12
Al colgar el teléfono, Keith Mallory no supo cómo sentirse. Le había impresionado sobremanera oír a Ricarda al otro lado de la línea, porque hasta entonces ella nunca lo había llamado a casa; era una especie de acuerdo tácito al que habían llegado sin decirse nada. Claro que el principal motivo de aquel acuerdo había sido su padre, y, dado que ahora el hombre ya no tenía posibilidad de inmiscuirse, era lógico que Ricarda se hubiese atrevido a llamar.
Se preguntó por qué le temblaban las rodillas.
El teléfono estaba en el piso de abajo, y Keith sólo tuvo que dar dos pasos para salir al patio. Hacía demasiado calor para mayo, y el aire estaba seco. Por lo general, en Yorkshire solían tener muchas tormentas por esa época, pero este año parecía que iba a ser la excepción. Al sur del país, en cambio, llovía bastante más de lo normal.
El patio estaba tranquilo y silencioso. Dos gallinas marchaban altivas hacia el granero mientras sus congéneres habían preferido la sombra de los arbustos y se entretenían cavando hoyos donde apoltronarse. La granja parecía mejor cuidada que en tiempos del viejo Greg, y eso que sólo había pasado un mes. Pero en ese lapso Keith había conseguido ordenar y solucionar un montón de cosas: se había deshecho de los aparatos oxidados e inservibles acumulados en todos los rincones, así como de los neumáticos viejos y los prehistóricos tablones que en su día habían formado la letrina del Datio. Había arrancado las malas hierbas hasta llenarse las manos de ampollas y desfallecer del dolor de espalda. Había pintado la pocilga y renovado la antigua cerca del corral. Ahora le tocaba cambiar el cristal roto del pajar y dar una capa de pintura a la puerta de entrada. Quedaba mucho por hacer.
Jamás se había sentido tan útil y activo.
Y, desde luego, jamás habría pensado que todo ese entusiasmo, interés y dedicación vendría motivado por la granja. Antes le deprimía cualquier asunto relacionado con ella, y se ponía enfermo de sólo pensar en trabajar codo con codo con su padre. Lo único que quería era huir a su granero, tumbarse en el desvencijado sofá y soñar con restaurar casas antiguas y nobles.
Arrancar malas hierbas, reparar cercados y recoger estiércol no tenía nada que ver con su idea de ganarse la vida. Por eso le sorprendió que todas esas cosas le resultaran apasionantes. Era como si la enfermedad de su padre le hubiera abierto un camino hasta entonces bloqueado. Ahora era libre. Con cada cubo de porquería que quitaba de en medio, sentía que quitaba de en medio a su padre; con cada cardo que arrancaba del suelo, arrancaba también a su padre; con cada novedad que se proponía, echaba de allí a su padre y ocupaba su lugar.
Greg no había muerto, pero tampoco podía decirse que siguiera vivo. En el hospital lo habían dejado al cuidado de su esposa, lo cual significaba que Gloria tenía que ocuparse ahora de una especie de bebé gigante: un hombre que no podía levantarse de la cama, necesitaba que le dieran de comer en la boca y le cambiaran los pañales, que no podía pronunciar una palabra inteligible y, según los médicos, no tenía la menor posibilidad de recuperación o mejoría.
Ahora la granja le pertenecía a él, a Keith. Todavía no en sentido estricto, legal, pero sí en el práctico. Él era el único responsable de los animales, la tierra, la casa, los establos y gallineros. Y era consciente de que tanto su madre como su hermana veían en él al nuevo cabeza de familia. Además, tenía la sensación de que en aquellas cuatro semanas había hecho suya la granja, la sentía más cercana y había encontrado un lugar donde encauzar su vida. «Soy como un perro que va meando en las esquinas para marcar su territorio», pensó con ironía. Pero de pronto su vida tenía perspectivas. Veía un futuro. Las cosas habían cambiado radicalmente.
Respiró hondo y pensó en la conversación telefónica que acababa de mantener. Ricarda estaba desesperada y necesitaba ayuda, y, la verdad, le había dado un poco de miedo. Él sólo tenía diecinueve años y estaba intentando encontrar un camino para su vida. ¡Y justo ahora tenía que aparecer una persona que necesitaba aferrarse a él en busca de apoyo! ¿Sería capaz de acometer una relación seria con una niña de dieciséis que acababa de sufrir un profundo trauma? No hacía falta ser psicólogo para comprender la gravedad de su situación. Había perdido a su padre del peor modo, y el que varios conocidos hubieran sido también asesinados agravaba las cosas. Incluso podía pensarse que en el fondo Ricarda estaba viva por mera casualidad.
Pero por teléfono ella ni siquiera mencionó el asunto, y eso fue lo que más preocupó a Keith. Seguía igual que el día en que él le había dado la noticia, en el granero: prefería no hablar del tema, como si no existiese. Aquella actitud no podía ser saludable, no estaba bien negarse a aceptar la realidad. Sin embargo, él la amaba, de eso estaba seguro. Era una muchacha cariñosa y entregada, sincera y auténtica. No tenía nada que ver con el común de las chicas de su edad, engreídas e insoportablemente caprichosas. Y además era preciosa.
—Keith, soy yo, Ricarda —le había dicho, y él se había quedado sin habla, de modo que tras unos segundos ella tuvo que preguntar—: ¿Keith?, ¿sigues ahí?
—Sí —logró balbucear al fin—. Sí, sigo aquí.
—He intentado llamarte al móvil alguna vez, pero lo tienes apagado.
—Es que ahora estoy siempre en la granja y cualquiera puede encontrarme en el teléfono de aquí.
—¿Y no escuchas tu buzón de voz?
—Pues… no. —Poco a poco empezaba a recuperarse del anonadamiento—. Ricarda, qué alegría oír tu voz. ¿Cómo estás? ¿Qué tal te encuentras? —Era una pregunta de mera cortesía a la que sólo correspondía un «bien, gracias», pero la respuesta fue:
—No estoy bien, nada bien. Te echo mucho de menos y ya nada es como antes. No consigo encontrar el camino.
—Bueno… tuviste una experiencia horrible y necesitarás tiempo para…
—Es por nosotros. Es por nosotros que no logro encontrar el camino.
Estaba claro que ni siquiera quería pensar en los asesinatos. Para ella nunca habían sucedido. ¿Se puede reprimir tanto un recuerdo?, pensó Keith.
—Ahora todo es diferente —explicó ella—. Antes de las vacaciones era una niña. Ahora ya no.
—Tienes quince años —le recordó él.
—Casi dieciséis. Faltan sólo dos semanas.
—Pero aun así eres muy joven.
Ella no respondió de inmediato.
—No te lo parecía tanto cuando me propusiste irnos a Londres a empezar una vida juntos —dijo al cabo.
—Bueno, pero entonces…
—¿Entonces qué? ¿Cuál era la diferencia?
Ni él mismo lo sabía. Pero era diferente. Quizá tuviera que ver con los asesinatos. Cuando habían emprendido el viaje a Londres ella era una chiquilla con algunos problemas, problemas que podían considerarse normales para su edad. Ahora, en cambio, había sucedido algo espantoso. Algo a lo que Keith temía.
—¿Vas a quedarte en la granja? —preguntó Ricarda al fin.
Se sintió aliviado de que fuera ella quien lo dijese.
—Sí. En parte todo está relacionado con mi padre. Fue por él que quise marcharme. Pero ahora… ahora la granja me pertenece. El viejo está fuera de combate. Aún vive, pero tiene los reflejos y la mentalidad de un bebé. Soy mi propio jefe y… me siento en la obligación de mantener la herencia familiar. Generaciones enteras han vivido y trabajado en este lugar, y no quiero ser yo quien rompa la cadena.
La voz de Ricarda sonó cálida y cercana:
—Lo entiendo. Lo entiendo muy bien.
Y esa calidez volvió a despertar en él la seguridad y complicidad que sentía cuando estaba con ella. Ése era el rasgo más auténtico de Ricarda. Su calidez.
Se imaginó de pronto la cara que pondría su madre cuando le presentara a una chica alemana de quince años que no había ordeñado una vaca en su vida, ni esquilado una oveja ni cocido una barra de pan. Y que además era una de las víctimas de Stanbury.
Aquella historia aún tenía en vilo a todo el pueblo, pues todos sabían que la mujer arrestada tenía en su contra acusaciones muy débiles, y era muy probable que el asesino continuara suelto. Su madre pensaría que se había vuelto loco.
—Cuando cumplas los dieciséis podríamos casarnos —le había dicho.
Sí, se lo había dicho. Rebuscó en el bolsillo de la camisa y sacó un mechero y un pitillo arrugado. Lo encendió e inhaló una profunda calada. Acababa de dar un paso de gigante. Esperaba que fuera lo correcto.
En ese momento oyó un ruido a su espalda y se dio la vuelta. Gloria se asomó a la puerta. La terrible enfermedad de su marido le había proporcionado un aspecto aún más triste y apesadumbrado, incluso parecía más menuda, quizá por el modo en que encogía los hombros.
—¿Quién era? —preguntó, mientras tosía exageradamente para recordarle lo que pensaba de su adicción al tabaco.
—Una vieja amiga.
—¿La conozco? —quiso saber Gloria, desconfiada.
Desde que Greg había caído enfermo, ella se interesaba mucho por las amigas de su hijo, que hasta entonces le habían resultado indiferentes. Es que ahora había dos cuestiones que la preocupaban: que Keith conociera a una chica y se fugara con ella, o bien que la llevara a la granja y no le cayera bien. La carga de su marido ya era mucho para ella, y no quería tener que enfrentarse a más problemas.
—No, no la conoces —dijo Keith, tirando el cigarrillo al suelo y aplastándolo con el tacón.
—O sea que no es nada serio, ¿eh? —quiso asegurarse Gloria.
En ese instante Keith comprendió que Ricarda era lo más serio que le había pasado en la vida. Y sintió un incongruente deseo de abrazar a su madre, pero no lo hizo porque ellos no se dispensaban esa clase de cariño; su gesto sólo habría contribuido a asustar y desconcertar a Gloria.