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EVELIN. DOCUMENTO VI
POR TIMOTHEUS BURKHARD

Conocí a Evelin en la primavera de 1991. Era un frío día de marzo en el que, cuando parecía que el invierno ya había quedado atrás, se puso a nevar de repente. Yo iba a dar uno de mis primeros seminarios: «Métodos para potenciar la seguridad en sí mismo y para enfrentarse a otras personas y a los avatares del día a día». Tal como suponía, se inscribió mucha gente. Es alucinante cuánta gente anda por ahí con un claro déficit en el campo de la autoestima, y lo dispuesta que está a gastarse una suma inmoral de dinero para que alguien le ayude a solucionar su problema.

Evelin estaba sentada en la última fila y me llamó la atención porque parecía aún más tímida, reservada y apocada que el resto del grupo. Por Dios, era maravilloso la cantidad de problemas, defectos e inseguridades que se reunían en su persona. Durante esa etapa de mi vida había descubierto que al relacionarme con fracasados (y, como psiquiatra, tenía que tratarlos a todas horas) me volvía sumamente agresivo. En una ocasión llegué a preguntarme si había escogido la profesión más adecuada para mí, pero enseguida comprendí que sí, y que jamás lograría librarme de la atracción que la psiquiatría ejercía en mí. ¡Me gusta tanto mirar los rostros desesperados y aterrados de mis pacientes! ¡Esperan tanto de mí! Muchos están dispuestos a dejarse humillar hasta límites insospechados, sólo para que yo los ayude. Y me cuentan todos sus secretos, me dan toda clase de detalles sobre los aspectos más íntimos de su vida. Yo los escucho atentamente, y siento que me debato entre el asco, el desprecio y… sí, el odio, pero al mismo tiempo sé que son el elixir de mi vida y que jamás podré renunciar a ellos.

En cuanto vi a Evelin supe que era de las que sentían verdadero pavor de hablar en público, así que la hice subir a la tarima para que me ayudara a realizar el primer ejercicio del seminario. Cuando la llamé empezó a ponerse roja y blanca alternativamente, y le brillaron los ojos de puro miedo. Me lanzó una mirada suplicante, como un animal que acaba de pisar una trampa mortal, y recuerdo que recé para que nadie se diera cuenta de la erección que estaba teniendo y que, obviamente, no podía controlar.

Al final Evelin comprendió que no tenía escapatoria. Se levantó y se acercó a la tarima con paso tembloroso. Yo me busqué un segundo ayudante, un joven con unas increíbles orejas de soplillo que quizá fueran la causa de sus problemas de relación. Él reaccionó también con pavor, pero no pareció tan asustado como Evelin. Los dos se esforzaron al máximo en realizar los ejercicios que les pedí, y yo los observé atentamente. Mejor dicho, sólo observé a Evelin. Me tenía absolutamente fascinado.

Por aquel entonces, hace doce años, era una mujer atractiva. Tenía veinte años y era rubia y muy delgada. Tenía unas piernas muy bonitas y podría haber sacado mucho partido de sí misma, si no fuera por su eterna expresión de por-favor-no-me-hagas-daño. Claro que, de no haber sido por aquella expresión, a mí nunca me habría excitado tanto. Ni indignado tanto. Seguramente ni siquiera me habría llamado la atención. Las mujeres seguras de sí mismas nunca me han interesado: son todas igual de aburridas.

Evelin sudó muchísimo durante todo el ejercicio. Bajo sus axilas iba formándose una mancha cada vez más grande que teñía de oscuro su jersey de lana gris. Estaba roja como un tomate y le brillaba la piel. Estaba a punto de llorar.

De pronto temí haber ido demasiado lejos. ¿Y si después de aquella experiencia decidía no volver a mi seminario? Así pues, cuando acabaron las dos horas de la sesión le pedí que se quedara un momento. Mientras los demás se precipitaban hacia la puerta yo me acerqué a Evelin y cogí su mano derecha entre las mías. Ella seguía sudando a mares.

—Evelin, sé que hoy ha hecho usted un gran esfuerzo —le dije con suavidad, mirándola a los ojos—, pero es usted la alumna con más problemas de este seminario, eso salta a la vista. Por eso voy a intentar ocuparme especialmente de usted, ¿le parece bien?

Ella asintió mientras se esforzaba por no prorrumpir en llanto.

Tuve que hacer un notable esfuerzo para no dejar traslucir el rechazo que me provocó su mano blanda y resbaladiza estremeciéndose entre las mías.

—No se dé por vencida —le aconsejé—. Creo que se encuentra en un momento crítico de su vida y es de vital importancia que dé los pasos adecuados.

Casi no se atrevía a mirarme a los ojos. Estaba claro que no pensaba volver a ese horrible seminario.

—¿Cómo es que se inscribió en este curso? —le pregunté con tono profesional.

—Mi… mi psicólogo me lo recomendó —respondió con un hilo de voz—. Me dijo que debía intentar pasar más tiempo con otras personas. Yo le dije que eso era muy difícil, porque la gente me da miedo. Son todos tan fuertes y tan seguros de sí mismos… Entonces decidimos que debía empezar por reunirme con gente que tiene problemas parecidos a los míos. Luego vi un anuncio de este seminario y…

—… y decidió coger el toro por los cuernos. Un paso muy valiente. ¿No le parece que sería una pena mostrarnos débiles de nuevo?

Presioné su mano levemente y le sonreí. Estaba claro que anhelaba recibir atención y cariño por parte de los demás, que lo deseaba con todo su corazón. Si lograba hacerle creer que en mí los encontraría, habría ganado la batalla.

Volvió. Durante un par de sesiones la dejé tranquila. Me costó lo mío, pero quería que se sintiera segura. Cuando vi que empezaba a relajarse, decidí pillarla por sorpresa y hacerla participar en un ejercicio complicado. No logró hacerlo correctamente y, tal como me dijo después entre sollozos, se sentía una inepta. Pero yo la felicité calurosamente, le dije que estaba muy contento con sus progresos y le dediqué numerosas sonrisas durante las siguientes sesiones. Poco a poco empezó a devolvérmelas tímidamente. Había sucedido lo que yo esperaba: me necesitaba; me había convertido en el eje central de su vida.

Nos casamos en julio de 1992, es decir, casi un año y medio después de nuestro primer encuentro. Leon y Alexander fueron los testigos, y de hecho los únicos que asistieron a la boda. Evelin no tenía amigos, y tampoco le quedaba ningún familiar. Su padre había muerto de un infarto hacía varios años y su madre no pudo soportar la pérdida y tuvo que ser ingresada en una clínica donde vivía sumida en continuas depresiones.

«Vayamos a visitarla para contarle nuestra relación», le propuse en una ocasión, poco antes de la boda. Pero ella no quiso de ningún modo. En cuanto insistí se puso a llorar (cómo no), así que dejé las cosas como estaban, al menos por el momento.

Después de la ceremonia comencé a preguntarme con creciente frecuencia por qué había creído que tenía que casarme con ella. Evelin era bonita, sin duda, pero había infinidad de mujeres más atractivas, así que por el físico no había sido. Seguro que no. Creo que lo que más me atraía de ella era la dependencia que tenía de mí, y mi deseo —mi obsesión, diría incluso— por comprobar continuamente hasta dónde llegaba mi poder sobre ella. Había puesto su vida en mis manos. Tenía buenos o malos días en función de lo que yo decidía. Yo exclusivamente. Si una mañana me presentaba a desayunar en silencio y de mal humor, ella se convertía en un perrito faldero que no dejaba de gemir e implorar algo de atención. Se arrastraba tras de mí y me besaba los pies, esforzándose por no cometer ningún fallo y conseguir arrancarme una sonrisa o una palabra amable. A veces me apetecía darle lo que me suplicaba, y entonces me encontraba con una mujer dispuesta a lamerme la suela de los zapatos si yo se lo pedía, y todo para demostrarme su agradecimiento. Otras veces, en cambio, prefería tenerla en ascuas durante unos días, sin decirle lo que me pasaba, y me divertía horrores observando cómo reaccionaba ante mi actitud: se quedaba hecha una piltrafa; en las primeras veinticuatro horas podía verse cómo iba empeorando por minutos. Después ni siquiera era capaz de sostener un salero en las manos, tanto le temblaban, ni contestar el teléfono, porque se le quebraba la voz. Y al final acababa encerrándose en el baño y vomitando hasta la primera papilla.

¿Y yo?

Yo sabía que acabar con su desgracia no me costaría más esfuerzo que apretar un interruptor, y que tenía pleno poder para escoger el momento que me pareciera adecuado. Aquello me hacía sentir… ¿cómo explicarlo? Era como una adicción. Era un juego, un logro, una droga. No me cansaba de practicarlo.

Creo que por ese motivo me casé con ella. Es una de esas personas que nacen para ser víctimas, y que lo son durante toda su vida. En cierto modo —y debo admitir que esto me asusta un poco—, reconozco que yo dependo tanto de ella como ella de mí. No soportaría perderla.

La única faceta de nuestro matrimonio que me molestó desde el principio es su dependencia respecto al doctor Wilbert, su psicólogo. Después de casarnos le propuse que dejara de visitarlo, porque al fin y al cabo ya estaba casada con un psiquiatra, y hasta le regalé un perro, un precioso pastor alemán, para que tuviera a alguien de quien ocuparse y con quien pasar el tiempo y se olvidara así de su relación con Wilbert, pero fue en vano. Durante los últimos años, y dado que yo no dejaba de insistirle, lo intentó varias veces, pero al final siempre vuelve a visitarlo. Creo que durante un tiempo hasta lo hizo en secreto. No podía arriesgarme a proponerle que viniera a mi consulta, pues, según todas las reglas de la psiquiatría, eso sería un tremendo error, y, estando seguro de que Evelin se lo comentaría a Wilbert, no habría hecho más que provocar mi descrédito entre mis colegas. Y eso que la mayoría ya no me soporta. Es lógico, porque tengo un éxito aplastante, gano muchísimo dinero y mis pacientes dependen de mí como del aire que respiran. No me extraña que me envidien.

Había un problema que cada día pesaba más sobre nuestra relación: el odio que provoca en mí el desprecio por las personas débiles; un odio que suelo sentir por mis pacientes y contra el que tengo que luchar con todas mis fuerzas. Este tipo de gente suele despertar en mí un deseo, que es el que da sentido a mi vida, pero al mismo tiempo me provocan una rabia y un desprecio, casi diría un asco (sí, un asco terrible), que no puedo controlar. Siempre me pasa lo mismo, y hace que mi profesión —que por lo demás me encanta— me resulte a veces un ejercicio agotador. En ocasiones siento un desprecio tan intenso por mis pacientes, que me veo incapaz de estar en la misma habitación. Por suerte sólo tengo que soportarlos cincuenta minutos, y ni siquiera los seminarios duran más de dos horas al día, así que suelo tener tiempo para relajarme y confortarme.

Pero con Evelin, que era la peor de entre las peores, no tenía ni un minuto de descanso. Estaba conmigo por la mañana, por la noche y durante los fines de semana. Los días laborables y los de las vacaciones. ¡Era mi mujer! Es mi mujer. Y no puedo permitirme el lujo de echarla de casa a los cincuenta minutos, abrir la ventana, respirar hondo y librarme del asco y el odio que me provoca.

Asco y odio. Sí. Eso fue lo que empecé a sentir cada vez con más fuerza en los primeros años de mi matrimonio. Y es lo que hoy en día siento por ella. A veces este asco y este odio son mayores que el placer que me proporciona su dependencia de mí, y entonces me da por pensar que nuestro matrimonio fue un error, aunque siempre acabo diciéndome que jamás me habría casado con una mujer que no fuera como ella. No tengo nada que reprocharme. Al fin y al cabo, lo que provocan en mí las mujeres psíquicamente desequilibradas no es ni más ni menos que pura atracción sexual. Y, evidentemente, jamás me habría casado con una mujer que no me apeteciera sexualmente. Total, que si no hubiese sido Evelin, habría sido una cortada con el mismo patrón. Y yo habría acabado divagando sobre la misma cuestión.

Quizá el problema sea yo, no ella.

Claro que ella es un caso especial. Muy especial. Como ya he dicho, el doctor Wilbert era su máximo confidente, pero, aun así, yo también mantuve muchas charlas con ella, y, como psiquiatra (algo de lo que sé un poco), estoy acostumbrado a obtener de la gente toda la información que quiero. Y debo decir que Evelin nunca estuvo a mi altura a nivel intelectual en general, y a nivel retórico en particular. Al final ya ni siquiera era capaz de responder mis preguntas.

El padre de Evelin era escritor. Uno de esos a los que nadie conoce pero que, sintiéndose seguros de sí mismos, se empeñan y se empeñan pese a no obtener jamás ningún éxito. El hombre había heredado una casa del patrimonio familiar, así como una suma de dinero nada despreciable que le permitió sacar adelante a su mujer y su hija sin tener que trabajar como un mortal común. La casa era muy antigua y estaba deteriorada por el paso del tiempo. Crujían los suelos, las ventanas no cerraban bien, los grifos goteaban y el jardín que la rodeaba habría podido describirse como una selva. Por motivos que no acierto a comprender, Evelin adoraba aquella ruina y lamentó enormemente su pérdida. Nunca dejó de insistir en que compráramos una casa parecida. Por supuesto, me negué en redondo a sus pretensiones.

Pero lo peor de mi suegro no era su fracaso profesional en sí, sino lo que su continua frustración acabó haciendo con él. Empezó a beber y se volvió cada vez más agresivo. No contra Evelin, sino contra su mujer. Yo no llegué a conocer a mi suegra, pero tras todo lo que he oído de ella estoy seguro de que debía de ser una criatura de lo más sumisa. Atractiva, insegura y siempre devota y fiel al zángano de su marido. Una de esas mujeres que piensan que deben estar toda su vida agradecidas por haber encontrado un hombre, aunque sea uno que les haga la vida imposible. Está claro que ella definió la imagen de mujer para Evelin, así como su percepción de cómo tenía que ser una relación.

Según tengo entendido, el padre de Evelin padecía ataques de rabia de proporciones alarmantes: destrozaba cualquier objeto que tuviera al alcance de la mano; ni siquiera las sillas o las mesas se libraban. Desgarraba las cortinas, rompía las puertas de los armarios, arrancaba los cables de las paredes… Algunos días parecía que en la casa había caído una bomba. El hombre se embrutecía con alcohol y se quejaba de Dios y del mundo porque algún estúpido editor había vuelto a rechazar una de sus geniales obras. Y su ira necesitaba diferentes válvulas de escape, entre las que se encontraba, como ya he dicho, su esposa.

En cierto modo puedo entenderlo. El mundo editorial alemán se había confabulado contra él y allí estaba ella, ingenua y tontorrona, sin entender nada de su tragedia, mostrándose asquerosamente servicial y logrando así exasperarlo todavía más. Le sonreía en los momentos menos oportunos, le hablaba con voz temblorosa de asuntos que le importaban un pimiento… Era lógico que de vez en cuando tuviera que atizarla. Y así empezaba todo. A partir de ahí llegaba un momento en que apenas le quedaba nada por destrozar. Sólo su esposa.

La madre de Evelin.

Ahora la mujer debe de ser una verdadera obra de arte de la cirugía: no le quedaba un centímetro de cuerpo que su marido no hubiese destrozado a mamporros y que los médicos no hubieran tenido que recomponer en el quirófano. El tabique nasal, las costillas, los dedos, las muñecas, las clavículas, los dientes… Una vez estuvo en el hospital con el bazo desgarrado, otras varias con contusiones cerebrales, o con el tímpano reventado, y una vez estuvo a punto de desangrarse porque él le clavó un cuchillo en el muslo. Supongo que los médicos intentaron que denunciara a su marido, pero ella nunca lo hizo. Así es este tipo de mujeres. Tengo muchas entre mis pacientes. Podrían llegar arrastrándose al hospital con una bala en el estómago y serían capaces de decir que el arma se disparó accidentalmente mientras la limpiaban.

Evidentemente, Evelin nunca me contó todo esto. Ella se limitaba a añorar el caserón viejo y romántico, con su bonito jardín, y no dejaba de repetir que su padre había sido un escritor genial pero desconocido. «Nunca tuvo demasiado dinero —decía—, y creo que por eso mamá cayó en la depresión».

¡Por favor! Por lo que sé, la mujer no tenía ninguna depresión. Tengo contactos en el campo de la psiquiatría, y he pedido informes. Mi suegra está en el manicomio. Mi suegro molió a palos su cabeza de chorlito y tuvieron que encerrarla para que no se convirtiera en un peligro público. Ya no sabe quién es, ha perdido la capacidad del habla y sólo masculla frases inconexas, y, si por ella fuera, prendería fuego a todo lo que se le pusiera por delante: casas, coches, árboles, animales… No deja de desvariar sobre la capacidad purificadora del fuego. Por suerte, ningún médico del mundo aceptaría sacarla de donde está.

Hace unos años —poco antes de que Evelin se quedara embarazada—, el bueno de Wilbert le hizo elaborar todo este asunto en sus sesiones, y entonces ella recordó el infierno en que creció. Mejor dicho, desbloqueó su memoria. Hasta la fecha siempre había dicho que pasó la mayor parte de su infancia en la cocina de su casa, lo cual significaba, en la práctica, que pasó allí todos y cada uno de los segundos que no estaba en la escuela. Hoy está gorda como una ballena, lo cual no deja de ser irónico, porque, como ya he dicho, cuando la conocí era bastante delgada, y en las fotos de su infancia parecía casi famélica. O bien apenas comía o bien tenía bulimia, cosa que sospeché durante un tiempo pero que —debo admitirlo— no era verdad.

En cualquier caso, el hecho de que la cocina uniera la casa con el jardín —muchas casas antiguas se construían así— parecía de vital importancia para ella. En sus sesiones con Wilbert mencionó muchas veces la relación que establecía entre sus estancias en la cocina y los románticos escalones de piedra que llevaban al jardín. Pero tardó años en reconocer que en el fondo esos escalones no eran sino el único lugar por el que podía escaparse cuando su padre se volvía loco y se abalanzaba sobre su madre, convirtiéndola en un pequeño ser miserable que no dejaba de gimotear y suplicar compasión. Entonces Evelin se quedaba temblando en la cocina, dispuesta a salir corriendo si las cosas se ponían demasiado feas, con la mirada puesta en los escalones del jardín.

Así fue en realidad. De pronto lo supo. Y a partir de ese momento tuvo que ingeniárselas para vivir con ello.

Durante un tiempo aumentó el número de sesiones con Wilbert, y las tomó tan en serio que hasta me planteé seriamente prohibírselas. No me habría costado nada convencerla —siempre ha sido una persona maleable—, pero la verdad es que estaba tan hecha polvo, se había quedado tan afectada desde que recuperó sus recuerdos y borró su mecanismo de represión, que pensé que el desaguisado debía arreglarlo la misma persona que lo había causado, esto es, el doctor Wilbert. Al fin y al cabo, ¿por qué demonios iba yo a tener que soportar a una mujer depresiva, chalada y siempre llorosa? Los recuerdos de su infancia y juventud emanaban de su interior como torrentes, y a veces hasta yo mismo me mareaba al oírlos. Por supuesto, yo sabía que el pasado de Evelin tenía que ser una cloaca, porque de lo contrario no habría sido tan tímida ni reservada ni habría estado tan dispuesta a interpretar siempre el papel de víctima, pero de pronto me dio mala espina. ¿Y si el charlatán de Wilbert no conseguía recuperar al menos en parte a mi mujer y la dejaba siendo la piltrafa en que se había convertido? ¡Dios sabe lo poco que me apetecía tener que soportar una copia exacta de su madre!

Sin embargo, y pese al dolor que le provocaba, era evidente que al enfrentarse a su pasado conseguía también cierta liberación, una especie de relajación, un menor agarrotamiento, y al final resultó que se quedó embarazada, después de años de soñar con ello. Se volvió loca de contento, y debo reconocer que al principio yo también me alegré. Nunca me había planteado seriamente la posibilidad de tener un hijo, pero tampoco tenía nada en contra. El problema fue que Evelin empezó a cambiar, y su evolución cada vez me gustaba menos: a medida que pasaban los meses y el bebé crecía en su interior, ella iba alejándose de mí. Fue como si el ser que aún no había nacido estuviera suplantándome y apropiándose de mi sitial, el de la persona de referencia para Evelin, el centro de su vida, el que le daba calor, el objeto de su amor y de su entrega y dedicación. Ella le cantaba canciones, hablaba con él y hacía verdaderas locuras, pero lo que más me molestaba era que ya no se preocupaba por mí. Hasta aquel día se había comportado como un perrito tímido y miedoso que tiene que estar siempre cerca de su amo, o sea de mí, y se comportaba en función de lo que yo quería o no quería cada día, de mi estado de ánimo. No hacía nada que pudiera molestarme. Adoptaba el comportamiento propio de una mujer que ha crecido en una familia marcada por la violencia.

Pero ahora, de pronto, era como si mi humor no le pareciera importante. En realidad apenas me prestaba atención. Pensaba en el bebé desde que se levantaba hasta que se acostaba, y yo perdí todo mi poder sobre ella. Me había quitado de en medio.

Evidentemente, me costó mucho aceptar aquella situación. Me sentía frustrado y en cierto modo inseguro, y tenía la sensación de que nuestra relación tomaba un rumbo muy negativo. Quién sabe lo que habría acabado sucediendo… Pero el destino acudió en mi rescate: al sexto mes de embarazo, Evelin perdió al añorado hijo.

Volvía a ser mía.

El problema es que nunca llegó a superar aquella pérdida. Al principio me pareció normal, pero al cabo de un año seguía tan desesperada como en los primeros días, los que siguieron a la intervención en la que le salvaron la vida a costa de liquidar al bebé. El día a día empezó a ser cada vez más complicado y menos divertido. Lloraba como una Magdalena y compensaba su dolor comprando y comiendo hasta reventar. Se plantaba frente a la nevera (la cocina la había recuperado, había vuelto a convertirse en su cuartel general) y se metía en el cuerpo todo lo que encontraba. O bien iba a las mejores tiendas de la ciudad y se compraba más vestidos de los que podría utilizar en su vida. En otras palabras: se volvió gorda y cara. Esto último no me preocupaba demasiado porque gano mucho dinero y en el fondo me gusta que mi mujer lleve ropa que se nota que ha costado una fortuna, pero lo que sí me molestaba —y aún me molesta— era que hubiera perdido el último ápice de belleza que le quedaba. Y no había modo de recuperarla. Se pusiera lo que se pusiera, su gordura estaba ahí. Todavía era sumisa y entregada, y por tanto un objeto fascinante, pero no hay que olvidar que soy un hombre: de vez en cuando también me gustaría disfrutar mirando a mi mujer.

Empiezo a estar preocupado.

Como acabo de decir, Evelin cambió mucho tras el fiasco del bebé, sobre todo desde el punto de vista externo, con el tema de las compras y la comida. Por supuesto, también sus depresiones se multiplicaron, aunque eso era de esperar. Pero desde hace medio año, quizá incluso más, hay algo nuevo en su actitud; algo que ni siquiera yo, que estoy más que acostumbrado a tratar con todos los aspectos de la psicología humana, me atrevo a valorar.

Podría describirlo diciendo que está preparando algo. Se le ha ocurrido una imagen, una idea, un pensamiento; ha imaginado algo, y ese algo se ha puesto en movimiento y ha enfilado su propio camino. Seguramente Evelin ya no puede controlarlo. Quizá ni siquiera pueda detenerlo.

Lo noto. Noto cómo ha cambiado su mirada. Percibo una diferencia en su tono de voz. Sí, casi puedo olerlo. Evelin tiene otro olor. Hasta ahora había olido a miedo, lo cual siempre me estimuló, pero de pronto hay algo nuevo mezclado en ese olor. ¿Quizá el inicio de una rebelión?

Pero «rebelión» y «Evelin» son dos conceptos incompatibles. De ahí que me sienta preocupado. Ciertos animales, si se ven continuamente presionados u obligados a alterar su forma de vida o presienten que van a caer en una depresión, acaban planeando su propio suicidio. Deciden dejar de vivir y mantienen su decisión con una voluntad inquebrantable. Dejan de comer y beber, se tumban en un rincón y esperan que les llegue la muerte. Pese a su falta de libertad, la privación de sus derechos y la opresión a que se los ha sometido, se erigen de pronto en dueños de sí mismos y de su autodeterminación, y recuperan su dignidad. De algún modo, como por instinto, reconocen que, pese a la sensación de que no les queda ninguna salida, ése es el camino a seguir. Y así triunfan sobre sus torturadores. Les privan del poder que tenían sobre ellos.

Creo que a Evelin está ocurriéndole algo semejante. Es evidente que ya no espera nada bueno de la vida, y es posible que su mente haya tomado ya un rumbo que acabará provocándome un extraño dolor, y a ella la salvación. Quizá haya empezado a pensar que el suicidio la ayudará a acabar con su mayor problema (esto es, la vida), y de paso me daría una bofetada de la que tardaría años en recuperarme. Se trata de un pensamiento cruel y malvado que no me sorprendería nada en una personalidad como la suya. Me privaría de mi poder sobre ella. Ya no podría alcanzarla. Tendría que pasarme el resto de mi vida pensando que he fracasado, que no me queda ninguna opción, que no lograré que las cosas vuelvan a enderezarse.

Al final ganaría ella.

Ahora la observo con más atención que nunca, siempre con la mayor preocupación y cierta alarma. Lógicamente, no he dejado de indicarle quién es y qué es. Creo que no podría dejar de hacerlo. Quizá hasta sienta el gusanillo de tener que apurar al máximo esta situación. Estoy llegando al límite. Pero ¿dónde debo parar? ¿Cuándo dará ella ese paso que tanto temo pero al que estoy empujándola sin remedio?

¿Sentiré algún tipo de placer al pensar que fui el verdadero promotor de su desaparición? ¿Que el suicidio de Evelin quizá sea un homicidio? ¿Que el culpable podría haber sido yo?

Sé y puedo decir cosas que la sacan de quicio. ¿Debo pensar que al hacerlo estoy forzando su reacción?

Es todo tan imprevisible… tan complicado…