13

Experimentó una especie de déjà-vu, sólo que no se trataba exactamente de una situación que ya hubiese vivido, sino de una muy similar: llovía a cántaros, regresaba a casa y vio luz en su ventana. Ella volvía a estar allí.

Esta vez no volvía del abogado, como la semana anterior, sino de los archivos del Observen Durante los últimos años había reunido todo el material de prensa existente sobre su padre, pero de vez en cuando no podía resistir la tentación de rebuscar en los archivos en busca de alguna pista que le condujese hasta su madre y, por tanto, hasta él mismo. O eso, o bien algo que le ayudara a comprender por qué Kevin McGowan había abandonado a su amante Angela Bowen. Quizá hubiera algún motivo, alguna razón de peso que le ayudara a entender un poco mejor a su padre y a reconciliarse con él.

No había encontrado nada que no supiera o que no tuviera ya en alguna de sus muchas carpetas. Y de pronto había sentido hambre y dolor en los ojos. Ya eran las seis y media.

Cuando salió a la calle, estaba lloviendo. El día había amanecido cálido y soleado, pero al mediodía empezaron a acumularse nubarrones, y al poco el cielo había abierto todos sus grifos. Una vez más, Phillip no llevaba paraguas ni chubasquero. Parapetado bajo balcones y salientes, corrió pegado a las paredes hasta un restaurante paquistaní. Estaba bastante lleno de gente que también buscaba refugio de la lluvia, pero consiguió hacerse con una mesita libre. Al mirar en su monedero descubrió que, para variar, tenía algo de dinero. El suficiente para una cerveza y un plato de arroz con verduras.

Le gustó la comida, se le secó la ropa y el alcohol lo reconfortó un poco. Aún pidió un chupito y se puso a observar a los demás comensales. Oía fragmentos de conversaciones, pero ni siquiera los escuchaba. Se sentía optimista y feliz.

Aquella tarde se había ocupado de Kevin, su esposa Patricia y la rama alemana de la familia. No era la primera vez que lo hacía, pero en esta ocasión puso especial esmero y dedicación. Sabía que a su padre no le quedaba ningún pariente en Inglaterra, pero nunca había intentado descubrir si los tenía en Alemania. Quizá el otro hijo de Kevin McGowan aún vivía, o bien algún tío o primo lejano, o lo que fuera. Quizá Kevin había mantenido el contacto con alguno de ellos después de su divorcio con Patricia. Quizá incluso había confiado en alguno de ellos y le había hablado de Angela Bowen. Quizá encontrase alguna pista de momento desconocida.

Iba a hacerlo. Se marcharía a Alemania. A Hamburgo. Allí habían vivido Kevin y Patricia, y allí empezaría a seguirles el rastro.

Había conseguido ahorrar algo de dinero con sus trabajos de doblaje, y, aunque sabía que debía un mes de alquiler, su casero aún no se había quejado. Además, estaba acostumbrado a vivir al día. Y tenía que admitir que su economía estaba mejor que nunca merced a que Geraldine pagaba buena parte de sus gastos: comida y bebida, electricidad, periódicos… Gracias a ella había podido ahorrar en las últimas semanas. Y sin remordimientos, ya que nadie le había pedido que se le pegara de ese modo.

Eran las nueve de la noche cuando salió del restaurante. Empezaba a oscurecer y seguía lloviendo. Aquella noche ya no pararía, de modo que no tenía sentido esperar un rato más. Aún le sobraba un poco de dinero y estuvo tentado de pedir un taxi, pero al final decidió que no. Su viaje a Alemania tenía prioridad absoluta.

Así que, una vez más, se metió en un vagón de metro lleno a rebosar, y volvió a oler a abrigos mojados; corrió hasta su casa bajo la lluvia y se fijó en la estrechez y fealdad de su barrio. Y vio luz en su ventana, pese a que ya eran más de las nueve y media.

Había creído que Geraldine se habría marchado, enfadada porque él no se presentaba a cenar y ni siquiera le telefoneaba. Seguramente estaría con la bruja de Lucy, pensó con resignación. Se habrían bebido una botella de champán y ni siquiera se habrían dado cuenta de la hora.

Pese al sosiego que le había proporcionado el alcohol y cavilar sobre el viaje a Alemania, empezó a sentir cierta agresividad, quizá porque estaba seguro de que ella pondría el grito en el cielo cuando le contase sus proyectos.

Cuando abrió la puerta del piso se vio asaltado por una oleada de humo que lo hizo toser. La estancia estaba muy cargada y al principio no supo de dónde venía aquella humareda. Pero entonces la vio, arrodillada frente a la estufita de hierro que había en una esquina, justo en la zona en que el techo inclinado era más bajo.

Phillip nunca la había utilizado. Estaba en el piso cuando él llegó, y el casero le dijo en su día que podía deshacerse de ella porque todo el edificio disponía de calefacción central. Al final la estufa se quedó donde estaba, llena de hollín y polvo y sin ninguna función. ¡Y ahora resultaba que a Geraldine se le había ocurrido convertirla en una romántica chimenea, en pleno mes de mayo, sólo porque fuera llovía!

¿Qué estaría tramando?, se preguntó. ¿Por qué demonios no lo dejaba tranquilo de una vez?

Estaba echando al fuego papeles de periódico, por lo visto sin darse cuenta de que las llamas ya estaban altas, el humo anegaba la habitación y ella misma tosía y respiraba con dificultad. Pese a que tenía los zapatos empapados y fue dejando sus huellas húmedas y sucias en la moqueta, Phillip cruzó la estancia, abrió la ventana y exclamó:

—Pero ¿qué haces? ¿Pretendes intoxicarnos? ¿Qué diablos estás haciendo?

Geraldine no lo había oído entrar y dio un respingo.

—¡Dios mío, qué susto me has dado! —Se llevó una mano al pecho—. Estoy quemando diarios.

—¿Y por qué? En la calle hay un contenedor para papeles que… —De pronto lo comprendió. Vio las carpetas delante de la estufa. Las tijeras de cocina en el suelo, a su lado. Los pocos diarios que aún no había quemado, pero sí cortado en pedazos. Los restos de fotografías. La estantería vaciada en la pared. Su extrema palidez y el temblor de sus manos, que no lograba dominar.

La miró a los ojos. A ella le costó lo suyo, pero no desvió la mirada. Phillip pudo ver el miedo en el fondo de sus pupilas.

—¿Qué has hecho? —le preguntó, aunque ya sabía la respuesta. Su voz sonó ronca, y no precisamente por el humo.

Ella hizo un movimiento defensivo con las manos.

—Pensé… —empezó, pero se corrigió—: Pienso que es mejor para ti, para nosotros, que te liberes de todo esto. Estás dominado por una obsesión y… —La expresión de él la hizo abandonar la frase—. No lo habrías conseguido —le aseguró con un hilo de voz—. Tú solo no habrías podido liberarte.

Phillip estaba tan perplejo que aun barajó la posibilidad de estar equivocándose. De que lo que estaba viendo no fuese real.

—Mis archivos —dijo con lentitud—, los periódicos… todo lo que había reunido sobre mi padre… No me digas que has… —No logró decirlo en voz alta. Era imposible que a esas alturas de la vida Geraldine se hubiera atrevido a… Que hubiera tenido la suficiente sangre fría para inmiscuirse así en sus asuntos… Precisamente ella…

Sintió que se mareaba y respiró hondo. Por la ventana corría un aire fresco y húmedo que despejó la habitación y también sus pulmones. El suelo dejó de moverse y Phillip recuperó el aplomo.

—Tenía que hacerlo, Phillip —dijo ella. Su voz había recuperado algo de decisión, pero su tez seguía pálida como la de un muerto—. Estás obsesionado con algo que me da miedo y que además paraliza todo tu futuro. Revisas archivos de periódicos, coleccionas carpetas y guardas infinidad de recortes: Has organizado tu vida en función de ello, pero este interés enfermizo por Kevin McGowan no aporta ningún sentido a tu vida. Esto no es vida. Sólo es un… un terrible error.

—Mi padre… —atinó a decir él.

Ella lo miró fijamente.

—McGowan no es tu padre —le dijo—. No fue más que un desvarío de tu madre. Y no voy a aceptar que nuestra vida… —Mientras lo decía pensó que tal vez había llegado demasiado lejos. La decisión que reflejaba su rostro se trocó en horror. Phillip advirtió el cambio perfectamente. Geraldine tragó saliva y se humedeció los labios resecos—. Lo que intento decirte es que… —retomó, pero no supo seguir.

Él tenía el puño izquierdo apretado y sintió un punzante deseo de descargarlo contra aquel pálido rostro de ojos enormes y labios temblorosos. Quería acallar la boca que había dicho semejantes barbaridades; hacerle tanto daño como ella le había hecho a él; verla gemir y retorcerse, doblarse sobre las carpetas vacías y los periódicos rotos, sobre el objeto de su destrucción. Quería pegarle hasta la extenuación. Quería que ella se marchara arrastrándose para no volver jamás, ni a su piso ni a su vida. Quería vengarse, librarse de ella. Quería…

—Por favor —suplicó Geraldine—, ¡por favor, no lo hagas!

Pero él necesitaba dar salida a su rabia. Si no lo hacía acabaría explotando, de eso estaba seguro. Sin vacilar y con la rapidez del rayo, cogió las tijeras con que Geraldine había cometido aquel crimen imperdonable y se plantó delante de ella, que gimió lastimosamente a sus pies:

—¡No! ¡Por favor, Dios mío, no! ¡Oh, Dios…!

Estaba muerta de miedo. Sus ojos reflejaban terror y su cuerpo rezumaba pánico por todos los poros. Él la cogió por el pelo y le echó la cabeza atrás, y ella gritó como una posesa cuando Phillip, con brutales tijeretazos, le cortó de cualquier manera su preciosa y larguísima melena negra.

—Vete —le dijo después, casi en un susurro—. Desaparece de mi vista y no vuelvas jamás, ¿me oyes? ¡No quiero volver a verte!

Geraldine temblaba y emitía pequeños gemidos, sin acabar de creerse que siguiera viva. Ofrecía una imagen grotesca con su cabellera revuelta y tan destrozada como los periódicos y carpetas que la rodeaban, y por un momento Phillip la contempló con inmensa satisfacción.

—¡Te he dicho que te vayas! —gritó luego.

Aún temblando, ella se tocó el pelo, mejor dicho el estropicio en que se había convertido, y se quedó horrorizada. Bajó la vista para mirarse brazos y pechos, buscando sus largos y sedosos mechones negros, y sus ojos se abrieron como platos al no encontrarlos. Levantó la cabeza y clavó sus ojos en Phillip.

—Fuera de aquí —le ordenó él por tercera vez.

—Cabrón —masculló ella en voz queda.

Phillip cogió el bolso de ella, que yacía en el sofá-cama, lo llevó hasta la puerta aún abierta y lo lanzó al pasillo. El bolso resbaló y empezó a caer por la escalera, hasta que se abrió y su contenido se desperdigó por los peldaños.

—Como ves, quiero que te vayas —le dijo con tono monocorde e inexpresivo.

Ella se levantó temblando y se acercó a la puerta con paso vacilante. Parecía un espantapájaros. Le daría un síncope cuando se mirase en un espejo, pero a Phillip le daba igual. Lo único que quería era que desapareciera de su vida. Quería quedarse a solas con lo que ella había destruido y ver si podía rescatar algo. No soportaba su presencia. No la quería, nunca la había querido, y de pronto sintió algo parecido al alivio por la oportunidad que ella misma le había brindado en bandeja, y porque al fin había logrado reunir coraje para acabar con aquella relación.

Reparó en que el miedo de Geraldine estaba transformándose en odio, pero eso también le daba igual. ¡Que se marchara de una puta vez! Le habría gustado lanzarla al descansillo como al bolso, pero se contuvo y esperó. Ella gimoteaba.

—Maldito cabrón… —farfulló Geraldine—. ¡Te he entregado toda mi vida!

De haber sido un día normal, él habría reído y preguntado qué entendía ella por entregar: ¿pasarse años inmiscuyéndose en su vida y acosarlo continuamente con sus planes de futuro?, ¿hacer oídos sordos cuando él le explicaba que no tenían ningún futuro?, ¿encapricharse con él como si fuera un juguete, un vestido o un coche? Pero aquel día no dijo nada. No preguntó nada. Ya habían hablado demasiado. Ya habían perdido demasiado tiempo. Ahora sólo quería acabar con todo, y cuanto antes mejor.

Ella lo miró y pasó por su lado con gesto envarado. Cogió bruscamente su abrigo del respaldo de una silla y se marchó dando un portazo. Phillip oyó sus pasos en la escalera. Aún tardaría unos minutos en recoger del suelo todas sus pertenencias.

¡Geraldine se había marchado! ¡Por fin!

Se arrodilló frente a la estufa de hierro y recogió lo poco que se había librado de la quema: varias fotos, algunos artículos y unos fragmentos inconexos e incompletos. Recordó la cantidad de horas que había pasado en bibliotecas y archivos haciendo fotocopias e imprimiendo páginas de internet. Un año de trabajo. De investigación. De recoger información como un poseso, ordenarla, organizaría, etiquetarla y almacenarla. Doce meses en los que había logrado formarse una imagen de su padre, con la misma precisión y lentitud con que se arma un puzzle. Doce meses que Geraldine había destrozado de un plumazo.

Por fin se levantó, exhausto. No tenía ni idea del tiempo transcurrido. En el rellano no se oía ni un alma.

Fue al cuchitril que llamaban baño y se metió en la cabina de ducha barata que el casero había hecho instalar con orgullo años atrás. «Lavabo en el pasillo pero ducha en el piso. Algo es algo», pensó Phillip en su día.

Se duchó con agua helada, dirigió su cara hacia el chorro y, bajo el doloroso hormigueo del agua, sintió que la vida volvía a su cuerpo, que su cerebro emergía de la abulia en que había caído y su razón volvía a percibir la realidad. Regresó a la habitación. El fuego se había apagado y fuera era noche cerrada. Por la ventana entraba un viento húmedo y frío y había mechones de pelo negro esparcidos por la alfombra.

Phillip los miró. Ahora que se le había pasado la rabia y la desazón, empezó a comprender la magnitud de su error. Había echado a Geraldine de su piso y de su vida con tanta contundencia que a ella tenía que haberle quedado muy claro que no habría marcha atrás. Además, la había sometido a una de las peores humillaciones que un hombre puede infligir a una mujer: cortarle el pelo por la fuerza. Y, teniendo en cuenta que tal era la parte de su cuerpo de la que se sentía más orgullosa, la que cuidaba con más esmero y representaba, para su trabajo, una baza y un capital importante, sin duda debía estar furiosa y hecha un basilisco. Él había arrasado los límites que deben existir entre las personas, la barrera que hace factible la convivencia y sin la cual sería imposible vivir en comunidad. Su comportamiento se parecía terriblemente a una violación. Quizá Geraldine lo considerara como tal.

De pronto sintió frío y fue a cerrar la ventana. Tenía que pensar. No es que se arrepintiera por completo de su arrebato, no; al menos había dejado las cosas claras respecto a su relación. Y, la verdad, ahora que todo había pasado se dio cuenta de lo insoportable que se le habían hecho las últimas semanas y lo inminente del final. Sólo que, visto cómo había discurrido dicho final, ahora empezaba a entrever sus consecuencias.

Ella iría a la policía, o llamaría directamente a Yorkshire, al superintendente no-sé-qué (había olvidado su nombre). Rectificaría su declaración y desmontaría la coartada de Phillip. Le explicaría que él la había obligado a mentir, y de repente resultaría más sospechoso que nunca.

Miró la hora: poco más de las diez y media. Había pasado aproximadamente una hora desde que Geraldine había abandonado la habitación. Así pues, la policía podría irrumpir en su piso en cualquier momento.

No tenía tiempo de pensar en los pros y contras de la situación. ¿Parecería aún más sospechoso si se daba a la fuga? ¿Sería más sensato quedarse? ¿Lo denunciaría Geraldine realmente, o por la mañana volvería llorando y exigiéndole que hablaran? Daba igual. Si no se largaba inmediatamente, era muy probable que acabara pasando la noche en una comisaría.

Arrojó a una esquina la toalla que llevaba atada a la cintura, se puso ropa interior limpia, unos tejanos y una sudadera gris. Sacó su bolsa de lona del armario y reunió ropa, cepillo y pasta de dientes y la cartera con sus ahorros, que en principio eran para viajar a Alemania. No tenía ni idea de adónde ir. De momento lo único que pretendía era marcharse de allí.

A las once menos diez salió de su piso. Llevaba zapatillas de deporte y una vieja cazadora de cuero sobre la sudadera. Le pareció que con esa pinta no llamaría la atención. No obstante, si salían a buscarlo no habría un solo lugar donde pudiera sentirse a salvo: ni el tren ni los autobuses ni una pensión.

«No pienses en esto ahora —se ordenó—, limítate a marcharte lejos de aquí».

La escalera estaba poco iluminada, como siempre, pero a la turbia luz de una bombilla distinguió una barra de labios en un escalón y un tampón en otro. Geraldine se los había dejado al recoger sus cosas.

Salió del edificio. Continuaba lloviendo y en la calle no se veía un alma. Respiró aliviado. Durante los últimos minutos su piso le había parecido una trampa: ahí arriba no habría tenido la menor oportunidad de escapar. Pero ahora estaba fuera, y la policía aún no estaba a la vista.

A paso normal, para no llamar la atención, se dirigió a la boca del metro.