8
Aquel día se precipitaron los acontecimientos.
Norman no interrogó a Phillip Bowen en el Fox and Lamb, tal como tenía pensado en un principio, sino que se lo llevó —junto con Geraldine— a la jefatura de policía de Leeds. El hotelito estaba atestado de periodistas y cuando Phillip y la chica salieron para meterse en el coche los recibió una lluvia de flashes. Los más listos habían entrevistado ya a la señora Collins, que estaba a punto de estallar de lo importante que se sentía, y conocían el nombre del presunto homicida y el hecho de que, apenas dos semanas antes, había adoptado una identidad falsa para entrar a husmear en Stanbury House. Para la prensa no cabía duda de su culpabilidad, y lo único que faltaba por resolver era el móvil del crimen. Además, todo el mundo se jactaba de saber quién era la joven belleza que lo acompañaba.
Cuando Norman leyó la prensa tuvo un arranque de rabia. La información tenía que haberla filtrado alguien del Fox and Lamb. Era evidente que no había nada que hacer contra los rumores y el chismorreo. Al día siguiente, el titular de un artículo presentaba a Geraldine Roselaugh como a una «renombrada modelo profesional», y aquello fue aceptado sin que nadie se detuviera a pensar que antes de aquel día nunca habían oído hablar de ella. También se sabía que la relación entre la joven y Phillip —del que, con las prisas, nadie había obtenido aún información sobre su pasado personal o profesional— no estaba pasando por su mejor momento y que ambos tenían problemas. Se sabía incluso que Roselaugh había cambiado de habitación y pensaba volverse a Londres sola, aunque en el último instante parecía que las cosas entre ellos se habían suavizado un poco.
«¿Unidos de nuevo por un terrible crimen?», rezaba el titular de The Sun, y el Daily Mirror se preguntaba: «¿Cómplice por amor?». Lo que no sabía era lo mucho que se acercaba aquella teoría a la verdadera dependencia de Geraldine Roselaugh («una mujer preciosa que no ha tenido suerte con los hombres») respecto a Phillip Bowen, y del drama en que estaba basada su relación. Los acontecimientos dieron un giro tan sorprendente que los titulares del día siguiente resultaron obsoletos antes incluso de salir a la luz.
Mientras Phillip y Geraldine eran llevados a Leeds, un policía había acompañado a Jessica hasta el granero en que se encontraba Ricarda.
Cuando Jessica se acercó a Ricarda, la vio reducida a poco más que una figura deprimente. Tenía las manos heladas, temblaba de hambre y sed y no reaccionaba a los estímulos externos. La llevaron al hotel y lograron de nuevo pasar inadvertidos. Llamaron a un médico y, al cabo de dos horas, éste permitió que una oficial de policía interrogara a la chica. Jessica se ofreció a estar presente, pero entonces Ricarda abrió la boca por primera vez:
—¡No!
Su odio hacia su madrastra no había disminuido un ápice. Jessica sintió que era la última persona del mundo en la que la chica buscaría protección y consuelo. «Y eso con suerte», pensó.
Leon se marchó al hospital de Leeds a visitar a Sophie. Antes vio con satisfacción cómo Bowen y su novia eran detenidos y sacados del hotel. No le cabía la menor duda de que Bowen era el culpable de los asesinatos.
Las horas transcurrían con una lentitud exasperante. Era como si alguien las hubiera rellenado con plomo para que avanzaran a paso de tortuga. A Jessica el día le pareció peor aún que el anterior, en parte porque iba saliendo del shock en que se encontraba y comprendiendo la verdadera magnitud de la tragedia. Además, empezaba a impacientarse por tener que quedarse ahí encerrada. Fuera el cielo lucía azul y despejado, y cuando abría la ventana de su habitación notaba una temperatura casi de verano. Echaba de menos sus paseos; quería sentarse en la cálida hierba y oler el aroma del manzano en flor. Pero jamás lograría salir del hotel sin despertar la atención del enjambre de periodistas apostados a la entrada. Se conformaba con haber logrado que Barney se escabullera sin ser visto y correteara durante un cuarto de hora por el jardín trasero del hotel. Así al menos el pobrecito pudo hacer un poco de ejercicio.
Evelin se había retirado a su habitación para tratar de dormir un poco. La oficial de policía que habló con Ricarda fue a ver a Jessica y le dijo que la conversación no había aportado demasiada información.
—En cualquier caso, yo diría que la chica no se encuentra en un estado de shock como el que afectó ayer a la señora Burkhard —dijo—. Más bien ha decidido voluntariamente mantenerse al margen de todo lo que tenga que ver con Stanbury House y sus habitantes. Como si… bueno, como si hubiese roto definitivamente con su familia y el resto del grupo. —La mujer miró sus notas y arrugó el entrecejo—. Usted no es su madre, ¿verdad?
—No. Su padre y yo nos casamos hace un año. La niña vive con su madre, la ex mujer de mi marido, aunque suele pasar las vacaciones con nosotros.
—¿Cómo es su relación con ella?
Jessica dudó.
—Ricarda me cae muy bien —dijo—, y siempre he esperado que algún día lo comprenda. Pero ella me rechaza. Yo no tuve nada que ver en la separación de sus padres, pero, al casarme con su padre, destrocé sus esperanzas de que ellos volvieran a estar juntos algún día. Y no me lo perdona.
La oficial asintió.
—¿Cree usted que el día en que la señora Roth leyó su diario en voz alta y delante de todos supuso para ella la gota que colma el vaso?
—Sí, en particular respecto a su padre… —Tragó saliva. Estaba hablando de su marido muerto, y algo en su interior le prohibía decir nada malo sobre él. Sin embargo, su comportamiento continuaba pareciéndole una traición hacia su hija, así que prosiguió—: Su padre no se puso de su lado, sino que se… solidarizó con los demás. ¿Me entiende? Con la señora Roth. Contra su propia hija. Pese a los enfrentamientos de los últimos días, Ricarda adoraba a su padre, y su reacción debió de herirla en lo más profundo. Creo que todavía no puede dar crédito a lo sucedido.
—¿Qué cree usted que tendría que haber hecho el señor Wahlberg, según la niña?
—Pues lo mismo que tendría que haber hecho en mi opinión: arrebatarle el diario a Patricia. Sacárselo de las manos y decirle que lo que estaba haciendo (coger el diario de otra persona, leerlo y luego proclamarlo en voz alta) era una vergüenza y una absoluta falta de respecto. Pero no. En lugar de eso dejó que Patricia siguiera con su numerito y permitió que se airearan los sentimientos más íntimos de su hija. La verdad, no me sorprendió que después Ricarda se marchara de la casa.
La mujer volvió a echar un vistazo a sus notas.
—Usted le dijo al superintendente Norman que los fragmentos del diario que se leyeron tenían que ver con la relación de Ricarda y el joven… Keith Mallory. ¿Es correcto?
—Sí —dijo Jessica.
El día anterior Leon le había preguntado si creía oportuno comentar a la policía que en el diario había varias referencias al deseo de Ricarda de verlos a todos muertos, pero ella decidió no decir nada al respecto. Poco antes, y de un modo instintivo, ella ya había tomado aquella decisión al hablar con Norman. «Lo único que lograremos será complicar las cosas aún más —le había dicho a Leon—. Al fin y al cabo, los dos estamos de acuerdo en que Ricarda no tiene nada que ver con los asesinatos, y que el odio y la rabia adolescentes que expresó en su diario no son más que reacciones propias de su edad. Así que lo mejor será obviar cualquier comentario al respecto». Leon, que no tenía duda sobre quién era el culpable, se mostró de acuerdo, y Evelin, que también estaba con ellos en aquel momento, se había quedado mirando al frente con la vista perdida, pero sin oponerse en ningún momento.
La oficial apuntó algo más en su libreta y, antes de marcharse, añadió:
—Está bien. De momento no tengo más preguntas. Iré a buscar al joven Mallory y hablaré con él. Quizá pueda darme alguna pista más.
Jessica se tendió en la cama. Por la ventana vio el cielo azul, mejor dicho, un trozo de éste. Pensó en Alexander y deseó que le salieran por fin las lágrimas con las que lograría mitigar el dolor y la tensión que la oprimían.
Pero no lo hicieron. No lloró.
Leon volvió por la tarde. El policía que lo acompañó le abrió camino hasta la entrada del hotel. Parecía cansado y derrotado. Jessica salió a su encuentro en la escalera.
—¿Cómo está Sophie?
Él se frotó los ojos con la palma de las manos.
—Mal. Los médicos no saben si lo logrará. —Puso cara de indignación—. Uno de los sabuesos de Norman ronda por la UCI. Le importa un comino cómo se encuentra mi hija; lo único que quiere es que salga del coma y le diga quién es el asesino. Para él Sophie no es más que un testigo. El testigo clave, de hecho.
—Sólo cumple con su trabajo —le dijo Jessica—, y todos sabemos que al final darán con el culpable.
—El culpable se llama Phillip Bowen. No entiendo que aún te quede alguna duda al respecto —respondió él con un punto de agresividad.
Jessica le puso una mano en el hombro para calmarlo.
—Tiene muchas cosas en su contra, es cierto, pero todavía no podemos estar seguros del todo, así que debemos concederle el beneficio de la duda. Ya sabes lo difícil que es lograr un veredicto de culpabilidad basado sólo en indicios, así que la declaración del único superviviente, y más si se trata de una niña, puede resultar decisiva.
Él asintió y de pronto, sin más, se dejó caer en uno de los peldaños y escondió su rostro entre las manos. Sus anchos hombros se encorvaron y empezaron a temblar. Lloró y lloró sin articular palabra, y Jessica, en cuclillas detrás de él, le pasó los brazos por los hombros para reconfortarlo con su calor y su presencia, sin pronunciar palabra, ya que no habría encontrado ninguna que no resultara absurda o banal. Lo dejó llorar todo el rato que quiso y lo envidió por eso; por haber encontrado una válvula de escape para su dolor. Algo que ella no había conseguido aún.
—Perdona —dijo él al cabo, manteniendo la mirada fija en la pared—. Es sólo que… no he podido evitarlo…
—Descuida. Has hecho bien. Todo lo que te quedes dentro sólo servirá para atormentarte.
Él asintió con cara de desesperación.
—¿Qué haremos ahora? ¿Cómo podremos seguir viviendo?
—¿Quieres un té? —le ofreció ella.
El ofrecimiento de un té no daba respuesta a preguntas tan trascendentales, pero fue lo más cercano a una réplica y lo más adecuado que se le ocurrió.
Leon se levantó con esfuerzo.
—De acuerdo —dijo, y la siguió a su habitación.
Tras tomar dos tazas de té con leche y azúcar y quedarse un rato dormido en el sofá, Leon se despertó sintiéndose mejor y un poco recuperado. Todavía tenía los ojos hinchados y enrojecidos, pero las marcas de las lágrimas en sus mejillas se habían secado, y, aunque su aspecto continuaba denotando una gran tristeza, también parecía más sereno y consolado. Mientras dormía, Jessica intentó una vez más hablar con Ricarda, pero la joven se había encerrado en su habitación y no respondía a sus llamadas ni a los golpes en la puerta. Al ver que no tenía ninguna posibilidad de hablar con ella se fue en busca de Evelin, a la que encontró en su cama, durmiendo a pierna suelta. Cuando volvió a su habitación, Leon acababa de despertarse. Por primera vez en aquel día lo vio esbozar una sonrisa vacilante.
—Tengo hambre —dijo.
—Intentaré que nos suban algo a todos, porque si bajamos al restaurante los periodistas no nos dejarán en paz —contestó ella.
Leon se puso en pie, se desperezó, se acercó a la ventana y miró hacia fuera. De pronto todo su cuerpo se puso tenso.
—¡No puede ser! —gritó.
—¿Qué pasa?
—¡Ha vuelto! ¡Bowen! ¡Y la modelo!
Jessica corrió a su lado y miró. Phillip y Geraldine acababan de bajar de un coche de policía y eran escoltados por varios agentes hacia el hotel. Los seguía el superintendente Norman y otro hombre al que Jessica no había visto antes. Por lo visto los acribillaron a preguntas mientras entraban en el edificio, pero Norman se limitó a menear la cabeza y mantener la boca cerrada. Y su acompañante hizo otro tanto.
—Ha de ser que los indicios en su contra no han bastado para acusarlo —dijo Jessica.
Leon dio un puñetazo al alféizar de la ventana.
—¿Que no han bastado? ¿Dices que los indicios no han bastado? Pero ¿qué otros indicios necesita ese imbécil de Norman? —Y se dio la vuelta, cruzó la habitación en dos zancadas y salió hecho un basilisco.
—¡Leon, no hagas una tontería! —intentó detenerlo Jessica—. ¡No sabes lo que ha sucedido en realidad!
Pero fue en vano. Leon ya estaba bajando la escalera, y Jessica lo siguió.
Por suerte, los policías habían impedido que los periodistas se colaran en el Fox and Lamb, así que en el vestíbulo sólo estaban Geraldine, Phillip, el superintendente Norman y su desconocido acompañante. Leon se abalanzó sobre Norman como un toro furioso.
—¿Por qué lo han soltado? —rugió—. ¿No les basta con lo que ha hecho? ¿Necesitan que mate a más gente antes de decidirse a encerrarlo?
—Señor Roth, entiendo que esté usted… —empezó Norman, pero Leon estaba fuera de sí.
—¡Mi mujer ha muerto! ¡Mi hija mayor ha muerto! ¡La pequeña casi no tiene posibilidades de sobrevivir! ¡Y ustedes dejan libre al responsable sólo porque debe de haberse procurado un abogado listo! ¡Pues bien, sepan que yo también soy abogado! Y juro que no me detendré hasta que este hombre pague por sus crímenes y…
—Señor Roth, le ruego que haga un esfuerzo por calmarse. Está usted equivocado. —Quien habló fue el hombre que había bajado del coche con Norman y los dos jóvenes. Miró a Leon y Jessica—. Permitid que me presente. Soy el inspector Lewis, de Scotland Yard. Me han asignado este caso.
—¿Y su primera actuación consiste en dejar libre a un hombre que ha matado a cuatro o quizá cinco personas? —espetó Leon.
—¡Leon! —dijo Jessica con voz apremiante.
Evitó cruzar su mirada con la de Phillip. No quería que Leon descubriera que entre ellos existía cierto conocimiento.
—Señor Roth, hemos hecho nuevas averiguaciones que lo cambian todo —dijo Norman. Ni su voz ni su expresión dejaban ver si le molestaba la presencia de aquel inspector londinense—. No tenemos ninguna prueba que demuestre que el señor Bowen es culpable.
—¡Tonterías! —gritó Leon—. ¡Ese hombre amenazó repetidamente a mi mujer! ¡Se coló en nuestra casa! ¡Se pasaba horas deambulando por nuestros jardines o por el bosque que rodea Stanbury House! ¡Está chalado, es un perturbado! Es…
—Si no le importa —dijo Phillip a Norman—, a la señorita Roselaugh y a mí nos gustaría retirarnos a nuestra habitación. Todo lo que tengan que decir sobre nosotros puede ser discutido en nuestra ausencia.
—Sí, por supuesto, pueden irse —dijo Norman.
Jessica, que seguía en la escalera, se hizo a un lado para dejar pasar a Phillip y Geraldine, pero continuó evitando mirarlo a los ojos. Sólo observó de soslayo a la chica, que estaba muy pálida y parecía cualquier cosa menos feliz. «Qué mujer más guapa», pensó.
—Ahora me gustaría hablar con la señora Burkhard —dijo el inspector Lewis.
Jessica se sorprendió. ¿Con Evelin?
—Está en su habitación —dijo—. Creo que aún duerme, pero…
—Pues despiértela, por favor —pidió Lewis.
Era más duro y lacónico que Norman, y su rostro no traslucía la menor emoción. Parecía de los que saben separar el trabajo de las emociones personales.
—¿Quiere que le diga que baje, o prefiere subir usted a su habitación?
—Lo que ella prefiera —dijo Lewis—. Le agradecería que usted misma se lo preguntase y nos comunicara la respuesta.
—Pues yo quiero saber… —empezó Leon de nuevo, pero Lewis lo interrumpió con brusquedad.
—Por ahora lo que usted quiere, señor Roth, no nos interesa. Le ruego nos deje solos y que permanezca en su habitación por si lo necesitamos.
Su tono pareció convencer a Leon, que por fin optó por cerrar la boca. Jessica subió la escalera a toda prisa para despertar a Evelin. Tenía un mal presentimiento. Había algo raro en el comportamiento de ambos oficiales: parecían muy seguros de sí mismos, casi triunfales. No sabía si el inspector Lewis era siempre así, pero estaba claro que Norman no. «Saben algo —pensó— o tienen sospechas fundadas. Algo de lo que todavía no nos han hablado. Algo nuevo…»
De pronto sintió frío. Entró en la habitación de Evelin, que ya se había despertado aunque seguía acostada. Se había puesto un camisón pero no se había quitado la bufanda, lo cual le daba un aspecto de enferma con dolor de garganta.
—Evelin, lo siento pero el superintendente Norman quiere hablar contigo. Ha venido otro inspector. —Prefirió no decirle que era de Scotland Yard. El desasosiego que sentía ya era suficientemente intenso y no quería transmitírselo a su amiga.
Evelin se incorporó.
—Ya voy —dijo.
Una hora después fue acusada de haber cometido los asesinatos.