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—¿En el sumidero? Por Dios, Evelin, ¿cómo se te ocurrió meterlos ahí?

—Tenía prisa y fue lo primero que me vino a la cabeza. Pensé que allí no los buscaría nadie.

—No, desde luego que no. Imposible. Pero, dime, ¿cómo lograste mover la losa?

—Pesa más que un elefante. Conseguí desplazarla con una palanca de hierro que encontré en el cobertizo. Pegué la carpeta con tiras de celo a la cara interior de la losa, y, por increíble que parezca, aguantó. Pero no quería dejarla aquí, así que vine a buscarla.

—¿Y la has abierto del mismo modo?

—Al principio lo intenté con las manos, pero no pude. Entonces me acordé de la palanca.

—Pero ¿por qué…?

—Descubrí los papeles la noche anterior a la catástrofe. Tim estaba trabajando en su tesis de doctorado y le ocupaba mucho tiempo. Aquella tarde había pasado horas en la habitación, escribiendo, pero de pronto apareció Leon y le dijo que tenía que hablar con él. Seguramente del préstamo, ya sabes. Tim quería recuperar el dinero, y de ahí que saliera disparado tras Leon sin molestarse en recoger sus papeles. Yo estaba en la cama, leyendo, y cuando vi que su trabajo se quedaba ahí… —Se encogió de hombros en un gesto ambiguo—. Ya sé que no tenía derecho, pero me pudo la curiosidad. Así que fui y me puse a leer.

—¿Y?

—Trataba de esos estudios de la personalidad que mencionó la primera tarde que pasamos en Stanbury, ¿recuerdas? Estudios muy concretos, cuyos sujetos éramos nosotros.

—¿Nosotros? No entiendo…

—Tim siempre tuvo una actitud sádica e hiriente respecto a las personas, mejor dicho, de criticarlas y diseccionarlas, ya sabes. Le encantaba. Pero a sus amigos del alma, Leon y Alexander, nunca se les ocurrió que quizá también hablara mal de ellos o de sus mujeres. Siempre creyeron que la pasión de Tim por destrozar a los demás se limitaba a los desconocidos, que no afectaba al grupo.

—¿Y se equivocaban?

—De pe a pa. Tim se dedicó a escribir despiadadamente sobre cada uno de nosotros. Debió de pasárselo en grande. De hecho estabais predestinados a ser sus víctimas, porque él conocía vuestros errores, debilidades y dificultades… y se regodeó en todo ello. A conciencia.

Jessica tragó saliva. No le sorprendía confirmar que Tim era un canalla, porque eso era justo lo que ella pensaba, pero sí le dolió enterarse de que al final Alexander había sido engañado por su amigo. O peor aún: de que su amigo nunca lo había sido. «Una sarta de mentiras —pensó—. Este grupo no era más que una sarta de mentiras». Señaló los papeles y dijo:

—¿Lo has leído todo?

—No, todavía me queda bastante. Aquella noche Tim no tardó en regresar, y yo apenas tuve tiempo de volver a poner los papeles en su sitio y meterme en la cama, haciendo ver que no me había movido de allí. Él estaba de mal humor y no dejaba de insultar a Leon. Por lo visto éste le había propuesto devolverle el dinero en plazos, de tal modo que Tim tardaría años en recuperarlo todo, y estaba furioso. No dejaba de despotricar y de preguntarse cómo había sido tan estúpido de prestar tanto dinero a un perdedor como Leon. Metió los papeles en el cajón de su escritorio y lo cerró de un golpe.

»Al día siguiente, cuando Tim salió de la habitación, volví a coger los papeles. Sólo quería llevármelos a algún sitio para leerlos tranquilamente, pero, por desgracia, Tim decidió retomar su trabajo ya por la mañana. Y como no los encontró en su sitio, se puso a recorrer la casa de arriba abajo hecho un basilisco. No podía arriesgarme a que me descubriera, así que busqué a toda prisa un lugar para esconderlos, y… bueno…

—Se te ocurrió meterlos en el sumidero. ¡Madre mía, qué escondite más asqueroso!

—Sí, pero seguro. Ni siquiera la policía los encontró, y eso que lo pusieron todo patas arriba en busca de pruebas.

—¿Y por qué no volviste a meterlos en el cajón, o los dejaste en vuestra habitación? Quiero decir, en realidad ya sabías de qué iban, ¿no? ¿Tanto te interesaba conocer los detalles?

—No, a mí ya no me interesaban.

—Pero…

—Quería dároslos a vosotros. Sobre todo a Leon y Alexander. Tenían que leerlos.

—¿Qué pretendías conseguir?

Evelin la miró. Los suaves rasgos de su rostro, que hasta aquel día sólo habían mostrado dolor, nunca odio, reflejaron una amargura y una intransigencia inauditas.

—Justicia —dijo—. Eso pretendía. Quería que supierais de una vez por todas la clase de persona que era Tim. Y luego quería que me vieseis a mí. Quizá así alguno se habría dignado ayudarme.