Había conseguido acercarse bastante a la casa. No se había colado en el jardín por la verja sino por la parte trasera del terreno, con la esperanza de que así no lo descubrirían. Había pasado un buen rato escondido entre los matorrales, tras el tronco de un árbol, observando la casa, la terraza con sus escalones, las ventanas bien alineadas, el frontón del tejado. Había hecho unas veinte trenzas de hierba sin darse apenas cuenta. Al final se atrevió a acercarse un poco más, pues no se veía un alma. No pudo evitar preguntarse fugazmente qué impresión les causaría si lo descubrieran: un hombre oculto entre los matorrales, obsesionado con aquella casa, acercándose como un asesino se aproxima a su víctima. ¿Estaría volviéndose loco?

Como no quería quedarse frente a la terraza —allí podría verlo cualquiera que se asomara a una ventana—, se dirigió hacia un lado del jardín y avanzó a hurtadillas por la izquierda del mismo. Tardó bastante en darse cuenta de que, un poco más adelante, medio oculta por los matorrales, una mujer tomaba el sol sentada sobre una roca. Fue demasiado rato, de hecho, porque ella distinguió sus pasos y abrió los ojos para mirarlo. Era la gorda. ¿Cuál era su nombre? Aquella mujer le había llamado la atención desde el primer momento, no por su corpulencia física sino por la tristeza que escondía siempre su mirada.

—Ah, es usted —dijo ella. No parecía sorprendida.

Él se acercó un poco más.

—No consigo quitarme esta casa de la cabeza —dijo con una sonrisa de disculpa—. Siempre vuelvo a dejarme ver por aquí.

Ella le devolvió la sonrisa. Incluso así parecía triste.

—Pues no tiene ninguna posibilidad —le dijo con calma—, al menos mientras su adversaria sea Patricia.

—Oh, ya lo veremos. Le sorprendería saber lo cabezota que soy. Si lo que me dijo mi madre es cierto, me corresponde la mitad de esta propiedad, y le aseguro que lograré demostrarlo.

—Quizá —dijo ella con incredulidad.

Él señaló la roca sobre la que estaba sentada.

—¿Me permite que la acompañe un ratito?

Ella le hizo sitio de buena gana.

—Claro.

Se sentó sobre la roca caliente.

—Es un lugar muy agradable —comentó—. ¿Suele venir a tomar el sol aquí?

—No —respondió ella, moviendo la cabeza—. Por lo general siempre estoy dentro, en la cocina. Yo… —Puso cara de circunstancias—. Es evidente, ¿no? Me encanta estar en la cocina.

—Bueno, se ve que le gusta comer. Pero eso no es malo, ¿no? Hay que disfrutar de las cosas. Mi novia es modelo, y tiene que estar tan pendiente de su figura que en la mayoría de las comidas sólo toma agua. Yo le digo que eso es un disparate. Se pierde uno de los grandes placeres de la vida. Además, para la pareja no es demasiado estimulante.

—Pero seguro que tiene un tipo maravilloso.

—Es muy delgada, tal vez demasiado. Pero en las fotos queda bien.

Descubrió interés en los ojos de ella.

—¿Es guapa?

—¿Mi novia? Sí, sí, podría decirse que es muy guapa.

—¿Van a casarse?

Él rió.

—¿Es usted siempre tan directa?

Ella se ruborizó y sus ojos perdieron el brillo de hacía unos instantes.

—Oh, discúlpeme, no pretendía…

—No, no se preocupe, no me ha molestado. Y… pues no, no vamos a casarnos. Geraldine sueña con tener una familia, pero eso no es para mí.

—Entonces la pobre ha de ser muy infeliz.

—¿Quién, Geraldine?

—Sí. Si tiene tantas ganas de casarse y de… —casi se atragantó— de t-tener hijos…

—Ya, me temo que no es demasiado feliz. Creo que nos separaremos. Es triste, pero tampoco tiene sentido continuar si no es lo que deseamos.

—Eso es cierto. —Lo dijo con tono neutro y monocorde.

Él sintió lástima por ella, pero no supo qué decir para animarla. Era gorda, infeliz y seguramente depresiva; tal vez sólo podría ayudarla un buen psicólogo profesional.

La miró de soslayo. Tenía un cutis terso y blanco y olía a perfume del bueno. Podría ser una mujer muy guapa si se quitara treinta kilos y tuviera una mirada más alegre. Se preguntó cómo era posible que aguantara con aquel enorme jersey negro de lana y cuello alto. Hacía demasiado calor para vestirse así.

—¿No tiene calor? —le preguntó—. Hoy es uno de los días más calurosos del año.

—No, no tengo calor.

Le sorprendió interesarse por aquella mujer, aunque en su vida se había cruzado muchas veces con personas de ese tipo, y de un modo u otro ninguna lo había dejado indiferente.

—Me gustaría saber por qué Patricia me odia tanto —dijo entonces—. Tenemos la misma sangre. Nuestras vidas convergen en un punto común, Kevin McGowan. A mí me resulta muy interesante. Me sorprende que ella no lo vea así. ¿O es por el dinero? Eso de ahí —dijo señalando la casa, que con el césped recién cortado y las flores nuevas en la terraza tenía un aspecto muy distinguido e imponente— debe de valer mucho. Quizá le moleste la idea de tener que compartirlo.

Evelin se encogió de hombros.

—No creo que sea por el dinero. Yo diría que se trata más de una cuestión de autoridad. Quiere seguir siendo única ama y señora de este lugar. Es una persona muy… —buscó las palabras adecuadas—, muy ávida de poder.

—¿No le cae bien?

—La conozco desde hace mucho.

—Ésa no es una respuesta.

—Desde luego que lo es. —A Phillip le pareció descubrir un punto de agresividad en su tono y su mirada—. Es una respuesta porque entre nosotros no cuenta que nos gustemos o no. Eso ni siquiera puede plantearse. La única mujer que se atrevió a sacarlo a colación ya no está con nosotros.

—¿A quién se refiere?

—A la predecesora de Jessica. La ex mujer de Alexander. Él la dejó porque ella no se llevaba bien con Patricia.

Phillip la miró con incredulidad.

—¡No puedo creerlo!

Ella volvió a encogerse de hombros y no contestó.

—Pero eso es muy… muy extraño —dijo él—. ¿Sólo porque no se llevaba bien con Patricia? ¿Quién demonios es ella? ¿La gurú del grupo? ¿La persona de la que todo depende? ¿La única que puede decidir y la única de la que nadie puede apartarse? ¿Qué méritos tiene para ostentar ese rango?

—Usted no lo entiende —dijo ella—. El problema no es Patricia. Ella sólo se sirve de la situación para exteriorizar su necesidad de dominar a la gente. El verdadero problema son los hombres. Todo gira en torno a ellos. —Se rodeó el cuerpo con los brazos, como si tuviera frío—. Al fin y al cabo, todo gira siempre en torno a los hombres, ¿no? Son las figuras determinantes.

Phillip no entendió a qué se refería, y tuvo la sensación de que preguntar no le ayudaría a comprenderlo.

Se quedaron un rato en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos pero sintiéndose a gusto en compañía del otro. Phillip hacía trenzas con la hierba y Evelin toqueteaba el dobladillo de su jersey y trazaba líneas con las uñas sobre sus pantalones. De pronto un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Se puso tensa como un animal al intuir un peligro. Alzó la cabeza y pareció tan aterrorizada que Phillip creyó oler su miedo. La miró.

—¿Qué sucede?

Ella se puso en pie.

—Mi marido —dijo.

Phillip siguió su mirada: un hombre con barba caminaba por el campo. El mismo con el que había hablado el día anterior. Observó sus movimientos y se fijó en su expresión. De lejos no podía estar seguro, pero diría que reflejaba energía y decisión.

—¡Evelin! —gritó el hombre.

Ella no reaccionó. Estaba paralizada. Tim la había divisado entre los matorrales. Él se detuvo y entornó los ojos.

—¿Estás ahí, Evelin? —preguntó en alemán.

Phillip sólo sabía unas palabras en ese idioma, pero, cuando escuchaba alguna conversación, lograba enterarse más o menos.

Ella dio un paso adelante.

—Sí, estoy aquí —dijo.

—¡Maldita sea! —Las palabras, cargadas de rabia, fueron pronunciadas en voz baja—. Llevo siglos buscándote. He perdido unos papeles muy importantes y hace horas que los busco. Tengo que encontrarlos. Aquí todo es un caos, como siempre. Quiero que vengas inmediatamente…

—Tim… —repuso Evelin en voz baja.

Pero él ya se había dado la vuelta para marcharse. Por lo visto no se había percatado de que junto a su mujer había alguien más.

—Quiero que dentro de un minuto estés en casa —añadió sin volverse. Parecía totalmente convencido de que ella obedecería sin rechistar.

Phillip se levantó y le puso una mano en el hombro. Ella dio un respingo pero no lo miró.

—No permita que le hable en ese tono —le dijo él—. Nadie tiene derecho a tratarla así, y menos aún su marido.

Le pareció que ella ni siquiera lo escuchaba. Se marchó sin decir nada y lo dejó allí plantado. Phillip la vio cojear, alejándose de él como si fuera un juguete teledirigido o una marioneta sin voluntad. Quiso decirle algo más, pero supo que ella ya no lo oiría. En cualquier caso —y era algo que tenía que repetirse continuamente—, todo aquello no era de su incumbencia.

Además, ¿no había decidido hacía poco —¡hay que ver cómo pasa el tiempo!— que los odiaba a todos?