aquello. Geraldine había sido su mejor baza, su mejor modelo, pero llevaba años aprovechándola sólo al mínimo y teniendo que soportar su desesperado amor por aquel impresentable. ¿Cuántas veces había tenido que posponer una sesión de fotos porque tenía los ojos hinchados de tanto llorar? ¿Cuántas veces había rechazado citas con hombres ricos e influyentes —que podrían haber sido muy importantes para su carrera— para pasar una noche congelada en el mísero apartamento de Phillip Bowen, suspirando por que él le dirigiera al menos la palabra? Estaba harta. Ya no podía más. Y, como mujer, le indignaba que otra se dejara humillar tanto por un patán.

—Decir la verdad sobre la coartada ha sido lo mejor que has hecho en tu vida, caramba, lo mejor. Y en este sentido lo único que me preocupa… —Se interrumpió para preguntarse si debía participarla de sus preocupaciones. Se había pasado todo el día anterior pensando en ello. No quería confundir aún más a Geraldine, dado el estado de desesperación en que se encontraba, pero consideraba su deber ponerla sobre aviso…

Geraldine la miró.

—¿Qué? ¿Qué es lo que te preocupa?

—Ya sé que tú crees en su inocencia, pero… en el supuesto caso de que no fuese así…

—¿El qué?

—En el caso de que hubiera cometido esos espantosos asesinatos… O sea, en el caso de que sea culpable (y te recuerdo que no tienes nada que demuestre lo contrario), entonces se trata de un hombre extremadamente peligroso. Un loco. Una bomba de tiempo. Y lo has hecho enfadar.

—No entiendo qué pretendes decirme.

—Sólo digo que no deberías correr ningún riesgo. Quizá tenga más deseos de venganza de los que crees. Quizá vuelva a perder el control sobre sus actos. No quiero que… No quiero que te pase nada, ¿entiendes? ¿Me prometes que tendrás cuidado?

—Lucy, me parece que…

—¡Promételo!

Geraldine se reclinó en el sofá. Su camisón arrugado y sucio se le abrió por la cintura. Lucy vio las hendiduras junto a los huesos de la cadera, y unas costillas que se marcaban de tal modo que parecían querer salirse de la piel. «Está en los huesos», pensó.

—Te lo prometo —le dijo Geraldine inexpresivamente.

También podría haberle prometido que bajaría el Kilimanjaro montada en un trineo. Su palabra habría tenido el mismo valor.