6
El malestar desapareció con la misma rapidez con que había llegado. De pronto la habitación dejó de dar vueltas a su alrededor, y hasta dejó de sentir náuseas. Se quedó un rato más, por si acaso, sentada en el borde de la bañera, donde se había puesto para estar cerca del váter en caso de necesidad. Pero no, parecía que de verdad se le había pasado.
Se levantó y volvió al dormitorio, donde Alexander la esperaba preocupado, paseándose de un lado a otro.
—¿Mejor? —le preguntó cuando la vio.
Ella asintió.
—Siempre había pensado que las náuseas se tenían sólo por la mañana, pero yo las tengo a todas horas —dijo.
—Por eso no entiendo por qué quieres seguir guardando la noticia en secreto —repuso Alexander—. Tarde o temprano acabarán dándose cuenta de que vomitas varias veces al día, sin tener en cuenta que empezarás a engordar, claro.
—Todavía falta un poco para eso. Sólo estoy en la undécima semana.
—Da lo mismo. Me gustaría saber por qué ayer me impediste que diera a conocer la feliz noticia.
—En primer lugar me parece un golpe muy duro para Evelin. Desde que perdió a su bebé…
—¡Pero eso fue hace un siglo! ¡Ya hace tiempo que lo ha superado!
En aquel momento, Jessica volvió a comprobar que hasta un hombre como Alexander, al que ella consideraba especialmente sensible e inteligente, era un perfecto ignorante de la psicología femenina y no tenía ni idea de lo que pasaba por la cabeza de una mujer aunque llevara años siendo su amigo.
—Evelin no ha superado lo de su aborto ni de lejos. Sólo podría aceptarlo, y aun así relativamente, si volviera a quedarse embarazada. Pero no estoy segura de que eso sea posible, después de tantos años… No tener hijos es algo muy duro para ella.
Alexander pareció sorprendido.
—Nunca lo hubiera dicho. Admito que es un poco introvertida pero… pero en general parece muy… equilibrada.
—¿Equilibrada? Pero bueno… Evelin no es equilibrada en absoluto. Supongo que hay otras cosas que se deben tener en cuenta, lo sé, pero de todos modos me parece que anunciar pública y oficialmente mi embarazo sería un error.
—Pero no podrás mantenerlo en secreto para siempre.
—Ya. Sólo creo que lo mejor será decírselo a ella antes que a Patricia, y en privado.
—¿Y a Tim? Él es psiquiatra y quizá pueda escoger las palabras adecuadas para darle la noticia.
—Sí, quizá. En cualquier caso —Jessica se sentó en la cama y se puso las zapatillas de deporte—, la primera persona a la que deberíamos decírselo es Ricarda.
—Pero tú me dijiste que seguramente reaccionará mal.
—¿Y qué? Aun así debería ser la primera en saberlo. Es parte de la familia, los demás sólo son amigos. —Se levantó y cogió su chubasquero—. Voy a dar un paseo. Estaré de vuelta a la hora de cenar.
—No vayas muy lejos. Y no te canses demasiado.
—Descuida.
Se besaron con el cariño y la dulzura de siempre. Había momentos —y aquél fue uno de ellos— en que se sentían increíblemente cerca el uno del otro. Jessica estuvo tentada de preguntarle otra vez por sus pesadillas, pero al final se abstuvo, porque pensó que él no le respondería y lo único que conseguiría sería romper la magia del instante.
En la escalera se encontró con Patricia, las niñas y Evelin. Iban vestidas para montar a caballo, y estaba claro que se dirigían a los establos que había cerca de Stanbury. Evelyn había enfundado su rolliza figura en unos pantalones demasiado estrechos, y llevaba un jersey de lana de cuello alto que con aquel calor iba a hacerla sudar de lo lindo. El caso es que el jersey le cubría las caderas, y Jessica supuso que por eso lo llevaba. Sin embargo, Patricia pareció darse cuenta justo en ese momento y comentó que era totalmente inadecuado.
—¡Es demasiado abrigado! ¡Sube a tu habitación y cámbiate de ropa! —le dijo. Entonces vio a Jessica—. Hola, Jessica, estaba buscándote. ¿Quieres venir con nosotras? Vamos a ver cómo montan Sophie y Diane.
Las dos niñas lanzaron unas risitas nerviosas. Tenían diez y doce años, y de hecho se pasaban el día riéndose así. Por supuesto, Patricia, la madre perfecta, las había vestido impecablemente para la ocasión: los pantalones de montar beige les quedaban como una segunda piel, las botas negras brillaban, y las blusas eran de un blanco inmaculado. Diane, la mayor, llevaba un jersey anudado con gracia sobre los hombros y el pelo recogido en una coleta. Igual que su hermana pequeña, se comportaba con la seguridad y el desenfado de los niños mimados que disfrutan de una buena situación económica y familiar y están acostumbrados a tener todo lo que desean.
—Prefiero ir a dar un paseo —le dijo Jessica, y se sintió algo culpable porque precisamente el día anterior Alexander le había pedido que se esforzara por pasar más rato con el grupo. Pero sabía que se sentiría profundamente frustrada si tuviera que pasar dos horas en el campo mirando cómo montaban a caballo aquellas dos pequeñas.
Patricia la miró con frialdad.
—Como quieras —dijo—. Y tú, Evelin, ¿qué haces? ¿Te cambias o no?
—Da igual, me quedo así —respondió Evelin, ruborizándose ligeramente.
¡Haz el favor de callarte, Patricia!, le habría gustado gritar a Jessica, ¿no ves que con esos pantalones no puede llevar una camiseta corta y entallada como la tuya?
Salieron de casa todas juntas. Al llegar al portal se encontraron con Tim, que observaba encantado la multitud de narcisos que abarrotaban la rotonda de césped que había a la entrada del jardín. Él se dio la vuelta para mirarlas. Sus ojos tenían un brillo especial.
—¿No es fantástica? —les preguntó—. Me refiero a la primavera. ¿No es fantástica?
—Tim podría pasarse horas enteras mirando flores —comentó Evelin.
—Sobre todo en primavera —corroboró él—. Después del largo invierno… Pero ¿qué veo? —dijo, acercándose al grupo—. ¿Vais a montar?
—Todas menos Jessica, se entiende —dijo Patricia con acritud—. Prefiere la soledad.
Tim miró a Jessica con aquella mirada de psiquiatra que a ella le parecía incómoda y excesivamente penetrante desde su primer encuentro. Se trataba de una mirada que Tim podía lanzarte en cualquier momento, siempre que le pareciera oportuno, y con la que en pocos segundos borraba la distancia que lo separaba de ti. Jessica podía comprender que ciertas mujeres reaccionaran inmediatamente a aquella mirada y estuvieran dispuestas a confesarle sus más íntimos secretos. Así lo confirmaba también su éxito profesional. Pero en su caso el efecto era el contrario: cada vez que él la miraba así le entraban ganas de dar un paso atrás.
Evelin, Patricia y las niñas subieron a uno de los coches aparcados en la entrada. La primera aún estaba ruborizada.
Tim las observó marcharse.
—¿Por qué no has querido ir con ellas? —le preguntó de repente.
—¿Perdona?
—Bueno, nunca quieres ir con ellas, ¿no? Ya me di cuenta en las pasadas vacaciones, y en las anteriores. Tus interminables paseos… ¿Por qué lo haces?
Esta vez dio realmente un paso atrás. La penetrante mirada de Tim la atravesaba de arriba abajo.
—No sé por qué lo hago —respondió con cierta insolencia—, y tampoco pretendo saberlo.
Como si no la hubiera oído, Tim continuó:
—Elena también era así, ¿lo sabías? ¿La conoces? Es la primera mujer de Alexander.
—Claro, la he visto algunas veces, cuando trae a Ricarda a casa o vuelve a buscarla.
—Una mujer muy bella —dijo Tim—, realmente preciosa. Española. De pelo oscuro. Con unos maravillosos ojos de color castaño dorado. Orgullosa. Serena. E intransigente.
No podía creerlo. Era la primera vez que oía decir algo bueno sobre Elena.
—Siempre se mantenía al margen —continuó Tim—; iba a lo suyo. No daba tantos paseos como tú pero se internaba en el bosque y se sentaba bajo algún árbol a leer, o se tendía a tomar el sol y meditaba, relajada. Patricia se ponía muy nerviosa porque nunca hacía nada con el grupo.
—No os gusta el individualismo, ¿eh?
Una vez más, pareció como si no la hubiera oído.
—Lo que me gustaría saber es por qué atrae Alexander a mujeres como vosotras. Cuando buscamos una pareja no la escogemos por casualidad. Ni siquiera cuando las cosas salen mal… Me consta que Alexander sufría por el comportamiento de Elena, y sin embargo… —La miró, y ella supo lo que quería decir.
—… y sin embargo yo soy como ella, ¿verdad? ¿Supones que mi comportamiento también lo hará sufrir?
—Me pregunto si vuestro matrimonio funcionará —respondió él, casi con simpatía. Y cuando vio que ella iba a replicar, añadió, como quien no quiere la cosa—: ¿Qué te han parecido mis palabras?
Sin saber muy bien cómo, Jessica fue capaz de recobrar la calma y decirle con dureza:
—Ahora no estamos en una de tus sesiones, Tim, y yo no soy una de tus pacientes. No necesito hablar de mi matrimonio contigo, ni ahora ni más adelante.
El brillo de los ojos de Tim, tan extrañamente suave y agobiante a la vez, desapareció de repente, y su expresión se enfrió.
—Entendido —le dijo—. Pero no se te ocurra venir a verme cuando tengáis problemas, porque entonces seré yo quien no tenga ganas de hablar contigo sobre el tema.
Tardó un rato en darse cuenta de que estaba caminando más rápido de lo normal. La conversación con Tim la había molestado tanto que había salido de allí disparada, como si las prisas pudieran ayudarla a superar la tensión de aquel instante. Pero pronto empezó a faltarle el aliento y le entró flato, y pensó que agotarse de aquel modo no podía ser bueno para el pequeño que estaba creciendo en su interior. Tenía mucho calor. El jersey se le pegaba a la espalda y tenía la nuca empapada de sudor. Se sacó la chaqueta y se la ató a la cintura. Sólo entonces empezó a mirar alrededor.
Como siempre, comenzó a rodear el vasto terreno que pertenecía a Stanbury House. En él había diferentes caminos, que en su mayoría serpenteaban por diferentes campos donde los brezos habían sustituido a los árboles y las ovejas pastaban a su antojo. Jessica ya conocía la mayor parte de ellos, los había recorrido casi todos. Pero en esta ocasión debió de extraviarse, porque de pronto se encontró en una zona que desconocía. Era un terreno ligeramente elevado desde el que surgían, en ligera pendiente, campos de hierba verde atravesados por bajos muros de piedra. Las vacas pastaban a la sombra de los árboles. En el valle se oía el murmullo de un riachuelo. En algún lugar, en la distancia, pudo oír el traqueteo de un tractor. El cielo, de un azul intenso, estaba plagado de nubecillas blancas. El sol brillaba con una fuerza casi estival… o bien se lo parecía a ella, después de la prisa con que había andado.
Respiró hondo un par de veces para tranquilizarse y se sentó en la hierba. Cerró los ojos unos segundos. Un viento suave y reparador le acarició la frente.
«Todo va bien —se dijo—. No hay motivos para ponerse nerviosa».
Tim había conseguido irritarla, pero era lo habitual: Tim, el terapeuta, siempre demasiado insistente, entregado a la causa, dispuesto a rebasar los límites de la intimidad ajena con la intención de ayudar a los demás, quisieran ellos o no. Tim, el de los ojos dulces, el pelo quizá demasiado largo, la barba tupida, los zapatos ortopédicos.
Tim, al que no soportaba.
Era la primera vez que se atrevía a formular ese pensamiento, pero la hizo sentir mucho mejor; era un alivio no tener que seguir disimulando. No soportaba a Tim. ¡Así de sencillo!
Alexander casi nunca hablaba de su matrimonio con Elena, pero algunas veces le había comentado que parte del problema consistía en que ella había sido excesivamente crítica con sus amigos del alma, Tim y Leon. «Siempre ponía verde a Leon, y a Tim sencillamente no lo soportaba». Estaba claro que Alexander lo había pasado muy mal por aquel motivo, y Jessica se prometió que haría lo posible por llevarse bien con ellos y con sus mujeres. Así pues, desde el principio desoyó las quejas de su subconsciente. No quería tener problemas. Accedió a pasar todas las vacaciones con ellos y participó en todas las actividades de grupo; fue amable y de fácil trato, y repitió continuamente lo contenta que estaba de haber encontrado no sólo un marido, sino también un grupo de amigos.
Pero, para ser sincera, Tim no era el único que no le gustaba. Tampoco soportaba a Patricia. Ni a sus hijas, con sus eternas risitas. En realidad, los únicos que se libraban eran Leon y Evelin.
«Vaya desastre», pensó, mientras abría los ojos y parpadeaba bajo aquel sol de justicia.
Había conocido a Alexander a través de Tim y Evelin. Resulta que, pese a que nunca habían hablado entre ellos, la pareja y Jessica vivían en el mismo barrio de Múnich. Ella había visto a Evelin alguna que otra vez por la zona comercial, siempre con ropa cara y en algunas ocasiones con unas modernas gafas de sol, y le había parecido una mujer bastante anodina que se daba a la buena vida merced al dinero de su marido. A veces había visto también algunos pacientes de Tim entrando en la consulta que tenía en la planta baja de la casa en que vivían. Sin embargo, ninguno de los dos le había llamado especialmente la atención, y jamás pensó en acercarse a hablar con ellos.
Por entonces, Evelin tenía un hermoso pastor alemán ya viejo, al que nunca había llevado a la consulta de Jessica. Por lo visto lo llevaba un veterinario de renombre, pero no lograron localizarlo la noche en que el perro agonizaba. Desesperada, Evelin recordó de pronto que apenas unas casas más allá vivía una joven veterinaria, y se decidió a llamarla por teléfono. Eran las dos de la madrugada cuando ésta llegó a su casa y durmió al pobre animal con una inyección. Evelin le quedó tan agradecida que una semana después la invitó a cenar. A aquella cena asistió también Alexander, a quien Evelin presentó como un «amigo íntimo de la familia». Por aquella época Alexander estaba en pleno proceso de separación; parecía muy melancólico y casi no abrió la boca en toda la noche. Jessica no pensó ni por un momento que pudiese haberse sentido atraído por ella, pero unos días después la llamó por teléfono y la invitó a comer en un restaurante. Durante la comida se enteró de que era profesor de historia y tenía una hija que ahora vivía con su madre cerca del lago Starnberger; es decir, muy cerca, aunque a él le pareciera tan lejos como si estuviera en la otra punta de Alemania.
Después de aquella noche empezaron a verse con regularidad, hasta que un día se casaron, sin grandes ceremonias ni grandes gastos, con una especie de tranquila y sobrentendida conformidad. Su historia había transcurrido con mucha calma: sin peleas, sin crisis, sin necesidad de llegar al típico tira y afloja y a los acuerdos por los que todas las parejas que conocía habían pasado.
Quizá les faltase un poco de pasión, pero Jessica no la echaba de menos. Sus anteriores relaciones habían sido más movidas y ardorosas, y al final siempre acababa sufriendo innecesaria y excesivamente. A sus treinta y un años ya había pasado esa etapa de la vida en que se espera que todo sea emocionante y cautivador. Alexander le aportaba una felicidad tranquila y segura. Y eso era justo lo que ella necesitaba.
Los amigos de él eran un poco pesados, cierto, pero jamás tuvo la sensación de que eso pudiera acabar suponiendo un problema para su matrimonio.
Volvió a recorrer el valle con la mirada. A cierta distancia descubrió la figura de un hombre, paseando solo entre los manzanos que empezaban a florecer. Las abejas y los tábanos zumbaban en el sedoso aire matinal. De pronto le entraron ganas de sacarse los zapatos y refrescarse los pies en las cristalinas aguas del lago. Empezó a descender con cuidado la vertiginosa pendiente que conducía hasta él, y, de repente, algo en el agua le llamó la atención. Se detuvo y fijó la mirada. Junto a unas rocas se veían unos pequeños torbellinos de espuma, y en medio parecía haber algo, algo oscuro… el agua no dejaba de zarandearlo de un lado a otro… o quizá… quizá se agitaba, pataleaba, luchaba…
Echó a correr; se tropezó y a punto estuvo de caerse al suelo, pero logró recuperar el equilibrio. Cuando alcanzó la orilla descubrió que se trataba de un cachorro de perro negro que se esforzaba con desesperación por mantener la cabeza fuera del agua y alcanzar una roca. Parecía que las patas traseras se le habían enredado en algo y empezaban a fallarle las fuerzas.
Jessica se adentró en el lago sin vacilar, vestida como estaba. El agua le cubrió los tobillos y comprobó que estaba mucho más fría de lo que imaginaba. Además, las piedras del suelo eran especialmente lisas y resbaladizas, pues estaban cubiertas de algas. Avanzó con mucha lentitud. Ahora podía ver perfectamente al perro. Parecía medio muerto de agotamiento. Su cabeza desaparecía continuamente en el agua para reaparecer al cabo de unos instantes, resoplando y gañendo. Estaba aterrorizado y agotaba sus últimas fuerzas en patalear y debatirse.
Jessica intentó tranquilizarlo mientras se acercaba:
—Aguanta que ya llego… No te preocupes, no te pasará nada.
Se acercó con una lentitud exacerbante, pero por fin llegó junto al cachorro. Cogió el chubasquero, que aún llevaba atado a la cintura, y lo pasó por debajo del chucho, que se revolvió aún más, pero Jessica logró coger ambos extremos y levantarlo de un tirón. El perro aulló de dolor cuando las plantas enredadas le ciñeron las patas bruscamente antes de romperse. Por su profesión, Jessica estaba acostumbrada a sujetar animales frenéticos, pero en todos los casos pisando suelo firme. No tenía ni idea de cómo podría afectar a su bebé el hecho de estar en aquellas aguas heladas, y prefirió no pensar en eso. Le costaba mantener el equilibrio y pronto reparó en que no le iba a ser fácil regresar a la orilla. Pero de pronto una mano la cogió con fuerza por el brazo y una voz dijo:
—¡Ya la tengo! No se preocupe. Sujete bien ese saco de nervios mientras yo la ayudo a salir. Dese la vuelta despacio…
Al volverse vio a un hombre que tampoco se había detenido a quitarse los zapatos. Con el ruido del agua no lo había oído llegar. Seguramente se trataba del caminante solitario que había visto antes a lo lejos.
Paso a paso fueron acercándose a la orilla. Ayudada por el desconocido, Jessica logró mantener sujeto al cachorro, que de repente dejó de resistirse, cayó en una especie de apatía y se dejó llevar como un peso muerto.
Por fin llegaron a la orilla. Una vez allí, Jessica depositó el perro en el suelo y se dejó caer a su lado, extenuada.
—Dios mío —dijo—, casi no lo logro. Estaba a punto de escurrírseme cuando apareció usted.
El desconocido se sentó a su lado y empezó a sacarse los zapatos, chorreando agua.
—Pues me temo que a éstos ya no los salvo —dijo con resignación—. Piel auténtica… aunque algo estropeados, ¿no?
—Quizá aún le sirvan para pasear —opinó Jessica mientras se quitaba los suyos; luego hizo lo propio con los calcetines y los escurrió entre las manos—. No se me había ocurrido que el agua pudiera estar tan helada.
—Ponga los pies al sol o acabará constipándose. ¿Qué tal está el pequeño?
Jessica miró al cachorrillo, que al parecer se había dormido.
—Yo diría que es sólo agotamiento. Pero le haré una revisión. Quizá tenga alguna herida…
—Parece que entiende de animales. Lo sujetaba con mucha resolución.
Ella soltó una risita.
—Eso espero, por mi propio bien. Soy veterinaria.
—Usted no es inglesa, ¿verdad? Habla muy bien inglés, pero tiene un acento…
—Soy alemana. He venido a pasar las vacaciones. —Le dio la impresión de que él la miraba con mayor interés: la espalda se le puso ligeramente tensa y entornó los ojos.
—¿Alemana? ¿Se aloja usted en Stanbury House?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, sólo por saberlo… Me llamo Phillip Bowen. Yo también he venido a pasar las vacaciones. Vivo en Londres.
Ella lo miró. Su aspecto descuidado resultaba atractivo: llevaba el pelo negro demasiado largo y barba de tres días, y su jersey azul de cuello alto estaba lleno de borlas y aparentaba unos mil años. De todos modos, Jessica tuvo la impresión de que no era uno de aquellos hombres que suelen ir de punta en blanco y sólo se abandonan un poco durante las vacaciones. Algo en él transmitía una idea de pobreza e incipiente abandono que parecía haber calado hondo. Quizá fuera la expresión de su rostro o sus ojos. Sin duda hacía una buena temporada que vivía alejado de la vida normal y aburguesada.
—Yo soy Jessica Wahlberg —se presentó—, y vivo en Múnich.
—Hace años que pasan aquí los veranos, ¿no?
Ella se sorprendió.
—¿Cómo lo sabe?
—La gente del pueblo habla.
—Bueno, somos un grupo de amigos. Los demás sí hace años que vienen por aquí. Yo sólo llevo uno con ellos.
El cachorro levantó la cabeza, se incorporó sobre sus temblorosas patitas y se sacudió el agua con fuerza, mojándolo todo alrededor y empapando aún más a Jessica y Phillip.
—Será mejor que regrese a casa —dijo ella—. O me constiparé de verdad. —Miró al cachorro, que se apretujaba confiado contra su cuerpo, y añadió—: Me pregunto cómo se cayó.
—Quizá no se cayó. Quizá alguien lo arrojó al agua. Supongo que es lo mismo en todas partes: los campesinos suelen librarse de los cachorros no deseados con métodos expeditivos.
—Pues habría que hacer lo mismo con ellos —dijo Jessica, indignada—. Así sabrían lo que se siente. En fin, por suerte, parece que el pequeño lo ha superado.
—¿Y qué hacemos ahora con él?
—¿Quiere quedárselo? —dijo ella, encogiéndose de hombros.
Phillip levantó las manos.
—No, por Dios, no. Tendría que ver la madriguera londinense en que vivo. ¡Me temo que ni siquiera me permitirían tener perros!
—Entonces me lo quedaré. No podemos dejarlo aquí.
—No, pero podríamos llevarlo a la perrera.
Como si supiera que estaban debatiendo sobre su futuro, el perro volvió a erguir la cabeza. Los miró con sus grandes ojos y empezó a menear la cola.
—No —decidió Jessica—; de perreras ni hablar. Se queda conmigo. Al fin y al cabo, no nos hemos encontrado por casualidad.
—¿Ah, no?
—No. No creo en las casualidades.
Él sonrió, divertido.
—Qué interesante. Entonces nuestro encuentro tampoco ha sido casual…
Jessica se levantó, se sacudió la hierba y la tierra adheridas a los pantalones y cogió al cachorro en brazos. El animalillo parecía haberla adoptado de buen grado, porque se dejó hacer y suspiró mimoso.
—Será mejor que nos vayamos —dijo ella, pasando por alto la última observación de Phillip. Arrugó la nariz con expresión de asco al calzarse los zapatos, que rechinaron por la humedad, y se despidió—: Le agradezco su ayuda, señor Bowen. Pásese cuando quiera por nuestra casa y podrá ver al pequeño.
—Desde luego que sí —dijo él, que también se había levantado. El viento le llevó el pelo hacia la cara—. Ya lo creo.
Jessica tuvo la sensación de que las últimas palabras sonaban con un deje especial.
Pero en el camino de vuelta a casa dejó de pensar en ello.